La ciudad no es un árbol, fue el título de un famoso ensayo de Christopher Alexander –el arquitecto que más influencia ha tenido en las últimas décadas, según escriben Michael Mehaffy y Nikos Salingaros en la revista Metropolis. Su influencia, aclaremos, no se debe a su estilo –que ha terminado siendo muy del gusto del príncipe Carlos de Inglaterra, lo que casi garantiza que el establishment arquitectónico lo tenga en poca monta– sino porque la estrategia planteada en uno de sus libros –El lenguaje de patrones, donde establece 253 patrones o sistemas de relaciones que han ordenado o regulado el diseño del ambiente desde siempre– sirvió de inspiración a ingenieros para los programas que hacen posibles nuestros iphones y ipads. La ciudad no es un árbol, pues, pero da frutos : sus pequeñas ciudades satélites.
Como los cuerpos celestes a los que así llamamos, las ciudades satélites, en teoría, no se explican ni se bastan solas: son frutos de árboles ya maduros. Si eso es cierto, a Ciudad Satélite habría que cambiarle el nombre porque no es eso, un satélite. Desde acá afuera y, sobre todo, desde adentro –supongo– se entiende como un mundo aparte, no como un satélite. Un mundo raro, como el de la canción, pero un mundo al fin. No me refiero –o no sólo– a los satelucos –término que si fue en algún momento peyorativo hoy es reivindicado al punto de poder organizar un movimiento del orgullo sateluco. No hablaré de mis primos –crecidos allá– y de mi tío, que jugaban americano y andaban en moto, los primeros, y boliche, su papá, como pasa en las películas y los programas de televisión, sí, pero gringos.
La extrañeza de Satélite ha sido otra: su desarrollo – o tal vez no tanto.
Satélite es un poco posterior a los proyectos, al sur de la ciudad, del Pedregal –impulsado por Barragán– y Ciudad Universitaria –proyecto en el que intervinieron más de 100 arquitectos comandados por Mario Pani y Enrique del Moral. En Satélite tuvieron parte ambos. Barragán por las torres que la simbolizan –en coautoría con Mathias Goeritz– y además por la influencia que ejerció su proyecto en el Pedregal. Y Pani, evidentemente, con el proyecto general –en colaboración con Domingo García Ramos. Además de Satélite y Ciudad Universitaria, Pani tenía una clara ambición de transformar la ciudad y los modos de vivir en ella. A finales de los años 40 había proyectado, en la colonia del Valle, el Centro Urbano Presidente Alemán (CUPA): un desarrollo de más de 1000 unidades de vivienda en 13 pisos donde su cliente pedía 200 casitas. Al mismo tiempo que C.U., proyectó el Centro Urbano Juárez, en la Roma, más ambicioso que el CUPA y, tras Ciudad Satélite, en 1964, Tlatelolco, por mencionar algunos de sus grandes proyectos de vivienda. Si el CUPA y Tlatelolco, son ejemplos de una combinación de programas y usos –en ambos casos hay servicios, instalaciones deportivas, escuelas– y privilegian la densidad y la construcción en altura, en Ciudad Satélite Pani apostó por el desarrollo horizontal, la vivienda aislada, unifamiliar, y la separación de usos y programas o, dicho en los términos del urbanismo moderno, optó por la zonificación.
Volvamos a la ciudad que no es un árbol, según Alexander. El árbol del que habla, dice, no es uno verde, con hojas y ramas, sino el esquema mental que ha organizado nuestra forma de pensar durante casi dos milenios. El árbol del que habla Alexander lo cultivó, conceptualmente, Porfirio, un filósofo griego neoplatónico del siglo tercero de nuestra era. Es el árbol que divide –siempre divide– en clases divergentes aquello que organiza. La materia puede ser viva o muerta, si es viva, animal o vegetal, si animal, racional o irracional, si es racional, hombre o mujer. No se puede ser todo en esta vida o, por lo menos, no se puede pertenecer a dos categorías opuestas al mismo tiempo. O se está vivo o se está muerto. O eres hombre o eres mujer. Punto.
Pero la ciudad no es un árbol, dice Alexander –y, de hecho, nada lo es: tal vez ni los árboles. La ciudad, como la realidad, es compleja, contradictoria, cambiante. Las cosas y las personas divergen, se trasforman, se trasvisten. Es un tema complejo y complicado, pero quedémonos por ahora con la ciudad. Contra el árbol Alexander plantea el semiretículo –la red, pues. Alexander escribe su texto más o menos por los mismos años que el duo dinámico de la filosofía francesa, Deleuze y Guattari, están escribiendo el segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia: Mil mesetas. Sobre todo la famosa introducción: Rizoma. Lo contrario del árbol de Porfirio –que la ciudad no es– es el rizoma, o la red. Es un esquema donde no sólo se puede sino que se deben de conectar y superponer categorías supuestamente contrarias y excluyentes. Lo abierto puede ser cerrado, lo privado, público, el centro comercial una plaza y la plaza un jardín o la casa un taller. Así ha sido siempre, dice Alexander.
