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21.4.12

el presente eterno



El tiempo parece no ser materia de la arquitectura. Ya se ha dicho que la arquitectura, estática, quieta y, además, muda, es como música congelada, y en la clasificación de las artes que hiciera Eugenio Trías en su libro Lógica del límite, la arquitectura y la música, artes a las que llama arcaicas o primordiales por ser aquellas que abren el mundo o, dicho de otro modo, la posibilidad del sentido, se dividen entre el movimiento y, por tanto, el tiempo, para la música, y el reposo, es decir, el espacio, para la arquitectura. Podríamos también decir que aunque jo hubiera tal imposibilidad de dar cuenta del tiempo, que aunque la frontera entre música y arquitectura fuera, a fin de cuentas, difusa, hay, sin embargo, una negación del tiempo, de cierta noción del tiempo, operando dentro de la arquitectura misma.
Para Georges Bataille la mera noción de proyecto –cuya lógica ideal se estructura principalmente por la arquitectura– implica la negación del tiempo o, más específicamente, del cambio y de lo imprevisible: si podemos plantear hoy cómo deberá de ser algo que se acabe en seis meses o seis años, es porque el tiempo, entendido como transformación y como devenir, ha sido descartado, puesto entre paréntesis y que de menos se supone controlado. La arquitectura pareciera así querer concebirse en un presente eterno –ese es de hecho el título de una obra en dos volúmenes escrita por Sigfried Giedion, el primero dedicado al arte y el segundo a los comienzos de la arquitectura. Y si no literalmente fuera del tiempo, la arquitectura a veces se concibe al menos en otro tiempo, uno que no cambia ni se transforma. De nuevo, en un presente eterno.
Según explica Gilles Deleuze en su libro Lógica del sentido, los estoicos distinguían dos clases de cosas: por un lado están los cuerpos, aquellos que ocupan y definen el espacio –“con sus tensiones, sus cualidades físicas, sus relaciones, sus acciones y sus pasiones”– y por otro lado los efectos incorporales que “no son cosas ni estados de cosas sino acontecimientos.” Si los cuerpos y sus cualidades físicas, sus relaciones, acciones y pasiones, se conjugan en presente, los acontecimientos, en cambio –dice Deleuze–, se conjugan en infinitivo. La casa, en tanto cuerpo, es, pero construir acontece. También acontecen habitar o pensar.
El tiempo de los estoicos –explica Deleuze–, se divide por tanto no en tres dimensiones sucesivas –el pasado, el presente y el futuro– sino en dos lecturas simultáneas del tiempo: uno, Cronos, es el puro presente –incluso en el pasado y en el futuro, concebidos como el mismo presente que ha ya pasado o que viene en camino– y otro, Aión, que es el pasado-futuro insistiendo más allá –o más acá– del presente. El presente eterno de la arquitectura, el que no cambia, el que puede proyectarse de hoy hacia el futuro o recuperarse de un pasado lejano, es cronológico, sigue la lógica de ese tiempo, Cronos, que privilegia al ser y a la presencia –aunque el presente, como también explica Deleuze en su libro sobre Bergson, no es: siempre está pasando, al contrario del pasado, que se queda.
Pensemos, por ejemplo, en Le Corbusier, quien por un lado arremete contra el eclecticismo académico de finales del siglo XIX y principios del XX –aquél que hacía convivir a la técnica más avanzada de su momento con una mezcla de estilos de cualquier otra época– mientras recupera él mismo arquitecturas del pasado presentándolas como modelos a seguir. Al recorrer las páginas de Hacia una arquitectura encontramos fotografías de edificios industriales, de aviones, autos y trasatlánticos, junto a otras del Partenón en Atenas o del Panteón en Roma. Al mismo tiempo también nos presenta propuestas de una nueva arquitectura, esa hacia la que apunta el título del libro. Si todas estas arquitecturas de épocas lejanas entre sí pueden convivir junto con la arquitectura por venir en un mismo espacio –el de las páginas del libro de Le Corbusier pero también el de la arquitectura que postula como ejemplar– es porque cada una nos viene desde la pureza de un presente jamás contaminado por otros tiempos. Pues la falta del eclecticismo no es, en el fondo, sus referencias al pasado, sino que ese pasado no se retoma como un presente puro y absoluto.
También Mies van der Rohe planteó una forma de entender el pasado –y, de paso, asumo que también el futuro– como otros presentes puntuales de una cronología que no los altera. “La arquitectura siempre es la expresión espacial de la voluntad de una época” –escribió en un texto titulado ¡Arquitectura y voluntad de época!, publicado en 1924. Una arquitectura nueva sólo puede lograrse –continúa Mies– si entendemos “que cualquier arquitectura está vinculada a su tiempo y que sólo puede manifestarse a través de tareas vivas y medios de su tiempo.” Dicho de otro modo, la arquitectura siempre está en tiempo presente. Poco más de cuarenta años después, en 1965, Mies escribe otro texto llamado La arquitectura de nuestro tiempo. Lo termina afirmando que “la verdadera arquitectura siempre es objetiva y es la expresión de la estructura interna de la época en la que ha surgido.” El acuerdo objetivo con esa estructura interna de la época es lo que garantiza que la arquitectura se presente como verdadera y auténtica.
¿Es acaso el privilegio de la presencia lo que constituye lo contemporáneo? En un ensayo que plantea esa pregunta, Giorgio Agamben dice que lo contemporáneo es, en un solo gesto, de su tiempo y distinto –y distante– de su tiempo: sólo así puede ser una exigencia para ser de su propio tiempo y crítico del mismo, porque ese tiempo es otro, diferente al que se vive en ese momento. Lo contemporáneo, dice Agamben, es  intempestivo: algo que llega demasiado temprano pero también demasiado tarde; un “ya” –agrega– que también es un “no todavía.” De ese modo podemos entender que nuestro tiempo nunca es absolutamente contemporáneo y que algunos pueden, por tanto, urgirnos a serlo – il faut être absolument moderne!
Para Agamben, un buen ejemplo de “la especial experiencia del tiempo que llamamos contemporaneidad es la moda. Lo que define a la moda es que introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad, que lo divide según su actualidad o su inactualidad, su estar o su no-estar-más-a-la-moda.” El presente contemporáneo, explica, es siempre un presente arcaico: próximo al arché, al origen. ¿Es por eso que Le Corbusier y Mies reviven, desde un presente eterno y nunca pasado, a la mítica cabaña y al Partenón para lanzarlos –proyectarlos, pues– y presenpárnoslos en el mismo tiempo de lo contemporáneo? El presente arcaico de lo contemporáneo no es una vuelta del pasado –de ese que se queda como memoria, ese que realmente nunca pasa– sino más bien la revelación de un presente que nunca ha pasado.
¿Y hacia el otro lado, hacia el futuro? La arquitectura contemporánea, arcaica y original, es, quizás precisamente por eso, siempre una arquitectura del futuro, una arquitectura por venir. El proyecto –lanzar el origen hacia adelante, hacia otro tiempo– es también un adviento, una espera y una promesa –acaso para siempre incumplida. En su libro sobre el famoso pabellón de Alemania en la Exposición Internacional de Barcelona del 29, diseñado por Mies, Josep Quetglas explica que esa obra es moderna “en el sentido que, para ser llevada a la práctica, requiere la existencia de un sujeto histórico nuevo” –sujeto que aún, en ese tiempo y también en el nuestro, no existe. El pabellón alemán, explica Quetglas, se concibió como una casa moderna para un hombre moderno, un hombre por venir. A la pregunta de qué es lo moderno Quetglas responde:
“Moderno es lo que no es antiguo. ¿Y qué es lo angtiguo? o, mejor, ¿cuándo algo se reconoce como antiguo? Lo antiguo sólo es reconocido como tal por la intervención de lo moderno. Sin lo moderno, lo antiguo no existiría, seguiría siendo presente y actual. Lo moderno, por tanto, es lo que hace envejecer al presente, lo que llega para desplazar al presente hacia atrás, hace lo pasado. Lo moderno es una máquina de anacronizar al presente.
Si lo moderno es eso que vuelve anacrónico al presente, lo que aparta al presente y lo remite hacia atrás; si la obra moderna sólo se descubre cuando ha llegado( y entonces de ella sólo sabemks que no sabemos lo que es: no la sabemos nombrar, describir, reconocer, puesto que todo nuestro utillaje mental, toda nuestra imaginación, toda nuestra sensibilidad son producto de la experiencia, de lo aprendido y vivido, y están construidos por el roce y el trato con el pasado; si pertenecemos, por tanto y por completo, al pasado, ¿cómo, entonces, proyectar la imagen de lo moderno? Si la tarea de lo moderno es, cuando sobreviene, arrinconar hacia el pasado todas nuestras capacidades, para incitarnos a construir desde lo moderno un nuevo utillaje mental, perceptivo, imaginativo, ¿cómo, antes de su llegada, conocerlo?”
Quetglas concluye el párrafo citado, lapidario, afirmando que “nadie puede imaginar lo moderno.” No al menos fuera del jueco que empalma uno sobre otro al pasado y al futuro sobre un presente a la vez contemporáneo y atemporal, un presente eterno, como reza el título de Giedion, y, por lo mismo, anacrónico. Por eso la salida de Mies, según Quetglas, será construir esa casa moderna como si fuera un templo, un templo vacío en espera de la venida de su habitante-dios: el pabellón de Mies en Barcelona es, dice Quetglas, un moderno templo dórico venido al mismo tiempo del pasado y del futuro.
La posmodernidad o al menos cierta idea de eso que jamás ha quedado demasiado claro, se puede entender como una lectura del tiempo contrapuesta a aquella de la modernidad. Si ésta presume un presente siempre inalterado e inalterable pese al tiempo, aquélla asume que el pasado y de algún modo también el futuro están siempre ya aquí, si no presentes si de manera que pueden mezclarse en compuestos en los que la pureza no es ni condición ni posibilidad. Ese tiempo es siempre impuro, siempre contaminado de pasado y cargado de futuro. La memoria pop de Robert Venturi y Denise Scott Brown, la memoria reconstruida de Peter Eisenman, la memoria involuntaria de Aldo Rossi son ejemplos de esa relación con el pasado. También lo son las utopías pop que no plantean el futuro como un regreso de un futuro original y originario de Archigram o Superstudio.
Otro ejemplo reciente de estos enredos de tiempos tal vez sea Amateur Architectecture Studio, la oficina dirigida por Lu Wenyu y su esposo Wang Shu –ganador él del premio Pritzker de arquitectura 2012. El jurado del premio explicó que “la cuestión de una relación apropiada del presente con el pasado es particularmente actual –timely– pues el reciente proceso de urbanización en China invita a debatir si la arquitectura debe estar anclada en la tradición o debe ver sólo hacia el futuro.”  Por supuesto, ese no es el debate.  La arquitectura de Amateur Architecture Studio, construida a veces con los restos que la modernización urbana va dejando en las ciudades chinas, entreteje los tiempos en algo distinto al puro presente de la modernidad y que al mismo tiempo se quiere una forma de resistencia a un futuro entendido como novedad radical y olvido.

