21.5.12
el presente sigue igual
11.4.12
la arquitectura de michel onfray
1.3.12
ciudad satélite
19.1.12
las fachadas del capitalismo avanzado
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foto paulcrespo.tumblr.com |
22.11.11
ritmos y arquitecturas
2.10.11
arquitectura y democracia : no sin concursos
le corbusier escribió en los años 20 del siglo pasado un texto de famoso título: arquitectura o revolución. sugería que, en un mundo donde el entorno material construido no cambiaba a la velocidad que lo hacía la sociedad, “reinaba un gran desacuerdo entre el estado de espíritu moderno” y “una colección asfixiante de detritus seculares.” la sociedad, afirmaba le corbusier, obtendría lo que buscaba –espacios adecuados– de una manera o de otra: por las buenas –arquitectura– o por las malas –revolución.
a mi juicio, los casi 100 años que han pasado desde que le corbusier hacía públicas sus ideas han demostrado que, tanto él como la gran mayoría de sus seguidores modernos, tenían una confianza desmedida en el poder renovador de la arquitectura y el urbanismo: como si una buena escenografía garantizara una buena representación en el teatro. y no. o, de menos, no basta. al contrario, podemos decir que la buena arquitectura requiere de condiciones específicas que siempre la rebasan. cierta estabilidad y cierta bonanza, para empezar, pues no se construyen ni catedrales ni palacios cuando el cura o el señor están en guerra o sin recursos. y en nuestros tiempos, hablando específicamente de arquitectura moderna, ciertas condiciones culturales y políticas que podríamos relacionar con un término usual y no por eso bien entendido: democracia.
ni pretendo ni podría hacer de esto un ensayo de teoría política pues, primero, no es mi campo y, segundo, carezco de la habilidad necesaria para hacer comprensibles esas ideas en unas cuantas líneas. pero, para ser esquemáticos –y etimológicos– digamos que la democracia es el gobierno ejercido por el pueblo, el demos. habría que aclarar que un pueblo no es, pienso, sólo la suma cuantitativa de los habitantes de un territorio que comparten una lengua y ciertas tradiciones –que ya es bastante– sino su organización –y su ininterrumpida reorganización– en vistas a un futuro que han imaginado para sí. dicho de otro modo: un pueblo siempre es el diseño de un pueblo.
la arquitectura moderna requiere, pues, de la democracia –algo que de hecho he asumido aquí como un principio sin demostrarlo. supongo que la vocación social de dicha arquitectura –la primera en establecer como su preocupación central la casa del ciudadano común en vez de la de los dioses o los señores– abona a dicho argumento. y la democracia supone un pueblo que asume su propio diseño como proyecto.
puesto así, habría que preguntarse si en méxico hemos tenido alguna vez una arquitectura auténticamente moderna y no sólo una arquitectura autoritaria que replica, a veces exitosamente, los modelos generados por aquella. si la historia de la democracia en méxico es la de luchas e intentos frustrados de corta duración, ¿cuál su efecto real en la producción arquitectónica?
lo anterior me vino a la mente al leer, hace unas semanas, un texto de luis carlos sánchez en excelsior, en el que se cuestionaba el que consuelo sáizar, presidenta del consejo nacional para la cultura y las artes, haya decidido quiénes serían los arquitectos de varios proyectos que ha emprendido recientemente esa dependencia por asignación directa, sin que mediara ningún tipo de concurso y, por lo que el texto deja ver, atendiendo tan sólo a su conocimiento del trabajo de esos arquitectos y, finalmente, a su gusto. un ejercicio que no es, por supuesto, democrático y que, finalmente, resulta perjudicial para el desarrollo de una buena arquitectura, sana y crítica.
entiendo, por un lado, la decisión de sáizar. en méxico los concursos públicos para proyectos de arquitectura no han llegado en general a buen término. o son discutidas las decisiones de los jurados o se construyen los proyectos con prisas y mal o, peor, jamás se terminan o ni siquiera se inician. pero argumentar que eso es justificación para no hacer concursos es tanto como sugerir que dado que algunos gobernadores han resultado pillos o ineptos, lo mejor es que los designe directamente el presidente en vez de gastar en elecciones inútiles.
