26.6.11

vida en venecia

visité venecia por primera vez cuando tenía veinte años, acompañado de mi madre que conocía bien esa ciudad. bajamos del tren –veníamos de florencia– y subimos al vaporeto para recorrer el gran canal hasta la plaza de san marcos. cerca estaba nuestro hotel. empezaba a oscurecer. mi madre me preguntó qué me parecía venecia. es como diseylandia, contesté. se me quedó viendo con una cara que dejaba ver lo que estaba pensando: "¿y para eso te traje hasta acá?" todavía, cada vez que puede, me recuerda mi respuesta.

hoy, leo un texto sobre venecia escrito en 1907 por el sociólogo y filósofo alemán georg simmel. venecia –dice simmel– es una ciudad artificiosa, "una escenografía desalmada: la belleza mentirosa de una máscara." simmel parte de una visión absolutamente romántica: el arte lo es cuando revela en la apariencia una verdad más profunda, una verdad esencial: el ser. "cualquier obra de arte internamente verdadera –afirma–, por fantástica y subjetiva que sea, es manifestación de una forma y una manera en las cuales es posible la vida." venecia no es eso: "la forma de ser de esta ciudad consiste en la sustitución de la apariencia por el ser." por eso no es arte sino artificio –"puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro," como cantara la lupe.

en venecia, dice simmel, ni los puentes son verdaderamente puentes: nunca sabes cuándo una calle deja de serlo para cruzar un canal y convertirse en puente. en venecia nada se mueve, no hay cambio –ni de estaciones que no se perciben. si hay flujo, es como el del agua en los canales, ambiguo: nunca sabemos a dónde va. según simmel, su belleza es como petrificada y de eso depende el carácter 'onírico' de venecia: "la monotonía de todos los ritmos venecianos impide la animación y los impulsos necesarios para tener la sensación de plena realidad y nos acerca al sueño, en el que nos rodea la apariencia de las cosas, sin las cosas mismas."

no es mi intención, con estas citas de simmel, revalorar mi opinión postadolecente: venecia parece disneylandia. pues, de haber vivido en nuestros días simmel no hubiera comparado, creo, a venecia con disneylandia sino con las vegas. "venecia se caracteriza –escribe– por la ambivalente belleza de la aventura que en la vida flota sin raíces como una flor arrancada en el mar; que haya sido y siga siendo la ciudad clásica de la aventura no es más que el símbolo del último destino de su imagen global: no poder ser hogar para nuestra alma, sino sólo una aventura." lo que pasa en venecia, se queda en venecia –¿no es así herr aschenbach?

ps. y sin embargo, se mueve: ¿quién se negaría a un proseco tras un recorrido por calles y canales de la ambivalente venecia?

24.6.11

museo del surf


desde architectural record estas fotos de iwan baan del museo del surf, en biarritz, diseñado por steven holl.

thomas n. armstrong III

no era arquitecto. fue el director del whitney y aquí está con la maqueta de la propuesta de expansión del museo de michael graves –que afortunadamente nunca se hizo (vía nyt)

23.6.11

la montaña rusa de la eutanasia

con la reciente muerte del doctor kevorkian no está de más esta imágen de una montaña rusa diseñada para ponerle fin al aburrimiento producido por nuestra excesiva longevidad de una manera divertida y emocionante. visto aca.

20.6.11

el pasillo nacional de arquitectura

bellas artes es –según la fórmula que nos repiten en cada inauguración, concierto o velorio de algún notable de la cultura– nuestro máximo recinto cultural. sea. pero eso no transforma cada uno de sus espacios en museo o galería. los baños de bellas artes –pese a sus bellos mingitorios– son baños y nada más.


el pasillo que, en el último piso del edificio, bordea al vacío del vestíbulo principal bajo la cúpula es sólo eso: un pasillo, aunque ahí se aloje lo que con un nombre que le queda sin duda demasiado grande, se llama “museo nacional de arquitectura.” en ese pasillo hemos visto muchas exposiciones de arquitectura, a veces de obra de arquitectos distinguidos y memorables, otras no tanto. pero si la arquitectura tiene algo que ver con el espacio, los arquitectos debiéramos sorprendernos de que alguien suponga que en ese espacio se puede presentar bien una muestra de arquitectura. y debiéramos quejarnos de que esa tarea de suyo complicada –mostrar arquitectura en un espacio que no se presta para hacerlo– se le encargue a un niño de secundaria con pocas aptitudes para la museografía y peor gusto. o al menos eso parece ser lo que sucedió con la muestra dedicada al trabajo de luis ortíz macedo que ahora se exhibe en “nuestro máximo recinto cultural.” sin ningún guión curatorial claro y con un montaje torpe e indigno para una casa de la cultura de un municipio sin recursos y prácticamente deshabitado, la muestra no sólo ofende la reputación del arquitecto que pretende honrar sino la de todo el gremio.


