4.2.17

las superficies muertas


“Me sigo sorprendiendo constantemente por el ansia vertical de esta gente ebria de arquitectura. Desde mi habitación en el piso treinta, la noche es el espectáculo más asombroso del mundo, nada se le compara. Esta ciudad es un infierno. Una mezcla de elegancia y de rudeza.” Eso se lo escribió Fernand Leger en 1931 a su amigo Le Corbusier, quien visitaría esa ciudad por primera vez en 1935, encontrando sus rascacielos “no suficientemente altos” y la ciudad en general “una catástrofe, a veces una bella catástrofe.” El 11 de diciembre de 1919 Leger empezó una breve nota biográfica así:

Nacido en 1881 —el 4 de febrero— en Argentan, Normandía. Tres años en Bellas Artes, tres años perdidos y sin provecho. No empecé a trabajar en serio hasta que cumplí los 25, más bien tarde, como pueden imaginar.

Cuenta cómo empezó bajo la influencia del Impresionismo y que reaccionó en su contra por “su falta de forma constructiva.” También dice que el trabajo de Cézanne le ayudó a “dirigir sus energías hacia otros canales.” En 1919, Leger pensaba que una pintura “debía ser, en un sentido material, el contraste al muro en el que se coloca, expresando movimiento y vida en toda su ebullición.” También explica que había hecho “uso considerable” de “elementos mecánicos” en su pintura: “la vida moderna está llena de material para nosotros: es cuestión de aprender cómo usarlo.” También en 1919, Leger pintó La ville, un óleo en que buscaba capturar los colores brillantes y las formas vibrantes de la metrópolis moderna y sobre todo su profundiad. Yuki Yamamoto cita a Leger diciendo que “nuestro espacio moderno no busca sus límites: se impone día a día un dominio de acción ilimitado.” Yamamoto agrega que en la ciudad moderna “los millares de acciones y de información que se cruzan y superponen” construyen “la experiencia de un espacio multidimensional” que es a lo que se refiere Leger cuando habla de profundidad en su pintura. Yamamoto también cita un poema de Blaise Cendrars, amigo de Leger, en el que escribe que “es el contraste lo que hace la profundidad. El contraste es profundidad. Forma. El arte actual es el arte de la profundidad.”

En 1924 filma junto con Dudley Murphy Ballet Mécanique, mismo año en que conoce a artistas como van Doesburg y Mondrian y a Le Corbusier, con quien colabora en L’Esprit Nouveau. Por entonces Leger empieza a pensar en el papel decorativo del color y la pintura, cuyo objetivo era “la destrucción de las superficies muertas.” Algunas ideas de Leger, tanto para la pintura como para la arquitectura, las analizaron Collin Rowe y Robert Slutzky al hablar de la transparencia literal y fenoménica.

En 1935, Lewis Mumford publicó un texto titulado Leger and the Machine, en el que sin miramientos critica tanto a Leger como a Le Corbusier —el de la máquina de habitar. Mumford pensaba que para esos años el éxito de la arquitectura moderna había empezado a “ensombrecer los logros de los pintores que visualmente abrieron el camino para ella” y que la pintura moderna se dividía básicamente en dos grandes escuelas: una simbolizaba estados sicológicos y la otra derivaba sus actitudes de la arquitectura. “Leger pertenece a la segunda escuela.” Más adelante, aun más duro, Mumford escribió:
Si Le Corbusier es mas pintor que Leger, es igualmente verdadero que éste es mejor arquitecto que aquél. Pero la debilidad del arte de Leger es que falla al incorporar el elemento humano. Incluso al pintar figuras, se limita a las formas desnudas de la arquitectura, pero olvida que el trabajo del arquitecto no termina hasta que las formas vivientes de hombres y mujeres toman posesión del edificio y lo reorganizan espacial y visualmente con su movimiento, sus gestos, su vida. Y ya que Leger olvida la vida en el proceso de crear símbolos mecánicos, nosotros, los vivos, nos vengamos: al ver esas imágenes sentimos un poco de aburrimiento.


En 1943, Leger publicó, junto con Sigfried Giedion y Jose Luis Sert, su manifiesto Nueve puntos sobre la monumentalidad. Aunque sin relación explícita, se podría imaginar ahí casi una crítica a una afirmación del mismo Mumford: “si es un monumento, no es moderno y si es moderno, no puede ser un monumento.” Además de la relación entre la forma de los edificios y amplios espacios abiertos, en el paisaje o el contexto urbano, que les darían una condición monumental, se insiste en el valor de las superficies: “grandes superficies animadas con el uso de color y del movimiento en un nuevo espíritu ofrecerían campos no explorados para muralistas y escultores.” Proyecciones y colores, publicidad o propaganda que requerirían de los edificios “superficies planeadas para esos propósitos.” Una nueva monumentalidad superficial que ocuparía en los edificios grandes planos muertos —acaso de aburrimiento.

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