el texto de sánchez menciona que las decisiones de sáizar se amparan en un artículo de la ley que exenta de la obligación de realizar licitaciones públicas cuando se trate de obras de arte. eso explicaría, por un lado, la nada benigna abundancia de obras de sebastián a lo largo y ancho del país. pero con arquitectura es peor: la arquitectura no es una obra de arte en los términos que lo son una pintura o una escultura –aunque sea monumental. la arquitectura siempre tiene una dimensión pública –y si es construido con dinero del estado asumimos que es un espacio público– a la que todos estamos expuestos, que muchos usamos. cuando consuelo sáizar dice que invitar a un arquitecto es como invitar a un pintor a hacer un mural se equivoca y demuestra que, pese a su buen gusto, no entiende realmente qué es la arquitectura en el campo de lo público –y cómo lo público puede beneficiarse de una arquitectura así concebida. dejar la elección del responsable del diseño de un museo, una biblioteca o un hospital al gusto de un funcionario público es, además de indecente y riesgoso, tonto.
y no es que dude del gusto de consuelo sáizar. al contrario: los arquitectos que ha elegido me parecen –y debo empezar aclarando que son, primero, buenos amigos y que, además, he colaborado con algunos de ellos– buenos y sus proyectos de calidad. ¿pero qué diríamos si la presidenta del cnca gustara de la arquitectura neocolonial de fraccionamiento clasemediero? ¿puede ser el gusto del funcionario en turno la única garantía para la arquitectura encargada y pagada por el estado? –la respuesta a esta pregunta retórica es obviamente no.
y algo más. se dice que el rápido desarrollo de la computación en los años 70 se debió, en buena parte, a la concentración geográfica –en una zona específica de california– de un buen grupo de científicos y desarrolladores tecnológicos que, al mismo tiempo, compartían ideas y competían por ellas. en la arquitectura pasa igual. como ha explicado steven johnson en su libro where good ideas come from, las buenas ideas no se dan solas en la mente de genios que trabajan solos, en su torre de marfil. las buenas ideas son producto de la fricción entre muchas otras buenas ideas, de la combinación de intereses e investigaciones, de la discusión, de la colaboración, de la imitación y la crítica operativa. las buenas ideas se benefician, pues, con el concurso de muchos pensando lo mismo.
se ha hablado sobre la notable buena calidad de la arquitectura española contemporánea. hay varias explicaciones: la existencia de una clase gobernante y media ilustradas, la abundancia y estabilidad económica durante un par de décadas –lo que la crisis se llevó– y, algo que muchos arquitectos españoles han repetido: los concursos. hace una semana, en un congreso en el itesm de querétaro, los arquitectos españoles fuensanta nieto y enrique sobejano mostraban nueve extraordinarios proyectos de museos. ninguno fue una asignación directa, un encargo. todos fueron ganados en un concurso. en españa, nos explicaron, ningún proyecto público se hace sin que medie un concurso, a escala local, regional, nacional o internacional, según la importancia de la obra.
las ideas, las buenas ideas, el buen arte y la buena arquitectura, sólo se desarrollan sanamente, creativamente, como lo hacen los caballos de carreras, los buenos negocios y las tecnologías de punta: en el concurso y la competencia. para que la buena arquitectura sobreviva en este país, habrá que parafrasear a le corbusier y exigir una revolución cultural que nos de democracia y arquitectura. a lo que ya cantó ezra pound:
con usura ningún hombre puede tener una casa con buenos cimientos
cada piedra cortada pulida y bien engarzada
cuyo diseño sea protector
habríamos de sumar que sin concurso de ideas –que es otra forma de la usura– ninguna ciudad, ningún estado tendrá espacios cuyo diseño sea política y estéticamente (com)prometedor.
24.8.11
islas en la ciudad o la ciudad de islas



En 1748 Giambattista Nolli, arquitecto y cartógrafo, dibujó su Nuova pianta di Roma, un mapa de la ciudad cuyo paciente y cuidadoso levantamiento había iniciado doce años antes, en 1736. El mapa de Nolli, como desde entonces se le conoce, es, como lo indica su nombre, una planta, una icnografía –el dibujo de la huella, icnos, de lo que está construido. Antes de Nolli lo usual era que las ciudades se representaran en vista aérea, a vuelo de pájaro, y no de esa extraña y abstracta manera que parece sólo entienden, tras largo entrenamiento, cartógrafos, urbanistas y arquitectos. Según Allan Ceen, se habían dibujado cinco icnografías de Roma antes de la de Nolli. La primera y más importante en 1551, por Leonardo Bufalini. Nolli, teniendo como ayudante al jóven Piranesi, redibujó el plano de Bufalini para compararlo con el suyo, trazado casi doscientos años después. En el plano de Bufalini todo lo construido está dibujado en negro, las calles y plazas se quedan en el color del papel. Nolli introdujo una diferencia: no sólo las calles y las plazas, es decir, el vacío, queda del color del papel, sino también el interior de algunos edificios se mantiene sin rellenar de negro, dibujando incluso las plantas arquitectónicas. Por mucho tiempo supuse, como explica Jim Tice, que Nolli no sólo marcaba la diferencia entre sólido y vacío, entre lo construido y el exterior, como ya lo había hecho Bufalini, sino también la diferencia entre espacio público y privado: del primero se dibuja la planta, mostrando cómo el vacío interior se conecta al exterior, mientras del segundo sólo se delinea la masa construida.