¿cuándo habrá alguien en bellas artes, o alguien en los colegios y sociedades de arquitectos mexicanos, que insista en la necesidad de tener un centro de información, documentación y exposiciones dedicado a la arquitectura mexicana que esté al menos a la altura de lo que nos han dicho es la arquitectura mexicana? ¿cuánto tiempo más con esas muestras mal montadas en el poco apto último pasillo del vestíbulo de bellas artes?

habló el arquitecto

por fin, tras ser requerido en muchas ocasiones por los medios, césar pérez becerril, arquitecto principal del proyecto que ganó el concurso para el arco del bicentenario, respondió algunas preguntas entre las que destaca, por la respuesta, la que abre la nota del periódico reforma: ¿volvería a participar en un concurso así? no –dijo, enfático.


he escrito ya varios textos sobre este tema, incluyendo sobre una de las primeras críticas al proyecto: que no era un arco en un concurso que pedía precisamente eso, un arco. esa crítica, que parecía impulsada por aquellos finalistas que veían en la descalificación del primer lugar una posibilidad de ocupar su sitio, era del todo infundada: había que entender que lo de arco era un término genérico por monumento y, si no, otra ocurrencia idiota del ejecutivo que debía tomarse por una sugerencia y nada más.


el arco fue entonces una estela y su construcción una serie de errores y confusiones que no sólo revelan la incapacidad organizativa de un gobierno que ya resulta a todas luces indefendible, en esto y en otros asuntos de mucho mayor interés público, sino algo peor, supongo: una incompetencia generalizada que en este país rebasa las ideologías políticas y los membretes partidistas, para definirse como una característica de esa entelequia tan odiosa que es “el mexicano.” emprendedores y esforzados, tal vez, pero sin el talento ni la voluntad de llevar nuestros actos y nuestros hechos hasta la perfección. el grotesco jarrito de barro, mal hecho y mal pintado, curioso pero bajo ninguna mirada perfecto, es la imagen de lo “hecho en méxico.”


el arquitecto, pues, por fin habla y entre líneas deja ver que el problema es una falla institucional que apunta a cadenas de irresponsabilidad que denotan, finalmente, una gran corrupción –asumamos de una vez que corrupto no es sólo quien roba de las cuentas públicas sino también quien, incompetente, no reconoce su falla y deja las cosas hechas mal y a medias. pérez becerril –según el texto publicado en reforma– deja entrever que los (i)responsables son, en la cima de la pirámide, josé manuel villalpando, director del instituto nacional de estudios de las revoluciones mexicanas, y luego alonso lujambio, secretario de educación pública. ninguno supo ni pudo tomar las decisiones adecuadas. ninguno dijo a tiempo esto no se puede ni debe hacer así, no hay tiempo, no hay recursos, no hace sentido. y ninguno lo hizo –y supongo ahí si habría que incluir al arquitecto– por ejercer con excesiva libertad esa otra gran tara del mexicano –junto con la malhechura–: el patético servilismo ante el poderoso. “sí señor presidente, su arco que no es arco estará listo a la hora que usted quiera.”


una cosa si me queda clara de la entrevista que concede pérez becerril –aunque dudo que la lectura vaya a ser la misma de parte del público general–: el estado de abandono legal y práctica indefensión de los arquitectos ante clientes, contratistas, constructores y demás personas involucradas en la construcción de un proyecto. el menor de los males, probablemente, en un caso que revela muchas fallas intrínsecas de nuestro sistema y nuestra forma de ser, pero uno terrible para los arquitectos en este país.

8.6.11

ubi? quo? unde? qua?


