21.7.08

cuando las ideas tienen sexo


evolucionan. eso dice matt ridley en ted.

hyperborder


Hyperborder
es el título de la más reciente publicación de Fernando Romero/LAR. Término que en principio me hizo pensar en otro acuñado por el filósofo alemán Peter Sloterdijk: hiperpolítica. Las hiperfronteras podían ser las fronteras de la era de la hiperpoítica. Para Sloterdijk hay tres grandes períodos de lo político: la paleopolítica –la de las primeras hordas humanas que logran aglutinarse y constituir un adentro que los separa del afuera inconmensurable–, la de la política propiamente dicha –de la ciudad y el ágora, de la representación y el consenso– y la hiperpolítica –o la política posterior a la política, la de la crisis de la representación y del espacio público desaparecido o multiplicado en diversidad de capas virtuales. A cada época correspondería una forma de frontera: el cerco psico-acústico que define a la comunidad primitiva, el límite más o menos poroso que contiene pero al mismo tiempo civiliza y, finalmente, la zona compleja, plegada y replegada, que a veces excluye y otras pone en contacto lo que se concibe como separado. “Para nuestros propósitos –se lee en el prefacio del libro– el término frontera va más allá que su definición tradicional como una línea que separa delimitaciones geográficas o políticas.” Ejemplo paradigmático de hiperfrontera resulta, entonces, la de México y Estados Unidos, que este libro explora a partir de datos duros de la actualidad y escenarios que desarrollan posibles futuros. La información se presenta en 15 capítulos que, incluyendo uno de introducción y otro de datos generales, tratan sobre la inseguridad, la interdependencia, el narcotráfico, la migración, el transporte, el ambiente o la salud, entre otros temas. Siguiendo la huella de Rem Koolhas/OMA y MVRDV, entre otros, se mezclan mapas y gráficas –no siempre de la mayor claridad y contundencia–, textos, e imágenes de prensa y otros medios. Los escenarios intentan, tal vez, ir –como en algún momento fue la consigna del Berlage liderado por Zaera Polo– más allá del mapeo. Desde un ataque perpetrado en el 2011 por terroristas que cruzan la frontera ayudados por coyotes quienes, detenidos e interrogados, afirman que se veían y hablaban como mexicanos, hasta un tratado de libre comercio con China en el 2040, pasando por un ya nada ficticio bloqueo de calles en la ciudad de México, también en el 2011, como protesta por la decisión de abrir PEMEX a la inversión extranjera, estas pequeñas ficciones que tratan un poco de todo parecen querer dibujar un mundo –el del hyperborder– donde la frontera estará en todas partes. Visto así podríamos pensar, parafraseando a Alessandro Baricco en su reciente libro sobre Los Bárbaros –“no hay fronteras, creedme, no hay civilización de un lado y del otro bárbaros: existe únicamente el borde de la mutación que va avanzando, y que corre por dentro de nosotros. Somos mutantes, todos, algunos más evolucionados, otros menos”–, que no hay frontera entre México y Estados Unidos, sólo el borde de una mutación que avanza y que nos hace chicanos a todos, unos más avanzados que otros.

¿quién dijo que la arquitectura es para verse?


En esta foto de James Fallows no vemos la "torre" CCTV de Rem Koolhaas/OMA –¿cuándo encontraremos nombre para esta otra tipología que, probablemente a partir de la torre (como el Arco de la Defense en París de Johann Otto von Spreckelsen o el de Teodoro González de León, en la ciudad de México, cariñosamente conocido como el pantalón), pretende generar un espacio continuo, un bucle?–, al fondo, en el nada claro cielo de Pekín –mi resistencia a escribir Beijing no ignora el peso colonialista en la transliteración antigua, sino asume que no está ausente esa condición en la actual que, si quisiera ser precisa, debiera escribirse en español algo así como Beilling.

