En el sitio web de Michel Onfray dice que nació el 1º de enero de 1959, que enseñó en un liceo técnico en Caen, Normandía, entre 1983 y el 2002 antes de crear la Universiad Popular de Caen, que ha escrito unos cincuenta libros y que su interés es intentar una teoría del hedonismo desde la pregunta ¿qué puede el cuerpo? Entre los cincuenta libros que ha publicado se encuentra el Manifiesto arquitectónico, justo par la Universidad Popular de Caen, y que es la continuación de La comunidad filosófica, donde planteaba “la organización conceptual de la Universidad popular que fundó. Si en aquél libro se planteaba una utopía, en éste se le da lugar, físico, concreto, arquitectónico.”
Onfray dice que lleva mucho tiempo pensando en un libro sobre arquitectura: ”una serie de veintiséis artículos con un título valeryano: el gusto de lo eterno." También califica a la arquitectura de pariente pobre de la filosofía. Pobre, vista desde el lado de los filósofos, quienes generalmente la desprecian, dice, por su excesivo e inevitable compromiso con el cuerpo y la materia. La arquitectura, pues, es demasiado mundana. Por supuesto ha habido filósofos que hablan de esa pariente pobre, que la piensan incluso decididamente, sea como referencia al espacio y a la ciudad, o a la arquitectura misma, como Hegel, Kant o Schopenhauer. En el siglo pasado de Heidegger a Derrida pasando por Wittgenstein, Levinas, Merleau-Ponty, Bachelard, Bataille, Foucault, Deleuze o, ya en éste siglo, Sloterdijk, han escrito sobre arquitectura o temas que interesan a los arquitectos. Pero la arquitectura se vuelve tema inevitable cuando el cuerpo se entiende como única realidad de nuestro ser —cosa, según lo ve Onfray, más bien excepcional en la historia filosófica de occidente.
Onfray predica una forma de anarquismo individualista —¿serán redundantes los términos?— y apuesta también por una arquitectura de objetos, de edificios solteros como les llama él: esculturas habitables. Eso podría parecer contrario a lo que uno esperaría de una arquitectura desde y para el cuerpo, pero Onfray explica que no se trata de “obras separadas de la vida” que descienden a la calle, sino de “una calle que llegue a ser en sí misma una obra de arte”, lo que podemos leer en dos sentidos complementarios: una afirmación del diseño como participación y, de una manera más literal pero no menos compleja, que la calle misma, el suelo común y compartido de la ciudad, se alce, se yerga como arquitectura.
Cuando plantea la arquitectura como escultura, Onfray no suscribe el formalismo, que más bien critica: “la pasión del arte por el arte mismo, el uso formalista, son más hechos de artistas desprovistos de fondo que el resultado de una revolución digna de ese nombre.” Al contrario, asume la condición escultórica de la arquitectura como contraparte y acaso condición para la construcción de la propia subjetividad –lo que no puede sino recordarnos la famosa conferencia de Virginia Woolf: A room of one’s own.
Para su Universidad Popular, Onfray piensa varias formas o ideas para una arquitectura libertina —que acaso pudieran hacerse extensivas a cualquier intento de dar lugar a lo público. Primero el circo: “una forma que coincide con una fuerza, sin comienzo, sin fin, enteramente dinámica” y al mismo tiempo “modulable.” Luego, el claustro, sinónimo de encierro, lo que en principio podría parecernos opuesto a la fluidez y movimiento del circo. Pero si ve en el circo la coincidencia de forma y fuerza, el claustro se le presenta como “el reparto elegante” de las fuerzas y, más que como encierro, como protección y sombra. Además, el claustro como deambulatorio “también reactiva la circulación de los flujos de forma ininterrumpida.” La tercera más que una forma es una manera —para algunos el epítome del amaneramiento— un edificio dandi, esto es, “un edificio que resiste los embates de la modernidad triunfante, del espíritu de los tiempos, del (buen) tono de la época, de lo que debe hacerse y hasta de la deformación generalizada. Una construcción a contratiempo, contra la corriente y contra la moda.”
