La arquitectura es una imagen. Más aun: la arquitectura es pura imagen.
Miro esta hoja blanca que está sobre mi mesa; advierto su forma, su color, su posición. Estas distintas cualidades presentan algunos rasgos comunes: en primer lugar se ofrecen a mi mirada como existencias sólo susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mi, no son yo.
Eso lo escribió Jean Paul Sartre al principio de su libro La imaginación. Una cosa es la hoja, dice Sartre, y otra mi consciencia de la hoja o, más bien, la hoja es una cosa mientras mi consciencia, explica, no: “en ningún caso mi consciencia podría ser una cosa, porque su modo de ser en sí es precisamente un ser para sí.” Puedo voltear la cabeza, mirar en otra dirección, dejo de ver la hoja que “deja de estar presente” o, aclaremos, deja de estar presente para mi consciencia, pero no desapareció, sé que está ahí (o al menos espero que si vuelvo la mirada a donde sé que la dejé, ahí estará de nuevo). Puedo también imaginar la hoja. Al imaginarla, dice Sartre, hay una identidad de esencia —sé que imagino esa hoja, con su individualidad y su estructura— pero no de existencia: sé que la hoja que imagino está en la mesa: “no existe de hecho, existe en imagen.” Al final de su libro, Sartre afirma que la imagen no es una cosa —como la hoja sobre la mesa— sino un acto: “cierto tipo de consciencia.”
El filósofo inglés Roger Scruton —que nació el 27 de febrero de 1944— publicó en 1979 el libro La estética de la arquitectura. Ahí, Scruton se pregunta por lo que es la arquitectura —su esencia. Descarta que sea la función, pues según él “no hay forma posible de utilizar la idea de función para arrojar luz sobre la naturaleza de la arquitectura, pues sólo podemos entender la función si sabemos qué es la arquitectura.” Tampoco es el espacio, que entiende, casi como en una caricatura, como el puro vacío contenido entre los muros de un edificio y que, entonces, no se puede distinguir sin prestar atención al contenedor —un vacío de ocho por seis metros y tres de altura sería igual si los muros son de concreto o de mármol, lisos o con molduras. Y tampoco consiste en la voluntad expresiva del autor. Para Scruton, lo esencial de la arquitectura es la propia experiencia de ella, que exige “una aprehensión intelectual del objeto.” Nuestra experiencia de un edificio, dice, “tiene un carácter intrínsecamente interpretado y la «interpretación» es inseparable de la apariencia del edificio.” La experiencia de la arquitectura, piensa Scruton, es imaginativa, y la arquitectura, entonces, una imagen. “Una imagen no es un objeto de atención” —una cosa, como también dice Sartre— “sino más bien una forma de atención a otras cosas” —un acto—; no es “una cosa con propiedades que se puedan descubrir cuanto una forma de considerar las propiedades de su objeto.”
Veo un muro. Advierto su forma, su color, su posición. Esas cualidades distintas se presentan a mi mirada como existencias susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mi, no son yo. Puedo avanzar, traspasar el umbral de una puerta perforada en el muro y entrar. Adentro puedo imaginar el muro que vi desde fuera, imaginar su relación con el interior, imaginar su espesor por lo que veo desde la ventana o imaginar esa misma ventana, desde fuera, como saliente del plano de la fachada. La imagen que me hago del edificio no es una cosa sino una manera de considerar sus propiedades. Imagino una ventana como una ausencia de muro o la cortina como un muro flexible. Que la arquitectura sea una imagen, entonces, no implica que sea una representación plana: un dibujo o una fotografía, sino un acto específico de la consciencia, lo que hace posible que la experiencia de la arquitectura pueda alterarse mediante una descripción o un nuevo conocimiento.
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