la arquitectura será todo lo sólida que quieran, pura piedra, concreto, vidrio o acero, el insobornable testigo de nuestra historia pero, ¡ay!, qué fácil desaparece. ya lo decía victor hugo, al profetizar que el libro impreso mataría a la arquitectura, que mientras a aquél es difícil hacerlo desaparecer –ubicuo, portátil y de fácil reproducción–, a ésta basta desmoronarla una vez –lo cual, si bien trabajoso, es definitivo.
la arquitectura, pues, y en particular la buena, la que sobresale y destaca, no se reproduce ni como los libros ni como los animales y, sin embargo, a veces parece menos protegida que aquellos. bastan unos cambios simples en el mercado inmobiliario o en los gustos de la mayoría para que se demuela o se transforme un edificio que algunos consideraban valioso. y el problema es precisamente ése, ¿cómo determinar el valor de una obra arquitectónica?
hace unas semanas en el new york times presentó cinco opiniones de críticos en torno a la anunciada demolición del edificio de gobierno de orange county, california, diseñado por paul rudolph (1918-1997) –quien no ha tenido muy buena suerte en eso de la preservación: en el 2009, tras una batalla legal que duró varios años, se demolió la preparatoria riverview, en sarasota, florida, construida en 1957. el edificio de orange county, terminado en 1967, es un buen ejemplo de lo que los críticos e historiadores llamaron ‘brutalismo.’ en principio arquitectura en concreto expuesto –béton brut en francés, de ahí el nombre– que exacerba algunas características de la obra más monumental de le corbusier. la arquitectura brutalista se quiere dura y pura, es más una infraestructura construida con materiales aparentes y sin adornos, que un decorado lleno de elementos simbólicos. lo que la anima es el espacio y las actividades que ahí se dan. en méxico, algunos proyectos de agustín hernández o de teodoro gonzález de león y abraham zabludovsky pueden verse como ejemplos locales de esa corriente que de los años 50 a los 70 tuvo adeptos –de menos entre arquitectos– en todo el mundo.
hoy, esa arquitectura parece que ya no gusta. al menos no al público general. eso pasa en orange county, donde se quiere remplazar al edificio de rudolph con un curioso neovictoriano más parecido a los vecinos. y aunque anthony m. daniels sea el único de los cinco críticos que opinan en el nyt que abiertamente defiende la demolición –dice que se trata de una atrocidad estética que debe ser eliminada–, es muy probable que la opinión pública –coincidente con la de daniels– gane.
así pasó en londres, donde el conjunto habitacional robin hood gardens, diseñado por alison y peter smithson –quienes acuñaron el término ‘brutalismo’– será demolido tras perderse las batallas legales por conservarlo. en palos verdes, también california, una casa diseñada por lloyd wright, hijo del famoso frank, fue demolida en unas horas al día siguiente que el juez falló en contra de los conservacionistas y en favor del dueño, quien en su lugar construirá una villa de confuso estilo ‘mediterráneo’. aquí en méxico, para poner sólo un ejemplo, el mercado de arriaga, en chiapas, diseñado en 1970 por octavio barreda marín, alumno de félix candela, puede ser demolido para que el presidente municipal construya otro mercado que promete ser modernísimo aunque su apariencia acaso contradiga dichas intenciones.
¿habrá que proteger a toda la arquitectura? supongo que no. pero también supongo que cuando no haya razones técnicas, claras e inobjetables, para destruir o transformar radicalmente una obra de arquitectura, más si esta tiene cierto valor, habría que apostarle en principio –ya sea por mera economía– a lo ya construido. el problema es, por supuesto, eso del valor. en una época en la que, para citar a la abuela, ya no hay valores sino, afortunadamente ‘valoraciones’, cambiantes y relativas, ¿quién decide? en ese caso, y quizá sólo como excusa, si la discusión es de gustos, propongo que se acuda a un principio de elemental justicia arquitectónica: in dubio pro ædificium.
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