En un libro reciente –The possibility of an absolute architecture–, Pier Vittorio Aureli propone otra interpretación:
“La distinción entre fondo y figura que introdujo Nolli se ha interpretado comúnmente como símbolo de la distinción entre espacio público y espacio privado. Esa interpretación es incorrecta. Muchos de los patios y jardines representados como ‘espacios abiertos’ eran realmente inaccesibles al público; más aún, resulta problemático usar la noción de espacio público para la nave de una ilgesia o un claustro. Más bien –concluye Aureli– la distinción entre la figura de lo arquitectónico y el fondo de la ciudad introduce una diferencia más sutil pero decisiva en la representación cartográfica de la ciudad: la diferencia entre espacio arquitectónico y espacio urbano.”
Más aún, Aureli plantea que esa distinción no sólo tienen que ver con la representación cartográfica de la ciudad sino con su estructura misma. El mapa de Nolli marca la separación radical entre forma arquitectónica y el tejido urbano. Si la arquitectura puede leerse como espacios discretos –término de la topología y la matemática en general que se opone a los objetos continuos–, cerrados, determinados y con una forma definida, el tejido urbano es, en cambio, un sistema abierto, indeterminado y con una forma siempre variable. Sobre todo, el espacio de lo urbano no está sujeto a ser proyectado del mismo modo que lo es el espacio arquitectónico. No hay –parafraseando el título del famoso libro de Aldo Rossi– una arquitectura de la ciudad –donde hay que subrayar, sobre todo, la imposibilidad de una sola arquitectura.
Para Aureli la arquitectura debe seguirse entendiendo como una cuestión de forma: “hacer formas es el programa real y necesario de la arquitectura.” La urbanización, en cambio, “es simplemente un dispositivo: es lo que hace” Para Aureli la esencia de la urbanización es “la destrucción de cualquier límite o frontera” –lo que parece evidente si pensamos en el crecimiento incontrolado de las grandes ciudades, de las manchas urbanas que han terminado convirtiendo a buena parte del territorio en un híbrido que ya no es lo que tradicionalmente podíamos entender como ciudad, pero tampoco se parece al campo que antes la rodeaba.
La imparable fuerza de lo urbano frente a la limitada –por definición y naturaleza– del edificio, ha hecho que muchos hablen –y me incluyo entre quienes han suscrito el diagnóstico– de la impotencia de la arquitectura –de menos en el modo como se ha entendido al menos del renacimiento a nuestros días– para lidiar con el fenómeno de lo urbano. La urbe siempre rebasa el poder de la arquitectura. Aureli no ignora el poder de lo urbano, pero tampoco renuncia a la efectividad de lo arquitectónico, al contrario. El primer capítulo de su libro lleva por título hacia el archipiélago –y como subtítulo: definiendo lo político y lo formal en la arquitectura. Si lo urbano es como un océano continuo y a veces turbulento, la arquitectura forma archipiélagos: conjuntos de islas. El aislamiento de la arquitectura de cara a lo urbano no debe ser visto, a ojos de Aureli, como un defecto sino más bien como su capacidad de resistencia: mediante formas que se relacionan unas con otras en un contexto variable y, en cierto sentido, amorfo.
La idea de la arquitectura como islas y archipiélagos, me hizo recordar otro libro relativamente reciente: Róbinson frente al abismo, recuento de islas, de Bruno H. Piché. La ciudad como isla es, evidentemente, una utopía. Pero la isla en la ciudad, los archipiélagos dentro del océano urbano no sólo son posibles sino que conocemos varios. Piché escribe que “se puede concebir cualquier isla como un sitio intermedio entre dos lugares, una especie de estación en medio del trayecto que va de un punto a otro; una isla como paradero y observatorio de destinos cruzados desde el cual se distinguen con claridad el momento en que podríamos encontrarnos y, al otro extremo, en la otra orilla, el momento en que nos volveremos a perder en la nada.”
