26.2.17

volúmenes


Ya se sabe que al gran público no le gusta el arte contemporáneo, dice Michel Houellebecq —que nació el 26 de febrero de 1956 en la isla de La Reunión— en un artículo publicado en 1977 con el título Aproximaciones al desarraigo. Houellebecq dice que esa “afirmación trivial” abarca dos actitudes opuestas. Ante pintura o escultura contemporánea, la gente se detiene, irónicos o burlones, y sonríe o ríe de lleno. En cambio, dice, ante la arquitectura contemporánea “tendrá muchas menos ganas de reírse.” Esa arquitectura angustia más que divertir. Esa arquitectura llega a su máximo nivel, continúa, cuando desaparece y se vuelve transparente: “la trivialidad en general transparente del paisaje urbano,” escribirá después en su novela El mapa y el territorio. La arquitectura contemporánea, pues, o molesta o pasa desapercibida, pero no divierte; son modestos, imperceptibles volúmenes bajo la luz del sol.

Otro lugar común que al final no dice nada de tan obvio que resulta, es el que afirma que la arquitectura es la más pública de las artes, que nos rodea inevitablemente, que siempre estamos expuestos a ella. Primero habría que preguntarse si todo lo construido a nuestro alrededor es arquitectura —una de las preguntas iniciales de cualquier teoría arquitectónica— y si toda la arquitectura es arte —segunda pregunta inevitable. Luego, si el mero hecho de que el edificio esté ahí, frente a nosotros, hace pública a la arquitectura. Sobre qué es el arte, Xavier Rubert de Ventós escribió que hoy la pregunta correcta no es qué es el arte sino, más bien, cuándo algo es arte, cuándo, digamos, un mingitorio o una caja de cartón son obras de arte. De la arquitectura se podría responder de la misma manera: hoy ya no importa decidir si un cobertizo para bicicletas es mera construcción o también es arquitectura, con el mismo derecho que la catedral de Lincoln. 

Decir que la arquitectura está ahí siempre para nosotros, como un juego magnífico y sabio de volúmenes bajo la luz del sol, ¿es como decir que estar rodeados de volúmenes impresos y encuadernados es una experiencia literaria? Es más probable que, en principio, entrar a una biblioteca sea más una experiencia espacial y, por tanto, potencialmente arquitectónica, antes que literaria. La filósofa francesa Sylviane Agacinski escribió su libro Volumen, filosofías y políticas de la arquitectura, que la arquitectura es un volumen como el libro es un volumen en el sentido antiguo: un rollo que para leerlo hay que desplegarlo. “El movimiento de despliegue que implica la palabra ‘volumen’ –escribe– sugiere la comparación entre la espacialidad del libro y el espaciamiento del texto que hay que desenrollar, recorrer, permitir que se desenvuelva poco a poco en el espacio-tiempo de la lectura (como de la escritura) y los volúmenes arquitectónicos que, ellos también, no se aprehenden que en el tiempo del recorrido, recorrido de las miradas y de los cuerpos, que no se pueden contener ni apresar de un vistazo y que, necesariamente, hay que leer, atravesar, pasar de uno a otro”.La arquitectura, pues, se entrega en ese despliegue de los volúmenes que implica una atención mantenida a lo largo de un recorrido físico e intelectual: el parcours architectural.

Más allá de los tratados donde la arquitectura se organiza y regula mediante el texto y la imagen o de la manera como se comunica también gracias a textos e imágenes impresos, rebasando la aparentemente inevitable atadura a un sitio, habría que pensar esa relación del libro y la arquitectura como volúmenes que, si no se despliegan, si no se abren a la lectura –lo que supone ponerlos en relación al tiempo– simplemente no tienen lugar. Al libro hay que leerlo, ¿y a la arquitectura? Una respuesta acaso demasiado evidente dirá que la arquitectura se habita, se vive, dirán otros aún más románticos. Unos más dirán que se recorre, como recorres las páginas de un libro. Tal vez se reconstruya imaginariamente. Es la apuesta del también filósofo inglés Roger Scruton: la experiencia de la arquitectura es imaginaria. Con la arquitectura, como con un libro –o tal vez, con cualquier tipo de experiencia que se entrega a su tiempo– nuestra tarea consiste en eso: reunir mediante un ejercicio de la imaginación los distintos datos, las distintas secuencias, las diferentes historias que se van entretejiendo en el edificio, o en el libro.


Pero qué pasa si la arquitectura ya no dice o expresa nada mediante un despliegue espacial y sensorial. Cuando Victor Hugo —que nació el 26 de febrero de 1802— hizo decir al archidiácono medieval en Nuestra Señora de París que la arquitectura había muerto a manos del libro, porque es más ligero y a la vez más perdurable, descalificó a toda la arquitectura que siguió al gótico como meros volúmenes geométricos, pura composición incapaz ya de decir nada y por tanto, tal vez, de leerse. Esa arquitectura ya no habla —ni canta, pese a lo que quisieran Boullée y compañía o, más tarde, Valery. Esa arquitectura opera: “toda la arquitectura contemporánea —dice Houellebecq— debe ser considerada como un enorme dispositivo de aceleración y de racionalización de los desplazamientos humanos” o “un dispositivo de aumento de la producción.”

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