“A la gente de mi generación – escribe el filósofo francés Michel Serres (1930) al inicio de un capítulo de su libro Estatuas– nos parecía natural, digo bien: natural, comenzar o casi el aprendizaje del latín, base muerta pero activa de nuestra cultura, por el estudio de cuestiones de lugar. Cuatro palabras clave fundaban el espacio: Ubi? Quo? Unde? Qua? Todas ellas términos con repercusiones en la lengua griega y, después, en la mecánica y la filosofía. Designábamos o describíamos los lugares inmediatamente después de haber conjugado el verbo amar. No recuerdo haber aprendido ninguna lengua viva en una liga tal entre el amor y los lugares.” No se bien por qué razón esas cuatro palabras latinas y la explicación de Serres fueron lo primero que se vino a mi mente al tratar de pensar, para este texto, las relaciones entre la arquitectura y nuestro presente local, mexicano. Ubi? Quo? Unde? Qua?


Ubi?, dice Serres, pregunta por el lugar donde estamos, por el horizonte que nos envuelve, por el entorno, el medio o el contexto; la circunstancia o la situación, digamos. Quo?, ¿a dónde vamos? Esas dos primeras preguntas juntas dibujan una línea que muestra si no una intención por lo menos la conciencia de un destino, aunque no sea el deseado. Estamos aquí, vamos para allá. Unde?, que para nosotros en español es de dónde, de dónde vienes. No pregunta por lo mismo que ubi?, ¿dónde estas?, sino que extiende la línea trazada entre el ubi? y el quo? en otra dirección, posiblemente opuesta. Y aunque hablamos de lugares, del espacio, los tres términos parecen cuestionarnos sobre nuestra localización pero en relación al tiempo: ¿a dónde estás, ahora, en el presente?, ¿a dónde vas, en el futuro?, y ¿de dónde vienes, cuál es tu pasado? La cuarta palabra clave, según Serres, es qua?, ¿por dónde has pasado? La relación entre el lugar que ocupamos en el presente, aquél donde estuvimos en el pasado y al que iremos en el futuro, se articulan, gracias a la cuarta pregunta, en algo más que una deriva sin sentido, transformándose en un acto que implica, a la vez, la voluntad y la representación: intención y memoria localizadas gracias a cuatro preguntas.


Las cuatro preguntas las podría plantear cualquiera: el historiador, el sociólogo, el economista o el político. Pero al tratarse de preguntas relacionadas con el lugar y el espacio, parecen especialmente apropiadas para el arquitecto. Además, de eso se supone deba tratar este texto: la arquitectura mexicana ante nuestro estado actual.


¿Ubi: dónde estamos? Más allá de los lugares comunes que parecen definir nuestro presente –la inseguridad y la violencia, las crisis prolongadas en una inestabilidad continua que lo único que parece generar con toda certeza es pobreza persistente, y la desconfianza en casi cualquier manifestación de lo político–, ¿cuáles son sus efectos espaciales o urbanos que puedan interesar al arquitecto? Diría que una consecuencia común al menos de las condiciones antes mencionadas es un progresivo retiro del espacio público. Por miedo, por falta de recursos o por apatía, las calles y las banquetas, las plazas y los parques, cuando no son abandonados prácticamente por completo, son tomados para usos privados que, evidentemente, contradicen su vocación pública. Se cierra, se enreja, se controla el paso, y así se pierde una de sus funciones principales. El espacio público no es simplemente lugar de convivencia y encuentro sino que constituye uno de los mecanismos principales mediante los cuales la ciudad –como sistema de auto-organización– redistribuye su capital cívico y cultural. El espacio público es un dispositivo que, entre otras, tiene la función de producir ciudadanos. Es, de hecho, el medio –¿el único?– para la reproducción de una especie particular de primate autodenominado como zoon politikon. Se podría argumentar que, antes de la violencia o el descrédito de lo político, las tecnologías de comunicación acelerada, del radio y la televisión a los teléfonos inteligentes y el internet, ya habían puesto en jaque ese papel del espacio público. Y también se puede decir que más que anular dicho espacio, esas tecnologías lo redefinen; que ese cambio y todas sus consecuencias aún no verificadas, no contradice la posibilidad de redistribuir el capital cívico y cultural, sino bien al contrario, acaso la acelere. Sin embargo, en condiciones de una clara desigualdad económica, siempre será la tecnología menos costosa la más eficiente. En otras palabras, mientras no haya la posibilidad de acceso generalizado a las tecnologías de comunicación y almacenamiento de datos, la plaza seguirá superando a la red. De ser ese el caso, estamos –ubi?– ante –más bien en, si así pudiera decirse– un deterioro notable de la tecnología civilizatoria más eficiente: el espacio público, la ciudad.


