24.3.19

Rosa Luxemburgo


La idea de un monumento moderno es una verdadera contradicción en los términos. Si es un monumento, no es moderno, y si es moderno, no puede ser un monumento.
Lewis Mumford, The Culture of Cities

En 1910 Mies van der Rohe conoció en Berlín a Hugo Perls, abogado y coleccionista de arte. En su biografía crítica de Mies, Franz Schulze y Edward Windhorst dicen que se conocieron durante una velada de aquellas en las que los Perls solían convocar a intelectuales y artistas del momento. Mies, que todavía no se llamaba así, ya había construido obra propia pero aun trabajaba para Behrens y buscaba acercarse a “personas de gusto y con influencia” que pudieran convertirse en clientes. Mies, que entonces tenía 24 años, causó buena impresión en Perls, veinte años mayor que él, quien escribió sobre su encuentro que (Mies) “no habló mucho pero lo poco que dijo causaron una profunda impresión en mí. En la construcción, parece que ha empezado algo así como una nueva era.” Y añadió que Mies “no hubiera tenido nada que ver con las formas tradicionales, aunque eso no le impedía apreciarlas en la arquitectura del pasado,” culpándose de algún modo de las concesiones hechas por el joven arquitecto.

En el volumen que dedicó a la obra de Mies, Detlef Mertins escribió que fue Perls quien animó a su arquitecto a profundizar en el estudio de la obra de Karl Friedrich Schinkel y que, a partir de ese estudio, “Mies produjo una casa entre 1911 y 1912 que era, al mismo tiempo un bloque simple, consistente al interior pero de carácter neoclásico.” Los Perls vendieron la casa a Eduard Fuchs, historiador y también coleccionista, dieciséis años mayor que Mies. De la casa Perls/Fuchs, Grete Löw-Beer, que estudiaba economía en Viena antes de casarse con el industrial Hans Weiss en 1922 y mudarse a Alemania, escribió:

“Visitaba con regularidad la casa que Mies van der Rohe construyó para el marchante de arte Perls, en la época en que la habitaba el historiador Eduard Fuchs. La casa estaba construida de una manera convencional, pero, gracias a un trío de puertas de vidrio la zona de estar se abría al jardín. También tenía una clara división de los distintos espacios para estar y habitar.”

El matrimonio de Grete con Weiss sólo duró seis años. Después, Grete se casó con Fritz Tugendhat y se mudaron a Brno, en la actual república Checa. Se dice que fue Fuchs quien puso a los Tugendhat en contacto con Mies para que diseñara su famosa villa. Volviendo a Fuchs, quien hizo el primer archivo de la historia de la caricatura, seguramente no se puede decir nada mejor del personaje que lo que escribió Walter Benjamin, en 1937, en el número 6 de la Zeitschrift für Sozialforschung, revista del Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt: Fuchs fue el pionero de la consideración materialista del arte. Benjamin agrega:

“El materialista histórico tiene que abandonar el elemento épico de la historia. Esta será para él objeto de una construcción cuyo lugar está constituido no por el tiempo vacío, sino por una determinada época, una vida determinada, una determinada obra. Hace que la época salte fuera del a continuidad histórica cosificada, que la vida salte fuera de la época, la obra de la obra de una vida. Y sin embargo el alcance de dicha construcción consiste en que en la obra queda conservada y absorbida la obra de una vida, en ésta la época y en la época el decurso histórico.”

Benjamin agrega que “el historicismo expone la imagen eterna del pasado, mientras que el materialismo, en cambio, una experiencia única con él.” Es curioso contrastar lo que Benjamin escribe de Fuchs con lo que cuenta Mies que sucedió una noche, cenando en casa del historiador y coleccionista. Tras hablar del anexo que deseaba Mies diseñara, Fuchs les mostró “una fotografía de una maqueta para un monumento a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fundadores en 1916 de la Spartakusbund, grupo revolucionario marxista.” Según citan Schulze y Windhorst, Fuchs le mostró a Mies los dibujos de un elaborado monumento neoclásico que incluiría medallones con los rostros de Liebknecht y Luxemburgo esculpidos por Rodin:

«“Al verlos, empecé a reírme —sigue Mies— y le dije a Fuchs que eso estaría bien para el monumento de un banquero.” A Fuchs no le causó gracia, pero llamó por teléfono a Mies al día siguiente preguntándole qué propondría él. Mies le dijo: “no tengo idea, pero como la mayoría de estas personas fueron fusiladas frente a un muro, un muro de ladrillo sería lo que yo construiría.”»

Rosa Luxemburgo no murió fusilada frente a un muro. Luxemburgo y Liebknecht nacieron en 1871. Su activismo político por separado los llevó, al encontrarse, a fundar en 1914 Die Internationale, que en 1916 se convertiría en la Spartakusbund, un movimiento no solo de izquierda sino pacifista, opuesto a la guerra y que buscaba impulsar una huelga general de trabajadores en Alemania para frenar la Primera Guerra. Fueron encarcelados ese mismo año y liberados hasta noviembre de 1918. Entre el 5 de enero de 1919 estalló una huelga general en Berlín que duró hasta el día 12. La noche del 15 de enero, Luxemburgo y Liebknecht fueron arrestados de nuevo y llvados al Hotel Eden, donde fueron interrogados y torturados. Al sacarlos para llevarlos a otra parte, un soldado le rompió el cráneo a Rosa Luxemburgo con la culata de su rifle. La subieron a un auto y ahí le dieron el último tiro, a quemarropa. Le ataron piedras al cuerpo y lo tiraron a un canal. A Liebknecht lo hicieron también bajar del auto y le dispararon por la espalda. Luego dijeron que había intentado huir. En una reseña a la biografía de Rosa Luxemburgo que J.P. Nettl publicó en 1966, Hannah Arendt dice que el asesinato de Rosa Luxemburgo marcó una línea divisoria entre dos épocas de Alemania. Arendt también dice que “lo que más importaba desde su punto de vista era la realidad, con todos sus aspectos maravillosos y aterradores, incluso más que la revolución misma” y que “su heterodoxia era inocente, no polémica.”

