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21.5.12

el presente sigue igual


Se puede intentar una descripción de la arquitectura actual en México –como seguramente la de cualquier época y de cualquier lugar– a partir de al menos dos lecturas: los actores y las condiciones. Quiénes hacen arquitectura hoy en México o, más bien, quiénes hacen una arquitectura interesante y, por otro lado, respondiendo a qué circunstancias. Pero si creemos aquello que dijo Ortega –el muy citado yo soy yo y mi circunstancia, seguido de la parte que generalmente se olvida: y si no la salvo a ella no me salvo yo– para explicar a los autores habría por lo menos que haber planteado las circunstancias.
Hace unos días leía una descripción que hizo Stan Allen de las condiciones de la arquitectura en los últimos treinta años en Estados Unidos. The Future That Is Now es el título del texto: el futuro que nos alcanzó, podría ser una traducción seguramente fallida. Allen inicia con una instantánea de los años finales de la década de los 80 y los primeros de los 90. Era la época de George Bush padre, de Margaret Tatcher y de François Mitterrand –con sus grandes proyectos arquitectónicos para conmemorar el bicentenario de la Revolución Francesa. En Estados Unidos, dice Allen, se firmaron en 1990 tanto el Clean Air Act como el Americans with Disabilities Act, con efecpos en la arquitectura y el medio ambiente. También en 1990 se inician las pruebas del internet que se abre al públicio en 1992. En 1990 se empieza a usar el sistema 2G en los teléfonos celulares, permitiendo que se redujeran en tamaño y aumentaran sus funciones al mismo tiempo. En 1990, continúa Allen, el fax, el walkman y la contestadora de teléfono eran iconos de la tecnología más avanzada; Kodak –hoy en quiebra– aun fabricaba proyectores y las transparencias de 35 milímetros eran la norma en las conferencias de arquitectura. La Mac Classic fue puesta a la venta en octubre de ese año y tenía –explica Allen y recuerdo por la que fue mi primera computadora– un disco duro con una memoria de 40 megas –hoy cualquier teléfono móvil multiplica varias veces esa capacidad. Faltaban, sigue Allen, siete años para que apareciera Google.
No había habido aun efecto Bilbao. Frank Gehry empezó a trabajar en el proyecto para el Guggenheim de esa ciudad en 1991 y no se terminó sino hasta 1997. La arquitectura en los Estados Unidos estaba dominada por despachos corporativos y comerciales. Había algunas firmas de diseño sofisticado, como Richard Meier y nombres como Peter Eisenman, Steven Holl, Elizabeth Diller y Ricardo Scofidio, Morphosis, Daniel Libeskind o Rem Koolhaas, eran conocidos sólo por algunos como representantes de una vanguardia experimental, de creciente prestigio en la academia pero con pocos o ningún edificio construido. Esos arquitectos escribían y dibujaban –generalmente a mano.
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Así dibuja Stan Allen el panorama de la arquitectura en Estados Unidos a finales de los años 80 y en la década de los 90. ¿Cómo era en México?
Era el tiempo de Carlos Salinas como presidente. Tras las crisis de los años 70, parecía que, otra vez, tocaba administrar cierta abundancia. México se abría al comercio con el exterior, especialmente con Estados Unidos y la economía, tradicionalmente guiada muy de cerca por el gobierno, se liberaba a los movimientos del mercado. La moneda perdió tres ceros para contrarrestar, al menos simbólicamente, varios años de inflación acelerada. El gobierno de Salinas volvió a privatizar los bancos, nacionalizados un sexenio antes, y vendió también a inversionistas privados las dos canales de la televisión pública y el monopolio de Teléfonos de México –así, entero, como un monopolio, empezando ahí el acenso de quien hoy es el hombre más rico del mundo.
En arquitectura, para finales de los 80 en México, Isaac Broid, Luis Vicente Flores, Alberto Kalach y Enrique Norten eran los jóvenes iconoclastas de la arquitectura mexicana y se revelaban contra los rugosos y coloridos muros ciegos de una arquitectura que se pretendía heredera de Barragán. Cómo los arquitectos de Estados Unidos y Europa, ellos daban clases, fundaron una revista –la revista A, junto con Humberto Ricalde– exponían sus dibujos –también hechos a mano– en galerías y, a diferencia de la mayoría de los arquitectos de su generación en Estados Unidos y Europa, empezaban a construir. En 1994 se inauguró el Centro Nacional de las Artes, en terrenos de los Estudios Churubusco, con un plan maestro, ganado en concurso por invitación, de Ricardo Legorreta. Junto a éste y a Teodoro González de León, TEN Arquitectos –despacho formado entonces por Enrique Norten y Bernardo Gómez-Pimienta– y Luis Vicente Flores construyeron las escuelas de Teatro y Danza, respectivamente. Antes, Flores había ganado el concurso para la Plaza de la Solidaridad, que conmemoraba a las víctimas del sismo de 1985, y Alberto Kalach había ganado, con dos proyectos distintos, el primer y el segundo lugares del concurso para el reordenamiento de Chalco, que también llevaba el nombre de Solidaridad –el lema de aquél sexenio. Probablemente en esos proyectos se haya iniciado la preocupación de Alberto Kalach por el paisaje de la ciudad en esas zonas, que culminaría con el proyecto Vuelta a la ciudad lacustre, en colaboración con Teodoro González de León, Jose Castillo y Gustavo Lipkau, entre otros.
El primero de enero de 1994, último año del sexenio de Salinas, el mismo día que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional tomó dos municipios en Chiapas. En marzo de ese mismo año Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la presidencia, fue asesinado en Tijuana. Ernesto Zedillo tomó su lugar. Ya como presidente a él le toco que el globo económico del sexenio de Salinas reventara, el famoso error de diciembre. Despertamos, una vez más, del sueño de la abundancia y el sexenio de Zedillo se fue en tratar de equilibrar los efectos de la crisis. A medio sexenio, en 1997, el jefe del gobierno del Distrito Federal dejó de ser designado por el presidente y resultó electo Cuauhtémoc Cárdenas. Durante su gobierno se convocó un concurso para remodelar el Zócalo de la ciudad de México. Entre los quince finalistas había proyectos de Teodoro González de León y Alberto Kalach. La propuesta ganadora, de un equipo encabezado por Ernesto Betancourt y Juan Carlos Tello, no fue construida.
Entre esos dos sexenios, el de Salinas y el de Zedillo, se desmanteló buena parte del aparato estatal que en las décadas anteriores los gobiernos del PRI habían construido. La arquitectura pública fue una de las primeras víctimas. No sólo los grandes proyectos –edificios institucionales, hospitales, escuelas– sino también y sobre todo la vivienda social. Cuando en el año 2000 Vicente Fox ganó las elecciones, poniendo fin a siete décadas de gobiernos priistas, esperamos confiados que los vientos de la democracia empujaran la nave por buen camino, incluyendo la arquitectura. La inercia fue mayor.