El poder de la arquitectura, a la vez sutil e importante, es su capacidad de constituir islas para que los náufragos urbanos puedan detenerse momentáneamente en sus derivas cotidianas. Breves y singulares espacios absolutos, de donde el título del libro de Aureli: “una arquitectura absoluta –escribe– debe reconocer la separación política que puede potencialmente, dentro de un océano de urbanización, manifestarse mediante las fronteras que definen la posibilidad de la ciudad. Una arquitectura absoluta deberá mapear esas fronteras, entenderlas, formalizarlas y reforzarlas para que puedan juzgarse y confrontarse claramente.”
4.2.11
el no centenario

El día que la tierra se detuvo, de 1951, es un clásico del cine de ciencia ficción clase B. Es aquella película en la que un extraterrestre de apariencia humana, demasiado humana, desciende de su platillo volador, estacionado en Washington D.C., acompañado de un gigante robot metálico que lanza un rayo capaz de desintegrar las armas de los humanos sin dañarlos –la imagen de los dos visitantes saliendo de su nave será retomada en 1974 por Ringo Starr en su álbum Goodnight Vienna. En fin, eso sólo me sirve para aclarar que el año pasado, a 59 del estreno del film, no pasó nada similar en México y que si hago referencia al mismo es sólo por el gusto de parafrasear el título calificando al 2010 como el año en el que el país se detuvo.
Por supuesto que lo anterior, si acaso es un chiste, es sin duda muy malo. Claro que pasaron cosas en el 2010. Entre otras, más de 22 mil mexicanos pasaron a formar parte de las listas de muertos derivados del combate al crimen organizado. Pero eso no era lo que queríamos, mucho menos para el glorioso año en que celebraríamos los doscientos de ser una nación independiente y los cien de pretender, además, ser un país justo. Esperábamos celebraciones y festejos, inauguraciones monumentales e incluso la refundación simbólica, acompañada de una necesarísima reconstrucción física, de la nación. Confiábamos en de menos igualar la pompa que hace cien años engalanó los festejos organizados bajo el gobierno de Porfirio Díaz, cuando se construyeron monumentos pero también escuelas, mercados, bibliotecas y prisiones.
No contábamos, por supuesto, con que en el 2009 el andamiaje económico del mundo desarrollado se tambaleara amenazando con un estrepitoso derrumbe del estado de bienestar que nunca realmente gozamos, empezando por nuestro poderoso vecino del norte, del que no sólo estamos demasiado cerca sino que dependemos casi totalmente. No contamos tampoco con algo mucho más previsible: que esas obras para hacerse bien requieren de planeación, es decir, de tiempo y, a fin de cuentas, de dinero. El concurso del controvertido Arco del Bicentenario, por ejemplo, fue convocado a finales de enero del 2009, pensando que su construcción se iniciaría a mediados de ese mismo año. Pero parecía tener todo en contra: la manera jamás hecha pública como se seleccionaron sólo 37 arquitectos para el concurso, el sitio donde se ubicaría el arco y, finalmente, el nombre mismo: arco –el sueño arquetípico del poderoso, de Constantino a Hitler, pasando por Napoleón. Acercándose la fecha del festejo el arco, rebautizado en honor a la notoria ausencia de curvas como la estela de luz, seguía brillando por su ausencia y con el presupuesto más que duplicado se pospuso su inauguración un año.
A falta de obras nos dijeron que la fiesta resultaría inolvidable. Si acaso por su mala organización y su gusto ni siquiera malo, a penas mediocre. Recordando el desfile que para el bicentenario de la Revolución Francesa imaginó Jean Paul Goude como una especie de velado homenaje a su antigua musa Grace Jones, el desfile local –con su Coloso destartalado y sus niños coronados de nopales en vez de olivo ejecutando una descoordinada danza que hubieran bailado mejor un grupo de lisiados de guerra– fue triste, penoso, pobre que no austero. Nos hubiéramos contentado, como los gringos en el 76, con un billete de dos pesos –o de 24.80, para poder cambiarlo por uno auténtico de dos dólares.
¿Pero realmente fue tan malo el 2010? Sí, pero más que por los fiascos y las farsas, por la oportunidad perdida de imaginarnos y reinventarnos y no como la efigie de piedra que se refleja en un espejo retrovisor ya empañado. El año del bicentenario y del centenario era, es cierto, mero pretexto. Una efeméride importante, pretexto para buenas y bellas fiestas. Nada debiera impedirnos hacer hoy, o en quince meses, lo que entonces no se hizo o se hizo a medias y asumir un optimismo crítico y paradójico de un sombrerero no tan loco que prefiere la abundancia de los no cumpleaños a la escasez ritual del aniversario.
publicado en tomo
6.10.10
paises competitivos en diseño
