En los años 50 se combinó en México una política cultural y de infraestructura que parecía ya haber superado cualquier duda entre estilos para apostar definitivamente por una modernidad a la mexicana. Con el auge económico de la posguerra, se aventuraron proyectos como la Ciudad Universitaria, el más emblemático acaso. El primer proyecto para la Ciudad Universitaria había salido de la mano de algunos profesores: un clásico modernizado aun pensado a partir de ejes y simetrías y que confiaba en esa idea que hoy, cargada de nuevos sentidos, parece recobrar fuerza: la composición. Otros profesores y algunos alumnos protestaron. Se hizo un concurso que ganaron un trío de alumnos y corrigieron varios maestros y terminó en ese complejo ejemplo de modernidad tropicalizada, amplia, espaciosa, de edificios que sobre pilotes –como pedía la ortodoxia corbusiana– flotan sobre un suelo apenas domesticado. Además, también en consonancia con el viraje del mismo Le Corbusier hacia una arquitectura ya no blanca sino colorida y más: decorada con muros expresamente expresivos, fue una arquitectura que se vestía o se disfrazaba para decir más que la pura expresión funcional.
El caso de la Biblioteca Central de la Ciudad Universitaria es, en esto, ejemplar. A mediados de los años treinta Juan O’Gorman había decidido abandonar la arquitectura —porque se le convirtió en un Frankenstein, dijo— para dedicarse exclusivamente a la pintura. Diego Rivera lo había convencido del error que fue seguir las ideas de Le Corbusier —“a quien conocí cuando era sólo un mal pintor en París,” afirmaba Diego— e ignorar las del único gran arquitecto que había entendido cómo se debía actuar en el territorio americano, teniendo en cuenta el legado prehispánico: Frank Lloyd Wright. O’Gorman regresó a la arquitectura, de la mano de Diego, como pintor. En el edificio de la Biblioteca asume que su trabajo está en la superficie y no en el espacio. Y lo hace críticamente. Para O’Gorman la Biblioteca resultó un fracaso pues la pintura no transformó a la arquitectura sino solamente se superpuso a ella. Es, en los términos que algunos años después acuñará Robert Venturi, más una caja decorada que un pato: un edificio insignia o signo todo él. El revestimiento pictórico-simbólico de la Biblioteca —como en el resto de C.U. según O’Gorman— no hace lo que poco después hará en la propia casa del pintor-arquitecto, no muy lejos de esa zona: la imagen devora a la casa que, como grotesca extensión del suelo volcánico del sitio, no se distingue ya de la naturaleza que la forma.
La quiebra de la diferencia clara entre soporte e imagen, que llega hasta hoy con la discusión sobre el papel del ornamento o el de la figuración en arquitectura, son, por decirlo así, temas que estaban en el aire. En el caso mexicano se mezclaron con aquel debate de lo mexicano en arquitectura —o, al revés, de la arquitectura mexicana. Obregón Santacilia, por ejemplo, encontraba ridícula la versión oficial de la misma, encabezada por Mario Pani. A esa manera de entender la arquitectura, que en recibió el pomposo y ciertamente chocante mote de integración plástica, Obregón con sorna la llamó decoración de exteriores.
Por supuesto Obregón Santacilia exageraba: Mario Pani era más que un mero decorador de exteriores . Como gran parte de los arquitectos modernos de la primera e incluso segunda generación, Pani, que nació el 29 de marzo de 1911, tuvo una formación clásica en la Escuela de Bellas Artes de París: ejes, simetría, proporciones, composición. Pero sus propuestas urbanas fueron, evidentemente, más allá de eso y también más allá de la idea de la integración plástica que, supuestamente, las caracterizaba. Pani realizó el primer multifamiliar en México y fue también promotor de la Ley de Condominios, que permitió a varias personas ser propietarios de un mismo inmueble y que transformó tanto la noción de propiedad como la estructura urbana en la ciudad de México, aun cuando todavía hoy el imaginario colectivo, por así llamarlo, sigue prefiriendo la casa propia pegada a la tierra, por más lejos que esté de la ciudad, a una pedazo de aire en el centro de la misma. El más notable desarrollo de Pani fue, probablemente, el Centro Urbano Presidente Alemán (CUPA). Un sindicato le pidió 200 viviendas en una manzana. Pani respondió con un conjunto en zig-zag, de 13 pisos de altura y con 1080 viviendas que, resolviendo los apartamentos en dos plantas y con calles elevadas cada tres niveles. Se inspiró claramente en la Unidad de Habitación de Marsella de Le Corbusier —construida entre 1947 y 1952— aunque se terminó antes —el CUPA se inició en el 47 pero se termina tan sólo dos años después, en el 49.
De los mismos años es el Centro Urbano Presidente Juárez que, como el CUPA, combinaba edificios de distintos niveles según el tipo de unidad y, más importante quizás, hacía que tres grandes bloques de apartamentos cruzaran como puente una avenida de la ciudad. En los años 60 Pani proyectó lo que sería su obra urbana de mayores dimensiones: Tlatelolco. Como en el CUPA, también el 75% del sitio quedó libre y la densidad fue de 1000 habitantes por hectárea. Pani pertenece de algún modo al grupo de arquitectos trágicos encabezado, muy probablemente, por Minoru Yamasaki. Tanto el Juárez como Tlatelolco sufrieron graves daños con los sismos de 1985. Del Juárez no queda prácticamente nada y en Tlatelolco tres torres de 20 niveles se derrumbaron. Pero antes del sismo, en el 68, ahí mismo se había iniciado el lento derrumbe del sistema político mexicano surgido tras la Revolución de 1910 –la dictablanda, como alguna vez la calificó Mario Vargas Llosa, no por su particular tersura sino por su capacidad, temible, de adaptación. Sin duda Pani, que murió el 23 de febrero de 1993, no fue, como lo acusó Obregón, un mero decorador de exteriores.
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