Desconozco en qué momento perdimos nuestro sentido de realidad o nuestro interés en ella, pero en algún momento se decidió que la realidad no era la única opción. Era posible, permisible e incluso deseable corregirla y aumentarla; podíamos sustituirla con un producto más agradable. Por desgracia ha llegado el tiempo de entender a la arquitectura y al entorno como empaque [packaging] y representación [playacting], como una manera de desconectarse de la realidad.
Lo anterior es el inicio de un texto publicado el 30 de marzo de 1997 en el New York Times y escrito por Ada Louise Huxtable con el título Living With the Fake, and Liking It. Para Huxtable, “las experiencias sustitutas y los escenarios sintéticos” se habían convertido en el modo de vida favorito en los Estados Unidos. Ya no era necesario distinguir entre lo real y lo falso y la realidad de mentiras, o real-fake como la llama en inglés, se había transformado en una forma de arte —si no es que, como bien se podría argumentar, así lo había sido desde el inicio de la historia del arte. Huxtable usaba como ejemplo la ciudad falsa más auténtica del mundo: Las Vegas, en especial una parte de la ciudad conocida como Fremont Street Experience. La calle Fremont original tuvo al primer hotel —el Nevada, en 1906— y fue la primera calle pavimentada, además del primer teléfono, el primer elevador, el primer semáforo y el primer casino alfombrado.
Con el tiempo, Fremont Street fue perdiendo su atractivo frente al Strip, ese que analizaron —Venturi y Scott Brown—, hasta que en los años noventa se decidió transformar la vieja calle en algo distinto: una experiencia. Se techaron cinco cuadras de la calle y se sumó un espectáculo de luz y sonido continuo. En septiembre de 1994 la calle se hizo peatonal. La experiencia de la calle Fremont se anunciaba, según cuenta Huxtable, como “un teatro urbano lineal para peatones a lo largo del conocido corazón histórico e ícono de la ciudad.” El arquitecto encargado de la transformación fue Jon Jerde, el mismo que le dijo a Ray Bradbury que un texto suyo había inspirado el centro comercial Glendale Galleria en Los Angeles.
Jon Adams Jerde nació el 22 de enero de 1940 en Alton, Illinois, pero estudió arquitectura en la Universidad del Sur de California. Algunas semanas tras la muerte de Jerde, ocurrida el 9 de febrero del 2015, Karrie Jacobs escribió que éste no se describía como un arquitecto, sino como un hacedor de lugares. Los lugares de Jerde son todo lo contrario a ese lugar que el regionalismo y la fenomenología llevados a la arquitectura soñaron en la segunda mitad del siglo XX. Si ese lugar era el epítome de lo auténtico, los lugares que Jerde fabricaba eran abierta y descaradamente falsos, puro espectáculo. Oliver Wainwright, crítico de arquitectura de The Guardian, calificó a Jerde en su obituario como el Walt Disney de los centros comerciales. Jerde tenía una visión hedonista de la arquitectura y de la ciudad, sin temor al exceso y a la mezcla absurda de estilos más caricaturizados que revividos. El objetivo de su arquitectura era uno solo: el deleite inmediato de quienes la veían y ocupaban.
En 1998, Ann Bergren escribió un texto titulado Jon Jerde y la arquitectura del placer en el que lo calificaba con el anti-héroe arquitectónico de los Estados Unidos. Sin ver sus proyectos, las intenciones de Jerde parecerían políticamente correctas en relación a la idea de ciudad que hoy muchos defendemos. Le interesaba, además de la construcción del lugar, la experiencia de lo común [communality], que entendía, dice Bergren, “como un efecto y no una causa: el resultado, la manifestación de la gente compartiendo el mismo espacio, sea actual o virtual.” Decía que su método consistía en crear historias, para lo que le preguntaba a la gente viviendo al rededor del sitio cómo rea que se imaginaban su mundo —¿dijo usted participación?
Mi deseo es hacer que la gente ser reúna en lugares urbanos grandiosos. La clave para que reviva la vida urbana común en los Estados Unidos, tras décadas de aislamiento y alienación suburbana, es transformar el centro comercial regional, esa criatura de los suburbios, en un espacio donde la gente se reúne, convive e interactúan. En los Estados Unidos la gente, sea en las ciudades o en los suburbios, rara vez pasean sin objetivos, como lo hacen los europeos. Necesitamos objetivos, la idea de que llegamos a algún lugar.
A Jerde no le importaba si ese lugar era una ficción y su objetivo final el consumo. Al contrario. Tenía un nombre para ese método de diseño urbano: scripting the city. La experiencia de la ciudad y de la comunidad no podían ser decepcionantes si se ajustaban a la precisa narrativa de un guión del que el espacio físico no era sino escenografía, como en una atracción de un parque de diversiones. No es fácil criticar a Jarde por su auténtico compromiso con lo falso, cuyo único objetivo era conseguir experiencias placenteras —siempre que el placer experimentado se ciñera a la trama prescrita— sin atender a las ambigüedades de su arquitectura, compleja y contradictoria, a riesgo de caer en cierto puritanismo arquitectónico. Ada Louis Huxtable terminaba su texto hablando de una arquitectura en la que la sensación intensificada suplantaba la respuesta intelectual y estética, y agregaba:
Por eso, lo extravagante resulta esencial. Debe haber gratificación instantánea; sobre todo, uno debe ser capaz de comprar sensaciones y estatus; la experiencia y los productos deben estar a la venta. El notable matrimonio de experiencias artificiales basadas en la tecnología y programadas con astucia con entornos manufacturados y controlados, como sustituto de la vida real para placeres controlados y costosos, es un producto totalmente americano a la vez que el verdadero sueño americano.
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