José María Valverde nació en Valencia de Alcántara el 26 de enero de 1926, pero creció en Madrid, donde estudió filosofía. Escribió mucho y tradujo más. A Rilke y a DIckens, a Shakespeare y a Mellville, a Joyce y a Eliot, a Hölderlin y a Goethe, entre otros. El 13 de octubre de 1992, Valverde dictó una conferencia en el Instituto Valenciano de Arte Moderno. El título fue Arquitectura y moral, pasaje autobiográfico.
Valverde inicia diciendo que cuando decimos la palabra arte, lo probable es que no tengamos en el primer plano de nuestra imaginación la arquitectura. Basta ver la prensa, dice, que tiene críticos de arte, de literatura o de cine y de música, pero rara vez de arquitectura. “Y sin embargo, agrega, ésta es la única arte «del espacio» necesaria e inevitable.” Menciona casos excepcionales, como Bruno Zevi en Il Mondo o Lewis Mumford —que murió en 1990, el mismo día que Valverde cumplió 64 años. ¿Por qué la ausencia de críticos de arquitectura en los medios no especializados? “Porque seguimos bajo la idea, renacentista y burguesa —responde Valverde—, de que sólo es arte lo inútil.” Pero tal vez no sea sólo eso. Para pensarlo, Valverde recurre a “anécdotas concretas, prácticas, incluso técnicas,” y se fija en detalles: las persianas, por ejemplo, que cuando son dos postigos verticales de madera dotadas “de unas celosías móviles que, unidas por un palito, se inclinan en el ángulo conveniente” sirven para modular la cantidad aire y luz que entra sin que entre el sol, mientras que cuando son rollos horizontales, o cierran o abren, sin muchos grados intermedios.
También cuenta que cuando vivió en Roma, entre 1950 y 1955, tuvo como compañero a un arquitecto en ciernes, que le compartía lecturas, que poco a poco le llevaron a hacerse una idea de qué era lo moderno en arquitectura, más allá de la forma de las persianas. Para empezar, dice, la arquitectura debía “atender a la vida humana” y el arquitecto ser “una suerte de sociólogo amoroso, con imaginación y sentido fraternal, y con algo de ama de casa para los detalles.” Además —continúa— “no se podía hablar sólo de «arquitectura,» en el sentido específico de la palabra, sino de una actitud configuradora de todo lo visible y palpable que nos rodea en la vica, desde los objetos manejados y los muebles hasta el contexto general de la ciudad.” Eso implicaba que no había ni estilos ni formas predeterminados, y que, “si había que arrancar de cero en cada caso, el verdadero arquitecto tenía que renunciar ascéticamente a sí mismo: permanecer anónimo en un sentido radical, más aun que los medievales.”
Descontados el estilo y las formas reconocibles, Valverde descubrió que un edificio no se puede conocer por su fachada, como un libro no se revela en su portada: hay que leer, hay que entrar. Lo que no implica necesariamente la visita sino un ejercicio más complejo. ¿Cuándo hemos entendido un edificio?, se pregunta.
Para la mayoría, los planos , los cortes y alzados son ininteligibles y, sin embargo, resultan más veraces que las fotografías de las fachadas a que solemos atenernos —la fachada suele ser deliberadamente engañosa y más bien oculta el edificio que lo revela—: acaso las revistas de arquitectura sean el elemento que más perturba ese arte, especialmente en cuanto sirvan de propaganda para captar nuevos clientes.
Valverde habla entonces de las lecciones de los maestros: parciales a su juicio. Wright al romper la caja que encierra los espacios, pero cuya arquitectura le parecía “para millonarios, para casos excepcionales.” Loos, “quizás más como ademán ideológico hacia axiomas y paradojas.” Aalto y “su tono menor.” Y Le Corbusier, sobre todo. Y luego, poco a poco, el ímpetu amaina, la fuerza disminuye y la arquitectura moderna reblandece. En 1992, las posmodernidades ya consumadas, Valverde se pregunta ¿por qué pasó eso? “¿Por qué, una vez hecha posible la nueva arquitectura legítima, hija de una revolución mental como nunca había habido en la historia, hemos venido a parar a esta situación?” Y responde que “la culpa, claro está, es básicamente de la clientela, privada u oficial.” Es casi imposible imaginar arquitectura sin comitente, dice, y aquellos “capaces de pagar un edificio, han demostrado no estar a la altura moral de una arquitectura en cierto modo «desnuda,» austera, aunque no por ello privada de fantasía y sorpresa.” Valverde termina su conferencia preguntando, sin responder por la gravedad de la cuestión, si el que la humanidad no haya estado a la altura de esa nueva arquitectura, revolucionaria y razonable, es algo que se pudiera extrapolar “a los demás territorios humanos, como el político y económico, con su amenaza ecológica.” Pero tal vez también habría que preguntarse hoy si a la arquitectura nueva y revolucionaria, no le fallaron sólo los humanos clientes, que mataron a la vaca, sino los demasiado humanos arquitectos, que le agarraron la pata.
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