8.6.11

ubi? quo? unde? qua?


“A la gente de mi generación – escribe el filósofo francés Michel Serres (1930) al inicio de un capítulo de su libro Estatuas– nos parecía natural, digo bien: natural, comenzar o casi el aprendizaje del latín, base muerta pero activa de nuestra cultura, por el estudio de cuestiones de lugar. Cuatro palabras clave fundaban el espacio: Ubi? Quo? Unde? Qua? Todas ellas términos con repercusiones en la lengua griega y, después, en la mecánica y la filosofía. Designábamos o describíamos los lugares inmediatamente después de haber conjugado el verbo amar. No recuerdo haber aprendido ninguna lengua viva en una liga tal entre el amor y los lugares.” No se bien por qué razón esas cuatro palabras latinas y la explicación de Serres fueron lo primero que se vino a mi mente al tratar de pensar, para este texto, las relaciones entre la arquitectura y nuestro presente local, mexicano. Ubi? Quo? Unde? Qua?


Ubi?, dice Serres, pregunta por el lugar donde estamos, por el horizonte que nos envuelve, por el entorno, el medio o el contexto; la circunstancia o la situación, digamos. Quo?, ¿a dónde vamos? Esas dos primeras preguntas juntas dibujan una línea que muestra si no una intención por lo menos la conciencia de un destino, aunque no sea el deseado. Estamos aquí, vamos para allá. Unde?, que para nosotros en español es de dónde, de dónde vienes. No pregunta por lo mismo que ubi?, ¿dónde estas?, sino que extiende la línea trazada entre el ubi? y el quo? en otra dirección, posiblemente opuesta. Y aunque hablamos de lugares, del espacio, los tres términos parecen cuestionarnos sobre nuestra localización pero en relación al tiempo: ¿a dónde estás, ahora, en el presente?, ¿a dónde vas, en el futuro?, y ¿de dónde vienes, cuál es tu pasado? La cuarta palabra clave, según Serres, es qua?, ¿por dónde has pasado? La relación entre el lugar que ocupamos en el presente, aquél donde estuvimos en el pasado y al que iremos en el futuro, se articulan, gracias a la cuarta pregunta, en algo más que una deriva sin sentido, transformándose en un acto que implica, a la vez, la voluntad y la representación: intención y memoria localizadas gracias a cuatro preguntas.


Las cuatro preguntas las podría plantear cualquiera: el historiador, el sociólogo, el economista o el político. Pero al tratarse de preguntas relacionadas con el lugar y el espacio, parecen especialmente apropiadas para el arquitecto. Además, de eso se supone deba tratar este texto: la arquitectura mexicana ante nuestro estado actual.


¿Ubi: dónde estamos? Más allá de los lugares comunes que parecen definir nuestro presente –la inseguridad y la violencia, las crisis prolongadas en una inestabilidad continua que lo único que parece generar con toda certeza es pobreza persistente, y la desconfianza en casi cualquier manifestación de lo político–, ¿cuáles son sus efectos espaciales o urbanos que puedan interesar al arquitecto? Diría que una consecuencia común al menos de las condiciones antes mencionadas es un progresivo retiro del espacio público. Por miedo, por falta de recursos o por apatía, las calles y las banquetas, las plazas y los parques, cuando no son abandonados prácticamente por completo, son tomados para usos privados que, evidentemente, contradicen su vocación pública. Se cierra, se enreja, se controla el paso, y así se pierde una de sus funciones principales. El espacio público no es simplemente lugar de convivencia y encuentro sino que constituye uno de los mecanismos principales mediante los cuales la ciudad –como sistema de auto-organización– redistribuye su capital cívico y cultural. El espacio público es un dispositivo que, entre otras, tiene la función de producir ciudadanos. Es, de hecho, el medio –¿el único?– para la reproducción de una especie particular de primate autodenominado como zoon politikon. Se podría argumentar que, antes de la violencia o el descrédito de lo político, las tecnologías de comunicación acelerada, del radio y la televisión a los teléfonos inteligentes y el internet, ya habían puesto en jaque ese papel del espacio público. Y también se puede decir que más que anular dicho espacio, esas tecnologías lo redefinen; que ese cambio y todas sus consecuencias aún no verificadas, no contradice la posibilidad de redistribuir el capital cívico y cultural, sino bien al contrario, acaso la acelere. Sin embargo, en condiciones de una clara desigualdad económica, siempre será la tecnología menos costosa la más eficiente. En otras palabras, mientras no haya la posibilidad de acceso generalizado a las tecnologías de comunicación y almacenamiento de datos, la plaza seguirá superando a la red. De ser ese el caso, estamos –ubi?– ante –más bien en, si así pudiera decirse– un deterioro notable de la tecnología civilizatoria más eficiente: el espacio público, la ciudad.


Unde? Preguntémonos de dónde venimos antes de a dónde vamos. Tras el modelo urbano de la época colonial, descendiente directo del campo romano que ya había probado ampliamente su potencial, con su sistema de plazas rodeadas de edificios públicos –en un sentido que no es, obviamente, el actual, pero que cumplían esa función, fuera el templo o el palacio de gobierno, el hospicio o el convento–, no hubo probablemente ningún otro modelo urbano de efectos considerables hasta que, en los años 50, el país –principalmente la ciudad de México– adopta una mezcla de la modernidad urbana teorizada por Le Corbusier –pensemos en el Mario Pani del Centro Urbano Presidente Aleman, del Juárez o incluso de Tlatelolco– y de la moderización desenfrenada al estilo americano, especialmente en la costa oeste y particularmente en Los Ángeles –de nuevo Pani, pero ahora con Ciudad Satélite y, en cuanto a políticas urbanas, las ideas del regente Urruchurtu, por ejemplo. El intento de transformar, a finales del siglo XIX, las ciudades según el modelo de parques, boulevares y ensanches, mitad el París de Haussmann y mitad la Barcelona de Cerdá, tuvo efectos limitados en pocas ciudades del país, Así, en cuestiones urbanas nos encontramos hoy con ciudades que durante mucho tiempo se resistieron al cambio y que cuando lo hicieron, de manera acelerada, construyeron una modernidad que envejeció demasiado rápido y mal. En los países “en vías de desarrollo” la ciudad postindustrial produce dos efectos paralelos: las grandes infraestructuras –viales, comerciales, culturales– y los grandes desarrollos si no totalmente informales, sí al menos en buena parte aislados del resto de la ciudad –tanto en zonas exclusivas como en barrios excluidos. Pero esto último parece responder más a la primera pregunta –¿dónde estamos?– que a la segunda –¿de dónde venimos?


Quo? No –o no sólo– ¿a dónde queremos ir?, sino ¿a dónde vamos? ¿A dónde parecen empujarnos las circunstancias? Diría que a una versión intensificada de lo descrito en las últimas líneas del párrafo anterior. Con una salvedad: las condiciones económicas parecen inclinar la balanza más hacia el lado de las zonas exclusivas o excluidas que al de las grandes infraestructuras. Más aun, éstas parecen haberse vuelto dependientes y a la vez marginales al desarrollo de aquéllas. Peor, las infraestructuras parecen haber perdido grandeza y haberse pulverizado, pasando así de soporte –infra-estructura– a suplemento y agregado. El espacio público, por ejemplo, hoy abandonado como ya se vio, pasa a concebirse como un extra del espacio privado: el skygarden, el gimnasio o el salón multiusos que nadie usa en el complejo residencial –algo que, de cierto modo, es el colofón perverso de la visión corbusiana de la unidad habitacional autónoma y casi autista.


Qua? –¿por dónde hemos pasado? La respuesta, supongo, no se reduce a repetir tal cual lo apuntado en la primera –ubi?– y la tercera –unde? Hemos pasado, al menos en el siglo pasado y lo que va de éste y hablando desde la arquitectura, por el rechazo a un modelo –el academicismo Beaux-Arts– por juzgarlo extraño a nuestras tradiciones –afrancesado– y a nuestro tiempo –anticuado, no se si necesariamente en ese orden. De ahí a una búsqueda –en los posrevolucionarios veintes– de la mejor arquitectura para nuestra condición. Rescatar raíces prehispánicas decían unos, revalorar el periodo colonial, decían otros, abrazar la modernidad racional y funcionalista, dijeron los menos. Al final esos menos ganaron, apoyados, seguramente, por el espíritu de los tiempos. Poco a poco buena parte del mundo sucumbiría a los encantos –siniestros, dirán luego algunos– de esa arquitectura que en la exposición del 32 en el MoMA de Nueva York Johnson y Hitchcock calificarían como estilo internacional. En México el estilo internacional fue revestido –¿o travestido?– con ajuar autóctono: de la llamada integración plástica –que cambió al muro cortina por la piel polícroma firmada Rivera, Siqueiros u O’Gorman– al colorido Barragán y sus múltiples y dispares epígonos. Eso que parecía una respuesta muy mexicana en el fondo era también parte del aire de los tiempos. La arquitectura de la primera modernidad –de una abstracción demasiado pura o de un purismo demasiado abstracto, según se vea– quiso recuperar tras la segunda guerra su poder simbólico y monumental –a manos incluso de algunos de sus padres fundadores. Toda esa historia es pre-setentas. Anterior a la crisis política del 68 y a las sucesivas crisis económicas de los 70 en adelante. A partir de entonces la arquitectura de estado insistirá en una monumentalidad espectacular a la que varios críticos han señalado tintes fascistas. La arquitectura social, también subvencionada desde el estado, se irá desdibujando hasta desaparecer o volverse una mala broma a mediados de los 80. Los arquitectos nacidos en la década de los años 50 se rebelan contra lo que parece ser el estilo oficial pero sin atinar a construir una teoría crítica consistente, lo que parecía usual fuera de México.


A principios del siglo XXI, pues, los arquitectos, sobre todo aquellos nacidos a finales de los años 60 y durante los 70, se encuentran con esas condiciones. Ubi? El espacio público abandonado parece ya no interesarle a nadie. Quo? Parece que esa condición tiende a intensificarse y la arquitectura parece condenada a construir refugios comunitarios –casi tribales– que poco tienen que ver con lo que tradicionalmente llamamos ciudad. Unde? Quizás porque eso que pretendía ser ciudad hoy se ve –o, más bien, se vive– no como promesas incumplidas sino como realidades fallidas. Qua? Y es que todo parece ya probado. Los experimentos fallaron. El multifamiliar no rescató a las masas de la sordidez del tugurio más que en apariencia. La escuela pública o la seguridad social perdieron la batalla, al menos en el imaginario colectivo, frente a sus contrapartes privadas. La infraestructura vial y de transporte público parece ya por siempre rebasada. Etcétera.


De todas las posturas posibles ante la realidad descrita hay dos que me parecen las más interesantes: el cinismo operativo y la resistencia crítica. En el primer caso no utilizo el término cinismo de manera peyorativa. El cinismo –la rama crítica del cinismo– no es ingenuo: atiende a la realidad sin por eso validarla. Ambos, cínicos y críticos, son hijos de Bartleby, el personaje de Melville. Ambos preferirían no hacerlo, pero los primeros lo hacen, porque si no de todos modos alguien lo haría y peor. Los primeros construyen y abren un camino aunque saben que es posible que nadie lo siga. Los segundos apuntan a caminos y quizá sepan que no será posible construirlos. Pero si el porcentaje del entorno construido que pasa por las manos –e idealmente las cabezas– de arquitectos es mínimo, el que atienden cínicos y críticos cuenta menos. Con todo –un poco de optimismo no caerá mal– tal vez sean esas excepciones las que ayuden a transformar las reglas.

8.10.10

el disenso del arquitecto

¿Qué es un arquitecto disidente, un arquitecto del disenso?¿Cómo disiente el arquitecto? En principio, si disentir, según la simple definición del diccionario, es no ajustarse al sentir –o parecer, agrega– de alguien, ¿cómo se di-siente, se siente de otro modo y, sobre todo, de manera diferente a la de quién? ¿Quién es el otro, o los otros, de quienes se disiente? ¿Hay un sentir general, común, que sirve de base o, digamos, de fondo sobre el cual se contrasta, se destaca otro individual o particular de cierto arquitecto, esto es, el disenso del arquitecto?


Veamos primero una pequeña fábula que involucra arquitectura y consenso o, más bien, la imposibilidad final del mismo. Para Peter Sloterdijk, “la catástrofe de Babel relata la escena originaria de la pérdida de consenso entre los hombres, el principio de la perversa pluralidad.” Conocemos de sobra la historia: cuando los hombres estaban reunidos como un solo pueblo y hablaban una sola lengua, Yahveh, angustiado tal vez por el poder que esa unidad suponía para sus criaturas predilectas, confunde sus lenguas, haciendo imposible la comprensión entre unos y otros y los dispersa. “El Señor bíblico –dice Sloterdijk– no sólo sería un sádico dispersador que no quiere permitir la unidad de aquello a lo que corresponde estar junto; también es, y aún en mayor medida, un Señor de la disgregación, que disemina y separa lo que se había aglomerado de modo inconveniente.” El mito de Babel, insiste, representa la pérdida de “un paraíso cuyo contenido político podría llevar un nombre claro: el consensus, la coincidencia perfecta entre convicciones y tareas.” El medievalista suizo Paul Zumthor dedicó un libro, publicado tras su muerte, al mismo mito que toca Sloterdijk: Babel o lo inacabado. Lo inacabado o, más bien, el inacabamiento que supone Babel revela, para Zumthor, el “simple rechazo a la clausura por la cual todo se acaba, se cierra y se somete a la autoridad de lo razonable.” El imperio de la razón, parece sugerir Zumthor, exige que no haya cabos sueltos en el laberinto que teje.


Babel, dice Zumthor, es un texto. El relato de la Torre de Babel empieza diciendo, según la traducción clásica al español de Reina y Valera, que “tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras.” Zumthor lee atentamente en su libro el texto del Génesis, partiendo de la traducción al francés hecha en los años setenta por André Chouraqui. Traduciendo al español lo traducido por éste se lee: “y es toda la tierra: un solo labio, únicas palabras.” Zumthor explica que la palabra hebrea sâphâh se traduce habitualmente como lengua, aunque su significado es propiamente labio, pero también borde, límite. Zumthor prefiere por tanto la versión del escritor judío André Neher quien traduce: “la tierra entera era una sola frontera, un conjunto de elementos cerrados.” Una tierra, pues, aun no repartida: una sola frontera es casi ninguna frontera, apenas la división entre la tierra, esta tierra, nuestra tierra, y lo otro, lo de afuera.


Es el reparto, la partición de esa tierra una, con una sola frontera, una sola lengua y mismas palabras, lo que hace posible la interacción entre distintos espacios y, finalmente, la política. “Cualquier espacio –dice Sylviane Agacinski–, común o privado, es de cierto modo efecto de reparto (partage).” También Jean-Luc Nancy ha hablado de lo común y de la comunicación como resultados de una partición o de un reparto. Y, por supuesto, Jacques Rancière. La política, dice este último, “no es el ejercicio del poder o la lucha por el poder,” sino “la configuración de un espacio como espacio político, la delimitación de una esfera específica de experiencia, la disposición de objetos planteados como ‘comunes’ y de sujetos a quienes se reconoce la capacidad de designar esos objetos y discutir sobre ellos.” Rancière entiende a la política como “el conflicto en torno a la existencia misma de esa esfera de experiencia,” la de los objetos comunes y los sujetos que a ellos se refieren, la esfera del consenso o del sensus communis: tanto el sentido común como lo sensible com-partido y comunicado. “La política –dice– consiste en reconfigurar la partición de lo sensible, en traer a escena nuevos objetos y sujetos, en hacer visible lo que no lo era, en transformar en seres hablantes y audibles a quienes sólo se oía como animales ruidosos.” Consiste, pues, en la construcción de un espacio común a partir del reparto o partición de un espacio único, sin fronteras ni divisiones.


Hay aquí algo más que hace recordar de nuevo al mito bíblico y que hace pensar en el espacio y, más precisamente, en la arquitectura. Es la manera como lo cuenta e interpreta Dante en su Tratado de la lengua vulgar. Durante la construcción de la inacabada torre –explica Dante– “casi todos los hombres se habían puesto a fraguar esa iniquidad. Unos daban órdenes, otros hacían proyectos, otros más levantaban muros y otros los alineaban; unos los pulían con las planas, otros se proponían tallar la piedra y otros más transportarla por mar y por tierra.” La descripción de Dante hace pensar en ese paraíso político –y económico– que es el consenso, según lo dicho por Sloterdijk: la coincidencia perfecta entre convicciones y tareas. Dice Dante que entonces el castigo divino generó “tan grande confusión que todos los que empleaban una misma lengua mientras trabajaban tuvieron que separarse por la diversidad de la misma y nunca más pudieron volver a la anterior comunicación.” Es interesante que, para Dante, la confusión de las lenguas se equipara a una determinación de la jerga profesional, a un cierre o clausura de cada disciplina sobre sí misma: “cada lengua quedó para los que se dedicaban a una misma tarea: por ejemplo, una para los arquitectos, una para los que transportaban piedras, una para todos los que se dedicaban a tallarlas y así paso con cada grupo de trabajadores.” La división lingüística, pues, si bien un castigo de los dioses, consuma una división anterior: la del trabajo. “El género humano se dividió –agrega– en tantos idiomas cuantas variedades había de trabajo, y cuanto más era excelente el trabajo que realizaban, más rudo y bárbaro fue su lenguaje.”


Tras el tema de la comunidad y el consenso, del espacio común y el reparto, sigue el de la comunicación, la dispersión y el disenso. Tras Babel, la disciplina del arquitecto queda cerrada sobre sí misma, aislada como cualquier otra, condenada a ser pura jerga sin sentido fuera de sus propios límites. Como glosando a Dante, el filósofo japonés Kojin Karatani escribe en su libro Architecture as Metaphor: “la arquitectura es una forma de comunicación condenada a darse sin reglas comunes –es una forma de comunicarse con otro quien, por definición, no sigue el mismo sistema de reglas.” La arquitectura –el arte del espacio, para ser convencionales– definida como una forma de comunicación fuera del espacio común, más allá del espacio donde el sentido a sido repartido y compartido, puesto en común: comunicado. ¿Cómo, para volver al inicio, disiente entonces un arquitecto si lo que le parece negado, por principio, es el consenso?


Si, de acuerdo con Rancière, el consenso es antes que nada un régimen específico de lo sensible –una manera específica de hacer sentido– y el disenso no la discusión o la disputa sino el proceso político que reparte de nuevo lo sensible contraponiéndose a la manera establecida para percibir, pensar y actuar, no puede entenderse a la arquitectura, en tanto repartición del espacio y forma de comunicación sin reglas comunes dadas, más que como una forma específica del disenso. Y si no a la arquitectura, si al menos a la manera específica de entenderla que tiene el arquitecto.


En su clásico La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin al hablar de la manera como se percibe el cine, dice que es del mismo modo como desde siempre se ha percibido la arquitectura: colectiva y distraídamente. Benjamin distingue entre dos formas de encarar las obras artísticas, una, donde la obra es la que fija las reglas, la que determina cómo el espectador debe situarse ante ella, se da de manera individual – más aun, es una de las maneras como se construye la subjetividad moderna e individual– y exige atención concentrada y recogimiento. La otra, ya mencionada, es la propia de la arquitectura y del cine, se da por parte de un sujeto colectivo: el pueblo, la masa, y de manera distraída, disipada. En este caso es “la masa dispersa” la que “sumerge en sí misma a la obra artística.” Benjamin precisa: la percepción atenta privilegia la visión: es óptica, mientras que la percepción distraída se da con el cuerpo entero, con todos los sentidos –incluida, pero sin ningún privilegio, la vista. La percepción distraída es más háptica que óptica. Del lado de lo táctil –explica– no hay nada parecido a lo que del lado de lo óptico es la contemplación. “La recepción táctil no sucede tanto por la vía de la atención, sino por la de la costumbre.” Al entorno construido, pues, nos acostumbramos y no le dedicamos particular atención como lo hacen los “turistas ante edificios famosos.” O, los arquitectos.


Círculo generalmente vicioso y a veces virtuoso, no se puede decir qué vino primero: la distinción en la manera de percibir al espacio construido, a la arquitectura, más como un objeto digno de una atención concentrada que ninguno generalmente le concede –la afirmación de otra forma de sentir la arquitectura: el disenso estético, en un sentido que rebasa al de la mera calificación de lo bello y sus efectos– o el cierre, la clausura de un lenguaje sobre sí mismo, incapaz de referirse a lo otro y de dirigirse al otro: una especie de disenso semántico o, quizás más profundo, epistemológico. Sea como fuere, habrá que decir que al hablar de arquitectura, tanto como al pensarla, el arquitecto, generalmente, disiente.

18.5.10

de la cuchara a la ciudad

El arquitecto debe poder diseñar de la cucharita a la ciudad. Algunos atribuyen esta frase al arquitecto italiano Ernesto Natan Rogers –primo del británico Sir Richard y director, durante más de una década, entre los cincuentas y los sesentas, de la revista Casabella– mientras otros dan la autoría a Walter Gropius, fundador de la Bauhaus y, por tanto, evidente entusiasta del diseño total –de la cucharita a la ciudad, pues. Esa idea permeaba la Bauhaus a tal grado que en esa escuela no existía, como carrera o disciplina a enseñarse aislada, la arquitectura, suponiendo que todas las otras formas de producir objetos para la vida cotidiana, al derivarse de ésta, la servían finalmente. Con todo, la idea de la arquitectura como una disciplina que debe abarcar entre sus saberes y poderes prácticamente todo lo que pueda ser producido por la mano del hombre –es decir: todo lo que pueda ser diseñado, léase dibujado–, no es en absoluto nueva.


Desde el siglo primero de nuestra era, en el texto que consagra, de menos por antigüedad, el conocimiento arquitectónico occidental, Marco Vitruvio Pollion, más conocido simplemente como Vitruvio, anotaba que el conocimiento del arquitecto –que el calificaba, en latín, como scientia, es decir: un conocimiento estructurado, compartido y de algún modo verificable, en oposición, dentro del espectro epistemológico grecolatino, a la mera opinión subjetiva– era un saber enriquecido y adornado por múltiples erudiciones y distintas artes. Más aun, el arquitecto –prescribía Vitruvio– debía ser educado, hábil con el lápiz, instruido en geometría, saber mucho de historia, haber seguido a los filósofos atentamente, entender de música –cosa de ritmos, de armonías y proporciones tal vez– y tener algún conocimiento de medicina, conocer la opinión de los juristas, nociones de astronomía y de la teoría de los cielos. Vitruvio explica la razón de cada uno de estas exigencias, no se vaya a pensar que sirven sólo de pretencioso ornato al arquitecto. Tras esta introducción, Vitruvio dedicó el resto de sus diez libros de la arquitectura a explicar qué deben hacer los arquitectos para construir las ciudades y sus edificios, para fabricar mecanismos capaces de medir el tiempo –en el noveno libro– y también máquinas de guerra, para destruir las ciudades que con tanto cuidado habían construido –en el décimo. De la ciudad a la catapulta. Lo de Gropius fue ampliar sólo un poco más el panorama: de la catapulta hasta la cucharita.


La arquitectura, por tanto, desde siempre –o casi– ha jugado ese juego de quererlo abarcar todo, para luego irlo soltando –no, no, la cuchara, eso es diseño industrial, y la ciudad: urbanismo; su infraestructura: ingeniería; su mapa, diseño gráfico; el jardín es paisaje y los adornos dentro de los edificios son decoración o, si duran poco, escenografía– para después, ambiciosa o egoísta, reclamar de nuevo su papel de tutora, de matriz, de origen y su derecho, por tanto, al control absoluto de todo lo que termina conformando eso que ahora llamamos el ambiente o el entorno.


Un par de ejemplos de este vaivén, ya mencionados, tienen que ver con dos de los campos de acción que hoy la arquitectura busca recuperar con mayor interés: la infraestructura y el paisaje –que para muchos ya son una sola cosa: hoy, dice el filósofo alemán Peter Sloterdijk, ya no hay naturaleza, sólo infraestructura. La construcción de la ciudad y del territorio –más allá o más acá del diseño de los edificios– dejó definitivamente de ser responsabilidad de los arquitectos cuando, al fundarse a mediados del siglo XVII la Escuela de Puentes y Caminos, en Francia, lo que hoy llamamos infraestructura urbana pasó a ser quehacer de ingenieros, mientras los arquitectos se entretenían buscando el estilo apropiado para un banco o una casa, en lo que pensaban era su dominio y era, más bien, una especie de reserva para especies en extinción: la academia de arquitectura, fundada también en Francia a finales del XVII y transformada en Escuela de Bellas Artes a principios del XIX. Por otro lado, la jardinería, de Le Nôtre en Versalles a Olmstead en Central Park, para hacer una historia larga demasiado corta, fue forjando de manera casi autónoma su propio status como otra arquitectura, mientras la arquitectura parecía no concederle demasiada importancia. Roberto Burle Marx, Isamo Noguchi o Robert Smithson, por nombrar sólo algunos, fueron otros tantos de quienes nos mostraron distintas maneras de ver el suelo y los jardines que hoy la arquitectura, como disciplina, quiere retomar como parte de su historia oficial.


¿Pero cuáles serían hoy buenos ejemplos de esta tendencia de la arquitectura a expulsar y luego intentar tomar control de nuevo sobre formas de actuar en o sobre el entorno que, en principio y asumiendo una concepción amplia y quizás vaga de la arquitectura, serían lo primordial de su hacer? No se trata, por supuesto, de otras cosas que hagan arquitectos además o en vez de arquitectura –sea lo que sea: pintar, actuar, tomar fotos fotos o escribir libros. Sino de campos –terrenos, digamos– preparados, desbrozados primero por la arquitectura y que luego llegan a constituirse como dominios más o menos autónomos.


Una sección del sitio de internet archinect.com está dedicada a presentar el trabajo de arquitectos que hacen cosas que normalmente no entendemos como arquitectura. El título de la sección es interesante: working out of the box, trabajando fuera de la caja o, también, de la casilla: arquitectos que no quieren ser encasillados como arquitectos. Al preguntarles a qué se dedican actualmente, la mayoría de quienes ahí se presentan –a excepción de un par de realizadores de documentales y un conductor de un programa de diseño para la televisión– incluye en la descripción de lo que hacen la palabra –o de menos la idea– diseño: diseño estratégico, diseño de innovaciones, diseño multimedia, diseño de presentaciones, diseño de exhibiciones, diseño de información, diseño de objetos, diseño de interiores, diseño de imagen, consultores de diseño de tecnología, diseñadores gráficos, diseñadores de productos, diseño de la organización de empresas e incluso diseño de sandalias para mujer. Más curioso resulta que a la pregunta “en qué momento dejó de ejercer la profesión de arquitecto”, la gran mayoría responde que no la han dejado de ejercer, que lo hacen de otro modo, de otra manera, en otro campo o a otra velocidad. Pocos parecen querer admitir que lo que hacen ya no es arquitectura –aunque los conocimientos adquiridos en su formación les sean útiles para sus nuevos oficios. O quizás tenga razón y eso sigue siendo arquitectura.


También resulta interesante –y completamente explicable– que la mayoría de estas nuevos campos ocupados por arquitectos tengan que ver con el diseño entendido en dos sentidos complementarios. Primero, la prefiguración o, para decirlo mediante un molesto galicismo: la puesta en imagen de algo que aun no existe –y que en muchos casos, en estos nuevos campos, se quedará como mera imagen. La proliferación de programas de computadora usados como auxiliares para el dibujo y, a veces, para el diseño, ha hecho que, en algunas escuelas, los estudiantes de arquitectura sean expertos en la producción de imágenes, fijas y animadas, que prefiguran lo que idealmente debiera ser luego construido, al nivel de animadores de Hollywood. El interés puesto en este tipo de simulaciones y en el alto grado de realismo o, más bien, en el hiperrealismo que exhiben, hace que en algunas escuelas se rebase la capacidad artesanal de producir imágenes verosímiles para interesarse en el desarrollo de los programas mismos y la comprensión de sus maneras de operar. Esto les da a muchos de estos jóvenes arquitectos aptitudes muy valoradas en esta era que ya desde hace mucho, en lo que ya es un lugar común, calificamos como de la imagen.


Esto último conecta con el otro sentido de diseño: el de la organización interna de alguna cosa o de un proceso. Se diseñan las mecánicas, las lógicas mediante las cuales se puede producir algo –y no meramente el producto final. Algo tiene que ver con la idea kantiana de entender la arquitectónica como el arte de producir conocimiento sistemático –o, al revés, de sistematizar el conocimiento. Si el ojo y la mano del arquitecto, al menos desde el renacimiento, están entrenados para producir imágenes realistas, su mente lo está para, al mismo tiempo, trabajar de manera analítica y sintética; para organizar partes aparentemente autónomas en un conjunto donde todas se implican de algún modo; para dividir una acción continua en una serie de pasos o para reconfigurar varias acciones discretas en una secuencia. Esas habilidades organizativas –que, por otro lado, han sido criticadas como las taras que impiden a los arquitectos entender, digamos, la ciudad como un sistema complejo, reduciéndolo siempre a sistemas independientes, esto es, planificándola o aplanándola– parecen preparar al arquitecto para estos otros trabajos.


Si, como la define Vicente Guallart en el Diccionario de Arqutiectura Avanazada, entendemos a la arquitectura como la organización de actividades en el espacio, físico o virtual –aclara–, sólo hace falta entonces definir de qué tipo de espacio se trata y cuáles actividades tendrán lugar en él para que el arquitecto pueda emprender su labor organizativa. Sitios web –y nótese que el cambio de término de página a sitio, apunta de algún modo a la necesidad de una arquitectura–, exhibiciones, interiores, estrategias o mercados, todos parecen implicar espacios y actividades que el saber o, como hubiera escrito Vitruvio, la ciencia del arquitecto, puede dedicarse a organizar. Será tal vez que, como apunta Paul Shepheard en su libro What is architecture? –cuyo subtítulo adelante la respuesta que contiene el libro: an essay on landscapes, buildings and machines–, “la arquitectura no se trata sólo de edificios. Puede que no todo sea arquitectura, pero no sólo son edificios, es algo más que eso.”


publicado en la tempestad

7.12.09

arquitecturas de la catástrofe (o la catástrofe de la arquitectura)

En una noche, lo impensable se convirtió en evidencia

Ivan Illich


Si no pasa por la catástrofe está condenado al cliché

Gilles Deleuze


Un desastre. Un cambio brusco, sorpresivo y con mucha probabilidad nefasto. Una crisis sin precedentes y sin salida previsible. Pero no exactamente el fin, sino su cercanía inminente. No el caos, sino el anuncio de que ese es nuestro inevitable destino. La estructura paradójica de la catástrofe, según explica Jean-Pierre Dupuy –autor de Por un catastrofismo ilustrado y de Pequeña metafísica de los tsunamis– implica de algún modo la presencia de un futuro que jamás acaba por llegar. “La prevención –dice– consiste en hacer que un posible no deseado sea enviado al dominio ontológico de los posibles no actualizados. La catástrofe, aunque no realizada, conservará el estatuto de posible, no porque sea aun posible su realización, sino en el sentido que por siempre será cierto que pudo haberse realizado. Cuando se anuncia, para evitarla, que una catástrofe está en camino, ese anuncio no tiene el estatuto de una pre-visión, en el sentido estricto del término: no pretende decir cuál será el futuro, sino simplemente cuál habría sido si no hubiésemos sido advertidos.”


¿Cuántas veces hemos sido ya advertidos de la catástrofe que amenaza a la ciudad, a la región, al entorno, al medio ambiente, al país, al mundo? Tantas que podríamos hablar sobre un tono catastrófico adoptado recientemente en todos los campos: filosofía, sociología, economía, política y, por supuesto, arquitectura. Aunque quizá en este último caso –lo cual puede no ser otra cosa que chovinismo arquitectónico– es un tono más antiguo que reciente. Es esa catástrofe, tal vez, el otro ausente del mecanismo de la utopía. En un texto con ese título, Cioran escribía: “cualquiera que sea la gran ciudad donde el azar me lleve, me admira que no se desencadenen cada día revueltas y masacres, una innombrable carnicería, un desorden de fin de mundo. ¿Cómo –sigue Cioran– en un espacio tan reducido, tantos hombres pueden coexistir sin destruirse, sin odiarse unos a otros? La verdad es que ellos se odian, sin estar a la altura de su odio. Esta mediocridad, esta impotencia es lo que salva a la sociedad, asegurándole su duración y estabilidad. Pero me admira más aun que, siendo la sociedad tal cual es, algunos se hayan empeñado en concebir otra totalmente diferente. ¿De dónde podrá surgir tanta inocencia o tanta locura?”


Para Cioran, pues, son nuestra mediocridad individual, nuestra insuperable impotencia, las que nos impiden –a excepción de unos cuantos valientes– descargar un revolver al azar sobre la multitud –no el acto máximo surrealista, como sugirió Breton, sino el de mayor valor y coherencia: un acto de realismo sin más. Son nuestra mediocridad y nuestra impotencia las que mantienen a la sociedad tal cual es y que, a un tiempo, alimentan el inexplicable empeño de concebirla de otro modo –el mecanismo de la utopía– e impiden y niegan el paso más allá, a eso otro que sólo puede ser pensado como catastrófico –la disolución del orden establecido para permitir el surgimiento de otro(s). Si la explicación para neófitos de la teoría de la catástrofe, postulada a finales de los años sesenta por el matemático René Thom, dice que se trata de un mecanismo para explicar el surgimiento de discontinuidades a partir de causas en cambio continuo –o, dicho de otro modo, para explicar cómo se da el cambio, en tanto novedad súbita, en un sistema que parece repetirse en sus variaciones–, la ciudad y la utopía –o la ciudad en tanto utopía realizada, para parafrasear, en sentido contrario, a Yona Friedman– pueden pensarse como mecanismos para evitar dicha discontinuidad y mantener las causas sin cambio aparente: lo contrario a la catástrofe.