las ciudades de la arquitectura

En la introducción a su clásico La arquitectura de la ciudad (1966), Aldo Rossi escribía que la arquitectura, “en su proceso de constituirse y afirmarse como disciplina, se identifica con la ciudad y no puede afirmarse sin la ciudad.” A la ciudad la entendía Rossi en su libro –como aclaraba desde la primera frase– como una arquitectura y a la arquitectura como una construcción. La ciudad, pues, en tanto arquitectura, es –en términos de Rossi– una construcción en el tiempo.
En su prólogo a la edición castellana de dicho libro, Salvador Tarragó Cid escribe que, tradicionalmente, “las voces latinas urbis y civitas han sintetizado admirablemente la doble dimensión esencial de los hechos urbanos, esto es, su dimensión física y construida, y su dimensión política y social.” Los hechos urbanos –a partir de los cuales se podría intentar una paráfrasis seudowittgensteniana: la ciudad es la totalidad de los hechos urbanos, no de las cosas– son fenómenos complejos –difíciles de definir, dice Rossi–, como un palacio, una calle o un barrio, pero con una naturaleza doble: son condicionados y condicionantes. En esto Rossi sigue y cita a Lewis Mumford en La cultura de las ciudades (1938): “el pensamiento cobra forma en la ciudad y, a su vez, las formas urbanas condicionan al pensamiento.” Se trata, de nuevo, de la doble dimensión esencial de los hechos urbanos: urbis y civitas.
Aunque aquí, quizás, cabe otra referencia: La ciudad antigua, del historiador francés Fustel de Coulanges, publicado poco más de un siglo antes que el libro de Rossi. Al inicio del capítulo cuarto –la ville– del libro tercero –la cité– aclara que “ciudad y urbe no eran palabras sinónimas entre los antiguos.” Para ellos la ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y las tribus, mientras la urbe era el sitio de reunión, el domicilio de dicha asociación. En esa diferencia entre ciudad y urbe entra la relación de aquella con el tiempo, tan importante para Rossi. Según Fustel de Coulanges no hay que imaginar que la urbe antigua se construía como las actuales –de 1864– por la acumulación progresiva de casas y gentes. “Se fundaba una urbe –dice– de un solo golpe, completa en un día.” Pero la urbe se fundaba una vez constituida la ciudad –el acuerdo común, “la obra más difícil y comúnmente la más tardada.” La urbe es “el santuario de ese culto común” que es la ciudad.
Veamos de nuevo: los hechos urbanos –es decir, la ciudad en tanto arquitectura: la urbe– son condicionados y condicionantes. Condicionados por la ciudad –la ciudad como asociación, como eso que antecede y prepara la arquitectura– y condicionantes de que la ciudad pueda repetirse –repetirse no sólo como lo mismo, sino difiriendo de sí misma. La arquitectura de la ciudad no es –sólo– la que hace a la ciudad sino –sobre todo– la que la ciudad hace. No hay arquitectura sin ciudad.
¿Cuál es, entonces, la ciudad de la arquitectura hoy? La pregunta no puede responderse sin cierta mezcla de nostalgia e ironía. Si París fue la capital del siglo diecinueve se debió –como explicó Walter Benjamin– a la invención de nuevos hechos urbanos, para usar el concepto rossiano: sus pasajes, sus grandes almacenes, sus bulevares, por ejemplo. Hechos condicionados –por el surgimiento y desarrollo de la construcción con vidrio y acero, por la transformación de la producción textil, por el surgimiento de la Comuna de París y su uso de las barricadas, respectivamente– y condicionantes –de nuevos personajes y usos urbanos o, más aún, de nuevas ciudadanías: el burgués y su invención del interior o el flâneur y su transformación del exterior en un interior. París, la urbe del apogeo de la modernidad, es consecuencia de París –la ciudad que se transforma a sí misma entre la Revolución y el Segundo Imperio– y causa de París –la ciudad reinventada de Baudelaire a Benjamin, si no cuna al menos cobijo de cubistas, dadaístas y surrealistas, del jazz y del ballet ruso, de Josephine Baker y Adolf Loos, de Gertrude Stein, Ernest Hemingway o Henry Miller. Y si Nueva York vino después al relevo como capital de parte del siglo veinte, sería –como afirmó Marshal Berman en su Todo lo sólido se desvanece en el aire– porque “la ciudad se había convertido no sólo en un teatro, sino en una producción, en una presentación en diversos medios cuyo público era el mundo entero.” Las consecuencias prácticas de la urbe de hierro fueron redimidas para la teoría en el ahora clásico manifiesto retroactivo de Rem Koolhaas Delirious New York. La cultura de la congestión, la grandura –por traducir así bigness–y la lobotomía que desconecta –contra la ortodoxia del movimiento moderno europeo de los años veinte– la apariencia del uso, fueron hechos urbanos condicionados por la inmigración y la mezcla de concentración de riqueza y depresión económica y condicionantes de una nueva versión metropolitana de la diversidad social y cultural.