Se organizaron algunos concursos. El principal, de la Biblioteca José Vasconcelos en Buenavista, lo ganó Alberto Kalach acompañado por Gustavo Lipkay, Juan Palomar y Tonatiuh Martinez en el diseño de los jardines. El proyecto, que era parte de un programa para hacer de México un país de lectores –lo que, de menos, revelaba cierta ingenuidad en la estrategia– se construyó con prisas y poco cuidado por lo que, tras inaugurarse, la permaneció cerrada un año en reparaciones. Hubo otros concursos. Algunos tuvieron finales menos felices que el de la Biblioteca. El de la secretaría de Salud, ganado por Teodoro González de León, no se construyó. El de la Casa de las ajaracas, atrás de Catedral, que ganó Javier Sánchez, tampoco. Hubo concursos también para el edificio del Senado de la República –ganado por Javier Muñoz– y para la Terminal 2 del Aeropuerto de la ciudad de Méxicio –que hizo Francisco Serrano–, ambos construidos.
Ya en el sexenio de Calderón el gobierno convocó al concurso para el Arco del Bicentenario que concluyó con la infausta Estela de Luz y el ya conocido escándalo por su excedido costo y tardía entrega. Tras el desastre de aquél proyecto, la presidenta del Consejo Nacional Para la Cultura y las Artes prefirió asignar directamente algunos proyectos –ya de última hora, casi terminado el sexenio. Argumentando que un diseño arquitectónico equivale a la compra de una obra de arte, que no requiere legalmente de una licitación o concurso, encargó entre otros la remodelación de la Cineteca Nacional –Michel Rojkind–, un nuevo edificio para los Estudios Churubusco –Jose Castillo y Saidee Springall–, la adecuación de la Biblioteca de México en la Ciudadela –coordinada por Bernardo Gómez-Pimienta y Alejandro Sánchez.
En éstos últimos años el gobierno del Distrito Federal también intentó hacer lo suyo. Un concurso, fallido al no realizarse, para la plaza del bicentenario. Otro, por invitación, para una estación de bomberks donde se había quemado un antro: la Estación Ave Fénix, diseñada por Julio Amezcua y Francisco Pardo, de at103 y Bernardo Gómez Pimienta y Hugo Sánchez. Otros proyectos, como el museo del Tequila en Garibaldi o la rehabilitación del Monumento a la Revolución, los realizó directamente el equipo de Felipe Leal, primero Autoridad del Espacio Público y después secretario de desarrollo urbano y vivienda en el Distrito Federal.
Si eso pasó con los grandes proyectos públicos, la vivienda –la gran masa de lo que se construye–, que había constituido el interés principal de la arquitectura moderna en buena parte del siglo XX, dejó de ser, salvo excepciones, asunto de arquitectos. La vivien`a social se convirtió en coto `e desarrolladores inmobiliarios, las más de las veces con un interés por la arquitectura inversamente proporcional a su ambición económica. La colonia Condesa, que tras el sismo de 1985,se transformó poco a poco en la zona de moda en la ciudad de México, con restaurantes, bares, tiendas y donde Javier Sánchez fue de los primeros y probablemente el más consistente en construir departamentos para la calase media que volvía a ocuparla, es, sin duda, una excepción.
Las generaciones que siguieron a aquellos reunidos en la revista A, han sido más diversas y, al mismo tiempo, más dadas a trabajar en colaboraciones. Algunos ya los he mencionado: Michel Rojkind, Javier Sánchez, Jose Castillo y Saidee Springall de Arquitectura911, Julio Amezcua y Francisco Pardo de at103. Habría que sumar algunos nombres como Mauricio Rocha –quien empezó haciendo instalaciones artísticas además de arquitectura y que ahora es seguramente uno de los más prolíficos y sólidos representantes de su generación–, Derek Dellekamp, Axel Arañó, Lucio Muniain, Juan Carlos Cano y Paloma Vera, Rozana Montiel de Periférica, Tatiana Bilbao, Fernando Romero, Fernanda Canales o, en la frontera con una generación menor, Productora: Carlos Bedoya, Wonne Ickx, Víctor Jaimes y Abel Perles –quienes además de su oficina coordinan, junto con Ruth Estévez, Liga, espacio para la exhibición y reflexión sobre sobre arquitectura–, Ivan Hernández o Armando Hashimoto y Surella Segú. Si algo los distingue, como apunté más arriba, es la diversidad. Pero al mismo tiempo los unifica una actitud hacia la arquitectura que combina otra manera de entender la investigación –desligada de los requerimientos de un proyecto específico– que probablemente resulte de un contacto y conocimiento más cercano de los modos de producir arquitectura fuera de México –la mayoría han hecho estudios de posgrado en el extranjero– y de haberse sacudido, casi por completo, la carga de la identidad –algo con lo que la generación anterior aún batallaba, al menos negativamente. 
La generación más joven que ya empieza a destacar es no sólo más diversa que ésta sino también, quizá, mas dispersa, tanto en la forma de agruparse como en sus intereses. Están quienes trabajan la arquitectura en un modo tradicional, quienes lo hacen –para usar la expresión de Rosalind Krauss– en un campo ampiado, o quienes trabajan en campos que no calificaríamos como arquitectónicos, propiamente hablando, pero con estrategias y modos de actuar indudablemente de arquitecto. Pienso, entre los primeros, en nombres como Jorge Ambrosi, Frida Escobedo –quien ganó el primer concurso organizado por el Museo el Eco para el pabellón temporal en su patio–, Jorge Arvizu, Ignacio del Río, Emmanuel Ramírez y Diego Ricalde, de Estudio MMX –ganadores del segundo concurso del Eco–, Esteban Suarez de BNKR. Entre los últimos el grupo que organiza PaseUsted y Tomo, entre otros.
Puesto así, sumando nombres –más muchos más que omito por olvido o ignorancia–, el panorama de la arquitectura actual en México parece efervescente y prometedor. Pero realmente sólo dibujo a un sector privilegiado. Esta serie de nombres podría compararse a la de buenos jugadores, digamos, de futbol en México –y decir que el futbol aquí es bueno, es otra cosa. O, puesto de otra manera, esa buena arquitectura mexicana no es la que usan y disfrutan la mayoría de los mexicanos. No sólo por las grandes diferencias económicas en el país –aunque ésa es una causa importante. Tampoco en medios con más recursos la arquitectura, la buena o, de menos, la consistente, es la norma, más bien una rara excepción. Se dirá que eso pasa en todas partes. Puede ser cierto. Pero también en otros lugares hay mecanismos –sociales y políticos– que sirven para fomentar una arquitectura de calidad: por un lado concursos –locales o internacionales, bien estructurados y con resultados– y por otro lado mecanismos que hacen posible el acceso de más a buena arquitectura. Fuera de algunas pocas ciudades e incluso zonas, en México pocos tienen acceso a aquella arquitectura contemporánea de excepción algunos de cuyos autores enlisté someramente.
Lo mismo pasa con la enseñanza y la difusión de la arquitectura. Pese a que hay más de 100 escuelas de arquitectura en el país, varias publicaciones y un Museo Nacional de Arqutiectura, la investigación y crítica, la enseñanza de calidad y las buenas exposiciones de arquitectura están limitados, no por casualidad, a un sector que coincide en buena parte con el antes descrito. Por las razones que ocupan estos últimos dos párrafos, pese a la buena calidad, insisto, de la obra de muchos arquitectos –incluidos aquí o no–, contra el título del texto de Stan Allen con el que inicié –el futuro ya está aquí–, éste texto se llama( como ya leyeron, el presenta sigue igual.

