Ada Louise Landman nació el 14 de marzo de 1921. En 1942 se casó con el diseñador industrial Garth Huxtable y unos años después empezó a trabajar como asistente en el Departamento de Arquitectura y Diseño del Museo de Arte Moderno de Nueva York. También trabajó en las revistas Progressive Architecture y Art in America hast aque en 1963 fue la primera crítica de arquitectura en The New York Times. En 1970 fue la primera persona en ganar el Premio Pulitzer a la crítica. En el NYT trabajó hasta 1982 y luego fue escribió en The Wall Street Journal hasta 1997. Huxtable murió el 7 de enero del 2011
El 22 de diciembre de 1983, Hustable publicó un largo texto en The New York Review of Books que, en principio, era la revisión crítica de varios libros que recién habían sido publicados: Architecture Today, de Charles Jencks, el hoy clásico de Kenneth Framptom Modern Architecture: A Critical History, y Modern Architecture since 1900 de William Curtis, entre otros. “¿Cómo la reciente literatura de arquitecto lidia con la transición entre el modernismo y el posmodernismo?,” se pregunta Huxtable al inicio de su texto y agrega: “este momento inusualmente provocador en el que el arte de construir se debate entre la ortodoxia y la revuelta ha producido algunos de los libros y periódicos más espectaculares que la profesión jamás haya visto.” Sin embargo, dice Huxtable, ni los edificios ni los libros lograban “escapar de los callejones sin salida y del encantamiento con la banalidad de la cultura popular o las más dudosas preocupaciones esotéricas de la cultura académica.” En parte, ese momento de indecisión se debía, según diagnosticaba ella en el hoy lejano 1983, a lo embarazoso que resultaba para el crítico “invocar una perspectiva que requiera más de un corto momento de atención.” Cuestionarse sobre el significado y la validez de la arquitectura y los edificios, “arruina la emoción y la diversión.” Veinte años después de haberse iniciado como crítica en el NYT al tiempo que inauguraba esa sección del periódico, Huxtable quizá ya presentía la diferencia entre la época en que describir y contar edificios era una parte fundamental de su labor para mostrar y demostrar sus cualidades, y aquella en la que la imagen callaba más de mil palabras —¡qué decir hoy cuando las imágenes se deslizan veloces bajo nuestros dedos y los likes remplazan cualquier argumento!
Las críticas al modernismo arquitectónico habían empezado mucho antes. A finales de los sesenta Robert Venturi promulgó a la complejidad y la contradicción como valores supremos de la arquitectura —mismos que supuso ausentes en la mayor parte de la arquitectura moderna canónica. Huxtable cita también el libro de Peter Blake Form Follows Fiasco, publicado diez años después del de Venturi. El índice del libro de Blake es contundente al enlistar una serie de fantasías modernas: la función, la planta abierta, la pureza, la tecnología, la ciudad ideal, la movilidad y otras más. El lado positivo de esas revisiones de la modernidad, a la que se sumaban, dice Huxtable, algunos “modernistas arrepentidos y vueltos a nacer,” el más notable o, de menos, notorio de ellos Philip Johnson, fue la evaluación de ese periodo ya no como un movimiento unitario y sin rupturas internas sino, al contrario, un conglomerado de posiciones e ideologías, algunas de las cuales habían sido consciente o inconscientemente dejadas al margen por las historias oficiales. “La arquitectura de los pasados cien años resulta que es más vareada y en buena medida mucho más interesante y compleja que lo que los historiadores oficiales y creadores del gusto han suscrito o permitido.” Con todo, como “desafortunadamente la historia no sólo se repite sino repite sus errores,” el nuevo movimiento tuvo hacia los modernos la misma desconsideración que éstos con sus antecesores: tiraron el agua sucia junto con el niño. Aunque el posmodernismo tenía en el fondo una manga más ancha que el modernismo que rechazaba. Escribió Huxtable:
El posmodernismo simplemente se a convertido en una especie de etiqueta-sombrilla para cualquier cosa que empiece rechazando los principios y las prácticas del modernismo. Más allá de eso, es una licencia para cazar: formas, decoración, significado; sus fuentes están cerca o distantes en el pasado y sus valores, que se alejan de la sociedad y se adentran en gustos y preocupaciones personales, son primordial y casi exclusivamente estéticos.
Tal como lo explicó Huxtable, el posmodernismo no terminó cuando se acabó la moda del neoclásico de tablarroca y otros guiños, sino que, con otras formas, tan estrambóticas pese a que pretendidamente eran neomodernas, continúo haciendo estragos. Probablemente apenas ahora estemos empezando a rechazarlo, empalagados. Lo que Ada Louis Huxtable dice de un par de edificios que Ricardo Bofill había construido en Francia —el Viaducto en Saint-Quentin-en-Yvelines y Les espaces d’Abraxas en Marne-la-Vallée—, que son “diseños realmente novedosos y dramáticos, pero perturbadores,” sueños no tan inocentes de una grandiosidad imposible, como la imaginó Morris Lapidus, pero donde “la fantasía ingenua se había transformado en manipulación consciente y conocedora” llevada a “una escala monstruosa,” se podría decir de buena parte de los ejercicios post-postmodernos de los starchitects más renombrados. Una imagen del pop-siniestra, dice Huxtable, en la que “con calma, confianza y excesivo derroche se destruyen el significado y el estilo de la arquitectura.”
Huxtable terminaba diciendo que no se trataba de un problema de modernismos contra posmodernismos, sino de edificios insignia que no eran suficientemente buenos. “Cuando los arquitectos tienen éxito creando lugares mediante el control estético de la realidad física y estructural, dice, cuando usan su arte para proveer «innumerables oportunidades para la participación humana» y darnos la sensación de dignidad y valor, se alcanzan momentos trascendentes y civilizatorios.” Ese problema data desde el inicio de la arquitectura, agrega, y de ahí la necesidad, seguramente, de reconstruir, no en 1983 ni hoy sino constantemente, la arquitectura.
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