15.6.07

la cuadratura del envase de leche


¿Sabe o se ha preguntado alguna vez -escribe Tom Vanderbilt en el sitio Design Observer- por qué los envases de leche son cuadrados y los de refresco redondos? "La respuesta -dice- es simple: la leche debe refrigerarse y los envases con ángulos rectos no desperdician espacio -esto es, dinero. Esta y otras explicaciones vienen, según anuncia Vanderbilt, en el antojable libro de Robert H. Frank The Economic Naturalist, cuyo primer capítulo -precisamente donde explica la diferencia entre el cartón de leche y la lata de refresco- comienza afirmando que a la pregunta ¿por qué los productos toman una forma determinada?, no puede responderse de manera inteligente sin al menos una referencia implícita a la relación entre costo y beneficio.

11.6.07

políticas del buen vecino

Como debe ser, no conozco a mis vecinos. De cara reconozco algunos y de los menos, los de ya muchos años, se su nombre o apellido. A veces nos saludamos en los pasillos pero no pasa a mayores. Ese es el secreto de la buena vida metropolitana: mantener la distancia aun con los más cercanos. Ya dice Richard Sennett -para quien la ciudad es el espacio común de quienes no tenemos nada en común-, en su libro The Fall of Public Man, "ya que cada uno es, en cierta medida, un gabinete de horrores, las relaciones civilizadas entre individuos sólo pueden proceder en la medida en que los pequeños sucios secretos del deseo, la avaricia o la envidia, permanezcan bien guardados."
Pero ayer, cerca de las once de la noche, alguien tocando a la puerta parecía haber roto el tácito acuerdo: ignora a tus vecinos. En esta casa no recibimos visitas no anunciadas, por lo que, además de importunar, inquietó. Me asomé por la mirilla para ver, a contraluz, la figura de un hombre alto que se frotaba la cara y quien, al darse cuenta de que yo estaba al otro lado de la puerta, dijo soy yo. La familiar seguridad de tal afirmación -acostumbro responder así cuando al tocar en casa de algún amigo me preguntan ¿quien?: yo, afirmación temeraria que dice todo y no dice nada- me hizo abrir la puerta. ¿Si? -dije yo. Soy su vecino del dos -contestó-, mi esposa salió y olvidé las llaves y la cartera en el coche. Mi hijo está enfermo, tiene fiebre y acabo de llamar a la farmacia para pedir medicina. Mi cara debió dejar ver el ¿y a mi qué me importa? que estaba pensando pues, sin dejarme hablar, me pidió un préstamo express para pagar lo que había ordenado. Son quinientoscincuenta pesos -dijo-, te dejo lo que quieras, el perro si quieres, te devuelvo el dinero en cuanto llegue mi mujer. Nervioso, angustiado diría, hablaba rápido, quizá para no darme tiempo a pensar: ¿dejarme al perro? ¿No está el perro dentro de la casa y el afuera sin llaves? ¿Cómo habló a la farmacia? ¿Del móvil? ¿Por qué no llamó entonces a su esposa si el niño está tan mál? No tengo dinero en casa -dije. ¿No puedes ver, lo que sea? Cerré la puerta. Nos están timando -le dije a P tratando de explicarle, rápido, en voz baja, de que se trataba, mientras caminaba a la mesa para verificar en mi cartera lo que ya sabía: un billete de quinientos, dos de veinte y algunas monedas. Regresé a la puerta y abrí: no tengo dinero, sólo cincuenta pesos. No importa -dijo- lo que sea me sirve. Volví a cerrar la puerta, regresé a la mesa y tomé los cincuenta pesos. Sólo nos va a robar cincuenta -pensé. Y si fuera cierto, en algo habría colaborado a la salvación del pequeño. Gracias -me dijo cuando volví a abrir la puerta y le di los dos billetes y las monedas- mañana te lo paso. Cerré la puerta, me asomé por la ventana y lo vi dirigirse a la calle. Siempre estuve seguro que era un engaño pero, por suerte, hoy mi vecino no ha vuelto. No rompió, de nuevo, la regla de los buenos vecinos que el día anterior habíamos, por un momento, suspendido.