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Buena parte de la historia de la arquitectura moderna nos enseñó, dogma de fe, que las fachadas ya no podían contar historias ni presentarse como símbolos o simplemente servir de adorno al edificio que pertenecen. Y eso, en clara contraposición a una tradición que había enseñado que la fachada era tan importante, si no es que más, que cualquier otra forma de ver y entender a un edificio. Si Alberti y Le Corbusier, por ejemplo, estaban ambos preocupados por lograr las correctas proporciones en su trazo, el segundo no hubiera aceptado, probablemente, diseñar tan sólo una fachada, como lo hizo el primero en Santa Maria Novella.
Sin embargo, el poder simbólico o expresivo –sea por su pura calidad tectónica o por su consistencia semiótica– de una fachada, fue tema recurrente de las otras arquitecturas de la modernidad, de la Torre Einstein de Mendelsohn a las fachadas de Venturi y Moore en Estados Unidos o Rossi y los Krier en Europa.
David Leatherbarrow y Mohsen Mostafavi, en su libro Surface Architecture, explican que “en la práctica arquitectónica contemporánea, producción y representación se encuentran en conflicto.” Y ese conflicto se lee directamente en la fachada o, más bien, en su ausencia, si no literal al menos conceptual: la fachada es concebida sólo como un efecto del interior y su programa, de la función pues, sin ninguna autonomía y que prácticamente nada representa. El problema se vuelve más complejo cuando, en los términos teorizados por Koolhaas en su Delirious New York, en principio por una cuestión de tamaño –bigness– hay una lobotomía –es el término usado por Koolhaas– entre el interior y la fachada como función de aquél. La fachada, que había perdido primero su función estructural y luego también su poder narrativo o simbólico, perderá a su vez su condición de mera señal que (de)muestra lo que pasa adentro. Las nuevas tecnologías hicieron que ni siquiera fueran ya realmente necesarias –pese al gasto energético que eso suponía– para controlar el ambiente y clima de un edificio.
Fueron también las nuevas tecnologías, de concepción y dibujo asistido por ordenador y luego la capacidad de producir directamente lo que se visualizaba en la computadora, las que provocaron un nuevo cambio. A fin de cuentas, si el ornamento era delito la única manera de reinscribirlo en la producción arquitectónica, primordialmente de la fachada, era transformar al ornamento en lo que según algunos –Semper, por ejemplo, ya en el siglo XIX– siempre fue: la expresión de procesos y lógicas estructurales o constructivos. Sin duda hay una componente de moralismo puritano, pero también una buena dosis de ética estética –o de estética de la ética– al pensar que el ornamento que resulta de la propia materialidad de lo construido es superior y radicalmente diferente al que simplemente se aplica sobre una superficie. Pero sí es mejor un vestido cuyo ornamento resulta de la propia textura del tejido –pienso en Issey Miyake– que de la aplicación de imágenes –por ejemplo, Versace.
Diseñar una fachada –una mera y simple fachada– parece, por definición, algo superficial. En los años cincuenta, cuando la arquitectura moderna mexicana se esforzaba por ser ambas cosas a la vez –moderna y mexicana–, se cubrió de colores, de figuras y mosaicos. La arquitectura se transformó en soporte –invisible cual debe ser– de imágenes. La arquitectura desapareció tras el ícono –era lo que pensaba Le Corbusier de los murales: afirmaba que en la Capilla Sixtina la arquitectura había desaparecido detrás de la pintura. A los arquitectos que trabajaron en la Ciudad Universitaria, donde la llamada integración plástica se manifestó, primordialmente, en las superficies de las fachadas, Carlos Obregón Santacilia los llamó, con sorna, decoradores de exteriores. Pero, pensándolo bien, ¿no habría que rescatar la idea de decoración de su aparente banalidad y pensarla, de nuevo en los términos de la arquitectura clásica? El historiador italiano Giulio Carlo Argan argumentaba que la decoración tenía una clara función indicativa: dirigía la atención a los puntos del edificio a los que el ocupante debía prestar mayor atención –algo que, probablemente, no hacían los murales de Ciudad Universitaria, demasiado ocupados en contar sus propias historias, y, por tanto cabe preguntar ¿qué tanto decoraban, qué tanto dirigían la atención a los detalles del edificio en vez de a sí mismos?
Más allá de los murales, la gran mayoría de las fachadas actuales son composiciones más o menos autónomas. Tanto por las razones expuestas por Koolhaas como por ser, por un lado, la representación oficial del edificio vuelto mercancía –condición a la que hoy prácticamente ningún edificio de cierta importancia puede escapar– y, por otro, el espacio donde al arquitecto se le permite mayores libertades para alcanzar el mayor efecto, de nuevo, icónico y mercantil. ¿Qué posición pueden tomar los arquitectos frente a esas nuevas condiciones, frente a la nueva importancia de la fachada?
No hay arquitectura sin toma de posición. O, matizando, no hay buena arquitectura sin toma de posición. A veces, atrapados por una dialéctica purista de la esencia contra las apariencias, pensamos que la posición es distinta a la postura y la pose. Otras, empujados por el impulso de lo nuevo, de los placeres, innegables, de la forma, pensamos que toda posición es un gesto. En su libro Sin_tesis, Federico Soriano dedica un capítulo al gesto y lo nombra sin_gesto. Hay un gesto que es sinónimo de lo gratuito, de la voluntad individual que se impone a toda lógica funcional, material o estructural. Pero hay otro tipo de gestos. Milan Kundera escribía, en relación a la protagonista de una de sus novelas, que no tenemos gestos, no son nuestros sino, al contrario, son ellos quienes nos toman – “mira como hace el mismo gesto que su padre,” dice, sorprendida, la madre del niño. “La arquitectura –escribió el filósofo Ludwig Wittgenstein– es un gesto: no todo movimiento adecuado del cuerpo es un gesto. No todo edificio adecuado es arquitectura.”
A veces, una simple fachada nos hace pensar y cuestionar algunas de nuestras tibias certezas.
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