Para Hannah Arendt, hay tres maneras como los humanos hacemos cosas en o, más bien, con el mundo. La labor, que es lo que hacemos por mera supervivencia; el trabajo, que es el modo como hemos cambiado al mundo en eso que hoy prácticamente nos rodea y eliminando casi cualquier rastro de lo otro, el afuera natural; y la acción: la única forma de hacer que no requiere de elementos ajenos a nosotros mismos. La acción, para Arendt, es la condición de la política. En su libro La gramática de la multitud, el filósofo italiano Paolo Virno utiliza una categoría “antigua pero aun efectiva” para explicar la acción: el virtuosismo. Virno parte de la diferencia clásica entre poiesis, la producción de un objeto determinado, que él relaciona con las ideas de labor y trabajo, y la praxis: “cuando el propósito de la acción se encuentra en la acción misma.” Virno dice que, por eso mismo, Arendt afirmaba que se puede hacer una analogía entre las artes escénicas —término que no alcanza a traducir el inglés performing arts— y la política: “ambas necesitan de un espacio organizado públicamente para su trabajo y ambas dependen de otros para su misma ejecución.” De ahí la idea del virtuoso: el intérprete que sobresale en la ejecución de algo que no es una cosa, un objeto, sino un performance. No es sólo que la práctica haga al maestro, sino que el maestro lo que haces es pura praxis. Según Virno “se podría decir que toda acción política es virtuosa en sí, pues comparte con el virtuosismo cierto sentido de contingencia, la ausencia de un producto terminado y la presencia inmediata e inevitable de los otros.” En términos de la ejecución, por supuesto hay políticos tan torpes como violinistas mediocres, pero del mismo modo como la política es equiparable al ejercicio del virtuoso, el virtuosismo es intrínsecamente político. Virno ejemplifica la relación entre la política y el virtuosismo con el caso de Glen Gould quien, “para evitar la dimensión pública-política de su virtuosismo, tuvo que pretender que la maestría de sus ejecuciones producían un objeto definido.”
Glenn Gould nació el 25 de septiembre de 1932 en Toronto, Canadá. A los 13 años se recibió, con los más altos grados, como pianista profesional. A esa edad empezó también a tocar en público. Menos de veinte años después, el 10 de abril de 1964, antes de cumplir 32 años, Gould se retiró del escenario. El ejercicio teatral de un concierto le parecía perverso, desgastante, obligando al intérprete a un despliegue de técnica que se agotaba en la propia ejecución —justamente la característica del virtuosismo como praxis que explica Virno a partir de Harendt. En un texto titulado Music and Technology, el propio Gould cuenta el momento en que tuvo una revelación y empezó su historia de amor con el micrófono.
En 1950 realizó una transmisión de radio para la Canadian Broadcasting Corporation. Aunque dice que la radio le permitió comunicarse “sin la presencia inmediata de la galería de testigos,” también afirma que “en la mayor parte de las transmisiones el micrófono a dos metros de distancia esté como el subrogado de una audiencia.” Pero cuando le entregaron, ese mismo día, un disco de acetato con la grabación se dio cuenta del potencial del medio. Hasta ese momento, las transmisiones por radio de música clásica se hacian, según Gould, bajo “el síndrome de desde-la-primera-nota-hasta-la-ultima-sin-importar-las-consecuencias.” Las grabaciones que Gould realizó después de retirarse de los escenarios buscaban la perfección no a partir de una sola ejecución sino de varias de las que, como un editor de cine, seleccionaba las mejores tomas, no sólo de distintas ejecuciones sino bajo diferentes condiciones técnicas. Para Gould la “intrusión” de la tecnología en la música y en el arte en general introducía “una noción de moralidad que trasciende la idea misma de arte.”
Así, lo que Gould hacía ganó una dimensión poética: sus grabaciones eran el refinadísimo producto de una manera de entender la música, al tiempo que perdía su dimensión práctica y, por lo mismo, su dimensión política: la obra cerrada sustituía a la obra abierta. Por otro lado su manera de trabajar nos obliga a centrar la atención sobre el objeto terminado —en este caso la grabación, no sólo de composiciones musicales sino también sus documentales para radio— en vez de en la personalidad del artista-autor o del artista-ejecutante, incluso cuando, como en el caso de Gould, se trate de un virtuoso que renuncia a serlo.
Glenn Gould murió pocos días después de haber cumplido 50 años, el 4 de octubre de 1982
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