Unde? Preguntémonos de dónde venimos antes de a dónde vamos. Tras el modelo urbano de la época colonial, descendiente directo del campo romano que ya había probado ampliamente su potencial, con su sistema de plazas rodeadas de edificios públicos –en un sentido que no es, obviamente, el actual, pero que cumplían esa función, fuera el templo o el palacio de gobierno, el hospicio o el convento–, no hubo probablemente ningún otro modelo urbano de efectos considerables hasta que, en los años 50, el país –principalmente la ciudad de México– adopta una mezcla de la modernidad urbana teorizada por Le Corbusier –pensemos en el Mario Pani del Centro Urbano Presidente Aleman, del Juárez o incluso de Tlatelolco– y de la moderización desenfrenada al estilo americano, especialmente en la costa oeste y particularmente en Los Ángeles –de nuevo Pani, pero ahora con Ciudad Satélite y, en cuanto a políticas urbanas, las ideas del regente Urruchurtu, por ejemplo. El intento de transformar, a finales del siglo XIX, las ciudades según el modelo de parques, boulevares y ensanches, mitad el París de Haussmann y mitad la Barcelona de Cerdá, tuvo efectos limitados en pocas ciudades del país, Así, en cuestiones urbanas nos encontramos hoy con ciudades que durante mucho tiempo se resistieron al cambio y que cuando lo hicieron, de manera acelerada, construyeron una modernidad que envejeció demasiado rápido y mal. En los países “en vías de desarrollo” la ciudad postindustrial produce dos efectos paralelos: las grandes infraestructuras –viales, comerciales, culturales– y los grandes desarrollos si no totalmente informales, sí al menos en buena parte aislados del resto de la ciudad –tanto en zonas exclusivas como en barrios excluidos. Pero esto último parece responder más a la primera pregunta –¿dónde estamos?– que a la segunda –¿de dónde venimos?


Quo? No –o no sólo– ¿a dónde queremos ir?, sino ¿a dónde vamos? ¿A dónde parecen empujarnos las circunstancias? Diría que a una versión intensificada de lo descrito en las últimas líneas del párrafo anterior. Con una salvedad: las condiciones económicas parecen inclinar la balanza más hacia el lado de las zonas exclusivas o excluidas que al de las grandes infraestructuras. Más aun, éstas parecen haberse vuelto dependientes y a la vez marginales al desarrollo de aquéllas. Peor, las infraestructuras parecen haber perdido grandeza y haberse pulverizado, pasando así de soporte –infra-estructura– a suplemento y agregado. El espacio público, por ejemplo, hoy abandonado como ya se vio, pasa a concebirse como un extra del espacio privado: el skygarden, el gimnasio o el salón multiusos que nadie usa en el complejo residencial –algo que, de cierto modo, es el colofón perverso de la visión corbusiana de la unidad habitacional autónoma y casi autista.


Qua? –¿por dónde hemos pasado? La respuesta, supongo, no se reduce a repetir tal cual lo apuntado en la primera –ubi?– y la tercera –unde? Hemos pasado, al menos en el siglo pasado y lo que va de éste y hablando desde la arquitectura, por el rechazo a un modelo –el academicismo Beaux-Arts– por juzgarlo extraño a nuestras tradiciones –afrancesado– y a nuestro tiempo –anticuado, no se si necesariamente en ese orden. De ahí a una búsqueda –en los posrevolucionarios veintes– de la mejor arquitectura para nuestra condición. Rescatar raíces prehispánicas decían unos, revalorar el periodo colonial, decían otros, abrazar la modernidad racional y funcionalista, dijeron los menos. Al final esos menos ganaron, apoyados, seguramente, por el espíritu de los tiempos. Poco a poco buena parte del mundo sucumbiría a los encantos –siniestros, dirán luego algunos– de esa arquitectura que en la exposición del 32 en el MoMA de Nueva York Johnson y Hitchcock calificarían como estilo internacional. En México el estilo internacional fue revestido –¿o travestido?– con ajuar autóctono: de la llamada integración plástica –que cambió al muro cortina por la piel polícroma firmada Rivera, Siqueiros u O’Gorman– al colorido Barragán y sus múltiples y dispares epígonos. Eso que parecía una respuesta muy mexicana en el fondo era también parte del aire de los tiempos. La arquitectura de la primera modernidad –de una abstracción demasiado pura o de un purismo demasiado abstracto, según se vea– quiso recuperar tras la segunda guerra su poder simbólico y monumental –a manos incluso de algunos de sus padres fundadores. Toda esa historia es pre-setentas. Anterior a la crisis política del 68 y a las sucesivas crisis económicas de los 70 en adelante. A partir de entonces la arquitectura de estado insistirá en una monumentalidad espectacular a la que varios críticos han señalado tintes fascistas. La arquitectura social, también subvencionada desde el estado, se irá desdibujando hasta desaparecer o volverse una mala broma a mediados de los 80. Los arquitectos nacidos en la década de los años 50 se rebelan contra lo que parece ser el estilo oficial pero sin atinar a construir una teoría crítica consistente, lo que parecía usual fuera de México.