11.4.12

la arquitectura de michel onfray



recién leí el manifiesto arquitectónico para la universidad popular de michel onfray, filósofo francés. onfray es –y copio lo que dice la contraportada del libro, así que culpen de cualquier imprecisión a la editorial gedisa– “uno de los ensayistas franceses más leídos y prestigiosos de la actualidad. siempre molesto para el establishment, reivindica el libertinaje, el placer sensual, el ser más que el tener y la libertad individual por encima de cualquier tipo de gregarismo.” en su sitio web dice que nació el 1º de enero del 59, que enseño en un liceo técnico en caen, normandía, entre 1983 y el 2002 antes de crear la universiad popular de caen, que ha escrito unos cincuenta libros –si, 50 en 53 años de vida– y que su interés es intentar una teoría del hedonismo desde la pregunta ¿qué puede el cuerpo?
onfray es un pensador público, un intelectual, muy a la francesa pues. en méxico nuestros intelectuales son generalmente escritores –como paz, fuentes o monsivais–, a veces historiadores –como krauze o aguilar camín– o pensadores políticos. ha habido filósofos, claro, pero tal vez sólo vasconcelos y mucho menos caso, gaos, villoro o rossi, por mencionar algunos, han tenido un papel de protagonistas en la escena intelectual mexicana y no por falta de méritos: los filósofos, aquí, toman generalmente distancia de los escenarios públicos. en francia, en cambio, de sartre a foucault pasando por lefebvre, derrida, baudrillard o bernard henri levy –quien incluso es conocido del público por sus siglas: bhl–, los filósofos acostumbran jugar un papel mucho más abierto y de más peso en la opinión pública –lo que, finalmente, no creo les de o les quite solidez en tanto filósofos.
a onfray he llegado tarde y empecé por su libro política del rebelde, tratado de resistencia e insumisión. ahí sigo, pero cuando vi en la librería su manifiesto arquitectónico, un libro breve y sencillo en relación al anterior, hice un paréntesis –cosa común en mi nada ordenado método de lectura. el librito en cuestión es la continuación de la comunidad filosófica, donde planteaba la organización conceptual –de nuevo lo copio de la contraportada– de la universidad popular que fundó. si en aquél libro se planteaba una utopía, en éste se le da lugar, físico, concreto, arquitectónico.
dice onfray que lleva mucho tiempo pensando en un libro sobre arquitectura –"una serie de veintiséis artículos con un título valeryano: el gusto de lo eterno."  también califica a la arquitectura de pariente pobre de la filosofía. pobre, vista desde el lado de los filósofos, quienes generalmente la desprecian, dice, por su excesivo e inevitable compromiso con el cuerpo y la materia. la arquitectura, pues, es demasiado mundana. por supuesto ha habido filósofos que hablan de esa pariente pobre, que la piensan incluso decididamente, sea como referencia al espacio y a la ciudad, o a la arquitectura misma, como hegel, kant o shopenhauer. en el siglo pasado de heidegger a derrida pasando por wittgenstein, levinas, merleau-ponty, bachelard, bataille, foucault, deleuze o ya en éste sloterdijk, han tocado temas de arquitectura. pero la arquitectura se vuelve tema inevitable cuando el cuerpo se entiende como única realidad de nuestro ser –cosa, según lo ve onfray, más bien excepcional en la historia filosófica de occidente.
onfray predica una forma de anarquismo individualista –¿serán redundantes los términos?– y apuesta también por una arquitectura de objetos, de edificios solteros como les llama él: esculturas habitables. eso podría parecer contrario a lo que uno esperaría de una arquitectura desde y para el cuerpo, pero onfray explica que no se trata de “obras separadas de la vida” que descienden a la calle, sino de “una calle que llegue a ser en sí misma una obra de arte”, lo que podemos leerlo en dos sentidos complementarios: una afirmación del diseño como participación –lo que usualmente se llama bottom-up– y, de una manera más literal pero no menos compleja, que la calle misma, el suelo común y compartido de la ciudad, se alce, se yerga en tanto arquitectura.
cuando plantea la arquitectura como escultura, onfray no suscribe el formalismo –que critica: “la pasión del arte por el arte mismo, el uso formalista, son más hechos de artistas desprovistos de fondo que el resultado de una revolución digna de ese nombre”– sino que la relaciona como contraparte y acaso condición para la construcción de la propia subjetividad –otro de sus libros se llama, precisamente, la escultura de uno mismo. un espacio propio, individual, para poder construirse a un mismo –lo que no puede sino recordarnos la famosa conferencia de virginia woolf: a room of one’s own.
para su universidad popular, onfray piensa varias formas o ideas para una arquitectura libertina –que acaso pudieran hacerse extensivas a cualquier intento de dar lugar a lo público. primero el circo: “una forma que coincide con una fuerza, sin comienzo, sin fin, enteramente dinámica” y al mismo tiempo “modulable” –y recordemos lo que sobre la modulación han escrito, desde la filosofía, deleuze, o desde la arquitectura, david leatherbarrow, por ejemplo. segundo el claustro, sinónimo de encierro, lo que en principio podría parecernos opuesto a la fluidez y movimiento del circo. pero si ve en el circo la coincidencia de forma y fuerza, el claustro se le presenta como “el reparto elegante” de las fuerzas y, más que como encierro, como protección y sombra. además, el claustro como deambulatorio “también reactiva la circulación de los flujos de forma ininterrumpida.”
la tercera más que una forma es una manera –para algunos el epítome del amaneramiento–: un edificio dandi, esto es, “un edificio que resiste los embates de la modernidad triunfante, del espíritu de los tiempos, del (buen) tono de la época, de lo que debe hacerse y hasta de la deformación generalizada. una construcción –agrega– a contratiempo, contra la corriente y contra la moda.” habría sin embargo que contrastar esta visión de onfray, donde el dandismo arquitectónico pareciera alejarse de la moda y, sobre todo, de su imitación superficial, con lo que escribía gilles lipovetsky en el imperio de lo efímero: “en el dandismo clásico se trata siempre de aumentar la distancia, de separarse de la masa, de provocar la sorpresa y cultivar la originalidad personal” llevando hasta el final “la ruptura con los códigos dominantes del gusto y las conveniencias.” si lipovestky menciona como figuras tardías del dandi al jipi y al punk, podemos pensar a su vez al dandi arquitectónico desde el facteur cheval a gehry –a quien onfray menciona elogiosamente un par de veces en su texto–, del bricolaje al diseño paramétrico más sofisticado. dandi no sería la arquitectura ni de loos ni de mies ni de le corbusier y ninguna de esas platónicas, puras, ideales aun cuando se hayan construido en concreto –aunque mucho habría que decir no sólo por la arquitectura de aquellos tres, sino también por su relación con la moda, por del dandismo de loos o los trajes perfectos de mies, entre otras cosas.
precisamente contra el platonismo de los constructores –“cuyos edificios con frecuencia proceden del puro y simple diseño” y en los que se trata, ante todo, “de deslumbrar a los ojos y nada más, olvidando por completo al cuerpo que los acompaña”– arremete michel onfray en su primera batalla. contra la arquitectura retiniana, parafraseando a duchamp, una arquitectura hedonista que “se preocupa por la comodidad de los cinco sentidos.” hay ahí un vínculo no sólo con cierta fenomenología arquitectónica –pienso en los ojos de la piel de juhani pallasmaa– sino con lo que escribe walter benjamin en la obra de arte en la época de su reproducción técnica. ahí benjamin dice que el cine se percibe como desde siempre se ha percibido la arquitectura: de manera distraída y en masa. a la arquitectura no le presta atención un individuo concentrado, no se percibe ópticamente sino, dice benjamin retomando los términos de alois riegl, hápticamente: no con la vista sino con el cuerpo. los edificios como objeto de la atención y no del hábito, dice benjamin, les interesan sólo a los turistas. para onfray a “la perversión del ojo entendido como criterio único” hay que oponer “la plena presencia del cuerpo.” pese a que su intención es evidentemente la contraria –pasar del sujeto como ojo inmóvil al individuo como cuerpo actuante–, el discurso de la sensación verdadera, del cuerpo entero frente a sus fragmentos transformados en fetiche, corre el riesgo de quedarse en una versión reducida de lo sensible como mera memoria romántica de la sensación –es decir, otra colección de fetiches: el tacto, la temperatura, el movimiento. habría entonces que pensar de otra forma el cuerpo, no como una colección de sensaciones sino como el agente de su producción, de nuevo como cuerpo actuante.
onfray también habla de una preocupación por “la comodidad de los cinco sentidos, por la suavidad de las variaciones de temperatura” –ideas en algo cercanas a la arquitectura meteorológica de philippe rahm. piensa en “una arquitectura realmente ecológica” que se oponga “a la arquitectura internacional, que construye en la totalidad del planeta con los mismos materiales, las mismas reglas, los mismos edificios, las mismas formas.” más que de ecología onfray habla de ecosofía: “una sabiduría que tienen en cuenta lo local sin ignorar lo global.” ésa es su segunda batalla. la tercera es contra “el culto de la gran firma y la religión de los nombres a la vista. la gran élite edificadora –dice– confisca los mercados, ciertamente, pero también confisca las ideas, a veces cortas, frecuentemente pobres.” en el fondo las tres batallas de onfray son batallas contra el idealismo: el idealismo de la forma en vez de la realidad del uso, el idealismo del espacio en vez de la realidad del lugar, el idealismo del autor en vez de la realidad de la producción.
¿cómo es la arquitectura que imagina michel onfray? la pregunta no es difícil de responder pues onfray tiene ya arquitecto para su universidad popular: patrick bouchain. tras leer a onfray y asistir a algunas sesiones de la universidad popular –en espacios prestados–, bouchain propuso precisamente lo que onfray pedía: una carpa y un claustro, “una máquina para oír o, mejor aún, una máquina para transportar la voz.” un edificio pensado para la oreja que, según explica onfray, “rebaja y aventaja al edificio para el ojo que hoy triunfa con tanta frecuencia.”
“la mirada muerta se vacía, no de luz ni de imágenes ni de cosas; no de colores ni de formas ni de matices, sino de lenguaje” escribe otro filósofo francés, otro michel, el gran michel serres, en su libro los cinco sentidos, describiendo el teatro de epidauro, ciudad de apolo, hijo de asclepio, el curador. el cuerpo, afirma serres, se cura sintiéndose y hay quienes dicen que el sentido original de la palabra sentir era, precisamente, oír, escuchar. por eso serres escribe: “la salud viene, el silencio de los órganos. me enfermo cuando los órganos se escuchan.”
el edificio de bouchain para onfray y sus colegas de la universidad popular será, pues, un vocáfono, y también un telé-fono: “lo contrario de una tele-visión: el primero –dice onfray– transporta una voz y nos hacen falta voces que digan algo en un mundo donde la segunda transporta imágenes insignificantes. un espacio o, mejor, un medio de comunicación –lo que la arquitectura en principio siempre fue: apertura del lugar común. un edificio-oreja que resuena con todo y su laberinto o, mejor –lo dice también onfray– con su rizoma de infinitas conexiones.

