El sábado 28 de diciembre de 1895, en el Salon indien, que se encontraba en el sótano del Gran Café, en el número 14 del bulevar de las Capuchinas, en París, Antoine Lumière, padre de Auguste y Louis, inventores del sistema que permitía proyectar una película delante de una audiencia y no en un artefacto de uso individual, como el kinetoscopio patentado por Thomas Alva Edison unos años antes, presentó la primera exhibición pública ante treinta y tres espectadores que pagaron un franco cada uno por ver diez películas. La primera fue La salida de la fábrica Lumière en Lyon, 46 segundos en que se veía eso: a los obreros de la fábrica de los hermanos Lumière saliendo de trabajar. La sexta película fue El jardinero, también conocida como l’Arroseur Arrosé: un jardinero intenta regar con una manguera por la que no sale agua pues alguien la está pisando; el jardinero toma la manguera, la dirige hacia su cara para ver qué pasa, el pie se levanta, y el jardinero se empapa. Fue la primera comedia y, aunque sea tan sólo un gag, repetido después infinitas veces, apuntaba a una posibilidad narrativa del cine, y no sólo documental. En esa ocasión nació, dicen, no el cine como forma de registro del movimiento con medios fotográficos, sino el cine como espectáculo público.
Treinta y seis años después de la primera proyección pública de aquellos diez cortos, ninguno con una duración mayor a los 50 segundos, se estrenaron Frankestein, protagonizada por Boris Karloff, Mata Hari, con Greta Garbo, Candilejas, de Chaplin, Dracula, con Bela Lugosi, M, el maldito, dirigida por Fritz Lang, entre muchas más. El cine ya era una industria mundial. También ese año, 1931, nació James Dean, el eterno rebelde sin causa que se convirtió en una estrella con sólo tres películas —la última, Gigante, estrenada al año siguiente de su muerte, el 30 de septiembre de 1955, al volante de su Porsche 550 Spyder. También ese año nació Anita Ekberg, la sueca que se volvió famosa al bañarse en la Fontana di Trevi ante la mirada encantada de Marcello Mastroianni y de millones más. Y el 28 de diciembre de 1931, en París, nació Guy Debord, destacado fundador de la Internacional situacionista, escritor, filósofo y, también, director de cine.
En noviembre de 1967, otra vez en París, Debord publicó La sociedad del espectáculo. 221 tesis que critican la condición actual del mundo sometido a la lógica de la mercancía y de su reproducción espectacular. Uno: todo lo que se vivía directamente se aleja en una representación espectacular. Cuatro: el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino la relación social entre las personas, mediatizada por las imágenes. Seis: el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Treinta y cuatro: el espectáculo es el capital acumulado a tal grado que se convierte en imagen. Cuarenta y dos: el espectáculo es el momento en el que la mercancía logra la ocupación total de la vida social. Setenta y uno: lo que el espectáculo ofrece como perpetuo está fundado en el cambio. Ciento cincuenta y cuatro: la realidad del tiempo ha sido remplazada por la publicidad del tiempo. Ciento sesenta y seis: es para convertirse en algo cada vez más idéntico a sí mismo, para acercarse mejor a la monotonía inmóvil, que el espacio libre de la mercancía se modifica y reconstruye inevitablemente a cada instante. Doscientos quince: el espectáculo es la ideología por excelencia, porque expone y manifiesta en su plenitud la esencia de todos sistema ideológico: el empobrecimiento, la sumisión y la negación de la vida real.
¿Qué es la vida real? ¿La realidad que se oculta, que desaparece traicionada por las imágenes vueltas mercancía —o, al revés, la mercancía vuelta imagen, de la que el cine, y sobre todo el cine de Hollywood, es el mejor ejemplo? El cine, dijo Godard, es la verdad 24 veces por segundo. Pero de la imagen como engaño se ha cuidado muchos directores de cine, incluyendo al mismo Goddard o a Debord, que con su película Hurlements en faveur de Sade, renuncia a la imagen: 64 minutos en los que la pantalla es totalmente blanca (la menor parte del tiempo) o totalmente negra; en los momentos en que la pantalla es blanca, una voz le distintas frases, cuando es negra, el silencio es total. Pero mucho antes de la invención del cine, Platón también desconfió de las imágenes proyectadas desde el exterior de la caverna: sombras nada más. En su librito Contra Debord, Frédéric Schiffter acusa justamente a Debord de ser, en el fondo, un platónico: “la noción de espectáculo —dice— sugiere que la «esencia» del hombre se ha perdido en el flujo del tiempo desde el advenimiento del modo de producción y de intercambio mercantil. Según Debord —agrega Schiffter—, esta esencia se habría «alejado en una representación.»” Schiffter es otro de esos filósofos, minoritarios en relación al bando opuesto, para quienes no hay nada abajo de las apariencias, ninguna esencia que sostenga, inmóvil, el flujo del devenir. El objeto vuelto mercancía que deja de interesarnos en cuanto deja de estar a la moda, no traiciona la realidad de las cosas: la revela. Cualquier objeto, incluso el más tradicional, el más preciado, puede convertirse en una mercancía tan sólo dotándolo de velocidad: acelerando su proceso de producción, de consumo, de desgaste. La mercancía, dice Schiffter, tiene fecha de caducidad para el placer que procura.
Dilucidar hoy, cortando limpiamente como con un cuchillo, de un lado lo que es puro espectáculo y del otro lo que es auténtico, de un lado la mercancía a la moda, efímera, fugaz, y del otro el objeto verdadero, no resulta tan simple. Acaso atrás no haya nada, y al quitar todas las capas de la cebolla como si fueran máscaras que ocultan al ser nos quedemos con puro aire entre las manos. ¿Hoy qué es más real, los trabajadores saliendo sin prisa de la fábrica de los Lumière o Anita Ekberg en traje de noche bajo el agua de la Fontana di Trevi? ¿Quién es menos producto de su propia imagen, Dean o Debord?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario