Uno de los pabellones que más llamó la atención en la Exposición Universal de Sevilla de 1992 fue el de Hungría. Por fuera parecía el casco de un barco puesto boca abajo, recubierto de pizarra, del que salían siete torres de distinta altura, la frontal ornamentada con una máscara en forma de alas más que una torre de vigilancia pareciera una torre que vigila, ella misma. Al interior se revelaba la estructura de madera que reforzaba la idea de un casco de barco invertido. Un muro blanco que atravesaba la nave diagonalmente, dividía el espacio en dos. De un lado, un árbol seco salía desde un piso flotante de vidrio que permitía ver las raíces. El pabellón entero parecía salido de un tiempo y de un lugar imprecisos. Originalmente se había hecho un concurso en Hungría para elegir al arquitecto del pabellón. Itzván Janáky lo ganó, pero el gobierno decidió cancelar su contrato y tras pensar en otros arquitectos, incluyendo algún extranjero, se le encargó el proyecto a Imre Makovecz.
Makovecz nació en Budapest el 20 de noviembre de 1935 y murió en la misma ciudad el 27 de septiembre del 2011. Su padre era carpintero y él estudio arquitectura en la Universidad Técnica de Budapest. Clasificaba su arquitectura como orgánica o viviente y decía que no requería de explicaciones intelectuales pues sus formas resultaban evidentes. Se colocaba en un grupo heterogéneo de arquitectos que incluían a Rudolf Steiner y a Frank Lloyd Wright, a Eero Saarinen y a Hans Scharoun, a Steen Eiler Rasmussen y a Paolo Portoghesi. Estudió a Ruskin y a Morris, de quien tomaba la idea de que la industrialización había empobrecido a la gente, usándola al mismo tiempo para criticar al régimen comunista de su país y al materialismo capitalista. Jonathan Glancey, quien fue el primero en prestarle atención al trabajo de Makovecz en Europa Occidental, dice que siendo estudiante diseñó un restaurante donde servirían pescado “con las calidades formales y táctiles de un pez, treinta años antes de que lo hiciera Gehry.” Si a éste la osadía le fue aplaudida, el estilo de Makovecz no fue bien recibido por el régimen húngaro controlado por la ideología soviética. En 1975 construyó una capilla funeraria en las afueras de Budapest, que Glancey califica como extraordinaria, pero un año después fue vetado por el régimen y dejó Budapest para trabajar en el campo. Volvió a Budapest en 1980, tras la caída del bloque soviético, y se convirtió, según Glancey, en una especie de héroe nacional. El reconocimiento internacional lo sorprendía. Sin hablar otra lengua que el húngaro, Glancey dice que dictaba conferencias memorables sin decir una sola palabra: proyectando imágenes de su obra acompañadas de música de Arvo Pärt.
En un texto titulado El árbol y la iglesia, Makovecz escribió: “al practicar mi vocación el mundo consagrado de las plantas, especialmente los árboles, siempre ma han inspirado para dejar que su «palabra» se escuche dentro de mis muros.” Junto al lado espiritual y romántico de la afirmación, había también una lectura funcional: Makovecz admiraba la capacidad estructural de los árboles, flexible y dinámica. Lo más importante de los árboles, decía, “es que crecen simultáneamente hacia abajo y hacia arriba, hacia la luz y hacia la oscuridad” —por eso en el pabellón húngaro en Sevilla decidió exponer el lado oscuro del árbol y, al mismo tiempo, demostrar que revelar el misterio tenía sus riesgos: el árbol expuesto estaba muerto. Makovecz decía que la geometría que empleaba su arquitectura partía de “una continuidad entre espacio y tiempo” donde cualquier posición no era más que un momento en y de el espacio. Buscaba “una tectónica reinventada” y entendía que hablaba desde un lugar y un tiempo distintos y distantes. “Esta arquitectura —decía de la suya— plantea una pregunta: ¿cuándo se construyó?”
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