La calle ha dejado de ser un espacio humano para convertirse en un tubo por el cual circulamos: nos alegra que el asfalto esté en perfectas condiciones, nos impacientan —como en la carretera las vacas— los transeúntes que pretenden cruzarla, anhelamos la sincronización de los semáforos, elogiamos la amplitud y las curvas bien trazadas. De manera gradual, sin darnos cuenta casi hemos renunciado a la calle. No es ya un lugar de convivencia o de encuentro; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra.
Eso lo escribió Rossi. No Aldo, Alejandro Rossi. Nació en Florencia el 22 de septiembre de 1932 y de niño vivió un tiempo en Caracas —su madre era venezolana—, lo que le dio otra lengua y por tanto marcó su escritura. En su discurso de ingreso al Colegio Nacional, habló de esa casa en Caracas a la que llegó en 1943, en “esa hora crucial en que los niños están dispuestos a oír cualquier disparate con tal de no estar solos” y donde se vio “obligado a reorganizar su mundo, a estar muy atento, entre tanta novedad, a los cruces lingüísticos, a las entonaciones, a las palabras extrañas, a la oralidad a la vez familiar y ajena.” El lenguaje es nuestra casa, había escrito el filósofo. Después regresó a Europa, vivió en Roma y en Florencia y de vuelta a América: Buenos Aires, Los Ángeles y finalmente la ciudad de México, donde estudió en la Facultad de Filosofía y Letras. Tras graduarse, el viaje no paró: Friburgo y luego Oxford. Regresó a México donde, entre otras cosas, colaboró en las revistas Plural y luego Vuelta, dirigidas por Octavio Paz, en las que tuvo una sección que se llamó Manual del distraído. Ahí apareció el texto Calles y casas:
No soy un obrero, no soy un burócrata y tampoco soy un millonario. Sin embargo existo y si me gustaran las clasificaciones pías y vagamente hipócritas diría que soy un «trabajador intelectual.» Renuncio a ese consuelo y declaro la verdad: soy un profesor de filosofía. No habito, por consiguiente, en un barrio proletario, desconozco la falta de agua y de luz, no he padecido la ausencia de drenaje, no camino entre charcos y no estoy obligado a compartir mi dormitorio con otras seis personas.
Rossi sigue diciendo que tampoco tiene los lujos de la mansión del millonario: su vivienda es mediana, “por el tamaño, por sus estímulos estéticos y por sus comodidades.” Las casas medianas —las de la clase media, pues— no son sólo casas: son casas y calles, como el título del texto de Rossi, casas y ciudad. La vivienda del proletario es miserable no sólo en sí misma sino por el contexto en que se inserta: no sólo está condenado a un cuarto estrecho sino que ha sido despojado de su derecho a la ciudad. Al millonario la ciudad no le hace falta, o eso supone: la recorre, si hace falta, siempre protegido por un entorno que no cambia, como si viviera guardado en estuches: su casa, su coche, su avión, su yate. Los otros no son sólo los de abajo sino primordialmente los de afuera.
La casa de Rossi miraba a la calle, dijo, a través de vidrios que iban de piso a techo. No veían ni a un bosque ni a un lago y si los abría entraba “un viento terroso, el rumor de los motores y el monóxido de carbono.” Quizá el constructor del edificio —agrega— “soñaba una ciudad diferente.” Pero la ciudad en la que estaba el edificio donde Rossi vivía era la ciudad. No la ciudad de todos pues, ya vimos, al pobre la ciudad no le ha llegado y al rico no le interesa, pero la más real, la de calles y casas. “Las calles definen la ciudad,” dice Rossi y las clasifica: unas prolongan la casa, el espacio íntimo, son calles que “promueven la indiscreción” y “dificultan el anonimato e impiden la soledad;” otras son “como un territorio extranjero” donde se divide el mundo público del privado de manera tajante. Tal vez la mentalidad analítica de Rossi vio una separación precisa donde hay territorios más borrosos, donde lo público y lo privado se entretejen con lo común. Pero el asunto es claro: las ciudades se definen por sus calles, literal y metafóricamente. Ahí es cuando Rossi habla de calles que han sido “abandonadas por el peatón” y que se acercan “rápidamente a ese arquetipo que sólo acepta automóviles y altas velocidades:” las calles han dejado de ser un espacio humano —y en lo humano el filósofo piensa al animal político y al que habla y cuenta, al que camina y pasea y al que juega, el homo ludens. Hemos abandonado las calles y, dice, “nos parece la consecuencia de un proceso oscuro, vasto e incontrolable.” No es así, no hay misterio en ese abandono: “el misterio es el refugio de la indolencia.” Aun en este breve texto, de esos que escribía, dijo, para escapara a la teoría, el filósofo desmantela el misterio que no lo es: el mal poema implica un mal poeta y el mal cuadro un mal pintor, no así la ciudad mal hecha y maltratada:
Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionados disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.
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