¿Qué ciudad sigue tras París y NuevaYork? Desde los años ochenta del siglo pasado pudo ser Londres la ciudad de la arquitectura. Fue uno de los lugares donde se inició el debate posmoderno. Desde ahí Leon Krier, Terry Farrel, Quinlan Terry, un tardío James Stirling y, por supuesto, el californiano avecinado en la isla británica y gurú del posmodernismo arquitectónico Charles Jencks —contando además con el real patrocinio del Príncipe Carlos– lanzaron su respuesta de tonos seudoclásicos o vernáculos a un modernismo estereotipado que ya había sido puesto en crisis por el Team Ten, entre quienes estaban los también ingleses Alison y Peter Smithson. También Londres fue caldo de cultivo privilegiado de la arquitectura high-tech: el Team 4 formado por Richard Rogers –primo del triestino Ernesto Nathan Rogers, nacido en Florencia pero educado en la Architectural Association– , y Norman Foster y sus respectivas esposas Sue Rogers y Wendy Cheesman, Will Alsop o Nicholas Grimshaw, construyeron en versiones que –como alguna vez comento Luis Fernández Galiano– tenían con la tecnología cotidiana la misma relación que la alta costura con la moda convencional lo que un par de décadas antes habían imaginado, quizá con mayor soltura y cierta ironía con tintes pop, los también egresados de la londinense AA Peter Cook, Ron Herron, Dennis Crompton, Warren Chalk, Michael Webb y David Greene, mejor conocidos, probablemente, con el nombre del panfleto que publicaron por primera vez en 1961: Archigram.
Además del post y del neo o tardo modernismo –como algunos calificaron a la arquitectura de alta tecnología–, Londres también fue cuna compartida –junto con Nueva York y la exposición del MOMA curada por Mark Wigley y Philip Johnson– de la deconstrucción, complejo y confuso movimiento que tomaba muy poco de las estrategias conceptuales de la escuela filosófica del mismo nombre –según explicaba en la introducción al catálogo del MOMA Wigley, probablemente el mejor lector de Jacques Derrida entre arquitectos– y algo más de las formas del constructivismo ruso de los años veinte que la Glasnost de Gorvachov había hecho de nuevo accesible. El holandés errante Rem Koolhas, el suizo-francés Bernard Tschumi, el polaco Daniel Libeskind y la iraquí Zaha Hadid fueron parte de esa nueva vanguardia –completada por Peter Eisenman, Frank Gehry y los austriacos Swiczinsky y Prix de Coop-himmelb(l)au. Koolhas y Hadid estudiaron y los cuatro dieron clases, de nuevo, en la Architectural Association lidereada por el canadiense Alvin Boyarsky de 1972 a su muerte en 1990. Además de los ya mencionados, entre las filas de alumnos o profesores de la AA se cuentan a Ben van Berkel, David Chipperfield, Robin Evans, Kenneth Frampton, Nasrine Seraji, John Pawson, Cedric Price, Louisa Hutton, Alejandro Zaera Polo y Farshid Moussavi, Wil Arets y un largo etcétera. Las más recientes tendencias arquitectónicas por el mapeo, los diagramas, el branding, la arquitectura de formas complejas e indefinidas, el landscape urbanism, entre otras, tienen si no su origen al menos un sitio privilegiado en dicha escuela y en esa ciudad. A la efervescencia teórico-académica se le suma una amplia variedad de exhibiciones, conferencias y encuentros –en un solo día el sitio web londonarchitecturediary.com registra más de veinte posibles– y una transformación que involucra a la urbe por entero.
Pero tal vez estamos aún demasiado cerca para juzgar si esta vitalidad evidente ha producido ya nuevos hechos urbanos de la talla de los bulevares, los pasajes o el rascacielos, y mucho menos para saber si se trata de una respuesta a cambios sociales profundos –de la ciudad, pues. También es difícil discernir si supuestas mutaciones de las condiciones pueden aún localizarse en un punto como en su tiempo fueron París o Nueva York. En Las Vegas o en Dubai, en los cientos de nuevas ciudades en Asia y en especial en China, en Los Ángeles o Bombay, en Laos, Sao Paulo o México, pueden reconocerse cambios radicales que apuntan a nuevas formas de ciudad en tanto organización social: la era de la multitud ya se presta a una incierta gramática que anuncia la transformación del ciudadano en extranjero y en refugiado, la explosión del publicidad y la erosión de lo público, la abolición de la identidad y el éxtasis del individualismo. La ciudad desaparece –“la ciudad ya no está” es la penúltima frase del ensayo de Koolhaas La ciudad genérica– y a la vez reaparece dispersa, difuminada, genérica y generosa: “la Ciudad Genérica es todo lo que queda de lo que solía ser ciudad. La Ciudad Genérica es la post-ciudad que se está preparando en el emplazamiento de la ex–ciudad” (R.K.). No en balde –recordando, como Rossi, que no hay arquitectura sin ciudad– Koolhaas escribió en alguna parte sobre la desaparición de la arquitectura, sobre la ficción que constituye seguir creyendo en algo así. Y sin embargo, a la espera de la nueva ciudad, la arquitectura –aun– se mueve.

