25 de septiembre de 1940, Lisa Fitkko dormía en una pequeña habitación en Port-Vendres cuando la despertaron los golpes a la puerta. Cuando abrió, afuera estaba Walter Benjamin. Disculpe el inconveniente, le dijo. Aunque ya se conocían, a lisa le sorprendió que en esos momentos Benjamin tuviera aun la amabilidad de disculparse. ¿Qué hora era inconveniente cuando el mundo entero se derrumbaba? El 14 de junio los nazis habían entrado a París. Entre muchos más, la Gestapo tenía órdenes de arrestar a Benjamin, pero él y su hermana habían dejado la ciudad un día antes. En 1939 había sido enviado a un campo de concentración en Francia, pero en noviembre fue liberado gracias a la ayuda de algunos amigos suyos. Regresó a parís en enero de 1940. El 11 de enero renovó su tarjeta de préstamos de la Biblioteca Nacional. Llevaba varios años visitándola y copiando, con letra minúscula y apretada, párrafos enteros de revistas, enciclopedias, libros de historia y guías de turistas. Desde finales de los años veinte había empezado ese proyecto: el Passgenwerk, la obra de los pasajes. “Sobre la avenida de los Campos Elíseos, entre hoteles modernos con nombres anglosajones, se abrió recientemente el más nuevo de los pasajes parisinos. Para la ceremonia inaugural, una monstruosa orquesta en uniforme tocaba frente a camas de flores y fuentes a borbotones.” Así empieza el texto que escribió en 1927 para algún periódico y que se convirtió en el inicio de esa obra interminable. Entre sus notas, Benjamin copió una descripción de una Guía ilustrada de parís, de 1852: “esos pasajes, una invención reciente del lujo industrial, son corredores con techos acrisoladas y pisos de mármol que atraviesan manzanas enteras de edificios, cuyos propietarios se han unido en dichas empresas. A ambos lados de estos corredores, iluminados desde arriba, se encuentran las más elegantes tiendas, de modo que el pasaje es una ciudad, un mundo en miniatura en el que los clientes pueden encontrarlo todo.” Al lado de “mundo en miniatura” Benjamin anotó: fläneur, ese personaje de Baudelaire que representa al hombre de la multitud.
Estudiar los pasajes parisinos se volvió para Benjamin parte de un esfuerzo para entender las transformaciones materiales que hicieron de París en el siglo XIX la capital de la modernidad. En los pasajes ya era evidente una relación complicada entre lo público y lo privado: se abrían a la calle, como prolongándola, pero tenían dueños y estaban dedicados al consumo: no sólo a la compra y venta de bienes y servicios sino a esa relación particular con el mundo que hace de todo una mercancía. Los pasajes eran interiores, pues estaban techados y tenían puertas para cerrarse de noche, pero eran exteriores a las tiendas que formaban las fachadas de esos corredores. “La ambigüedad de los pasajes es una ambigüedad del espacio,” escribió Benjamin en otro texto, de 1928. Para mediados de los años 30 ya era evidente para Benjamin y sus amigos que la obra de los pasajes había cobrado otras dimensiones, era casi una obsesión. En 1935, Benjamin escribe un resumen de su trabajo bajo el título París, la capital del siglo XIX. Ahí, a los pasajes ya se habían sumado los panoramas —espectaculares pinturas de 360 grados que presentaban, en el interior de edificios también iluminados desde arriba, vistas de paisajes o de escenas históricas, también efecto de la ambigüedad espacial: un exterior retratado en un interior—, las ferias mundiales, el interior —no como el espacio que se ocupa dentro de un edificio sino como la idea de que el mundo privado se vuelve un sustituto del público— y las calles. El proyecto parecía no tener fin. Bruno Tackels dice que El libro de los pasajes era un libro inacabable pero también una caja de herramientas, “una serie de notas que no son válidas por sí mismas sino que están destinadas a contribuir a una obra común, mucho más allá de la obra de Benjamin.” Esos apuntes, dice, no anuncian un libro sino que son el germen de todo lo que Benjamin escribió durante dos décadas.
Cuando Benjamin tocó a la puerta de Lisa Fittko, tras disculparse le dijo que lo habían enviado con ella para que le ayudara a cruzar la frontera a España. Benjamin debía llegar a Portugal para embarcarse a los Estados Unidos. Max Horkheimer le había conseguido ya una visa. Un día antes, el 24 de septiembre, Lisa, Benjamin y Henny Gurland y su hijo habían hecho un paseo para reconocer la ruta. El 25 no era un ensayo, debían cruzar la frontera pronto. Según contó Fittko, Benjamin llevaba consigo una pesada maleta negra, absolutamente inapropiada para una huida. Ella se ofreció ayudarle a cargarla en algún momento. El se negó. Dijo que ahí llevaba su nuevo manuscrito: “debe entender que esta maleta es lo más importante para mi. No me puedo arriesgar a perderla. Es el manuscrito lo que hay que salvar. Es más importante que yo.”
Tras caminar toda la noche, Fittko deja al grupo a las afueras de Portbou, ya en España, para regresar a Francia. Benjamin, Gurland y su hijo van a la estación de trenes, pero la guardia civil les niega la entrada y los arresta. Los regresarán al día siguiente a Francia. La mañana del 26 de septiembre de 1940 encontraron a Benjamin muerto en la cama de su celda. Se había tomado una sobredosis de morfina que llevaba con él, por si hiciera falta. En el inventario judicial se dice que dejó una maleta con algo de dinero, un reloj de oro, una pipa, un pasaporte emitido en Marsella por el Servicio Exterior de los Estados Unidos, seis fotografías para pasaporte, una radiografía, un par de anteojos, revistas, cartas y papeles. Nada de eso se conserva. Tackels dice que el manuscrito en el maletín, del que nadie supo nada hasta que Fittko contó la historia, debe haber sido sus tesis Sobre el concepto de historia, que había enviado por correo a Hannah Arendt poco antes pero del que no podía estar seguro que hubiera llegado a su destino. A todas las hipótesis y mitos que el maletín perdido ha desatado, Tackels propone una salida: “el maletín perdido sí existe y contiene todos los libros, numerosos, interminables, que Benjamin, muerto tan prematuramente, no tuvo tiempo de escribir. Pero no los entregará nunca. Son muchos. Y nos faltan. Terriblemente.”
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