Pocos días después de que Mies le contó a Fuchs su idea del muro de ladrillo, le presentó los primeros bocetos. “Lo que Mies le mostró a Fuchs y finalmente lo que se construyó en el cementerio Friedrichsfelde en Berlín —escriben Schulze y Windhorst— fue lo que prometió: un muro de ladrillo o, más exactamente, un ensamblaje rectilíneo de ladrillo, de seis metros de alto, doce de largo y cuatro de ancho. Consistía en una serie de prismas horizontales acomodados en capas, cada uno como un enorme ladrillo romano en una desmesurada sección de un muro.” Los ladrillos habían sido recuperados por obreros comunistas de edificios demolidos, dándole al monumento un color y una textura particulares. El monumento, cuya construcción se financió con la venta de postales con el boceto de Mies, fue inaugurado el 13 de junio de 1926.

Mertins lo describe como “sólido, monolítico, extrañamente ligero (usa la palabra buoyant, que también tiene el sentido de esperanzador u optimista) y edificante. Combinaba evocaciones del trabajo con la tierra y de asambleas masivas con las marcas de la violencia de la destrucción de otros muros. Demostraba la posibilidad de sobrevivir al trauma y renacer en una nueva forma. Aquí —dice—, la materia en bruto de un acontecimiento brutal es trabajada de nuevo para evocar el espíritu humano, la dignidad y el sentido de libertad.” La solidez, la condición monolítica y la extraña ligereza que señala Mertins no son sólo adjetivos acaso contradictorios aplicados a una construcción sino parte misma de su lógica. En un texto titulado Las cortinas de Mies, José Pizarro y Óscar Rueda escriben que “si observamos un detalle de la foto original del monumento podemos observar lo siguiente: unos paños de ladrillo en una disposición atectónica, en voladizos inverosímiles si no fuese por el armazón estructural interior que los sustenta.” El grueso del monumento no son los ladrillos, que no son sino otro miesiano muro-cortina que reviste una estructura que se nos oculta. Por su parte, Michael Chapman, en su ensayo “Against the Wall: Ideology and Form in Mies van der Rohe’s Monument to Rosa Luxemburg and Karl Liebknecht,” también apunta a otras contradicciones de la propuesta de Mies, cuya arquitectura, dice, “no fue típicamente revolucionaria.” Además de la “paradoja entre solidez y movimiento,” Chapman señala la relación entre forma y simbolismo en el pensamiento y el trabajo de Mies en los años veinte del siglo pasado, yendo más allá de las recurrentes referencias al clasicismo de Schinkel y subrayando, por ejemplo, el uso de “ladrillos proletarios” en residencias burguesas a lo que este monumento sería una respuesta crítica —auto-crítica. Chapman también cuestiona las relaciones que ese proyecto abre con las vanguardias arquitectónicas y artísticas de su momento. Para Chapman, el monumento de Mies prefigura a la arquitectura no como “un dispositivo de control” sino como “un escenario para la acción política, operando como una invitación para la vida pública y política.” Eso parece alejado de la imagen de Mies como un arquitecto apolítico —eufemismo para designar cierto conservadurismo u oportunismo políticos. Pero habría que leer al Mies de aquella época. 

En el manuscrito para una conferencia fechado el 17 de marzo de 1926 —el mismo año en que se inauguró el monumento—, Mies escribió que “la estructura de nuestra época es esencialmente diferente a la de cualquier época anterior. Difiere de ellas, tanto en sus condiciones espirituales como materiales,” agregando que “nunca se extraen las consecuencias arquitectónicas de este cambio de vida.” Luego escribió:

“Sin embargo, sí nos ha de sorprender la completa falta de sentido histórico, que está ligada a este amor por las cosas históricas. Se ignora el verdadero contexto, tanto respecto a lo nuevo, como a lo antiguo. Todo lo que se realizó hasta ahora estaba estrechamente vinculado con la vida, a partir de la que crecía; y un cambio de las circunstancias supone siembre un cambio en la vida.”

Unas líneas más adelante, Mies escribió que resultaba evidentemente “una equivocación suponer que a una transformación económica de la sociedad le sigue automáticamente un cambio de ideología. La transformación ideológica de una sociedad a menudo tiene lugar mucho más tarde y a una velocidad interminablemente más lenta que la transformación de sus cimientos. La envoltura de la forma exterior de las cosas, la cristalización de un proceso vital, también sigue perdurando y continua ejerciendo su influencia durante mucho tiempo, incluso después de que se haya disuelto su núcleo.” ¿Se pueden leer estas afirmaciones de Mies en la misma clave en la que Benjamin interpretó el materialismo histórico de Fuchs? ¿Qué más dice el muro-cortina de ladrillo, falso pues, que sirvió de monumento a los mártires que no fueron fusilados frente a un muro?


