El martes 28 de enero de 1986 el Transbordador Espacial Challenger despegó en su décima misión. Setenta y tres segundos después, explotó. Obviously a major malfunction, se oye decir desde el centro de control en Florida. El lanzamiento había sido pospuesto seis veces por cuestiones del clima en enero, aunque originalmente había sido planeado para julio de 1985. La explosión se debió a la falla de la junta tórica, en inglés O-ring, y que no es otra cosa que un empaque que sella, en este caso, dos compartimentos de los cohetes de combustible externos que utilizaba el transbordador espacial.
En su libro Visual Explanations, Edward Tufte, reconocido experto en diseño de información y visualización de datos, analiza cómo se tomaron la serie de decisiones que llevaron a que el Challenger despegara aun cuando no debió de ser así. Los riesgos catastróficos —literalmente calificados así— de una falla en las juntas de los cohetes de combustible eran conocidas desde los años setenta, cuando los transbordadores espaciales estaban en la etapa de diseño. Tufte dice que un día antes del lanzamiento, los ingenieros a cargo del diseño de los cohetes pensaban volver a posponerlo a causa de la temperatura. Tenían datos que confirmaban que, a bajas temperaturas, la resiliencia de la junta “declinaba exponencialmente.” Tufte escribe que la evidencia del riesgo se envió por fax NASA, presentada en 13 gráficas, y que oficiales de la agencia espacial les pidieron a los fabricantes de los cohetes reconsiderar su recomendación de no despegar —la primera en 12 años. Se decidió que la evidencia no era concluyente y se autorizó el lanzamiento. Tufte explica que si bien muchos de los datos que se tenían sobre las muy posibles fallas de los anillos a ciertas temperaturas no eran, tomados de manera aislada, concluyentes, al verse todos en conjunto era prácticamente imposible no prever el accidente —o, dicho de otro modo, que bajo ciertas condiciones la explosión no sería accidental sino todo lo contrario. Tufte analiza cómo se presentó esa información antes y después del accidente, cuando se formó una comisión encargada de estudiarlo. Estudia, por ejemplo, el efecto de presentar diagramas que detallaban el comportamiento de los cohetes y las juntas a diferentes temperaturas mediante proyecciones, donde la posibilidad de comparar se basa prácticamente en la capacidad del espectador de memorizar la serie de imágenes que ve una tras otra —el efecto power point que el mismo Tufte ha criticado. La falta de claridad y el orden equivocado en el modo de presentar la información también dificultan el poder establecer las relaciones causales entre distintos datos —hasta el punto, tal vez, de ocultarlas.
Tufte también cuenta la demostración que en una de las sesiones de la comisión investigadora realizó el físico Richard Feynman y que el mismo Feynman contó en la segunda parte de su libro What Do You Care What Other People Think? Antes de una de las reuniones en Washington, Feynman le dijo que necesitaba comprar ciertas herramientas, entre ellas, “la más pequeña prensa de carpintero que pudiera encontrar.” En la junta anterior, dice, hubo agua fía para todos; esta vez no. Le pide a uno de los encargados un vaso de agua con hielo. Empieza la reunión y su agua no llega. Mientras espera, un modelo hecho del material que sirvió para sellar el cohete se pasa entre los asistentes. El lo toma, saca la prensa de su bolsillo, y lo comprime con ella. Pero aun no tiene el vaso de agua. Cuando por fin lo consigue, pone la prensa y el pedazo de anillo en el agua helada y espera. En el momento que juzga oportuno pide la palabra, saca frente a todos la prensa y el pedazo de anillo, lo levanta en el aire, afloja la prensa y dice: “descubrí que cuando suelto la prensa el plástico no retoma su forma original; en otras palabras, por algunos segundos, este material en particular no tiene resiliencia a una temperatura de cero grados. Me parece que eso tiene cierta importancia para nuestro problema.” Como un abogado en un juicio, pudo haber dicho I rest my case. Tufte no pierde la oportunidad para criticar la claridad del famoso experimento de Feynman: no estuvo controlado, no hubo al menos dos casos para comparar si había variaciones en el resultado al cambiar la temperatura o la presión ejercida por la prensa. Por supuesto Feynman sabía que su demostración, más un gesto para llamar la atención sobre un problema que un experimento, no seguía con rigor las reglas del método científico —en su libro bromea sobre el hecho de que en la opinión pública pesara más que hubiera recibido el premio Nobel de física a los datos del reporte que presentó.
Michel Serres abre su libro Statues con la estación “28 de enero de 1986 a las 11 horas 39 y 74 segundos después.” Obviamente la explosión del Challenger. Habla de la atracción que ejerce el desastre y de su repetición, varias veces al día, en las pantallas de la televisión. A Serres le hace recordar al Toro de Falaris, tirano de Agrigento en el siglo sexto antes de nuestra era. Se trataba según la leyenda de una estatua de bronce, hueca, que se calentaba al rojo vivo mientras al interior morían calcinados los enemigos de Falaris. El cohete que estalla y la estatua para torturar a los enemigos: dos hechos —si el segundo es más que una leyenda— que parecen inconmensurables y, sin embargo, para Serres están “la multitud por la multitud, el fuego por el fuego, muertos y espectadores.” Y nos tranquiliza pensar que, entre el ídolo y el vehículo, dice, “la diferencia separa la aventura del rito y el accidente del crimen.”
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