En el caso de las ciudades, Alexander habla de dos tipos de ciudad –es curioso cómo quienes afirman la complejidad y la multliplicidad siempre vuelven a la dialéctica de los opuestos : es algo contra lo que hay que estar siempre atentos, afirman Deleuze y Guattari. Hay las ciudades naturales –no que sean un producto natural sino que siguen su propia naturaleza : crecer poco a poco, transformarse en y con el tiempo– y las ciudades artificiales, aquellas que, según dice Descartes en su Discurso del método, eran superiores a las primeras por ser pensadas de golpe en la cabeza de un ingeniero –para Descartes el tiempo era el padre de todos los errores. Alexander, al revés que Descartes y casi como cualquier persona, prefiere Venecia a Brasilia, Florencia a Chandigar, y preferiría San Angel al Pedregal o a Tlatelolco. No sólo es un tema de la pátina del tiempo, del carácter pintoresco o reconocible frente a la innovación radical. En las ciudades naturales –con el tiempo– se han tejido más relaciones que las hacen más complejas, las enredan –las vuelven semiretículos, rizomas. En ellas hay múltiples conexiones. La plaza es jardín y también mercado los miércoles y teatro cuando hay fiesta.
Ciudad Satélite, con sus supermanzanas y sus circuitos para manejar rápido y sus andadores para caminar despacio, su Zona Azúl y Plaza Satélite, sus casas con su jardincito al frente, visible desde afuera, y otro, privado, al fondo, en fin, con toda su estructura espacial y también lógica, fue concebida –era lo normal en aquellos tiempos– como una ciudad árbol, un árbol tan artificial como aquellos plateados para la Navidad. Pero el árbol –dicen Deleuze y Guattari– siempre revienta en rizoma. La ciudad artificial, con tiempo y suerte, se naturaliza. Eso le pasó –visto desde este lado de las Torres– a Ciudad Satélite. Se transformó, de algún modo, de un satélite, como ya dije, en un mundo: una ciudad más o menos autosuficiente –ninguna lo es del todo. Satélite ya no es un suburbio –aunque puede que ahí vivan mujeres desesperadas y hombres desesperantes, no es Wisteria Lane. Para bien, y para mal.
A diferencia de los otros grandes proyectos habitacionales y urbanos de Pani: el CUPA era, como su antecedente teórico corbusiano, no sólo una máquina de habitar sino un mecanismo social que transformaría a sus habitantes en una próspera clase media y Tlatelolco era el sitio ideal para que esa clase, ya constituida, ocupara un arrabal al norte del viejo centro de la ciudad de México. No fue el viento pero sí repetidas crisis y esa corrupción que rebasa al simple latrocinio, las que dispersaron a esa clase media, a ese grupo que se quería compacto, en uno que incluye tantos niveles o, más bien, desniveles, como los de las castas retratados en aquellos biombos coloniales.
Satélite, en cambio, resistió, creo, a esos cambios y de algún modo se convirtió en bastión –junto con Lindavista o Villacoapa– de esa clase media vivida como promesa posrevolucionara –realmente post-guerra y pre-baby-boom–, con todas sus virtudes y todos sus vicios: desde la apropiación del american way of life con su oportuno olvido de un concepto de la identidad anquilosado y rígido, hasta la autodependencia. Satélite no se durmió en su condición de ciudad dormitorio. Sus sueños fueron otros.
Arquitectura o revolución, fue el título de un célebre texto de Le Corbusier en el que suponía que la primera, la arquitectura, podía servir para evitar la segunda. Cambien el medio y cambiará el hombre –es una ideología que por lo menos imperaba desde el positivismo decimonónico. El CUPA y Tlatelolco, como tantos otros ejemplos en el mundo moderno, pretendían lograr dicho cambio y fallaron –o falló la modernidad entera, al menos en lo que a economía y emancipación social se refiere, con promesas no sólo incumplidas sino, según parece hoy evidente, incumplibles.
Satélite no tenía tan altas miras. Era un fraccionamiento funcional, bien planeado y zonificado con su dosis de arte urbano suficiente para pasar a la historia. No pretendían sus arquitectos redimir a nadie, evitar revoluciones y hacer feliz al prójimo –problemática ambición de Le Corbusier, por ejemplo. Y eso, tal vez, el pragmatismo de su proyecto y cierto realismo social no sin su toque de oportunismo, han ayudado a que, aun hoy, cambiada y transformada, ciudad Satélite se mantenga como un suburbuio desuburbanizado que ya no orbita al rededor de otra urbe sino que, al revés, tiene ahora ya sus propios cinturones de asteroides.
Texto leído en una mesa redonda durante la presentación de Satélite: el libro, historias suburbanas en la ciudad de México, editado por Martha de Alba, Dante Busquets, Guenola Capron, Fernando Llanos y Uriel Waizel, Universidad Autónoma Metropolitana, 2011.
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