Por tanto, la arquitectura de la catástrofe implicaría, tal vez, una contradicción en los términos: la producción (techné) de principios de orden (arché) no tolera el sobresalto, la irrupción del aparente desorden que supone la catástrofe. Sin embargo, si la catástrofe es aquello que se anuncia para evitar su llegada, quizá sea el más allá necesario de la arquitectura misma –desde la arquitectura de la ciudad hasta la arquitectura de sistemas, pasando por la arquitectónica kantiana. ¿Arquitectura o catástrofe? Esa parece ser –o, de menos, querer presentarse– como la disyuntiva máxima. “La llegada de un tiempo nuevo –escribió Le Corbusier en un texto clásico de principios de los años veinte que plantea de otro modo esta misma disyuntiva: arquitectura o revolución– no interviene mas que cuando ha sido preparada por un trabajo sordo anterior.” La arquitectura trabaja para que la llegada de ese tiempo nuevo no sea catastrófico, para que, de nuevo, la catástrofe anunciada no tenga lugar –para que permanezca, por siempre, u-tópica. Con su habitual cinismo –calificativo que aquí no tiene nada de peyorativo: “el cinismo, dice Peter Sloterdijk, se atreve a salir con las verdades desnudas, verdades que en la manera como se exponen encierran algo de irreal,”– dice Koolhaas del caos –y hay que insistir que el caos no es la catástrofe, sino aquello que está siempre más allá o más acá de ella, aquello que quedaría si la catástrofe pudiera tener lugar (para Frédéric Neyrat, la catástrofe se encuentra “entre el accidente, que se añade a lo ordinario sin transformar radicalmente la continuidad histórica, y el apocalipsis como discontinuidad final”)– que “no se puede aspirar a él; sólo puedes asumirte como su instrumento. La única relación que los arquitectos pueden tener con el caos es tomar su sitio preciso en la armada de aquellos encargados de prevenirlo, y fallar. Y es sólo fallando, accidentalmente, que el caos sucede.” ¿Arquitectura o catástrofe?: arquitectura y catástrofe.


Durante los últimos veinte años la arquitectura o, mejor, algunos arquitectos se dieron a la tarea de enfrentarse a la catástrofe. Ya sea produciendo proyectos e imágenes que respondían o, sobre todo, representaban en sus quiebres y retruécanos formales lo que había sido imposible evitar –el final absoluto del orden o, más bien, el final de un orden absoluto–, o imaginando arquitecturas postapocalípticas como salidas de filmes de ciencia ficción. Daniel Libeskind, Peter Eisenman, Co-op Himmelb(l)au parte de quienes en su momento fueron etiquetados como deconstructivistas quizás pertenezcan al primer grupo; otros, como Michael Sorkin y Lebbeus Woods, al segundo.


Más recientemente, en vez de pensarse como una representación metafórica del desastre, la arquitectura lidió con la catástrofe en un sentido literal: la construcción de refugios para exiliados y emigrantes que huían de desastres naturales o de conflictos sociales y políticos, la reconstrucción de ciudades o zonas gravemente dañadas por huracanes, terremotos o tsunamis, la solución de edificios que aseguren resistir ataques terroristas anteriormente inimaginables y, probablemente la labor más compleja aunque menos visible de este grupo, la invención de estructuras e infraestructuras urbanas y regionales capaces de resistir los efectos de las crisis ambientales, demográficas, sociales y ecológicas: falta de agua potable, incapacidad de generar los recursos necesarios para la subsistencia de una ciudad ni de manejar los residuos que la misma genera, guerras, matanzas, etcétera. Un ejemplo es ell trabajo de la organización architecture for humanity y los concursos que ha organizado, en 1999, para vivienda de transición para refugiados que regresaban a su país tras la guerra en Kosovo, entre cuyos finalistas se encontraba el proyecto de casas hechas con tubos de cartón diseñadas por Shigeru Ban, o en el 2007, para una clínica móvil para atender a personas infectadas por el VIH/SIDA en África, entre otros. Uno más sería la serie de concursos para vivienda que se convocaron tras el huracán Katrina en Nueva Orleans o tras el tsunami del 2004 en Indonesia. En ambos casos se buscaba no sólo restituir lo perdido con habitaciones temporales sino buscar una arquitectura resistente a la muy probable repetición de esos meteoros. Sin ser un proyecto arquitectónico en el sentido tradicional, una manera más de lidiar con la relación entre arquitectura y catástrofe es el trabajo de Rafi Segal y Eyal Weizman A Civilian Occupation, que registra la progresiva ocupación de los territorios ocupados con arquitectura civil –es decir, con vivienda– por parte del Estado de Israel.


Habría, quizás, una última forma de la catástrofe en relación con la arquitectura y que se relaciona con el epígrafe de Deleuze que encabeza este texto: “si no pasa por la catástrofe está condenado al cliché.” La frase la pronunció Deleuze en su curso sobre la pintura o el concepto de diagrama (1981). La tela –explica– nunca está vacía. Al contrario. Desde siempre se encuentra ya llena de clichés, es decir, de imágenes ya hechas, preconcebidas, que nos obligan a ver las cosas como debemos verlas y no como podríamos hacerlo. El trabajo del pintor es someter a esas imágenes, a esos clichés –como lo hará el músico con los sonidos, el escritor con las historias y las palabras, el arquitecto con los espacios y las formas– a una crítica, a una crisis que las borra, las desmantela, las suprime: hacerlas pasar por la catástrofe para acercarse así al caos original y originario, al caos que permite reinstaurar el orden, reinventar las formas, resaltar la presencia en vez de la representación. Al igual que otras, esta última forma de la catástrofe –la catástrofe del sentido– parece tener la misma forma paradójica de un futuro que no ha de llegar. Pero en este caso, quienes se enfrentarán a ella no la rehuyen sino, al contrario, la buscan, la llaman, esperando así que lo hecho pueda pensarse como el último cuadro, el último texto, la última casa. Con todo, sabemos que, como con las otras formas de la catástrofe, eso no habrá de pasar.

12.9.09

artefactos (in)habitables


La cabaña de Heidegger

“Deconstruir el artefacto llamado ‘arquitectura’ es, tal vez, comenzar a pensarlo como artefacto y a pensar la artefactura a partir del mismo y, por tanto, la técnica en el punto donde permanece inhabitable.”

El anterior es el aforismo número 28 de los 52 aforismos para un prefacio (52 aphorismes pour un avant-propos). Los 52 aforismos deconstructivos –incluyendo el 12 (“Éste es un aforismo y nos contentaremos con citarlo”) y el 21 (“Éste no es un aforismo”)– recuerdan en número a los también 52 del segundo libro del Novum Organum de Francis Bacon, que constituyen la parte edificante o constructiva de la obra del filósofo inglés. Los aforismos derridianos prologan una selección de textos coeditados en 1987 por el Centro de Creación Industrial y el Colegio Internacional de Filosofía –institución fundada por el mismo Derrida con el fin de pensar, transdisciplinarmente, desde los márgenes de la filosofía y otras disciplinas. Desde ahi, desde afuera o desde enmedio de todo, pensar la arquitectura –deconstruirla– en tanto artefacto –en tanto algo, dirá el diccionario, hecho con arte: arte factus– y, por lo mismo, en relación a la técnica –techné: ars.

El aforismo de Derrida responde brevemente, comple(men)ta y deconstruye la relación que en su clásico ensayo Construir, habitar, pensar Heidegger establece entre esos términos. Para Heidegger no habitamos lo que, primero, hayamos construido sino que, al revés, construimos porque habitamos. Habitar, dice, es ser; nuestro modo de ser en tanto humanos, nuestra manera de ser y estar en el mundo. Y construimos en tanto que habitamos. “Sólo si somos capaces de habitar podemos construir.” Construir, producir los lugares que habitamos se hace, sigue Heidegger, a partir de la tekhné. Heidegger dice que “la ‘tekhné’ que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo” –desde siempre quizá– “en la tecnología de la arquitectura.”

Pensar la arquitectura implica en los términos de Derrida, pues, desmantelar su condición de artefacto, de objeto técnico, “en el punto donde permanece inhabitable.” “Decir que la arquitectura debe sustraerse a los fines que se le asignan –continúa Derrida en su aforismo número 29– y en principio al valor de habitación, no es prescribir construcciones inhabitables, sino interesarse en la genealogía de un contrato sin edad entre arquitectura y habitación. ¿Es posible producir una obra sin preparar por tanto una manera de habitar? Todo pasa aquí por ‘preguntas a Heidegger’ –sobre lo que piensa poder decir de eso que nosotros traducimos en latín como ‘habitar’.” Preguntas a Heidegger pero tambien, en paralelo, quizás, preguntas a Benjamin.