El monumento a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fue destruido por los nazis en enero de 1935. Dos años antes habían cerrado la escuela de la Bauhaus, de la que Mies era director desde 1930. En 1937, Mies emigró a los Estados Unidos, donde siguió usando muros-cortina pero ahora de vidrio y no para monumentos, o al menos no para mártires comunistas.

Del buen uso de las banquetas


El 4 de octubre de 1993 el gobierno de la ciudad de Seattle dictó una ordenanza para asegurar que las aceras se mantuvieran libres para caminar en la que se prohibía, dentro de ciertas áreas comerciales, sentarse o recostarse sobre una banqueta pública entre las 7 de la mañana y las 9 de la noche. Sólo se permitiría excepcionalmente en el caso de una emergencia médica, de requerir usar silla de ruedas, de tener permiso para un establecimiento comercial, de participar en un desfile, un festival o una manifestación, o de sentarse en una banca existente, pública o privada. El reglamento fue impugnado al poco tiempo por asociaciones de defensa de los sin techo (homeless), de los derechos humanos y por un músico callejero. Para ellos la ordenanza, en apariencia neutral y genérica, estaba dirigida, implícitamente, a aquellos cuya presencia en la calle resultaba molesta. La demanda que presentaron reclamaba que la ordenanza era una violación a la garantía de debido proceso —tras una primera advertencia, quien estuviera sentado o recostado en la banqueta recibiría una multa—, al derecho de protección igualitaria y a la primera enmienda, limitando la libertad de expresión —pues la jurisprudencia en los Estados Unidos protege la libertad de expresión no sólo mediante palabras, sean habladas o escritas, sino también la actividad no verbal suficientemente significativa. Tres años después la corte rechazó la apelación, considerando que ninguno de esos derechos era violado y, de paso, que la ordenanza no hacía sino salvaguardar el uso lógico, natural casi, de una banqueta —se afirmó que por algo se llama sidewalk y no sideseat o sidebed.

En su libro Sidewalks: conflict and negotiation over public space, Anastasia Loukaitou-Sideris y Renia Ehrenfeucht se refieren al caso de la ordenanza prohibiendo sentarse o acostarse en las banquetas en Seattle para explicar que “en el debate sobre los usos apropiados del espacio público que pueden preceder a una ordenanza, ciertos actores tienen más poder que otros y sus voces se escuchan con más fuerza.” También afirman que “el acceso a espacios públicos —como las banquetas— es también un mecanismo mediante el cual los habitantes afirman su derecho a participar en sociedad.” O, en el caso contrario, la segregación de espacios públicos, como las banquetas, es un mecanismo mediante el cual a ciertas personas se les niega o restringe su derecho a participar en sociedad. En algunas ciudades del Renacimiento, las personas de menor jerarquía debían bajarse de las banquetas para cederle el paso a las de mayor rango en caso de que éstas no circularan a media calle en un carruaje o sobre un caballo. Hasta bien entrado el siglo pasado esa costumbre se mantuvo en algunas ciudades de los Estados Unidos en las que los afroamericanos debían bajar al arroyo y quitarse al sombrero cuando pasara una persona blanca. Incluso en nuestros días, en ciudades como Jacksonville, Florida, según un estudio de la organización no gubernamental ProPublica, 55% de las multas a peatones las reciben afroamericanos, aunque sólo representan el 29% de la población de esa ciudad. Estudiando el uso de las banquetas en Las Vegas, Evelyn Blumenberg y Renia Ehrenfeucht dicen que ignorar o hacer que se cumplan de manera selectiva los reglamentos para calles y banquetas puede ser parte de la estrategia general que usan los gobiernos de algunas ciudades para contener el comportamiento desordenado concentrándolo geográficamente en ciertas zonas. Por supuesto cabe preguntarse qué se considera como comportamiento desordenado.

En tanto espacio público, la banqueta se imagina como incluyente y plural pero opera como el espacio ideal donde el orden público se manifiesta. O, más que espacio ideal: ideológico. En su conocido ensayo “El espacio público como ideología,” Manuel Delgado explica cómo la idea de espacio público deriva de la noción ilustrada de un consenso democrático, “de acuerdo con el ideal de una sociedad culta formada por personas privadas iguales y libres que, siguiendo el modelo del burgués librepensador, establecen entre sí un concierto racional, en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio en orden a un control pragmático de la verdad.” Ese espacio es por tanto, explica, normativo, “conformado y determinado por ese «deber ser» en torno al cual se articulan todo tipo de prácticas sociales y políticas, que exigen de ese marco que se convierta en lo que se supone que es.” Concebido de esa manera, el espacio público no deja lugar ni a la diferencia y ni a la alteridad, y busca evitar alteraciones que perturben el deber ser del ciudadano ideal. Así, al parecer hay actos poco o nada civiles, demostraciones de poca o nula urbanidad como sentarse o tirarse en la banqueta o, también, correr, jugar, protestar y festejar, comprar o, peor, vender sin disponer de algún local que abra a la banqueta. Sea por costumbre o cuando ésta se vuelve reglamento o ley, el espacio público se ordena y sus usos se normalizan. Citando de nuevo a Delgado, “se dramatiza la ilusión ciudadanista, que funcionaría como un mecanismo a través del cual la clase dominante consigue que no aparezcan como evidentes las contradicciones que lo sostienen, al tiempo que obtiene también la aprobación de la clase dominada al valerse de un instrumento —el sistema político— capaz de convencer a los dominados de su neutralidad.”