1.3.12

ciudad satélite



La ciudad no es un árbol, fue el título de un famoso ensayo de Christopher Alexander –el arquitecto que más influencia ha tenido en las últimas décadas, según escriben Michael Mehaffy y Nikos Salingaros en la revista Metropolis. Su influencia, aclaremos, no se debe a su estilo –que ha terminado siendo muy del gusto del príncipe Carlos de Inglaterra, lo que casi garantiza que el establishment arquitectónico lo tenga en poca monta– sino porque la estrategia planteada en uno de sus libros –El lenguaje de patrones, donde establece 253 patrones o sistemas de relaciones que han ordenado o regulado el diseño del ambiente desde siempre– sirvió de inspiración a ingenieros para los programas que hacen posibles nuestros iphones y ipads. La ciudad no es un árbol, pues, pero da frutos : sus pequeñas ciudades satélites.
Como los cuerpos celestes a los que así llamamos, las ciudades satélites, en teoría, no se explican ni se bastan solas: son frutos de árboles ya maduros. Si eso es cierto, a Ciudad Satélite habría que cambiarle el nombre porque no es eso, un satélite. Desde acá afuera y, sobre todo, desde adentro –supongo– se entiende como un mundo aparte, no como un satélite. Un mundo raro, como el de la canción, pero un mundo al fin. No me refiero –o no sólo– a los satelucos –término que si fue en algún momento peyorativo hoy es reivindicado al punto de poder organizar un movimiento del orgullo sateluco. No hablaré de mis primos –crecidos allá– y de mi tío, que jugaban americano y andaban en moto, los primeros, y boliche, su papá, como pasa en las películas y los programas de televisión, sí, pero gringos.
La extrañeza de Satélite ha sido otra: su desarrollo – o tal vez no tanto.
Satélite es un poco posterior a los proyectos, al sur de la ciudad, del Pedregal –impulsado por Barragán– y Ciudad Universitaria –proyecto en el que intervinieron más de 100 arquitectos comandados por Mario Pani y Enrique del Moral. En Satélite tuvieron parte ambos. Barragán por las torres que la simbolizan –en coautoría con Mathias Goeritz– y además por la influencia que ejerció su proyecto en el Pedregal. Y Pani, evidentemente, con el proyecto general –en colaboración con Domingo García Ramos. Además de Satélite y Ciudad Universitaria, Pani tenía una clara ambición de transformar la ciudad y los modos de vivir en ella. A finales de los años 40 había proyectado, en la colonia del Valle, el Centro Urbano Presidente Alemán (CUPA): un desarrollo de más de 1000 unidades de vivienda en 13 pisos donde su cliente pedía 200 casitas. Al mismo tiempo que C.U., proyectó el Centro Urbano Juárez, en la Roma, más ambicioso que el CUPA y, tras Ciudad Satélite, en 1964, Tlatelolco, por mencionar algunos de sus grandes proyectos de vivienda. Si el CUPA y Tlatelolco, son ejemplos de una combinación de programas y usos –en ambos casos hay servicios, instalaciones deportivas, escuelas– y privilegian la densidad y la construcción en altura, en Ciudad Satélite Pani apostó por el desarrollo horizontal, la vivienda aislada, unifamiliar, y la separación de usos y programas o, dicho en los términos del urbanismo moderno, optó por la zonificación.
Volvamos a la ciudad que no es un árbol, según Alexander. El árbol del que habla, dice, no es uno verde, con hojas y ramas, sino el esquema mental que ha organizado nuestra forma de pensar durante casi dos milenios. El árbol del que habla Alexander lo cultivó, conceptualmente, Porfirio, un filósofo griego neoplatónico del siglo tercero de nuestra era. Es el árbol que divide –siempre divide– en clases divergentes aquello que organiza. La materia puede ser viva o muerta, si es viva, animal o vegetal, si animal, racional o irracional, si es racional, hombre o mujer. No se puede ser todo en esta vida o, por lo menos, no se puede pertenecer a dos categorías opuestas al mismo tiempo. O se está vivo o se está muerto. O eres hombre o eres mujer. Punto.
Pero la ciudad no es un árbol, dice Alexander –y, de hecho, nada lo es: tal vez ni los árboles. La ciudad, como la realidad, es compleja, contradictoria, cambiante. Las cosas y las personas divergen, se trasforman, se trasvisten. Es un tema complejo y complicado, pero quedémonos por ahora con la ciudad. Contra el árbol Alexander plantea el semiretículo –la red, pues. Alexander escribe su texto más o menos por los mismos años que el duo dinámico de la filosofía francesa, Deleuze y Guattari, están escribiendo el segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia: Mil mesetas. Sobre todo la famosa introducción: Rizoma. Lo contrario del árbol de Porfirio –que la ciudad no es– es el rizoma, o la red. Es un esquema donde no sólo se puede sino que se deben de conectar y superponer categorías supuestamente contrarias y excluyentes. Lo abierto puede ser cerrado, lo privado, público, el centro comercial una plaza y la plaza un jardín o la casa un taller. Así ha sido siempre, dice Alexander. 
En el caso de las ciudades, Alexander habla de dos tipos de ciudad –es curioso cómo quienes afirman la complejidad y la multliplicidad siempre vuelven a la dialéctica de los opuestos : es algo contra lo que hay que estar siempre atentos, afirman Deleuze y Guattari. Hay las ciudades naturales –no que sean un producto natural sino que siguen su propia naturaleza : crecer poco a poco, transformarse en y con el tiempo– y las ciudades artificiales, aquellas que, según dice Descartes en su Discurso del método, eran superiores a las primeras por ser pensadas de golpe en la cabeza de un ingeniero –para Descartes el tiempo era el padre de todos los errores. Alexander, al revés que Descartes y casi como cualquier persona, prefiere Venecia a Brasilia, Florencia a Chandigar, y preferiría San Angel al Pedregal o a Tlatelolco. No sólo es un tema de la pátina del tiempo, del carácter pintoresco o reconocible frente a la innovación radical. En las ciudades naturales –con el tiempo– se han tejido más relaciones que las hacen más complejas, las enredan –las vuelven semiretículos, rizomas. En ellas hay múltiples conexiones. La plaza es jardín y también mercado los miércoles y teatro cuando hay fiesta.
Ciudad Satélite, con sus supermanzanas y sus circuitos para manejar rápido y sus andadores para caminar despacio, su Zona Azúl y Plaza Satélite, sus casas con su jardincito al frente, visible desde afuera, y otro, privado, al fondo, en fin, con toda su estructura espacial y también lógica, fue concebida –era lo normal en aquellos tiempos– como una ciudad árbol, un árbol tan artificial como aquellos plateados para la Navidad. Pero el árbol –dicen Deleuze y Guattari– siempre revienta en rizoma. La ciudad artificial, con tiempo y suerte, se naturaliza. Eso le pasó –visto desde este lado de las Torres– a Ciudad Satélite. Se transformó, de algún modo, de un satélite, como ya dije, en un mundo: una ciudad más o menos autosuficiente –ninguna lo es del todo. Satélite ya no es un suburbio –aunque puede que ahí vivan mujeres desesperadas y hombres desesperantes, no es Wisteria Lane. Para bien, y para mal.
A diferencia de los otros grandes proyectos habitacionales y urbanos de Pani: el CUPA era, como su antecedente teórico corbusiano, no sólo una máquina de habitar sino un mecanismo social que transformaría a sus habitantes en una próspera clase media y Tlatelolco era el sitio ideal para que esa clase, ya constituida, ocupara un arrabal al norte del viejo centro de la ciudad de México. No fue el viento pero sí repetidas crisis y esa corrupción que rebasa al simple latrocinio, las que dispersaron a esa clase media, a ese grupo que se quería compacto, en uno que incluye tantos niveles o, más bien, desniveles, como los de las castas retratados en aquellos biombos coloniales.
Satélite, en cambio, resistió, creo, a esos cambios y de algún modo se convirtió en bastión –junto con Lindavista o Villacoapa– de esa clase media vivida como promesa posrevolucionara –realmente post-guerra y pre-baby-boom–, con todas sus virtudes y todos sus vicios: desde la apropiación del american way of life con su oportuno olvido de un concepto de la identidad anquilosado y rígido, hasta la autodependencia. Satélite no se durmió en su condición de ciudad dormitorio. Sus sueños fueron otros.
Arquitectura o revolución, fue el título de un célebre texto de Le Corbusier en el que suponía que la primera, la arquitectura, podía servir para evitar la segunda. Cambien el medio y cambiará el hombre –es una ideología que por lo menos imperaba desde el positivismo decimonónico. El CUPA y Tlatelolco, como tantos otros ejemplos en el mundo moderno, pretendían lograr dicho cambio y fallaron –o falló la modernidad entera, al menos en lo que a economía y emancipación social se refiere, con promesas no sólo incumplidas sino, según parece hoy evidente, incumplibles.
Satélite no tenía tan altas miras. Era un fraccionamiento funcional, bien planeado y zonificado con su dosis de arte urbano suficiente para pasar a la historia. No pretendían sus arquitectos redimir a nadie, evitar revoluciones y hacer feliz al prójimo –problemática ambición de Le Corbusier, por ejemplo. Y eso, tal vez, el pragmatismo de su proyecto y cierto realismo social no sin su toque de oportunismo, han ayudado a que, aun hoy, cambiada y transformada, ciudad Satélite se mantenga como un suburbuio desuburbanizado que ya no orbita al rededor de otra urbe sino que, al revés, tiene ahora ya sus propios cinturones de asteroides.
Texto leído en una mesa redonda durante la presentación de Satélite: el libro, historias suburbanas en la ciudad de México, editado por Martha de Alba, Dante Busquets, Guenola Capron, Fernando Llanos y Uriel Waizel, Universidad Autónoma Metropolitana, 2011.

19.1.12

las fachadas del capitalismo avanzado

foto paulcrespo.tumblr.com 
Buena parte de la historia de la arquitectura moderna nos enseñó, dogma de fe, que las fachadas ya no podían contar historias ni presentarse como símbolos o simplemente servir de adorno al edificio que pertenecen. Y eso, en clara contraposición a una tradición que había enseñado que la fachada era tan importante, si no es que más, que cualquier otra forma de ver y entender a un edificio. Si Alberti y Le Corbusier, por ejemplo, estaban ambos preocupados por lograr las correctas proporciones en su trazo, el segundo no hubiera aceptado, probablemente, diseñar tan sólo una fachada, como lo hizo el primero en Santa Maria Novella.
Sin embargo, el poder simbólico o expresivo –sea por su pura calidad tectónica o por su consistencia semiótica– de una fachada, fue tema recurrente de las otras arquitecturas de la modernidad, de la Torre Einstein de Mendelsohn a las fachadas de Venturi y Moore en Estados Unidos o Rossi y los Krier en Europa.
David Leatherbarrow y Mohsen Mostafavi, en su libro Surface Architecture, explican que “en la práctica arquitectónica contemporánea, producción y representación se encuentran en conflicto.” Y ese conflicto se lee directamente en la fachada o, más bien, en su ausencia, si no literal al menos conceptual: la fachada es concebida sólo como un efecto del interior y su programa, de la función pues, sin ninguna autonomía y que prácticamente nada representa. El problema se vuelve más complejo cuando, en los términos teorizados por Koolhaas en su Delirious New York, en principio por una cuestión de tamaño –bigness– hay una lobotomía –es el término usado por Koolhaas– entre el interior y la fachada como función de aquél. La fachada, que había perdido primero su función estructural y luego también su poder narrativo o simbólico, perderá a su vez su condición de mera señal que (de)muestra lo que pasa adentro. Las nuevas tecnologías  hicieron que ni siquiera fueran ya realmente necesarias –pese al gasto energético que eso suponía– para controlar el ambiente y clima de un edificio.
Fueron también las nuevas tecnologías, de concepción y dibujo asistido por ordenador y luego la capacidad de producir directamente lo que se visualizaba en la computadora, las que provocaron un nuevo cambio. A fin de cuentas, si el ornamento era delito la única manera de reinscribirlo en la producción arquitectónica, primordialmente de la fachada, era transformar al ornamento en lo que según algunos –Semper, por ejemplo, ya en el siglo XIX– siempre fue: la expresión de procesos y lógicas estructurales o constructivos. Sin duda hay una componente de moralismo puritano, pero también una buena dosis de ética estética –o de estética de la ética– al pensar que el ornamento que resulta de la propia materialidad de lo construido es superior y radicalmente diferente al que simplemente se aplica sobre una superficie. Pero sí es mejor un vestido cuyo ornamento resulta de la propia textura del tejido –pienso en Issey Miyake– que de la aplicación de imágenes –por ejemplo, Versace.
Diseñar una fachada –una mera y simple fachada– parece, por definición, algo superficial. En los años cincuenta, cuando la arquitectura moderna mexicana se esforzaba por ser ambas cosas a la vez –moderna y mexicana–, se cubrió de colores, de figuras y mosaicos. La arquitectura se transformó en soporte –invisible cual debe ser– de imágenes. La arquitectura desapareció tras el ícono –era lo que pensaba Le Corbusier de los murales: afirmaba que en la Capilla Sixtina la arquitectura había desaparecido detrás de la pintura. A los arquitectos que trabajaron en la Ciudad Universitaria, donde la  llamada integración plástica se manifestó, primordialmente, en las superficies de las fachadas, Carlos Obregón Santacilia los llamó, con sorna, decoradores de exteriores. Pero, pensándolo bien, ¿no habría que rescatar la idea de decoración de su aparente banalidad y pensarla, de nuevo en los términos de la arquitectura clásica? El historiador italiano Giulio Carlo Argan argumentaba que la decoración tenía una clara función indicativa: dirigía la atención a los puntos del edificio a los que el ocupante debía prestar mayor atención –algo que, probablemente, no hacían los murales de Ciudad Universitaria, demasiado ocupados en contar sus propias historias, y, por tanto cabe preguntar ¿qué tanto decoraban, qué tanto dirigían la atención a los detalles del edificio en vez de a sí mismos?
Más allá de los murales, la gran mayoría de las fachadas actuales son composiciones más o menos autónomas. Tanto por las razones expuestas por Koolhaas como por ser, por un lado, la representación oficial del edificio vuelto mercancía –condición a la que hoy prácticamente ningún edificio de cierta importancia puede escapar– y, por otro, el espacio donde al arquitecto se le permite mayores libertades para alcanzar el mayor efecto, de nuevo, icónico y mercantil. ¿Qué posición pueden tomar los arquitectos frente a esas nuevas condiciones, frente a la nueva importancia de la fachada?
No hay arquitectura sin toma de posición. O, matizando, no hay buena arquitectura sin toma de posición. A veces, atrapados por una dialéctica purista de la esencia contra las apariencias, pensamos que la posición es distinta a la postura y la pose. Otras, empujados por el impulso de lo nuevo, de los placeres, innegables, de la forma, pensamos que toda posición es un gesto. En su libro Sin_tesis, Federico Soriano dedica un capítulo al gesto y lo nombra sin_gesto. Hay un gesto que es sinónimo de lo gratuito, de la voluntad individual que se impone a toda lógica funcional, material o estructural. Pero hay otro tipo de gestos. Milan Kundera escribía, en relación a la protagonista de una de sus novelas, que no tenemos gestos, no son nuestros sino, al contrario, son ellos quienes nos toman – “mira como hace el mismo gesto que su padre,” dice, sorprendida, la madre del niño. “La arquitectura –escribió el filósofo Ludwig Wittgenstein– es un gesto: no todo movimiento adecuado del cuerpo es un gesto. No todo edificio adecuado es arquitectura.”
A veces, una simple fachada nos hace pensar y cuestionar algunas de nuestras tibias certezas.

