Hace algunos años, caminando a lo largo de la playa, noté una estructura oscura que emergía de la niebla adelante de mi. De tres niveles de altura y más grande que una iglesia parroquial, era uno de los enormes búnkers que formaban el muro del Atlántico de HItler, la cadena de fortificaciones que corría de la costa francesa hasta Dinamarca y Noruega. Este búnker, indiferente al tiempo como las pirámides, era una masa de concreto oscuro colado alguna vez por la Organización Todt, perforado por la metralla de los barcos de guerra aliados.
El párrafo anterior es parte de un texto publicado el 20 de marzo del 2006 en The Guardian y firmado por el escritor JG Ballard, quien murió poco más de tres años después, el 19 de abril del 2009. Ballard nació en Shanghai, China, el 15 de noviembre de 1930. Los últimos dos años de la Segunda Guerra los pasó, junto con sus padres y su hermana, en el campo de concentración para civiles de Lunghua, donde el ejército japonés recluía a los extranjeros que habitaban en la región. Parte de lo que ahí vivió lo transformó en el relato de su novela El imperio del sol. Sin duda a Ballard se le podría atribuir lo que en una entrevista con Marianne Brausch dijo Paul VIrilio, que nació dos años después: “la guerra fue mi juventud: nací en 1932, cuando comenzó en 1940 yo tenía 8 años; así que es mi universidad, mi padre, mi madre. Viviré de la guerra y en guerra. No puedo más que hablar de eso porque es mi origen. No es una elección: es una consecuencia.”
En su texto de The Guardian, Ballard dice que el búnker de las costas francesas le recordaba los fuertes alemanes construidos en Tsingtao, una playa al norte de China que visitó en los años 30: “las bóvedas como de catedral y sus plataformas hidráulicas parecía las prisiones de Piranesi: interminables galerías de concreto que llevaban a torres verticales y aun más galerías.” Pero también dice que viendo los búnkers no podía sino pensarlos como “fantasmas oscuros que embrujan la arquitectura brutalista, tan popular en Gran Bretaña en los años cincuenta.” Para Ballard, el modernismo arquitectónico del periodo heroico, justo entre las dos grandes guerras, murió primero —porque ha muerto varias veces— en los búnkers de la costa atlántica. Aquél momento del modernismo —entre 1920 y 1939— fue tal vez, dice, “el último proyecto utópico que veremos jamás, hoy que sabemos que cualquier utopía tiene su lado oscuro.” Ya nadie cree que el futuro será un lugar mejor —le dijo Ballard en 1970 a Lynn Barber en una entrevista que apareció en la revista Penthouse. En su texto en The Guardian, Ballard retroactivamente sobre ese futuro como se imaginaba en la primera mitad del siglo XX y menciona que Bertold Brecht pensaba que “el lodo, la sangre y la carnicería de las trincheras de la Primera Guerra dejaron a los sobrevivientes con la esperanza de un futuro que pareciera a un baño recubierto de cerámica blanca” —esa “mezcla de invernaderos con salas de hospital amuebladas con el estilo del consultorio de un dentista” con las que, según Aldous Huxley, nos amenazó Le Corbusier.
Paul Virilio es, por supuesto, el especialista de los búnkers —en 1975 organizó la exposición Bunker archéologie y escribió el libro que la acompañó— y de los efectos de la guerra no sólo en la arquitectura sino en el espacio y nuestra manera de organizarlo. En la entrevista con Brausch dice de los búnkers que son “objetos que no se han fundados en la tierra sino centrados en sí mismos, capaces de resistir los temblores a los que se somete al terreno, como una piedra en la arena que se auto-estabiliza.” El búnker es, por tanto, el emblema de la arquitectura moderna, más objetual que objetiva y más autista que autónoma. Una arquitectura de la que, según Ballard, vimos su muerte primero en los búnkers y luego “en las cocinas y los baños de los años 60: laboratorios recubiertos de cerámica blanca, limpios y asépticos, como si los humanos fueran cierto tipo de enfermedad. Vemos su muerte —agrega— en las autopistas y las carreteras, sueños de piedra que nunca despertarán, y en el salón de turbinas en esa discoteca clasemediera, el Tate Modern: un amplio espacio totalitario que Albert Speer hubiera admirado, tan autoritario que abruma cualquier obra de arte en su interior.”
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