Podemos ver cómo opera esa apariencia de neutralidad de estrategias de dominio y exclusión en la banqueta en el discurso mismo que se supone la defiende y enaltece: el del respeto al peatón. El peatón es a fin de cuentas una figura normalizada y controlada del ocupante de la calle. Si desde el siglo XVI y con mucha mayor fuerza con la aparición del automóvil la calle se dividió en dos campos, el mayor para la circulación de vehículos, idealmente ininterrumpida, y el residual para las personas de a pie, ya en el siglo XX el espacio de la banqueta se destinó cada vez más para un tipo de actividad específica, el de quienes usan su propio cuerpo como medio de transporte: los peatones. En su libro Rights of passage, sidewalks and the regulation of public flow, Nicholas Blomley define esa concepción de la banqueta y sus usuarios ideales como pedestrianismo. El pedestrianismo, dice, “deriva del humanismo cívico en tres puntos. Primero, está menos interesado en las dimensiones directamente éticas o políticas del espacio público que en preocupaciones más funcionales, principalmente el flujo, la distribución y la circulación, presentándose en apariencia como apolítico.” En segundo lugar, “el pedestrianismo es no-humanista en tanto no toma a la persona como su foco principal, sino que se interesa en los cuerpos y las cosas y sus interrelaciones.” Tercero, “si la banqueta es pública, es entendiéndola como de propiedad pública, en donde el estado actúa como gestor, buscando el bienestar colectivo y el bien público.” Esto último podría parecer no sólo aceptable sino beneficioso, pero si, como apunta Delgado, la ideología del espacio público presupone un sujeto idéntico y abstracto, lo hace excluyendo cualquier demostración de diferencia y alteridad e imponiendo dicho modelo dominante.. Es por eso que Blomley dice que el pedestrianismo es un medio gracias al cual la banqueta puede ser “purificada” y “despolitizada.”


En nuestros días, cuando se piensa en el buen uso de las banquetas es desde esas lógicas de exclusión y dominio donde sólo un usuario normalizado es aceptable: el peatón. Las excepciones son también normalizadas: sentarse sólo se permite, como lo estipulaba la ordenanza de la ciudad de Seattle, si es en una terraza —esto es, bajo un acuerdo comercial— o en la parada de autobús. El espacio de las banquetas se vuelve así un campo de batalla donde los peatones exigen ser respetados y condenan muchas veces cualquier otra forma de ocupación del espacio distinta al caminar a la desaparición. Rara vez esa lógica del buen uso de las banquetas y el privilegio del peatón busca multiplicar el espacio de la acera, reduciendo y restringiendo el espacio ocupado para la circulación y el estacionamiento de automóviles. En esa banqueta ideal sólo se camina; nadie se sienta a leer un libro o se recuesta a mirar los árboles, nadie juega, nadie repara una silla rota, propia o de algún vecino. Esa banqueta ideal deberá quedar vacía de nuevo cuando el peatón pase de largo.

utzon


30.6.17

La nueva crisis urbana


“En 1800, sólo una ciudad en el mundo tenía más de 1 millón de habitantes: Pekín. Para 1900, eran 12. En 1950, 83 y en el 2005 400. Hoy hay más de 500 ciudades con más de un millón de habitantes en el mundo. En 1950 sólo dos megaciudades rebasaban los 10 millones: Nueva York y Tokio. Hoy 28 ciudades cuentan con más de 10 millones de habitantes y para el 2030 serán más de 40. Para el 2150, de acuerdo con algunas proyecciones creíbles, el mundo tendrá tal vez diez megaciudades con poblaciones entre los 50 y los 100 millones de habitantes y cinco más que rebasarán esa cantidad.”
Esos son sólo algunos de los datos que incluye Richard Florida en su nuevo libro The New Urban Crisis. Esas cifras confirman la tendencia de que cada vez más humanos habitemos en condiciones urbanas. La revolución urbana venció y podemos declarar el triunfo de las ciudades. ¿Cuál es, entonces, la nueva crisis que anuncia el título del libro de Florida? El subtítulo en la portada lo explica resumidamente: de cómo nuestras ciudades aumentan la desigualdad, ahondan la segregación y le están fallando a la clase media —y qué podemos hacer al respecto.

