de la cucharita de café a la ciudad. la frase que acuñó el italiano ernesto nathan rogers –tío de richard, el inglés– en 1952 resume también la ideología de buena parte de los arquitectos de la modernidad heroica en la primera mitad del siglo 20. no sólo se podía sino que se debía diseñar todo con un enfoque global. esa era la ideología también de, por ejemplo, walter gropius y que inculcó en la bauhaus. en una conferencia que dio mark wigley a finales de los años 90 en harvard –escuela que dirigió gropius–, calificó a ese tipo de diseño como explosivo, en contraposición al implosivo. éste, cerrado rígidamente sobre los espacios que produce, controla hasta el último detalle. los arquitectos de la secesión vienesa son algunos de sus mejores representantes y aquella historia irónica de adolf loos en la que uno de esos arquitectos llega de improviso a la casa de uno de sus clientes y le reclama recibirlo usando las pantuflas que le diseñó única y exclusivamente para el salón fumador demuestra esa obsesión por la concordancia entre todos los elementos de la arquitectura, incluyendo mobiliario y el vestido de los ocupantes.
el diseño explosivo es la otra cara de la obra de arte total: en vez de diseñar cada pieza de un interior, se diseñan todos los productos posibles para que no pueda haber fallas, para que por ningún resquicio se cuele algo no planeado –todo corresponde con lo planeado por un diseñador de un millón de cabezas que piensan como una y dos millones de manos que dibujan de común acuerdo. de la cucharita a la ciudad, pues, todo se corresponde.
pero no, de la botellita de perfume a la ciudad no es otra versión de esa voluntad de control absoluto que ambos tipos de diseño –el implosivo y el explosivo– comparten según wigley. ni siquiera se si se trata precisamente de lo contrario, pero tras la fallida conferencia que recientemente zaha hadid presentó en méxico como parte del 13er congreso de arquitectura organizado por arquine, no puedo evitar pensar que de eso se trató: una colección de botellas de perfume infladas a una escala urbana. o al menos eso fue lo que la manera de presentar su trabajo me hizo pensar pues, aunque hubo algunos términos que sugerían operaciones más complejas, en general la presentación se redujo a imágenes –algunas maquetas pero en general renders o fotos que los imitaban. ningún plano, ninguna explicación de los procesos y las ideas que implicaban esas formas.
si la modernidad, como dice peter sloterdijk, no es la era de las revoluciones sino de las explicaciones –que “transforman en conceptos los datos y los presentimientos, y estas transformaciones son tan narrables como fundamentables”– la arquitectura de zaha hadid, pese a su apariencia de decorado para película de ciencia ficción de los años 60 –o precisamente por eso– no resulta tan moderna o no, de menos, por la forma de presentarla. si el chiste de la modernidad está en revelar el truco –y quizá no en ver al mago desde bambalinas sino en verlo transformando la explicación del truco, a su vez, en un nuevo truco–, con zaha hadid sólo vimos un despliegue de talento formal –tan grande, sí, como la misma personalidad de su autora– pero ninguna voluntad de explicar esas formas. al final, insisto, como botellitas de perfume a gran escala.
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