En las últimas semanas varias notas en la prensa han hecho que de nuevo la atención se centre, aunque sea de manera parcial, en el tema de la conservación de la arquitectura como patrimonio que debe protegerse y mantenerse. La controvertida restauración del teatro del Palacio de Bellas Artes, la intervención en el Monumento a la Revolución, la demolición prácticamente total del edificio de Vladimir Kaspé en la entrada de las Lomas de Chapultepec o la transformación del cine Teresa en lo que supongo será una colección de changarros y que eufemísticamente califican como centro comercial.
Por supuesto cada uno de esos casos es distinto. Bellas Artes es considerado, para repetir el lugar común, el máximo recinto cultural del país –en tanto museo, seguramente por costumbre y por carencia de sitios mejores, pues no es el más apto para presentar grandes exposiciones de pintura o escultura. El Monumento a la Revolución nunca ha sido muy apreciado e incluso a algunos les parece poco agraciado. Son ambos ejemplos de monumentos intencionales –aunque el de la Revolución haya sido, en principio, concebido con otros fines: la sala de pasos perdidos del Palacio Legislativo, proyectado por Emile Bernard a fines del porfiriato y transformado en monumento por Carlos Obregón Santacilia en los años 30– históricos y de paso artísticos, siguiendo la clasificación que en 1903 planteara Aloïs Riegl en su texto El culto moderno a los monumentos.
Los otros dos son edificios comerciales –un centro de servicio para automóviles, con gasolinería y otros programas anexos y un cine– que, por su calidad arquitectónica amén de otras circunstancias, tienen al menos el valor artístico del monumento, sin ser ni intencionales –no se pensaron como tales– ni históricos –en el sentido fuerte del término pues, en un sentido amplio, hoy ya todo es de algún modo histórico: desde la arquitectura habitacional de los años 50 hasta los muebles que adornan los decorados de Mad Men.
Ya he escrito antes que no estoy seguro de que los edificios deban ganarse su futuro por decreto. Los valores artísticos e incluso los históricos son, como de hecho todos los valores –pese a lo que las abuelitas conservadores y los curas intolerantes digan–, relativos. Son –de nuevo, como todos– valoraciones, fluctuantes, variables, más que valores –algo por siempre fijo e inalterable. Por supuesto no me gustaría ver demolidas las casas estudio que Juan O’Gorman diseñó para Diego Rivera y Frida Kahlo para que las sustituyera un edificio contemporáneo, fuese magnífico o mediocre y se que, al respecto, habría un acuerdo prácticamente universal. ¿Pero es el consenso mayoritario lo que debe determinar el valor y, por tanto, la calidad patrimonial de un inmueble? Y si una mayoría juzga privilegiar cierto bien común sobre la protección de una obra arquitectónica o urbana, como parecía ser el caso de muchos quienes apoyaban el viaducto elevado de Peña Nieto pese a que transformaría radicalmente el paisaje urbano de las Torres de Satélite, ¿la minoría, culta y educada, deberá imponer sus gustos?
El problema, finalmente –como en muchos otros casos en este país–, es la falta de reglas claras sumada a la patológica propensión a evadir, a cualquier costo, las pocas, ambiguas, que existen –y que, supongo, la claridad reglamentaria haría más difícil.
En los dos primeros casos mencionados aqui, Bellas Artes y Monumento a la Revolución, fue el gobierno el que intervino –federal y del D.F. respectivamente. Para la intervención en Bellas Artes habría que suponer que existen parámetros legales y técnicos a nivel internacional que permitirían terminar con la polémica y saber qué se hizo bien y qué no, más allá de cuestiones de gusto, de la escasa transparencia en lo que a obras públicas se refiere y de opiniones extremas que no hacen mucho sentido.
Para los otros dos, la cosa es más complicada. Si no hay obligación legal de mantener un edificio que ningún reglamento protege, ¿para qué la farsa de los inversionistas de anunciar que el edificio será conservado parcialmente? Ya lo he comentado aquí: supongo que para tratar de evitar darles otros argumentos a vecinos opuestos a la obra y que, probablemente, jamás habían puesto demasiada atención en el edificio de Kaspé.
El cine Teresa –uno de los últimos grandes cines de la ciudad, obra de Francisco J. Serrano– está en condiciones similares. Aunque está inscrito por el INBA como ejemplo valioso del Art Decó, ninguna ley lo protege efectivamente. Sobrevivió hasta nuestros días gracias a haberse convertido en la meca del cine porno de la ciudad, pero en la época de los devedés y el internet, eso ya no fue suficiente. En este caso lo peor no sea tal vez la pérdida parcial del edificio, sino la pérdida total del gusto, que en la época en que vivimos, donde parece que ya todo está perdido, créanme, no es cosa menor.
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