22.11.11

ritmos y arquitecturas



En su texto sobre el método de Leonardo da Vinci, Paul Valery escribe que la educación profunda consiste en deshacer la primera educación. Es, en el fondo, una proposición harto cartesiana: no en otra cosa consiste el método de la duda que en deshacer lo aprendido y no aceptarlo sino hasta haberlo validado por propia experiencia. Es, en corto, la historia de la crítica y de la modernidad –y acaso la conjunción salga sobrando: modernidad y crítica puede que sean dos nombres de lo mismo.
Pero deshacer la educación primera no implica, cosa que muchos hacemos fácilmente, dejarla de lado, negarla o simplemente olvidarla. Deshacerla es ponerla de cabeza, desmantelarla y entender cómo funciona. Digo eso porque alguna vez decidí olvidar voluntariamente ideas y temas que fueron parte fundamental de mi formación –y las itálicas son, a un tiempo, ironía y reconocimiento. Una de ellas fue la idea de ritmo. Cuando estudié arquitectura era uno de esos ejercicios básicos con los que se entrena a los aprendices desde el primer curso. Para la próxima clase –decía el profesor en aquellos años previos al uso generalizado de las computadoras– traigan 50 cuadritos de papel rojo de un centímetro por lado y otros cincuenta de papel negro. Además de la molesta tarea para preparar el material necesario, que algo tenía sin duda de tortura y de venganza, el ejercicio, a realizarse en clase, tenía una única, simple y a la vez enigmática instrucción: peguen los cuadritos en una lámina en una composición que exprese ritmo.
Cuando me tocó estar del lado del profesor, varias veces hice escarnio de la idea de ritmo y los ejercicios con que se pretendía enseñar. Lo segundo sigo en cierta manera pensándolo. Pero más por haber empezado a entender ahora de otra manera eso que es el ritmo. Asumía yo que se trataba de una mera analogía de la arquitectura, que tiene que ver con el espacio, con la música, que se da en el tiempo. Una analogía mala, pues si las buenas son reveladoras, las malas, que son mayoría, son clichés que sólo enturbian la mirada.
Pero ¿qué es el ritmo? Con esa pregutna empieza un párrafo del libro de Shigehisa Kuriyama La expresividad del cuerpo y la divergencia de la medicina griega y china, en el que compara dos versiones al Filebo de Platón. “Rhytmos –explica– aparece por vez primera en la literatura griega entre los antiguos poetas elegíacos, para quienes el término parece significar algo así como «disposición». Hacia el siglo V, hallamos varios autores que lo utilizan en el sentido de «figura» o «forma».” Agrega que, para Aristóteles, “el ritmo es forma” –esquema, en griego.
Kuriyama se pregunta entonces cómo, si el ritmo significaba forma, llegó a fundirse con el movimiento y la música. Cita entonces un estudio de 1917 de Eugen Petersen: “los rhythmoi eran originalmente las «posiciones» que el cuerpo humano debía asumir en el curso de la danza, en otras palabras los patrones –mi subrayado– o schemata que adoptaba el cuerpo.”
El final de mis citas de las citas de Kuriyama nos lleva de regreso, por fin dirán algunos, 
a la arquitectura. Dice que Werner Jaeger escribió que “el ritmo es aquello que impone lazos en los movimientos y restringe el flujo de las cosas. Obviamente, cuando los greigos hablan del ritmo de un edificio o de una estatua, no es una metáfora transferida desde el lenguaje musical; la original concepción que reside por debajo del descubrimiento griego del ritmo en la música y en la danza no es el flujo, sino la pausa, la limitación gradual del movimiento.”
El ritmo, pues, al contrario de como acostumbra explicárseles a los estudiantes primerizos de arquitectura, no es flujo sino su pausa, y no es, sobre todo, una metáfora tomada de la música sino la recuperación de una idea originariamente formal y espacial. El ritmo era, en un principio, una imagen.
Esa es, de algún modo, la conclusión de Octavio Paz en su libro, imprescindible, El arco y la lira, del que un capítulo está dedicado precisamente al ritmo. “Todo ritmo es sentido de algo” dice Paz. No es “una medida vacía de contenido sino una dirección, un sentido.” El ritmo es, para Paz, tiempo original, pero también algo más: “una visión del mundo” –y, en tanto visión, el ritmo es una imagen: forma, esquema, idea.
Si me quedara espacio citaría ahora a Christopher Alexander y sus patrones arquitectónicos repetidos en geografías y tiempos diversos o a Sanford Kwinter y sus análisis de los complejos ritmos africanos que se expresan en música y en tejidos. Por ahora termino con María Zambrano, abusando del espacio y de las citas, quien, dice que “el ritmo es conceptual, está dado; una vez encontrado no hay más” y, al contrario de lo expuesto anteriormente, lo ve como repetición forzada que hay siempre que rebasar: “lo que no es más que ritmo es un infierno.”

2.10.11

arquitectura y democracia : no sin concursos



le corbusier escribió en los años 20 del siglo pasado un texto de famoso título: arquitectura o revolución. sugería que, en un mundo donde el entorno material construido no cambiaba a la velocidad que lo hacía la sociedad, “reinaba un gran desacuerdo entre el estado de espíritu moderno” y “una colección asfixiante de detritus seculares.” la sociedad, afirmaba le corbusier, obtendría lo que buscaba –espacios adecuados– de una manera o de otra: por las buenas –arquitectura– o por las malas –revolución.


a mi juicio, los casi 100 años que han pasado desde que le corbusier hacía públicas sus ideas han demostrado que, tanto él como la gran mayoría de sus seguidores modernos, tenían una confianza desmedida en el poder renovador de la arquitectura y el urbanismo: como si una buena escenografía garantizara una buena representación en el teatro. y no. o, de menos, no basta. al contrario, podemos decir que la buena arquitectura requiere de condiciones específicas que siempre la rebasan. cierta estabilidad y cierta bonanza, para empezar, pues no se construyen ni catedrales ni palacios cuando el cura o el señor están en guerra o sin recursos. y en nuestros tiempos, hablando específicamente de arquitectura moderna, ciertas condiciones culturales y políticas que podríamos relacionar con un término usual y no por eso bien entendido: democracia.


ni pretendo ni podría hacer de esto un ensayo de teoría política pues, primero, no es mi campo y, segundo, carezco de la habilidad necesaria para hacer comprensibles esas ideas en unas cuantas líneas. pero, para ser esquemáticos –y etimológicos– digamos que la democracia es el gobierno ejercido por el pueblo, el demos. habría que aclarar que un pueblo no es, pienso, sólo la suma cuantitativa de los habitantes de un territorio que comparten una lengua y ciertas tradiciones –que ya es bastante– sino su organización –y su ininterrumpida reorganización– en vistas a un futuro que han imaginado para sí. dicho de otro modo: un pueblo siempre es el diseño de un pueblo.


