Una democracia de la multitud es imaginable y posible sólo porque todos compartimos y participamos en lo común. Por «lo común» queremos decir, en principio, los bienes comunes [common wealth] del mundo material: aire, agua, los frutos del sol, los dones de la naturaleza, que en los textos políticos europeos clásicos se afirma que son herencia de la humanidad entera, para compartirse juntos. Consideramos lo común también y más significativamente aquellos resultados de la producción social que son necesarios para la interacción social y aun mayor producción, como el conocimiento, los lenguajes, códigos, información, afectos y más. Esta noción de lo común no coloca a la humanidad separada de la naturaleza, ni como explotador ni como custodio, sino que se enfoca en prácticas de interacción, cuidado y cohabitación en un mundo común, promoviendo el beneficio y limitando formas en detrimento de lo común.
Así definen lo común Antonio Negri y Michael Hardt al inicio de su libro Common Wealth. En el 2012 David Chipperfield fue director de la decimotercera Exhibición Internacional de Arquitectura de la Bienal de Venecia. El título y tema que le dio fue Common Ground. Chipperfield —que nació en Londres el 18 de diciembre de 1953— seguía tal vez con ese tema la línea de algunos directores que lo antecedieron, como Massimiliano Fuksas con Más ética ,menos estética, Ricky Burdett con Ciudad, sociedad, arquitectura, o Kazuyo Sejima con La gente se encuentra en la arquitectura, subrayando la obligación que tiene la arquitectura de pensarse más allá de la espectacularidad que la caracterizó en décadas pasadas. “Escogí ese tema —escribió Chipperfield— para cuestionar las prioridades que parecen dominar nuestro tiempo, prioridades que se enfocan en el individuo, en los privilegios, en lo espectacular y lo especial. Esas prioridades parece pasar por alto lo normal, lo social, lo común. Me preocupaba alentar un examen crítico de lo que compartimos, conscientes de lo que nos separa y de nuestra singularidad. Considerar nuestras influencias, preocupaciones y visiones comunes pueden ayudarnos a entender mejor la disciplina arquitectónica y su relación con la sociedad.”
Chipperfield también decía querer “celebrar una cultura arquitectónica vital e interconectada y plantear cuestionamientos acerca de los territorios intelectuales y físicos que comparte.” Se refiería, pues, a la cultura compartida, al suelo que pisan todos los arquitectos, al campo –conceptual y disciplinar– que se define como arquitectura, ya sea ése un campo confinado o expandido —parafraseando a rosalind krauss. Dirigía nuestra atención a la tradición y al canon, a todo eso que está dentro del territorio de la arquitectura —para usar el título del libro de Vittorio Gregotti. Para que no se pensara que ese territorio compartido es un coto de caza exclusivo –lo que sería llevar incluso más lejos los argumentos de los más duros defensores de la autonomía disciplinar–, Chipperfield decía que lo que le interesaba eran “las cosas que los arquitectos comparten, desde las condiciones de la práctica de la arquitectura hasta las influencias, colaboraciones, historias y afinidades que enmarcan y dan contexto a nuestro trabajo.” No sólo “el espacio compartido y la comunidad sino el rico suelo de la historia, el lenguaje, la imagen y la experiencia, que implican capas de material explícito y subliminal que forman nuestros recuerdos y determinan nuestro juicio.”
Los comunes [the commons], la comunidad, lo comunitario, lo comunal, lo común, la comuna o la comunidad. Parece que son términos que entendemos con facilidad pero, de hecho, son términos complejos y de interpretación complicada, desde las nociones estudiadas por la economía o el derecho hasta la misma etimología. Roberto Esposito, por ejemplo, tras desenredar las raíces de esa comunidad de palabras, dice que “la comunidad no es un recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente” ni “un modo de ser —o menos aun, de «hacer»— del sujeto individual.” La comunidad, añade, “es el conjunto de personas a las que une no una «propiedad» sino justamente un deber o una deuda:» lo que nos debemos unos a otros. La comunidad no es ni proliferación ni multiplicación de individuos, expone Esposito, sino su exposición —entiéndase, literalmente, lo que los pone fuera de sí: “interrumpe su clausura y los vuelca al exterior.” Lo común es lo inapropiable: no lo que nos pertenece a todos sino aquello de lo que nadie puede hacerse sin perjuicio de la comunidad.
El common ground del que propuso hablar David Chipperfield en la Bienal de Venecia del 2012 no era sólo el espacio público hoy tan discutido —ese del que, según dice David Leatherbarrow, los edificios parecen sustraerse con sus muros y sus límites— sino eso desde donde la arquitectura llega a ser lo que es y que, como el lenguaje para un escritor, está por siempre e irremediablemente más allá —y más acá— de lo que el arquitecto, como autor individual —o como individuo con autoridad— pueda decir o hacer.
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