el fracaso del bando dos

Una ciudad no es sólo un conjunto de casas y gente sino, ante todo, la manera específica como esas casas y esa gente se organizan –la estructura de dicho conjunto. Una ciudad es, pues, una formación, en el doble sentido que le da Humboldt en su “Ensayo sobre la superposición de las rocas”: la manera como algo –la ciudad o la roca– se ha producido y el ensamble o conjunto de masas tan íntimamente conectadas que se supone fueron formadas en la misma época o, pensando en ciudades, en el mismo proceso. La ciudad es, pues, un proceso y el resultado de dicho proceso. Civitas y urbs son las voces clásicas que de algún modo se refieren a esas dos fases. La primera designa la agrupación civil, mientras la segunda se refiere a la forma física construida que aquella permite. La forma urbana es, entonces, resultado y reflejo de una ciudad, es decir, de una civilización. Suponemos que a ciudades plurales, abiertas, corresponden urbes que manifiestan esas características y que, a su vez, acciones urbanas precisas pueden intensificar –o entorpecer– el potencial de una ciudad.
El bando dos –el reglamento que confina el crecimiento habitacional a cuatro delegaciones centrales del Distrito Federal– tiene una lógica en apariencia evidente: densificar ahí donde ya se cuenta con la infraestructura necesaria y así evitar la extensión cada vez mayor de la mancha urbana hacia zonas aun no servidas ni urbanizadas, protegiéndolas del desarrollo fuera de control. Esa, al menos, es la hipótesis inicial, pero la realidad revela varias fallas que apuntan a un posible fracaso hacia dentro, en las delegaciones donde sí se puede construir. La más evidente falla del bando, remarcada muchas veces por vecinos de las zonas afectadas, puede ser efecto de un error de apreciación: que ahí se cuente con mayor y mejor infraestructura que en otros lugares de la ciudad no implicaba que la misma fuera suficiente para un crecimiento seguramente no estudiado en detalle. Los apagones frecuentes, la escasez de agua, el transporte y los servicios públicos saturados prueban la insuficiencia de lo que parecía suficiente. Otro efecto adverso era totalmente previsible: el aumento del costo del suelo y, en consecuencia, de la construcción. El costo de un departamento hoy en la Portales, por ejemplo, se acerca al que hace unos años tenía uno en la Condesa: sin los beneficios. El resultado es un exceso de oferta y más del 30% de las nuevas viviendas desocupadas.
Grave como es, hay algo además de lo apuntado más arriba que revela con mayor contundencia el fracaso urbano y, sobre todo, “civil” de la estrategia del bando dos. Sumada a los problemas de suministro de agua y energía eléctrica, y a los desajustes en el mercado inmobiliario, hay otra carencia que si no pone en riesgo la habitabilidad básica de las construcciones recién terminadas, si lo hace con la vida civil o, mejor, civilizada, en su sentido pleno. Además de la vivienda –e incluso podríamos afirmar que antes que vivienda–, la ciudad se compone de espacios públicos –en el sentido de que sus usos son compartidos, no tanto en términos de propiedad. Sin escuelas ni parques, sin cafés o restaurantes, sin teatros, sin centros comunitarios, no hay ciudad. La ciudad no se forma sólo con vivienda y menos con vivienda aislada del contexto, cerrada por temor a un entorno casi siempre prejuzgado como inseguro. Poder llevar a los hijos a una escuela que califique por lo menos con dos en las pruebas pisa, sacar a pasear al perro o ir a comer o tomar una copa son parte esencial de los servicios que una ciudad ofrece y que el bando dos por sí mismo no podía garantizar. Junto al Bando dos, se debía haber propiciado –como a su modo lo hizo Haussman en el París del siglo 19– una mezcla de usos y, sobre todo, de estratos económicos. Pues en una sociedad segregada y excluyente como la nuestra –donde el mestizaje cultural y económico es una más de las coartadas de nuestra fantasía chovinista–, resulta difícil pensar que una sola acción sin otras estrategias que la soporten y complementen pueda contribuir en la formación de la ciudad.

