Arnold Guttmann nació en Budapest el 1 de febrero de 1878. Cuando tenía 13 años su padre murió ahogado en el río Danubio. Después de la tragedia, Arnold se entrenó como nadador y cambió su nombre: Alfréd Hajós, Alfred el marino. El 11 de abril de 1896, un bote lo llevó junto a otros doce jóvenes mar adentro en la bahía del Pireo. Eran los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. Las competencias de natación se realizaron a mar abierto pues no se construyeron piscinas. En la prueba de 100 metros libres había dos competidores nada más: Hajós y Otto Herschmann, también judío pero nacido en Viena casi un año antes, el 4 de enero de 1877. Herschmann nadó los 100 metros en 1 minuto 22.8 segundos. Ganó la medalla de plata: Hajós lo hizo en 1’22.2”. El mismo día, unos minutos más tarde, Hajós compite en los 1200 metros libres y también gana el oro, haciendo 18’22.2”. Los griegos lo bautizaron como el delfín húngaro. De regreso a Hungría, donde fue recibido como un héroe, Hajós volvió a la Universidad Politécnica de Budapest donde estudiaba arquitectura, aunque sin dejar su carrera deportiva, al contrario: fue campeón nacional de 400 metros con obstáculos en pista, de lanzamiento de disco, jugador de futbol entre 1901 y 1903 y entre 1906 y 1908 fue entrenador de la selección nacional húngara. Hajós volvió a ganar una medalla en los Juegos Olímpicos de París de 1924, pero esta vez de plata y en la competencia de arte —desde los juegos de Estocolmo, en 1912 y hasta los de Londres, en 1948, se premió a lo mejor del arte inspirado en el deporte en arquitectura, literatura, música, pintura y escultura. Hajós ganó plata —no se otorgó oro— por el proyecto de un estadio que hizo en sociedad con Dezsö Lauber, ingeniero, quien además de haber diseñado el primer campo de golf de Hungría en 1909, también había competido en unos Juegos Olímpicos antes: en 1908 en Londres, en tenis.
En 1937, el día que Hajós cumplió 59 años, en Banfield, al sur de Buenos Aires, nació Gerardo Héctor Masana. Hijo de padres catalanes que emigraron a Argentina a principios del siglo pasado, y dicen que su abuelo materno, Gregorio Silvestre, además de haber sido director de teatro, fue de joven aprendíz de herrero en la obra de La pedrera, de Gaudí. En 1955 Masana entró a estudiar arquitectura en Buenos Aires. En 1958 entró al coro de la Facultad de Ingeniería. Ahí montó la opereta cómica Il figlio del pirata y, poco después, formo el grupo I Musicisti, diez músicos que tocaban y contaban chistes, de ahí el nombre. I Musicisti se disolvió y cuatro de sus miembros —Marcos Mundstock, Jorge Maronna y Daniel Rabinovich, además de Masana— junto con Carlos Núñez Cortés formaron un nuevo grupo: Les Luthiers. En el sitio web dedicado a Masana se cuenta que Jorge Honda, su compañero en el colegio y luego en la escuela de arquitectura, decía de aquél que desde joven se interesó en los instrumentos musicales, en construirlos tanto como en tocarlos. “Los estudios de arquitectura tuvieron una fuerte influencia sobre Gerardo. Después de todo —se lee en el mismo sitio—, los principios básicos que intervienen en la construcción de un edificio, un instrumento o una canción no difieren demasiado.” Y Honda agrega que era “un constructor que encaraba su actividad artística de una manera casi arquitectónica.”
Aunque hay evidentes diferencias entre el nadador-arquitecto que diseñó piscinas y otros equipamientos deportivos y el arquitecto-músico que componía y también construía instrumentos musicales, en ambos casos hay una relación directa con la ejecución y el desempeño —lo que en inglés se resume en la palabra performance. En ambos casos un ejecutante —el músico o el nadador— combina su cuerpo con ciertos instrumentos —quizás más evidentes en el caso del músico, pero hay que tomar en cuenta la instrumentalidad de la grasa con la que Hajós untó su cuerpo antes de lanzarse al excepcionalmente frío mar griego— para producir el mejor resultado. Y en ambos casos hay, de cierta manera, una relación entre la arquitectura y lo que puede un cuerpo —sea el del ejecutante o el instrumento que ejecuta. Y si los daidala —esos artilugios que desde los griegos, como explica Alberto Pérez Gómez, le permiten a la materia curiosas metamorfosis— son lo que le dan su nombre a Dédalo, el mítico primer arquitecto, hay probablemente algo dedálico en el nadador-arquitecto-constructor de piscinas y el arquitecto-músico-compositor-constructor de instrumentos.
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