En Experiencia y pobreza Walter Benjamin lo dijo del habitar burgués, pero la definición funciona, sin el adjetivo, para el habitar en general: es seguir la huella fundada por la costumbre. Habitar es habituarse. Como un estuche de joyas que proteje y fija su contenido en un espacio justo a su medida, “el interior –dice Benjamin– obliga a sus habitantes a imponerse una cantidad altísima de costumbres.” Acostumbrados, habitamos repitiendo una y otra vez los mismos esquemas, las mismas actitudes, las mismas formas. Repitiendonos. También dice en ese mismo texto, recuperando otro breve que había titulado Habitando sin huellas, que los arquitectos de su tiempo –los años 30– estaban, con su acero y su vidrio, creando espacios en los que resultaba dificil dejar huellas. Espacios, quizás, inhabitables, en los que la tecnología oculta, implícita en la arquitectura se da a pensar y se muestra –y no sólo a partir de la transparencia y de la construcción estandarizada siguiendo modos de producción industriales. En sus tuberías y sus cableados, en sus métodos de aislamiento térmico y acústico, en las normativas y reglamentaciones de seguridad y construcción, la arquitectura va haciendo progresivamente más explícito toda una serie de saberes y procesos que, considerados secretos, constituían el andamiaje oculto bajo la cara simbólica de la arquitectura.

Habría que pensar las nuevas formas del habitar, entonces, desde esta visión de la arquitectura en tanto puro artefacto o mera técnica –más allá o más acá de la habitabilidad misma.

En 1926, Hannes Meyer, último director de la Bauhaus, realizó una instalación que probablemente cuestionaba la habitabilidad y, sobre todo, su relación con la arquitectura, tanto como el vidrio y el acero comentados por Benjamin. La Co-op zimmer era una habitación definida por muros de tela, amueblada con una silla y una mesita plegables, unas repisas con frascos de comida en conserva y otras con libros, una cama individual levantada del suelo sobre cuatro patas cónicas y un fonógrafo sobre la mesa plegable. La habitabilidad se ve reducida por un lado al aislamiento mínimo (los muros de tela), la comodidad indispensable (la silla y la cama) y la sobrevivencia (la comida). Por otro lado, los libros y, sobre todo, el fonógrafo, que lleva la reproducción mecánica a un grado de complejidad mayor que el del libro impreso, aseguran un tipo de habitabilidad distinto al de la arquitectura tradicional. Son, quizás, elementos ya disgregados de esa tekhné antes oculta en la tecnología de la arquitectura. La habitación propuesta por Meyer es un habitáculo mínimo y en cierta medida inestable para un nómada contemporáneo que antecede por 60 años al Pao para una chica nómada (1985) de Toyo Ito. Como la Co-op zimmer, es también un refugio textil, casi un capullo, ligero y móvil, cuya efectividad depende de la red de servicios públicos y medios de información a la que puede conectarse. Debemos imaginar al habitante de la Co-op zimmer y a la chica nómada como máquinas solteras altamente individualizadas que sólo requieren, en su espacio privado, la garantía mínima de aislamiento, supervivencia y, sobre todo, interconectabilidad con un exterior que les proporciona todo aquello que pudieran necesitar sin estorbarlos en su espacio. Libros, fonógrafos, televisión o internet: hablando de arquitectura podríamos decir –parafraseando el título de Kundera– que la habitabilidad está en otra parte.

El nuevo tipo de habitante –decía Jean Baudrillard a finales de los años 60 en El sistema de los objetos– “no es ni propietario ni simplemente usuario, sino que es un informador activo del ambiente. Dispone del espacio como de una estructura de distribución; a través del control de este espacio, dispone de todas las posibilidades de relaciones recíprocas y, por lo tanto, de la totalidad de los papeles que pueden desempeñar los objetos.” Esa redistribución de la habitabilidad en diversos objetos técnicos que, a su vez, permite a la arquitectura presentarse como un artefacto más –cuya relación con la habitación no tiene por qué ser privilegiada sobre la de, digamos, un teléfono o una secadora de ropa. Tal reducción a artefacto tiene así un efecto deconstructivo involuntaria sobre la arquitectura. Ese interior compuesto por electrodomésticos y nodos de comunicación acelerada se contrapone de algún modo al interior burgués criticado por Benjamin –aunque sea por otro lado resultado de aquél. Al nuevo ocupante de esos interiores –dice Baudrillard– no le importa ni la posesión ni el disfrute “sino la responsabilidad, en el sentido propio de que es él quien arregla la posibilidad permanente de ‘respuestas’. Su praxis es pura exterioridad.” El interior burgués –con su pesada carga de costumbres que nos definían e identificaban– se transmuta y condensa en intimidad de conexión, literalmente. El WiFi es la manifestación última de la habitabilidad: donde podamos estar en linea estaremos como en casa. Si para el habitante moderno, según Baudrillard de nuevo, los objetos no se consumían –la idea de consumo como opuesta a la contemplación es tema también de Benjamin– sino que se dominaban, se controlaban y ordenaban, si el habitante moderno se “ encuentra a sí mismo en la manipulación y en el equilibrio táctico de un sistema,” para el habitante “posmoderno” la manipulación se vuelve digital y el equilibrio táctico del sistema se reduce a la disponibilidad de “señal” para conectarse.

El duro trabajo de desocultación/deconstrucción de la tecnología implícita en la arquitectura y de su contrato sin edad con la habitación a partir o mediante la artefactura, se dio finalmente como consecuencia de dos tendencias paralelas. Una, la redistribución operativa de los objetos técnicos en redes de comunicación acelerada y otra, el proceso de individualización creciente. Las formas del habitar siempre han sido variantes de la conectividad, de acelerar o alentar flujos de información y distribución de bienes e insumos. La arquitectura casi inexistente planteada por Hannes Meyer a finales de los años 20 en su Co-op zimmer, prefigura las interpretaciones teóricas de Benjamin y de Baudrillard y las reinterpretaciones deToyo Ito, o antes de Archigram y su ciudad de habitáculos interconectables, de los Smithson con su Casa de Electrodomésticos, de los Eames con sus contenedores neutros –neutralizados– para actividades varias. Si en Meyer, como en Ito, los muros se transforman en cortinas es porque la tecnología que antes contenían y que acondicionaba el interior como un habitáculo confortable, ha adquirido cierta independencia, salido a la luz –para Heidegger tekhné es, precisamente, sacar a la luz–, tomando a su cargo la tarea de hacer al mundo habitable y permitiendo que la arquitectura, ahora simple artefacto, se libere del contrato sin edad con la habitación.

25.4.09

atmósferas

Olafur Eliasson interviniendo el Kunsthaus de Bregenz de Peter Zumthor



¿Puedo proyectar algo con esa atmósfera, con esa densidad, ese tono?
Peter Zumthor[1]
He comprendido que es imposible recrear una atmósfera
Aldo Rossi[2]

1. En una escena clásica de la película Hôtel du Nord, dirigida en 1938 por Marcel Carné, Monsieur Edmond (Louis Jouvet) le anuncia su partida a Raymonde, una prostituta que es su amante, interpretada por Arletty. Debo cambiar de aires, aquí me asfixio, le dice mientras cruzan un puente sobre el canal Saint Martin. Vámonos al mar, al extranjero dice ella. Daría lo mismo, contesta Edmond. “Debo cambiar de atmósfera y mi atmósfera eres tu.” A lo que Arletty, con su voz chillona, da una de las réplicas más memorables del cine francés: “es la primera vez que me tratan de atmósfera… ¡Atmósfera, atmósfera!, ¿que tengo jeta de atmósfera?”

2. “Cuando me pongo a pensar en arquitectura –escribe el arquitecto suizo Peter Zumthor– emergen en mi determinadas imágenes. Muchas están relacionadas con mi formación y con mi trabajo como arquitecto; contienen el saber que, con el paso del tiempo, he podido adquirir sobre la arquitectura. Otras –continúa– tienen que ver con mi infancia; me viene a la memoria aquella época de mi vida en que vivía la arquitectura sin reflexionar sobre ella.”[3] A renglón seguido, en tono ligeramente proustiano, Zumthor hace una breve descripción de la sensación al tocar el picaporte metálico en la puerta de entrada al jardín de su tía, del sonido de los guijarros bajo sus pies, del olor a pintura de aceite del armario de la cocina. Una cocina, dice, por demás ordinaria, sin nada especial, pero cuya atmósfera se ha fundido para siempre con su representación de lo que es una cocina. ¿Atmósfera, tengo jeta de atmósfera? –podría decir, si tuviera voz, aunque fuera chillona, la cocina o, en su caso, la arquitectura entera.

3. En su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin explica algo sobre la percepción de la arquitectura que se liga a esa manera de vivir la arquitectura anterior a cualquier reflexión que comenta Zumthor. Explicando el modo de recepción del cine por las masas, Benjamin dice que, desde siempre, “la arquitectura ha sido el prototipo de una obra de arte cuya recepción tiene lugar en medio de la distracción y por parte de un colectivo.”[4] La recepción de los edificios, según Benjamin, sucede de acuerdo a dos modos: por el uso o por la percepción, “de manera táctil o de manera visual.” De cuerpo entero: por la costumbre o el hábito –es decir, habitándolos–, o prestándoles atención: viéndolos desde afuera –incluso si estamos dentro. La cocina resumida –reducida, como se dice de una salsa– a una atmósfera –en la sucesión indisoluble de picaporte, guijarros y pintura de aceite del armario– es un hábito, algo que se nos ha pegado al cuerpo, que, incluso, ha conformado nuestro cuerpo. No la vemos, la sentimos o, mejor, la resentimos –como re-siente Swann a Combray en el olor –¿la atmósfera?– de la magdalena.