la arquitectura moderna requiere, pues, de la democracia –algo que de hecho he asumido aquí como un principio sin demostrarlo. supongo que la vocación social de dicha arquitectura –la primera en establecer como su preocupación central la casa del ciudadano común en vez de la de los dioses o los señores– abona a dicho argumento. y la democracia supone un pueblo que asume su propio diseño como proyecto.


puesto así, habría que preguntarse si en méxico hemos tenido alguna vez una arquitectura auténticamente moderna y no sólo una arquitectura autoritaria que replica, a veces exitosamente, los modelos generados por aquella. si la historia de la democracia en méxico es la de luchas e intentos frustrados de corta duración, ¿cuál su efecto real en la producción arquitectónica?


lo anterior me vino a la mente al leer, hace unas semanas, un texto de luis carlos sánchez en excelsior, en el que se cuestionaba el que consuelo sáizar, presidenta del consejo nacional para la cultura y las artes, haya decidido quiénes serían los arquitectos de varios proyectos que ha emprendido recientemente esa dependencia por asignación directa, sin que mediara ningún tipo de concurso y, por lo que el texto deja ver, atendiendo tan sólo a su conocimiento del trabajo de esos arquitectos y, finalmente, a su gusto. un ejercicio que no es, por supuesto, democrático y que, finalmente, resulta perjudicial para el desarrollo de una buena arquitectura, sana y crítica.


entiendo, por un lado, la decisión de sáizar. en méxico los concursos públicos para proyectos de arquitectura no han llegado en general a buen término. o son discutidas las decisiones de los jurados o se construyen los proyectos con prisas y mal o, peor, jamás se  terminan o ni siquiera se inician. pero argumentar que eso es justificación para no hacer concursos es tanto como sugerir que dado que algunos gobernadores han resultado pillos o ineptos, lo mejor es que los designe directamente el presidente en vez de gastar en elecciones inútiles.


el texto de sánchez menciona que las decisiones de sáizar se amparan en un artículo de la ley que exenta de la obligación de realizar licitaciones públicas cuando se trate de obras de arte. eso explicaría, por un lado, la nada benigna abundancia de obras de sebastián a lo largo y ancho del país. pero con arquitectura es peor: la arquitectura no es una obra de arte en los términos que lo son una pintura o una escultura –aunque sea monumental. la arquitectura siempre tiene una dimensión pública –y si es construido con dinero del estado asumimos que es un espacio público– a la que todos estamos expuestos, que muchos usamos. cuando consuelo sáizar dice que invitar a un arquitecto es como invitar a un pintor a hacer un mural se equivoca y demuestra que, pese a su buen gusto, no entiende realmente qué es la arquitectura en el campo de lo público –y cómo lo público puede beneficiarse de una arquitectura así concebida. dejar la elección del responsable del diseño de un museo, una biblioteca o un hospital al gusto de un funcionario público es, además de indecente y riesgoso, tonto.


y no es que dude del gusto de consuelo sáizar. al contrario: los arquitectos que ha elegido me parecen –y debo empezar aclarando que son, primero, buenos amigos y que, además, he colaborado con algunos de ellos– buenos y sus proyectos de calidad. ¿pero qué diríamos si la presidenta del cnca gustara de la arquitectura neocolonial de fraccionamiento clasemediero? ¿puede ser el gusto del funcionario en turno la única garantía para la arquitectura encargada y pagada por el estado? –la respuesta a esta pregunta retórica es obviamente no.


y algo más. se dice que el rápido desarrollo de la computación en los años 70 se debió, en buena parte, a la concentración geográfica –en una zona específica de california– de un buen grupo de científicos y desarrolladores tecnológicos que, al mismo tiempo, compartían ideas y competían por ellas. en la arquitectura pasa igual. como ha explicado steven johnson en su libro where good ideas come from, las buenas ideas no se dan solas en la mente de genios que trabajan solos, en su torre de marfil. las buenas ideas son producto de la fricción entre muchas otras buenas ideas, de la combinación de intereses e investigaciones, de la discusión, de la colaboración, de la imitación y la crítica operativa. las buenas ideas se benefician, pues, con el concurso de muchos pensando lo mismo.


se ha hablado sobre la notable buena calidad de la arquitectura española contemporánea. hay varias explicaciones: la existencia de una clase gobernante y media ilustradas, la abundancia y estabilidad económica durante un par de décadas –lo que la crisis se llevó– y, algo que muchos arquitectos españoles han repetido: los concursos. hace una semana, en un congreso en el itesm de querétaro, los arquitectos españoles fuensanta nieto y enrique sobejano mostraban nueve extraordinarios proyectos de museos. ninguno fue una asignación directa, un encargo. todos fueron ganados en un concurso. en españa, nos explicaron, ningún proyecto público se hace sin que medie un concurso, a escala local, regional, nacional o internacional, según la importancia de la obra.


las ideas, las buenas ideas, el buen arte y la buena arquitectura, sólo se desarrollan sanamente, creativamente, como lo hacen los caballos de carreras, los buenos negocios y las tecnologías de punta: en el concurso y la competencia. para que la buena arquitectura sobreviva en este país, habrá que parafrasear a le corbusier y exigir una revolución cultural que nos de democracia y arquitectura. a lo que ya cantó ezra pound:


con usura ningún hombre puede tener una casa con buenos cimientos
cada piedra cortada pulida y bien engarzada
cuyo diseño sea protector


habríamos de sumar que sin concurso de ideas –que es otra forma de la usura– ninguna ciudad, ningún estado tendrá espacios cuyo diseño sea política y estéticamente (com)prometedor.


24.8.11

islas en la ciudad o la ciudad de islas



En 1748 Giambattista Nolli, arquitecto y cartógrafo, dibujó su Nuova pianta di Roma, un mapa de la ciudad cuyo paciente y cuidadoso levantamiento había iniciado doce años antes, en 1736. El mapa de Nolli, como desde entonces se le conoce, es, como lo indica su nombre, una planta, una icnografía –el dibujo de la huella, icnos, de lo que está construido. Antes de Nolli lo usual era que las ciudades se representaran en vista aérea, a vuelo de pájaro, y no de esa extraña y abstracta manera que parece sólo entienden, tras largo entrenamiento, cartógrafos, urbanistas y arquitectos. Según Allan Ceen, se habían dibujado cinco icnografías de Roma antes de la de Nolli. La primera y más importante en 1551, por Leonardo Bufalini. Nolli, teniendo como ayudante al jóven Piranesi, redibujó el plano de Bufalini para compararlo con el suyo, trazado casi doscientos años después. En el plano de Bufalini todo lo construido está dibujado en negro, las calles y plazas se quedan en el color del papel. Nolli introdujo una diferencia: no sólo las calles y las plazas, es decir, el vacío, queda del color del papel, sino también el interior de algunos edificios se mantiene sin rellenar de negro, dibujando incluso las plantas arquitectónicas. Por mucho tiempo supuse, como explica Jim Tice, que Nolli no sólo marcaba la diferencia entre sólido y vacío, entre lo construido y el exterior, como ya lo había hecho Bufalini, sino también la diferencia entre espacio público y privado: del primero se dibuja la planta, mostrando cómo el vacío interior se conecta al exterior, mientras del segundo sólo se delinea la masa construida.


En un libro reciente –The possibility of an absolute architecture–, Pier Vittorio Aureli propone otra interpretación:


“La distinción entre fondo y figura que introdujo Nolli se ha interpretado comúnmente como símbolo de la distinción entre espacio público y espacio privado. Esa interpretación es incorrecta. Muchos de los patios y jardines representados como ‘espacios abiertos’ eran realmente inaccesibles al público; más aún, resulta problemático usar la noción de espacio público para la nave de una ilgesia o un claustro. Más bien –concluye Aureli– la distinción entre la figura de lo arquitectónico y el fondo de la ciudad introduce una diferencia más sutil pero decisiva en la representación cartográfica de la ciudad: la diferencia entre espacio arquitectónico y espacio urbano.”


