uno de esos lugares comunes que al final no dice nada de tan obvio que resulta es aquél de que la arquitectura es la más pública de las artes, que nos rodea inevitablemente, que siempre estamos expuestos a ella. habría que preguntarse primero si todo lo construido a nuestro rededor es arquitectura, si toda la arquitectura es arte y si el mero hecho de estar ahí, frente a nosotros, la hace pública. y yo diría que no a todas esas preguntas. ni todo lo construido es arquitectura –esa es una de las preguntas fundamentales que estructuran a la arquitectura, en tanto disciplina, hacia adentro como hacia afuera: ¿qué es lo que diferencia cualquier construcción de la arquitectura, si acaso eso es cierto?–, ni toda la arquitectura es arte –y, de nuevo, esa no es sólo una pregunta difícil de responder sino tal vez ya inútil: xavier rubert de ventós dijo que la pregunta correcta hoy no es que es el arte o, en este caso, si la arquitectura lo es, sino cuándo algo es arte. en cuanto a lo de pública, habría que entender que lo público, en un sentido amplio, no es simplemente lo que está ahí, frente a nosotros, en la calle.
de cualquier modo, decir que la arquitectura está ahí siempre para nosotros, como un juego magnífico y sabio de volúmenes bajo la luz del sol, sería como pensar que estar rodeados de volúmenes impresos y encuadernados es una experiencia literaria –y es más probable que, en principio, entrar a una biblioteca sea más una experiencia espacial y, por tanto, potencialmente arquitectónica, antes que literaria.
la filósofa francesa sylviane agacinski escribió hace un par de décadas un libro que lleva por título volumen, filosofías y políticas de la arquitectura. la arquitectura, dice agacinski es un volumen como el libro es un volumen en el sentido antiguo: un rollo que para leerlo hay que desplegarlo. “el movimiento de despliegue que implica la palabra ‘volumen’ –escribe– sugiere la comparación entre la espacialidad del libro y el espaciamiento del texto que hay que desenrollar, recorrer, permitir que se desenvuelva poco a poco en el espacio-tiempo de la lectura (como de la escritura) y los volúmenes arquitectónicos que, ellos también, no se aprehenden más que en el tiempo del recorrido, recorrido de las miradas y de los cuerpos, que no se pueden contener ni apresar de un vistazo y que, necesariamente, hay que leer, atravesar, pasar de uno a otro.”
más allá de los tratados donde la arquitectura se organiza y regula mediante el texto y la imagen, de la manera como la arquitectura se da a conocer gracias también a textos e imágenes impresos, rebasando la aparentemente inevitable atadura a un sitio, y del final, anunciado por víctor hugo en nusetra señora de parís, de la arquitectura como medio masivo de comunicación, al ser desplazada por el libro –que va mas lejos y es más ligero y perdurable–, hay que pensar esa relación del libro y la arquitectura como volúmenes que, si no se despliegan, si no se abren –lo que supone ponerlos en relación al tiempo– simplemente no son.
al libro hay que leerlo, ¿y a la arquitectura? una respuesta acaso demasiado evidente dirá que la arquitectura se habita –se vive, dirán otros aún más románticos. unos más dirán que se recorre, como recorres las páginas de un libro. tal vez se reconstruya imaginariamente. es la apuesta del también filósofo roger scruton: la experiencia de la arquitectura es, dice, imaginaria. con la arquitectura, como con un libro –o tal vez, con cualquier tipo de experiencia que se entrega a su tiempo– nuestra tarea consiste en eso: reunir mediante un ejercicio de la imaginación los distintos datos, las distintas secuencias, las diferentes historias que se van entretejiendo sea en el edificio o en el libro.
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