4. Eugenio Trías plantea en su teoría estética que música y arquitectura son artes primordiales –arcaicas y arqueológicas les llama– que determinan nuestros ambientes. Lo ambiental –dice–  constituye el nexo entre el territorio y el cuerpo. Para Trías, la arquitectura y la música “dan forma a un ambiente y determinan el carácter y la cualidad de la atmósfera, del aire que se produce entre el cuerpo y el ambiente.”[5] Por su parte Zumthor argumenta que en la música es muy claro lo que constituye una atmósfera: una percepción que apela a cierta sensibilidad emocional y que funciona a una velocidad increíble.[6] Es información que se comprende sin necesidad de ser sometida a ninguna reflexión o análisis, que se vive antes de reflexionarse, o, como sugiere Benjamin de la arquitectura, que se entiende sin necesidad de un tipo de atención específico, sino al contrario, distraídamente. “Entro en un edificio –escribe Zumthor– veo un espacio y percibo una atmósfera y, en décimas de segundo, tengo la sensación de lo que es.”

5. Se trata, tal vez, de sensaciones envolventes, de nuevo como en el cine. “En el cine –escribe Zumthor a propósito de cómo estructurar secuencias– nunca me canso de aprender. Yo intento hacer lo mismo en mis edificios.”[7] ¿Hacer qué? Producir imágenes –como las que emergen cuando se pone a pensar en arquitectura– que se refieren a –que provocan, podríamos decir– atmósferas fundidas para siempre con la representación de lo que algo es. Atmósferas y esencias. Recordemos que, según el diccionario, una esencia, además de “aquello que constituye la naturaleza de las cosas,” es un “extracto líquido concentrado de una sustancia generalmente  aromática.” Atmósferas e imágenes. Estas imágenes no debemos verlas como cuadros, como cosas para ser –sólo– vistas. Sino como bloques autónomos de sensación-sentido. Una imagen, digamos, es un compuesto –un concentrado, una esencia– que habitualmente nos hace pensar en ciertas cosas, nos produce ciertas sensaciones. Algo más: las cosas en que nos hace pensar, las sensaciones a las que nos refiere la imagen, no están más allá de la imagen –afuera. Son parte de la imagen misma. De la imagen dice Octavio Paz que reproduce el momento de la percepción, que nos hace recordar lo que hemos olvidado –pensemos de nuevo en Proust– y que se explica a sí misma: “sentido e imagen –agrega– son la misma cosa.”[8]

6. En un librito que se llama Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, el filósofo José Luís Pardo dice que Wim Wenders propone una distinción entre imágenes e historias. Según Pardo, lo que Wenders califica como imágenes –y que para él tienen preeminencia para él sobre las historias– puede ser entendido más ampliamente como escenarios o espacios –¿ambientes?,¿atmósferas? Las imágenes son absolutas, absueltas de relaciones con algo distinto a ellas mismas. Si las imágenes son su propio sentido es al límite, en el grado cero del sentido. El sentido de las imágenes –o, retomando lo dicho anteriormente, un sentido que trascienda su propio sentido en tanto imágenes, que apunte hacia afuera de la imagen misma– viene determinado –dice Pardo– “por la inserción de esas imágenes en una trama argumental que gobierna su secuencia. Cuando eso sucede –agrega– ya estamos en el terreno de las ‘historias’: las imágenes dejan entonces de valer por sí mismas y en su singularidad, para adquirir un valor relativo al lugar que ocupan en esa serie.”[9]

7. Si eso vale para las imágenes pensadas como espacios, para los espacios, en tanto imágenes –como las describe Zumthor–, podríamos decir lo mismo. Sueltos, absueltos de cualquier relación, de cualquier secuencia y consecuencia narrativa –en el cine– o programática –en la arquitectura–, son atmósferas, ambientes que nos envuelven y cuyo sentido reposa en ellos mismos –ambientes o atmósferas sin afuera. La cocina, digamos, no vale por aquella otra de la tía: no es su simulacro o representación. Vale porque su atmósfera es la de la otra cocina –no una recreación ni una reproducción, imposibles en el caso de las atmósferas, según pensaba Aldo Rossi, sino la atmósfera misma, ¿la esencia? Más allá de una semejanza entre dos sensaciones –dice Deleuze–, en esa coincidencia y complicidad entre dos signos sensibles distantes y distintos –como la magdalena y Combray– “descubrimos la identidad de una misma cualidad en una como en otra.”[10] Sin embargo, también dice que estos signos sensibles, más allá de su poder evocador y las remembranzas que suscitan, no son arte: “tanto si se dirigen a la memoria como a la imaginación, sólo podemos decir que están antes del arte, y no hacen más que conducirnos a él, o están después del arte, y de él sólo captan los reflejos más cercanos.” ¿Por qué entonces la insistencia, casi nostálgica, no sólo de Zumthor, también, de nuevo, de Rossi por ejemplo, y de muchos otros más, de atender a la vida tal cual, a lo real, de recuperar ese espacio perdido, esa atmósfera ordinaria y, en el fondo, tan auténtica? ¿Dé dónde está búsqueda del momento de la sensación verdadera resumido –reducido, de nuevo– en una atmósfera, un ambiente?

8. Para Peter Sloterdijk, quien desee comprender la originalidad del siglo 20, ha de tener en cuenta: la praxis del terrorismo, la concepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente.[11] Estas tres condiciones de la modernidad tardía se encuentran en el verdadero inicio del siglo pasado, más allá del comienzo cronológico: la primera guerra mundial y, más específicamente, el 22 de abril de 1915, con la primera utilización masiva de gases como medio de combate, desplazando la atención –y la tensión– del cuerpo del enemigo a su medio ambiente.[12] Auque parezca un mero eufemismo sofista, en la guerra moderna no se mata al enemigo, sólo se hace imposible que sobreviva. Así, Sloterdijk confirma y complementa de cierta manera la idea del filósofo francés Georges Canguilhem quien, a mediados del siglo pasado, afirmó que la noción de medio estaba en proceso de convertirse en una manera universal y obligatoria para registrar la experiencia y la existencia de los seres vivos.[13] Ahora no sólo cada uno de nosotros –cada yo, cada sujeto–, sino cada ser, cada objeto incluso es algo más que eso mismo: es eso y su circunstancia, su ambiente –un ambiente que es más que la cosa misma pero que no deja de ser una mónada-mundo, aislado, suelto.

9. “Un ambiente se define como una atmósfera –escribió Brian Eno en las notas a su grabación de 1978 Music for Airpots / Ambient 1–, una influencia que nos envuelve: un tinte.” Un tono, dirá Zumthor. Para Brian Eno el modelo de su música ambiental era aquella música simplona diseñada desde los años 50 por la compañía Muzak para, al mismo tiempo, generar entornos agradables y pasar desapercibida. No es necesario ser un gran conocedor, ni siquiera un amante de la música para afirmar una diferencia radical entre, digamos, Mozart y Muzak. Pero cuando Zumthor postula que algo parecido ocurre en arquitectura –“aunque no tan poderosamente como en la más grandes de las artes: la música”[14]–, en lo que está pensando es en una “arquitectura como entorno,”[15] una arquitectura que se recuerde “inconscientemente,”[16] como una imagen. Una arquitectura sutil y ligera que –cómo decía Eno de su música ambiental– pueda ser “tan ignorable como interesante.”


[1] Peter Zumthor, Atmósferas, traducido por Pedro Madrigal, Gustavo Gili, 2006, p.19
[2] Aldo Rossi, Autobiografía científica, traducido por Juan José Lahuerta, Gustavo Gili, 1998, p.14
[3] Peter Zumthor, Pensar la arquitectura, traducido por Pedro Madrigal, Gustavo Gili, 2005, p.9
[4] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, traducido por Andrés E. Weikert, Itaca, 2003, p.93.
[5] Eugenio Trías, Lógica del límite, Destino, 1991, p.55
[6] Peter Zumthor, Atmósferas, p.13
[7] Ibid., p.45
[8] Octavio Paz, El arco y la lira, FCE, 1986 (1956, 1ª), p.110
[9] José Luis Pardo, Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, Serbal, 1991, p.11
[10] Gilles Deleuze, Proust y los signos, traducido por Francisco Monge, Anagrama, 1972, p.69
[11] Peter Sloterdijk, Esferas III, Espumas, traducido por Isidoro Reguera, Siruela, 2006, p.75
[12] Ibid., p.79
[13] Georges Canguilhem, La connaissance de la vie, Hachette, 1952, p.160
[14] Peter Zumthor, Atmósferas, p.13
[15] ibid., p.63
[16] Op.cit., p.65