A principios del siglo XXI, pues, los arquitectos, sobre todo aquellos nacidos a finales de los años 60 y durante los 70, se encuentran con esas condiciones. Ubi? El espacio público abandonado parece ya no interesarle a nadie. Quo? Parece que esa condición tiende a intensificarse y la arquitectura parece condenada a construir refugios comunitarios –casi tribales– que poco tienen que ver con lo que tradicionalmente llamamos ciudad. Unde? Quizás porque eso que pretendía ser ciudad hoy se ve –o, más bien, se vive– no como promesas incumplidas sino como realidades fallidas. Qua? Y es que todo parece ya probado. Los experimentos fallaron. El multifamiliar no rescató a las masas de la sordidez del tugurio más que en apariencia. La escuela pública o la seguridad social perdieron la batalla, al menos en el imaginario colectivo, frente a sus contrapartes privadas. La infraestructura vial y de transporte público parece ya por siempre rebasada. Etcétera.


De todas las posturas posibles ante la realidad descrita hay dos que me parecen las más interesantes: el cinismo operativo y la resistencia crítica. En el primer caso no utilizo el término cinismo de manera peyorativa. El cinismo –la rama crítica del cinismo– no es ingenuo: atiende a la realidad sin por eso validarla. Ambos, cínicos y críticos, son hijos de Bartleby, el personaje de Melville. Ambos preferirían no hacerlo, pero los primeros lo hacen, porque si no de todos modos alguien lo haría y peor. Los primeros construyen y abren un camino aunque saben que es posible que nadie lo siga. Los segundos apuntan a caminos y quizá sepan que no será posible construirlos. Pero si el porcentaje del entorno construido que pasa por las manos –e idealmente las cabezas– de arquitectos es mínimo, el que atienden cínicos y críticos cuenta menos. Con todo –un poco de optimismo no caerá mal– tal vez sean esas excepciones las que ayuden a transformar las reglas.

7.6.11

la arquitectura de una asamblea

¿cómo se construye una asamblea? ¿cómo se construye el espacio del diálogo democrático? no hablamos sólo de arquitectura –aunque la improvisada carpa azul ya lo sea– sino de los protocolos de esos espacios, del ágora a la cámara de representantes, de la plaza y el mercado al twitter y el facebook, donde nos encontramos unos frente a otros como iguales en nuestras irreductibles diferencias y como hablantes –cf. desde lo escrito por hanna arendt hasta bruno latour.

la alberca del cupa


alguna vez leí aquello de una niña invitando a sus compañeras de la secundaria pública, en el méxico de los años 50, a pasar la tarde en la alberca de su casa. en una época en que sólo unos cuantos ricachones del pedregal tenían albercas privadas sus compañeras se sorprenden. la niña de la historia vivía en el centro urbano presidente alemán, diseñado por mario pani y construido en 1949. no se si el cuento sea real o parte de la mitología urbana sobre ese multifamiliar o incluso una buena estrategia publicitaria para hacer que los trabajadores del issste que ahí habitaban –de quienes se dice no veían con muy buenos ojos a esa colmena humana– lo empezaran a apreciar por sus muchos beneficios –esos beneficios que la modernidad arquitectónica de la primera mitad del siglo 20 ofrecía como la necesaria opción a la revolución social: aire, luz y piscinas para todos.

cualquiera que visite hoy el cupa se encontrará que la mayor parte de los servicios y equipamiento común se encuentran en mal estado, con poco o nulo mantenimiento o incluso abandonados, como la alberca del conjunto –a la que además le construyeron en algún momento un desastroso techo que, aunque la proteja de la intemperie, estorba al concepto original del proyecto. hoy leo en el periódico reforma que nelson vargas, ex director de la conade, ofrece su apoyo para poner a funcionar de nuevo esa alberca. buena idea. esperemos que parte del plan sea retirar ese techo o, de menos, buscar sustituirlo por uno que, con mejor diseño, no altere negativamente al conjunto.