En el 2002, Florida publicó The Rise of the Creative Class. Ahí apuntaba a la creatividad como una profunda fuerza bajo los cambios de la sociedad contemporánea y al surgimiento de la clase creativa como motor de esas mismas transformaciones. Esa clase se compone, según Florida, por científicos, ingenieros, arquitectos o diseñadores, escritores, artistas, músicos y “aquellos cuya función económica es crear nuevas ideas, nuevas tecnologías y nuevo contenido creativo.” Personas “cuyo trabajo implica no sólo resolver problemas sino plantear problemas.” En la primera edición del libro dice que entonces representaban un 30 por ciento de la fuerza de trabajo de los Estados Unidos —38 millones de trabajadores. La clase creativa, afirmaba Florida, “es también la fuerza clave que está transformando nuestra geografía, encabezando el movimiento de regreso a los centros urbanos y a suburbios cercanos y caminables.” Esta clase tiende a agruparse en lugares —fundamentalmente centros urbanos o suburbios cercanos a sus sitios de trabajo— en los que se ofrecen reunidas tres condiciones que a su vez le sirven a Florida de parámetros para medir su potencial para atraer a dicha clase: tecnología, talento y tolerancia. A esas condiciones suma una cuarta: los activos territoriales, que definen la calidad de un lugar en relación a lo que hay ahí, quienes viven ahí y lo que pasa ahí. Muchas ciudades buscaron transformar y enriquecer esos activos territoriales y así conseguir que siguieran las otras T, atrayendo a la clase creativa y el crecimiento económico que la acompaña. Pero ya en la edición revisada de su libro, Florida apuntaba también que “el surgimiento de un nuevo orden social y económico es una espada de dos filos. Libera energías increíbles que señalan el camino a nuevas rutas para crecimiento sin precedentes y prosperidad, pero también es causa de tremendas privaciones y desigualdad.”

En su nuevo libro, Florida confiesa haberse dado cuenta de que fue “excesivamente optimista.” De que se ha generado “un nuevo tipo de homogeneización de gente adinerada” y que las principales ciudades creativas de los Estados Unidos también eran “epicentros de desigualdad económica” donde se daba un fuerte descenso de la clase media. Florida inicia describiendo cinco dimensiones de esta nueva crisis urbana: primero, la separación cada vez mayor entre las que llama ciudades super-estrella y el resto (dice que sólo seis áreas metropolitanas del mundo, atraen casi la mitad de la inversión en alta tecnología en el mundo y que todas esas ciudades están en los Estados Unidos, excepto Londres); segundo, en esas super-ciudades se da también una super desigualdad entre sus habitantes; tercero, en general en todas las ciudades ha desaparecido la clase media; cuarto, la pobreza, la inseguridad y el crimen han tomado los suburbios y, finalmente, en el mundo subdesarrollado se dan formas de urbanización que no conllevan desarrollo y crecimiento económicos, al contrario. En los capítulos del libro, Florida va analizando algunas de las razones, siempre complejas, de esta crisis urbana: un urbanismo en el que el ganador siempre gana todo, el surgimiento de ciudades para élites, la gentrificación y la desigualdad. En muchos casos resulta claro que era difícil prever todos los efectos de las distintas interacciones entre los diversos factores implicados en el desarrollo urbano de comunidades creativas, desarrollo que ya había calificado Florida en su libro anterior como “un proceso orgánico que no puede dirigirse de manera vertical desde arriba.” En el caso de la gentrificación, por ejemplo, hoy parece evidente que buenas intenciones como el regreso a centros urbanos y la reactivación de la vida de la calle y el comercio local, pueden tener efectos totalmente adversos, como la exclusión de quienes ya habitaban en cierta zona y deben mudarse a lugares que les resulten asequibles, y en un mediano plazo la desaparición de muchas de las características que fueron causa o motivo del proceso de gentrificación. Florida explica también que, con todo y estos efectos, la gentrificación no es el mayor problema de las ciudades hoy, sino que lo es la pobreza en aumento en grandes zonas donde la posibilidad de movilidad socioeconómica se reduce prácticamente a cero. La desigualdad es, pues, un problema aun mayor que la gentrificación. En Nueva York, por ejemplo, pese al éxito que supone la reinvención de esa ciudad tras la grave crisis económica y social que sufrió en los años setenta, la desigualdad en ingresos tiene un índice de 0.54 —donde cero implica que no hay desigualdad y 1 es el máximo. Ese índice es exactamente el mismo que en Suazilandia; no que los pobres neoyorquinos lo sean tanto como los de Suazilandia, sino que la distancia entre pobres y ricos es equivalente.

¿Hay salida a esta crisis urbana? El último capítulo del libro de Florida se llama urbanismo para todos y propone siete pilares del mismo. Primero, hacer que la concentración urbana funcione para todos: “las economías urbanas son impulsadas no por una densidad residencial extrema y torres enormes sino por desarrollos de altura media y usos mixtos que promuevan la mezcla y la interacción.” Segundo, la inversión en infraestructura que favorezca las concentraciones urbanas, sobre todo para la movilidad: “es tiempo, dice, de emparejar el terreno para el transporte masivo reduciendo el subsidio que le damos al automóvil en forma de calles y autopistas.” Tercero, construir vivienda asequible, principalmente para la renta, en respuesta a la menor capacidad económica pero a la mayor necesidad de mudarse de las clases medias y bajas. Pero lo anterior no funciona sin el cuarto punto: transformar los trabajos con salarios bajos en empleos de clase media: “construir una nueva clase media implicaría que todos deberíamos pagar más por los servicios”. El quinto pilar da un paso aun más allá y propone luchar contra la pobreza invirtiendo en la gente y los lugares. Florida habla de educación pública de calidad pero también de la posibilidad de un salario mínimo universal. En sexto lugar, un esfuerzo global para construir ciudades prósperas. Y, finalmente, buscar el fortalecimiento de las ciudades y las comunidades.

Al final, las siete propuestas de Florida para un urbanismo para todos dejan pensando si no se revelarán pronto, cual la confianza en la fuerza transformadora de la clase creativa, como demasiado optimistas. Y no por las siete propuestas en sí, sino por la posibilidad de implementaras todas en un plazo razonable sin que medie un cambio radical en los modelos políticos y económicas dominantes. La creciente automatización de los trabajos más rutinarios y la generación de empleos precarios para la clase media, por ejemplo,  son, sin una medida radical como el salario mínimo universal, grandes obstáculos para la disminución de la desigualdad en las ciudades. El inmenso poder que grandes corporaciones trasnacionales y el capital financiero global tienen sobre decisiones de política local y la falta de nuevos y efectivos modelos de participación ciudadana en esas decisiones también puede resultar un estorbo para esos cambios. Y, finalmente, la lógica de extracción sin fin de recursos naturales seguirá teniendo graves efectos negativos en las ciudades y, sobre todo, en la otra cara, oscura y olvidada, de la moneda: el mundo rural, y en eso la relación entre ciudad, comunidad y región se vuelve aun más compleja.

Lo cierto es que, de no darse ningún cambio, la visión que anticipa ciudades en las que los pocos cada vez más ricos se aíslen del resto y los muchos cada vez más pobres se encuentren atrapados en condiciones que no les permitan salida alguna, será más realista que pesimista.

25.6.17

el hombre que vio demasiado


El domingo 20 de abril de 1979 Enrique Metinides tomó una de sus fotografías más conocidas entre las más de millón 700 mil que hizo —tres mil al mes por 49 años, dice el mismo Metinides. Ese día, en la esquina de avenida Chapultepec y Monterrey, un datsun blanco atropelló a Adela Legarreta Rivas, una periodista que en la tarde presentaría un libro que acababa de publicar. Legarreta murió al instante. Su cuerpo quedó prensado entre dos postes. Los ojos abiertos. La mirada dirigida al cielo.

Jaralambos Enrique Metinides Tsironides nació en la Ciudad de México el 12 de febrero de 1934, hijo de inmigrantes griegos. Su padre le regaló su primera cámara a los ocho o nueve años y desde entonces empezó a tomar fotografías de automóviles accidentados y de escenas de crímenes en la pantalla del cine Roxy, que administraba su hermana. A los doce publicó su primera foto y al año siguiente ya era asistente del fotógrafo de nota roja del periódico La Prensa, donde seguiría trabajando por casi cincuenta años. El trabajo y la vida de Metinides son el tema del documental El hombre que vio demasiado, escrito y dirigido por Trisha Ziff, quien antes dirigió también el documental La maleta mexicana, que cuenta el hallazgo en México de más de 4,500 negativos tomados durante la Guerra Civil española por varios fotógrafos, incluyendo a Robert Capa.

La película presenta a Matinides como un coleccionista obsesivo: de imágenes, no sólo propias sino ajenas, pues en más de 700 álbumes archiva las fotografías que recorta cada día de los periódicos que compra y que clasifica por tema: terrorismo en España, guerra Israel-Palestina, Iraq. Pero también colecciona figuritas de ranas —por un amuleto de la suerte que carga consigo desde niño, además de estampas de la Virgen de Guadalupe y varios santos en su cartera— y carros de bomberos y ambulancias de juguete con los que a veces recrea, frente a impresiones de sus fotos, algunas escenas de accidentes. El hombre que empezó de niño a tomar fotos de accidentes casi como un juego, juega de viejo a recrear accidentes como un niño. Es muy fácil, pero no por eso necesariamente errado, deducir de esas escenas de donde viene cierta inocencia en la mirada de Matinides. Inocencia no es ingenuidad. En el trabajo de Matinides hay una claridad total de los efectos que persigue y cómo lograrlos. Quizás más un pragmatismo que una poética, pero efectivo al fin.

En su libro El peso de la representación, John Tagg cita el trabajo de S.G.Ehrlich Photographic Evidence, the Preparation and Use of Photography in Civil and Criminal Cases, publicado en 1961. Hablando de fotógrafos forenses, Ehrlich dice que deberán “mostrar el tema representado de modo neutro y directo” y que debían ser advertidos “contra la presentación de efectos dramáticos: todo drama en la imagen debe emanar únicamente de su propio tema y no de técnicas fotográficas afectadas.” Aunque Metinides no es un fotógrafo forense sino de prensa, la descripción queda bien a su trabajo. Tagg también cita a Harold Pountney, quien en su libro Police Photography, de 1971, dice que una fotografía de un crimen “debe incluir todo lo perteneciente a su tema y todo lo relevante para su finalidad,” algo que Metinides también menciona como una regla no escrita en su forma de trabajar. Pountney también recomienda “siempre que sea posible, realizar las fotografías desde el nivel del ojo.” Ahí Metinides piensa distinto. Se aleja y toma distancia, haciendo la foto a veces desde alguna azotea para incluir no sólo el conjunto entero, cuando se trata de un accidente, sino a los espectadores, quienes en su mayoría no ven los restos materiales o humanos sino hacia el objetivo, es decir: hacia afuera, donde su mirada encuentra la nuestra, como si así nos hicieran sus cómplices en ese acto morboso de hacer del sufrimiento ajeno un espectáculo. Mientras, Metinides desaparece de escena, y al dejarnos frente a frente a los curiosos de ambos lados de la lente parece decirnos: esto es lo que querían ver, ¿verdad? Con todo, la distancia entre Metinides y lo que fotografía no es absoluta. En el documental dirigido por Christian Frei War Photographer, James Nachtway se pregunta sobre esos momentos en los que el fotógrafo debe intervenir en lo que sucede más allá de registrando imágenes. Metinides, por su parte, cuenta cómo varias veces, tras tomar unas cuantas fotos, dejó la cámara al lado para socorrer a los heridos o, simplemente, llorar por lo que había pasado.

22.3.17


En 1935 Dolores del Río protagonizó una película dirigida por Lloyd Bacon y con coreografías de Busby Berkeley —la misma pareja que realizó la famosa 42nd Street. La trama sucede en México, en el casino Agua Caliente, en donde Larry MacArthur —editor de una revista— se enamora de la bailarina Rita Gómez, interpretada por Dolores del Río.

El casino de Agua Caliente se inauguró en Tijuana en 1928. Eran los años de la prohibición en los Estados Unidos y en California tampoco estaban permitidos ni el juego ni las carreras de caballos. Wirt Bowman, que había sido operador de telégrafos del Southern Pacific Railway entre 1894 y 1902, antes de dedicarse a la política y convertirse en alcalde de Nogales, Arizona, en 1918, era propietario del Foreign Club, que se inauguró en 1924 también en Tijuana. Bowman se asoció con James Crofton, Baron Long y, según algunos, con el futuro presidente de México Abelardo L. Rodriguez —quien entonces era Gobernador General del Territorio de Baja Californa—, para construir el Hotel y Casino Agua Caliente que, con una inversión de más de 10 millones de dólares, atraería a celebridades de Hollywood como Charlie Chaplin, Al Jonson y Buster Keaton, y a otro tipo de famosos como Al Capone.

En Baja California: ritos y mitos cinematográficos, Gabriel Trujillo Muñoz cuenta que en el auténtico Agua Caliente también bailaba, como en la película, otra Rita: Margarita Cansino, nacida en Nueva York en 1918, hija de inmigrantes españoles, y que alcanzaría la fama tiñéndose de pelirroja y cambiando su apellido de Cansino a Hayworth —el segundo esposo de Hayworth, Orson Welles, también era asiduo de Tijuana y del Agua Caliente.

El Agua Caliente era suntuoso. Además del hotel y del casino contaba con campo de golf, canchas de tenis, spa y al lado estaba el hipódromo, fundado en 1924. El Agua Caliente fue el primer proyecto diseñado por Wayne McAllister cuando sólo tenía 20 años. En su libro The Leisure Architecture of Wayne McAllister, Chris Nichols dice que Wayne McCallister nació en San Diego, California, en 1907 y que en su último año en la preparatoria le sugirieron dedicarse a la actuación o a la arquitectura. Escogió la segunda. En 1925, en una clase nocturna de dibujo, vio a lo lejos a la que sería su esposa, Corinne Fuller, decidida a ser la segunda mujer, tras Julia Morgan, en recibirse como arquitecta en los Estados Unidos. Juntos dibujaron los planos del Agua Caliente, “no sólo uno de los más opulentos hoteles en todas las Américas —dice Nichols— sino la inspiración de lo que sería Las Vegas.”

Después del Agua Caliente, McAllister diseñó varios restaurantes drive in en los Ángeles, como el Simon’s, el Robert’s o el Herbert’s y es considerado —junto con John Lautner— uno de los principales representantes y acaso el iniciador de la arquitectura googie —el estilo moderno, pop y aerodinámico de moteles, restaurantes, gasolineras y hasta aeropuertos. También fue arquitecto de muchos hoteles clásicos de Las Vegas, como el Sands, el Flamingo o el Dessert Inn. Nichols dice que McAllister era un iconoclasta y que la falta de entrenamiento formal y de ego le permitía hacer una obra flexible, capaz de aprender y reinventarse.

El Agua Caliente cerró como casino y hotel en 1935, cuando Lázaro Cárdenas prohibió el juego. El edificio fue expropiado y convertido en escuela de la Secretaría de Educación Pública hasta que en 1975 se demolió casi la totalidad del conjunto. Wayne McAllister dejó de ejercer como arquitecto en 1961 y se dedicó a otros negocios, entre ellos el cultivo de ostras y la operación de fotocopiadoras tragamonedas. Buena parte de los edificios que diseñó ya no existen. El Sands de las vegas fue demolido en 1996.


McAllister murió el 22 de marzo del año 2000 a los 93 años.

21.3.17

de skieven architek


De Skieven Architek es un restaurante en el número 50 de la Vossenplein, en el centro de Bruselas, que, según puede leerse en algún comentario en trip advisor, se ve mejor de lo que resulta la comida que ahí sirven. Skieven Architek —arquitecto chueco, por deshonesto—, es el sobrenombre que los habitantes del barrio obrero de Marollen, en Bruselas, le dieron a Joseph Poelaert, arquitecto del Palacio de Justicia de la ciudad.