máscaras mexicanas

La arquitectura, dijo Octavio Paz –cuyo décimo aniversario luctuoso recién se conmemoró–, es un testigo insobornable de la historia. Una obra de arquitectura es el resultado de un complejo juego de fuerzas: políticas, culturales, sociales, económicas, artísticas, técnicas, etc. De hecho, cualquier objeto es, en el fondo, resultado de tales sistemas de fuerzas, y de ahí el interés cada vez más extendido en las historias del espejo, la rueda, el libro o el tornillo: revelan no sólo la lógica específica de un objeto, sino otras diversas, implicadas, de un período.
Pero la arquitectura, por el mero esfuerzo material que generalmente implica, hace que se tejan redes complejas donde, en la microhistoria de un proyecto determinado, se atraviesan las historias, por ejemplo, del espejo, la rueda, el libro o el tornillo; punto de convergencia y choque de ideologías, creencias, movimientos sociales o políticos, ideas éticas y estéticas que hacen de la arquitectura –para volver al dicho de Paz– testigo insobornable de la historia.
Insobornable, hay que aclararlo, no por alguna improbable calidad moral superior de la disciplina –al contrario, la arquitectura parece estar a sus anchas en un vago territorio entre lo amoral y lo inmoral–, sino como insobornable puede ser –sin detenernos en honduras epistemológicas– una fotografía testimonio de un crimen. La fotografía puede ser alterada, manipulada e intervenida o incluso trucada al momento de la toma, pero a menos que sea destruida siempre habrá, parece, la posibilidad de leer en ella los trazos de dichos procedimientos.
Así en la arquitectura. La catedral románica o la gótica nos cuentan cosas distintas de los mundos que les dieron lugar, y la transformación de una en otra también. El castillo vuelto prisión o el palacio museo otro tanto. La materialidad misma de las cosas nos dice más que lo usualmente leído en ella –recuérdese al respecto la crítica de Adolf Loos a la aristocracia decadente del imperio austohúngaro a partir de su ropa interior de lino, nada apta para el esfuerzo físico que exige una vida activa, en comparación con los ingleses y los americanos que tanto admiraba, y sus calzones de algodón, prueba última de una encomiable ética del trabajo.
Sería interesante, pues, ampliar la historia de la arquitectura mexicana como testigo –discúlpese la redundancia– de la historia, más allá de los recuentos cronológicos y hagiográficos a los que la mayor parte de la historiografía arquitectónica nos tiene acostumbrados, sobre todo en México. Habría que intentar, por ejemplo, una lectura del privilegio de la arquitectura pesada, cerrada, en la que dominan los gruesos muros rugosos sobre los pequeños y profundos vanos, que combinara una historia social y económica de la técnica constructiva en México –la mezcla de mano de obra poco o nada especializada y, en un círculo vicioso que hace difícil saber si es causa o efecto, obreros pertenecientes a una clase marginada y sobreexplotada– con el rechazo del mexicano a “permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad.”
Lo anterior lo escribe Octavio Paz en el capítulo “Máscaras mexicanas” de su clásico “Laberinto de la Soledad.” Si no recuerdo mal, Miquel Adriá, cuando recién llegado a México intentaba comprender los complejos y las complejidades no sólo de nuestra arquitectura sino también de nuestro carácter, hizo una primera lectura de ese “testigo insobornable de la historia” desde el capítulo que ahora de paso menciono: máscaras mexicanas. Ahí también dice Paz que ese rechazo a abrirnos implica una “preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto” que “no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como amor a la Forma” –entendida ésta como ceremonia y formulismos sociales, morales y burocráticos y también como “forma”. Preferimos la Forma –continúa– incluso vacía de contenido. Mucha de la arquitectura mexicana del último siglo se debate entre esa condición casi ceremonial de máscara y la ideología –otra cosa sería analizar si también la realidad– de una arquitectura moderna que se quiere transparente, abierta, pragmática y alejada de cualquier formalismo vacío. La comparación que hiciera Esther McCoy entre las casas del Pedregal en México –que elogia– y las Case Study Houses de California –parecidas excepto que las de acá son mucho más grandes y con habitaciones, pequeñas éstas, para la servidumbre– apunta en esa dirección. Hay mucho más que pensar pero el espacio, aquí, se me acaba.