Onfray arremete contra el platonismo de los constructores, “cuyos edificios con frecuencia proceden del puro y simple diseño” y en los que se trata, ante todo, “de deslumbrar a los ojos y nada más, olvidando por completo al cuerpo que los acompaña.” Su batalla. contra la arquitectura retiniana, parafraseando a Duchamp, le opone una arquitectura hedonista que “se preocupa por la comodidad de los cinco sentidos.” Para Onfray, a “la perversión del ojo entendido como criterio único” hay que oponer “la plena presencia del cuerpo.” Pese a manifestar una intención distinta —pasar del sujeto como ojo inmóvil al individuo como cuerpo actuante—, el discurso fenomenológico de la sensación verdadera, del cuerpo entero frente a sus fragmentos transformados en fetiche, corre el riesgo de quedarse en una versión reducida de lo sensible como mera memoria romántica de la sensación —es decir, otra colección de fetiches: el tacto, la temperatura, el movimiento. Habría entonces que pensar de otra forma el cuerpo, no como una colección de sensaciones sino como el agente de su producción, de nuevo como cuerpo actuante.
Onfray también habla de una preocupación por “la comodidad de los cinco sentidos, por la suavidad de las variaciones de temperatura” –ideas en algo cercanas a la arquitectura meteorológica de Philippe Rahm. Piensa en “una arquitectura realmente ecológica” que se oponga “a la arquitectura internacional, que construye en la totalidad del planeta con los mismos materiales, las mismas reglas, los mismos edificios, las mismas formas.” Más que de ecología, Onfray habla de ecosofía: “una sabiduría que tienen en cuenta lo local sin ignorar lo global.” Esa es su segunda batalla. La tercera es contra “el culto de la gran firma y la religión de los nombres a la vista. La gran élite edificadora –dice– confisca los mercados, ciertamente, pero también confisca las ideas, a veces cortas, frecuentemente pobres.” En el fondo las tres batallas de Onfray son batallas contra el idealismo: el idealismo de la forma en vez de la realidad de la acción y el uso, el idealismo del espacio en vez de la realidad del lugar, el idealismo del autor en vez de la realidad de la producción.
¿Cómo es la arquitectura que imagina Michel Onfray? La pregunta no es difícil de responder pues Onfray tiene ya arquitecto para su universidad popular: Patrick Bouchain. Tras leer a Onfray y asistir a algunas sesiones de la Universidad Popular —en espacios prestados—, Bouchain propuso precisamente lo que Onfray pedía: una carpa y un claustro, “una máquina para oír o, mejor aún, una máquina para transportar la voz.” Un edificio pensado para la oreja que, según explica Onfray, “rebaja y aventaja al edificio para el ojo que hoy triunfa con tanta frecuencia.”
“La mirada muerta se vacía, no de luz ni de imágenes ni de cosas; no de colores ni de formas ni de matices, sino de lenguaje” escribe otro filósofo francés, Michel Serres, en su libro Los cinco sentidos, describiendo el Teatro de Epidauro, ciudad de Apolo, hijo de Asclepio, el que cura. El cuerpo, afirma Serres, se cura sintiéndose y hay quienes dicen que el sentido original de la palabra sentir era, precisamente, oír, escuchar. Por eso Serres escribe del silencio de los órganos: “me enfermo cuando los órganos se escuchan.”
El edificio de Bouchain para Onfray y sus colegas de la Universidad Popular será, pues, un vocáfono, y también un telé-fono: “lo contrario de una tele-visión: el primero transporta una voz y nos hacen falta voces que digan algo en un mundo donde la segunda transporta imágenes insignificantes.” Un espacio o, mejor, un medio de comunicación: lo que la arquitectura en principio siempre fue: apertura del lugar común. Un edificio-oreja que resuena con todo y su laberinto o, mejor —lo dice también Onfray— con su rizoma de infinitas conexiones.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario