Nos cuenta que el 10 de noviembre de 1619, habiéndose acostado lleno de entusiasmo, y ocupado por completo en el pensamiento de haber encontrado ese día los fundamentos de esa ciencia admirable, tuvo tres sueños consecutivos, pero extraordinarios como para imaginar que le habían llegado desde lo alto. Creyó ver, a través de las sombras, los vestigios de un camino que Dios le trazó para seguir su voluntad en su elección de vida y en la búsqueda de esa verdad que era el sujeto de sus inquietudes. Pero el aire espiritual y divino que tomó al dar las explicaciones que hiciera de esos sueños, tenía tanto de aquel entusiasmo que se creía con fiebre o que tuviera el cerebro debilitado o que hubiera bebido la víspera de acostarse.
Eso que pudiera parecer un arrebato místico lo describe Adrien Baillet en La vie de Monsieur Des-Cartes —seguido por el largo subtítulo: conteniendo la historia de su filosofía y sus otras obras y también lo que le pasó de más notable en el curso de su vida—, publicada en París en 1693. Descartes, el padre de la filosofía moderna, tenía entonces 23 años y estaba en Ulm, Alemania. En su Discurso, el propio Descartes dice que ahí lo había llamado la ocasión de las guerras que todavía no ah acabado —la Guerra de los Treinta Años—, y al volver de la coronación del emperador hacia el ejército, el comienzo del invierno lo hizo detenerse en un lugar en el que, no encontrando conversación alguna que distrajese su atención y no teniendo ninguna preocupación que perturbase su ánimo, se pasaba el día entero encerrado a solas, al lado de una estufa, con todo el tiempo libre para entregarse a sus pensamientos. El primero de esos pensamientos de que da cuenta tiene que ver con la ciudad y la arquitectura. Pensando en eso, Descartes descubrió su método: la manera de aumentar gradualmente su conocimiento y elevarlo poco a poco, gracias a un principio básico: la duda: no dar por cierto nada que él mismo no pudiera pensar o leer en el gran libro del mundo. Esas ideas fueron las que lo llenaron de tal entusiasmo que, al dormir, fue presa de los tres extraordinarios sueños que, al despertar, le sirvieron para demostrar el valor de su método, que consistía, primero, en no aceptar nunca como verdadera ninguna cosa que no conociese con evidencia que lo era; segundo, en dividir cada una de las dificultades que se examine en tantas partes como sea posible y como se requiera para us mejor solución; tercero, en conducir en orden los pensamientos de lo más sencillo a lo más complejo, y, por último, en revisar todo el procedimiento de manera de estar seguros de no omitir nada.
Sólo puede captarse la fuerza y alcance de un argumento cuando sabemos negarlo en principio, cuando buscamos el error. Difícilmente puede decir que entiende el que acepta pasiva y resignadamente lo que está leyendo.
Eso, de tono cartesiano, no lo escribió Descartes sino Hugo Hiriart en su libro Sobre la naturaleza de los sueños, publicado en México 358 años después de que se publicara el Discurso del método. En su análisis de lo que son los sueños Hiriart parte de una primera tesis: los sueños no los hace el que sueña. “Es decir, los sueños no se inventan. Nadie sería capaz de componer o inventar un sueño. No está en la psicología de la invención la posibilidad de inventar un sueño. Mmi sueño —sigue Hiriart— es mi sueño, es más, pertenece a mi más recóndita intimidad personal, pero el sueño no lo hago, no lo fabrico, no lo invento yo: mi sueño es algo que me sucede a mi.” Hiriart además asegura que ser es equivalente a estar o, más bien, a estar situados. De ahí conjetura que soñar no es ver pasar ante nuestros ojos —por lo demás, cerrados mientras soñamos— una colección de imágenes, sino “conjeturar un trozo de vida, un momento, una escena, tal como la vivimos.” El sueño es una puesta en escena, pero lo que se pone en la escena somos nosotros mismos: nos situamos, nos encontramos en cierta situación: “la materia de los sueños, dice, es el situarme, el trozo de vida que brota de mi situarme, de mi conjetura imaginativa de cierta situación.”
De Descartes a Hiriart, de los sueños que empujan a razonar y las razones que desmantelan el soñar, podríamos recuperar cierta noción del ser como estar y estar situado. Pese a que a Descartes se le impute haber consignado como innegable la división entre el cuerpo —res extensa— y la mente —res cogitans—, es curioso que la explicación de su método inicie —no al principio, sino en la segunda parte del Discurso, que desde el inicio propone al lector “como una historia o, si lo prefiere, como un fábula”— con la descripción de su habitación, la estufa que lo calienta en invierno, el silencio y la soledad y, luego, sus ideas sobre la ciudad y sus edificios. Descartes, como en un sueño, empezará por situarse y situarnos.
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