Jacques Austerlitz, historiador de arquitectura, es el personaje principal de la novela Austerlitz, de W.G.Sebald. Uno de los encuentros fortuitos entre el narrador y Austerlitz tiene lugar en la escalinata del Palacio de justicia de Bruselas, “la más grande acumulación de piedras en cualquier lugar de Europa. La construcción de esta singular monstruosidad arquitectónica —continúa el narrador—, sobre la que Austerlitz planeaba escribir un estudio en aquellos años, se inició en la década de 1880, de prisa, a instancias de la burguesía de Bruselas, antes de que los detalles del grandioso esquema presentado por cierto Joseph Poelaert fueran elaborados apropiadamente, teniendo como resultado, dijo Austerlitz, una inmensa pila de más de setecientos mil metros cúbicos de pasillos y escaleras que llevan a ninguna parte, cuartos sin puertas y salones donde nadie puede entrar, espacios vacíos rodeados por muros y representando el secreto más íntimo de toda autoridad aprobada.”

Joseph Poelaert nació en Bruselas el 21 de marzo de 1817 —once años después que Benito Juárez y 70 años antes que Erich Mendelsohn. Su padre, Philip Poelaert, también había estudiado arqutiectura. Joseph fue nombrado arquitecto de la ciudad de Bruselas en 1856, a los 39 años. Sophie Duvernoy escribe que Poelaert “trabajó en los planos del Palacio durante diez años antes de que la ciudad decidiera incluso construirlo. Cuando en 1860 se lanzó un concurso internacional por decreto real, Poelaert llevaba ya casi una década encorvado sobre su mesa de dibujo, esbozando el monumental mapa de sus pensamientos.” Los planos que presentó Poelaert al consejo municipal en 1862 —continúa Duvernoy— “eran tan vagos e inciertos como el mito del edificio mismo. La escala no era clara a partir de los dibujos y el costo resultaba un completo misterio. Jules Anspach, alcalde de Bruselas en esos años, simplemente declaró: «¡Quiero que se gaste lo más posible!» Sus deseos se cumplieron: el edificio que tenía un presupuesto de 4 millones de francos terminó constando 50 —el equivalente a un año completo de obras en el reino, según Wikipedia—, vaciando las arcas de la ciudad y llevándola casi a la ruina.”


Como podría esperarse, la plaza más grande de Bruselas está frente al Palacio de Justicia y lleva el nombre del arquitecto: Poelaertplein. Poelaert murió en 1879 y alguna nota dice que está enterrado en una tumba que reproduce a escala su singular monstruosidad arquitectónica.

20.3.17

poéticamente habita el hombre


Imaginen el salón de la clase de teología en el célebre seminario de Tubinga a finales del siglo XVIII. Entre los alumnos están los futuros filósofos Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Friedrich Wilhelm Joseph Schelling y el que será poeta: Johann Christian Friedrich Hölderlin.

Hölderlin nació el 20 de marzo de 1770 y murió 73 años después de los cuales los últimos 36 fueron, según se lee en alguna nota biográfica, de pacífica locura. Su influencia, dice la misma nota, fue profunda en poetas y pensadores como Nietzsche, Rilke, Celan o Heidegger.

A unos 140 kilómetros al norte de Tubinga está Darmstadt, donde se realizaron con una periodicidad irregular entre 1950 y 1975 los Coloquios o Conversaciones de Darmstadt. En 1951 el tema del encuentro fue El hombre y el espacio. Eran los años de la reconstrucción tras que la gran guerra dejó devastadas cientos de ciudades europeas. Se reunieron, entre otros, los filósofos Martin Heidegger, su alumno Hans Georg Gadamer y su admirador, el español Jorge Ortega y Gasset. También participaron arquitectos, no sólo como público sino presentando proyectos. Hans Scharoun, por ejemplo, mostró uno para una escuela primaria y secundaria que nunca llegó a realizarse. Ortega leyó, en alemán, una ponencia titulada El hombre más allá de la técnica, que iniciaba con un elogio “al gran Heidegger, que no gusta, como los otros hombres, de detenerse sólo en las cosas, sino, sobre todo —y esto es muy peculiar de él— en las palabras.”

Tiempo después Ortega describirá aquél encuentro: “como es sabido, el coloquio versaba sobre arquitectura y acudieron casi todos los grandes arquitectos alemanes —los viejos y los jóvenes. Era conmovedor presenciar el brío, el afán, el trabajo con que aquellos hombres que viven sumergidos entre ruinas hablaban de su posible actuación. Dijeras que las ruinas han sido para ellos algo así como una inyección de hormonas que han disparado en su organismo un frenético deseo de construir. No creo que escenas de entusiasmo —individual y colectivo— como aquellas, puedan hoy presenciarse en ningún otro país de Occidente. Lo que allí vi y oí me inspiraba la intención de escribir un ensayo con este título: «La ruina como afrodisiaco”.
La conferencia de Heidegger, hoy clásica, se tituló Construir, habitar, pensar. Ahí planteó que no construimos para habitar sino porque habitamos. Paseando por las etimologías —esa atención a las palabras que elogió Ortega—, Heidegger hace de construir, bauen, y habitar, whonen, palabras derivadas de ser: somos los habitantes del mundo y porque lo habitamos lo construimos.

Heidegger explicará después esa relación entre habitar, construir y pensar en un par de ensayos a partir de versos de aquél poeta que vivió la mitad de su vida en pacífica locura: ""voll Verdienst doch der Mensch dichterisch auf dieser Erde wohnt” : pleno de méritos pero poéticamente habita el hombre en esta la tierra.