Más aún, Aureli plantea que esa distinción no sólo tienen que ver con la representación cartográfica de la ciudad sino con su estructura misma. El mapa de Nolli marca la separación radical entre forma arquitectónica y el tejido urbano. Si la arquitectura puede leerse como espacios discretos –término de la topología y la matemática en general que se opone a los objetos continuos–, cerrados, determinados y con una forma definida, el tejido urbano es, en cambio, un sistema abierto, indeterminado y con una forma siempre variable. Sobre todo, el espacio de lo urbano no está sujeto a ser proyectado del mismo modo que lo es el espacio arquitectónico. No hay –parafraseando el título del famoso libro de Aldo Rossi– una arquitectura de la ciudad –donde hay que subrayar, sobre todo, la imposibilidad de una sola arquitectura.


Para Aureli la arquitectura debe seguirse entendiendo como una cuestión de forma: “hacer formas es el programa real y necesario de la arquitectura.” La urbanización, en cambio, “es simplemente un dispositivo: es lo que hace” Para Aureli la esencia de la urbanización es “la destrucción de cualquier límite o frontera” –lo que parece evidente si pensamos en el crecimiento incontrolado de las grandes ciudades, de las manchas urbanas que han terminado convirtiendo a buena parte del territorio en un híbrido que ya no es lo que tradicionalmente podíamos entender como ciudad, pero tampoco se parece al campo que antes la rodeaba.


La imparable fuerza de lo urbano frente a la limitada –por definición y naturaleza– del edificio, ha hecho que muchos hablen –y me incluyo entre quienes han suscrito el diagnóstico– de la impotencia de la arquitectura –de menos en el modo como se ha entendido al menos del renacimiento a nuestros días– para lidiar con el fenómeno de lo urbano. La urbe siempre rebasa el poder de la arquitectura. Aureli no ignora el poder de lo urbano, pero tampoco renuncia a la efectividad de lo arquitectónico, al contrario. El primer capítulo de su libro lleva por título hacia el archipiélago –y como subtítulo: definiendo lo político y lo formal en la arquitectura. Si lo urbano es como un océano continuo y a veces turbulento, la arquitectura forma archipiélagos: conjuntos de islas. El aislamiento de la arquitectura de cara a lo urbano no debe ser visto, a ojos de Aureli, como un defecto sino más bien como su capacidad de resistencia: mediante formas que se relacionan unas con otras en un contexto variable y, en cierto sentido, amorfo.


La idea de la arquitectura como islas y archipiélagos, me hizo recordar otro libro relativamente reciente: Róbinson frente al abismo, recuento de islas, de Bruno H. Piché. La ciudad como isla es, evidentemente, una utopía. Pero la isla en la ciudad, los archipiélagos dentro del océano urbano no sólo son posibles sino que conocemos varios. Piché escribe que “se puede concebir cualquier isla como un sitio intermedio entre dos lugares, una especie de estación en medio del trayecto que va de un punto a otro; una isla como paradero y observatorio de destinos cruzados desde el cual se distinguen con claridad el momento en que podríamos encontrarnos y, al otro extremo, en la otra orilla, el momento en que nos volveremos a perder en la nada.”


El poder de la arquitectura, a la vez sutil e importante, es su capacidad de constituir islas para que los náufragos urbanos puedan detenerse momentáneamente en sus derivas cotidianas. Breves y singulares espacios absolutos, de donde el título del libro de Aureli: “una arquitectura absoluta –escribe– debe reconocer la separación política que puede potencialmente, dentro de un océano de urbanización, manifestarse mediante las fronteras que definen la posibilidad de la ciudad. Una arquitectura absoluta deberá mapear esas fronteras, entenderlas, formalizarlas y reforzarlas para que puedan juzgarse y confrontarse claramente.”

4.2.11

el no centenario

El día que la tierra se detuvo, de 1951, es un clásico del cine de ciencia ficción clase B. Es aquella película en la que un extraterrestre de apariencia humana, demasiado humana, desciende de su platillo volador, estacionado en Washington D.C., acompañado de un gigante robot metálico que lanza un rayo capaz de desintegrar las armas de los humanos sin dañarlos –la imagen de los dos visitantes saliendo de su nave será retomada en 1974 por Ringo Starr en su álbum Goodnight Vienna. En fin, eso sólo me sirve para aclarar que el año pasado, a 59 del estreno del film, no pasó nada similar en México y que si hago referencia al mismo es sólo por el gusto de parafrasear el título calificando al 2010 como el año en el que el país se detuvo.

Por supuesto que lo anterior, si acaso es un chiste, es sin duda muy malo. Claro que pasaron cosas en el 2010. Entre otras, más de 22 mil mexicanos pasaron a formar parte de las listas de muertos derivados del combate al crimen organizado. Pero eso no era lo que queríamos, mucho menos para el glorioso año en que celebraríamos los doscientos de ser una nación independiente y los cien de pretender, además, ser un país justo. Esperábamos celebraciones y festejos, inauguraciones monumentales e incluso la refundación simbólica, acompañada de una necesarísima reconstrucción física, de la nación. Confiábamos en de menos igualar la pompa que hace cien años engalanó los festejos organizados bajo el gobierno de Porfirio Díaz, cuando se construyeron monumentos pero también escuelas, mercados, bibliotecas y prisiones.

No contábamos, por supuesto, con que en el 2009 el andamiaje económico del mundo desarrollado se tambaleara amenazando con un estrepitoso derrumbe del estado de bienestar que nunca realmente gozamos, empezando por nuestro poderoso vecino del norte, del que no sólo estamos demasiado cerca sino que dependemos casi totalmente. No contamos tampoco con algo mucho más previsible: que esas obras para hacerse bien requieren de planeación, es decir, de tiempo y, a fin de cuentas, de dinero. El concurso del controvertido Arco del Bicentenario, por ejemplo, fue convocado a finales de enero del 2009, pensando que su construcción se iniciaría a mediados de ese mismo año. Pero parecía tener todo en contra: la manera jamás hecha pública como se seleccionaron sólo 37 arquitectos para el concurso, el sitio donde se ubicaría el arco y, finalmente, el nombre mismo: arco –el sueño arquetípico del poderoso, de Constantino a Hitler, pasando por Napoleón. Acercándose la fecha del festejo el arco, rebautizado en honor a la notoria ausencia de curvas como la estela de luz, seguía brillando por su ausencia y con el presupuesto más que duplicado se pospuso su inauguración un año.

A falta de obras nos dijeron que la fiesta resultaría inolvidable. Si acaso por su mala organización y su gusto ni siquiera malo, a penas mediocre. Recordando el desfile que para el bicentenario de la Revolución Francesa imaginó Jean Paul Goude como una especie de velado homenaje a su antigua musa Grace Jones, el desfile local –con su Coloso destartalado y sus niños coronados de nopales en vez de olivo ejecutando una descoordinada danza que hubieran bailado mejor un grupo de lisiados de guerra– fue triste, penoso, pobre que no austero. Nos hubiéramos contentado, como los gringos en el 76, con un billete de dos pesos –o de 24.80, para poder cambiarlo por uno auténtico de dos dólares.

¿Pero realmente fue tan malo el 2010? Sí, pero más que por los fiascos y las farsas, por la oportunidad perdida de imaginarnos y reinventarnos y no como la efigie de piedra que se refleja en un espejo retrovisor ya empañado. El año del bicentenario y del centenario era, es cierto, mero pretexto. Una efeméride importante, pretexto para buenas y bellas fiestas. Nada debiera impedirnos hacer hoy, o en quince meses, lo que entonces no se hizo o se hizo a medias y asumir un optimismo crítico y paradójico de un sombrerero no tan loco que prefiere la abundancia de los no cumpleaños a la escasez ritual del aniversario.

publicado en tomo

6.10.10

paises competitivos en diseño

desde tomo este infográfico con los 17 países más competitivos en diseño –y la famosa "creatividad" del mexicano no nos alcanzó para estar entre ellos, ¿será que es un mito o que los efectos medibles de la "creatividad" dependen de condiciones que aquí no tenemos por ahora?