28.2.17

el efecto santa mónica


El 18 de octubre de 1997 se inauguró la sucursal Bilbao del Museo Guggenheim. El arquitecto: Frank Owen Gehry, nacido Goldberg el 28 de febrero de 1929 en Toronto, Canadá. Su familia se mudó a California en 1947. Ahí Gehry estudió arquitectura en la Universidad del Sur de California. Tras vivir en distintas ciudades, con diferentes trabajos, casarse y cambiarse el nombre de Goldberg a Gehry, regresó a Los Angeles donde entró a trabajar a la oficina de Victor  Gruen. A finales de los años 60, Gehry abrió su propia oficina. Pero su trabajo “más importante” hasta ese momento, según escribió un mes antes de la inauguración Herbert Muschamp en el New York Times, fue el Guggenheim de Bilbao. Muschamp escribió:

Frank Gehry, ha sido una figura importante de la arquitectura desde 1978, el año en que completó la remodelación de su casa en Santa Monica, California. Una versión ampliamente modificada de una casa genérica suburbana empleando un vocabulario original de materiales industriales en bruto: maya ciclónica, madera contrachapada, metal galvanizado, bloques de concreto, estructura de madera expuesta.

El 18 de enero de 1988, Muschamp publicó un artículo titulado Corbu Saved From Drowinng. En su texto Muschamp comenta el libro que el francés Philippe Boudon dedicó en 1967 al proyecto de vivienda que realizó Le Corbusier en 1926 en Pessac, a las afueras de Burdeos, que estudiaba las transformaciones que a lo largo de los años realizaron los ocupantes en las casas diseñadas por el famoso arquitecto. Muschamp cuenta también cómo el libro de Boudon se recibió en principio como un ataque a Le Corbusuier, lo que no era, y cita otro artículo, éste firmado por Ada Louise Huxtable y publicado en el New York Times el 15 de marzo de 1981: El proyecto de vivienda de Le Corbusier: lo suficientemente flexible como para resistir. “Fui a Pessac para ver el futuro —dice Huxtable— y contrario a la sabiduría popular, ¡funciona!” Huxtable narra que llegó a Pessac “preparada para lo peor” y se encontró con que estaba “vivo y en buen estado, haciendo un tipo de historia totalmente distinto al que se esperaba.” Para Huxtable, dice Muschamp, el éxito de Pessac se debía, sin duda, al arquitecto: la fortaleza del proyecto era su flexibilidad. Para Muschamp, en cambio, el éxito no estaba de un solo lado, el del autor, sino en el intercambio entre arquitecto y residentes. Ahí entra Ghery.

En 1977 Ghery compró una casa construida en Santa Monica, California, en los años veinte —contemporánea, pues, de las casas de Pessac diseñadas por Le Corbuseier e inició un proceso de transformación. Al comprar la casa, cuenta Paul Goldberger en su biografía de Gehry, éste no sabía qué quería hacer con ella, pero tenía claro “que no quería enterrarla bajo su propia arquitectura.” Lo que buscaba era “tejer su propia y mu diferente arquitectura dentro y alrededor de la casa y hacer que la conversación funcionara.” Goldberg cuenta también que, al principio, Gehry trabajó sólo en el proyecto de su casa, hasta que le empezó a ayudar Paul Lubowicki, un joven arquitecto que conoció en Cooper Union recién entrado, en periodo de pruebas, a su oficina. Junto con Lubowicki, Gehry empezó a trabajar directamente cortando una maqueta del proyecto preliminar de su casa: “el corte no era sólo una técnica para hacer la maqueta, sino una metáfora de la manera como Gehry entendía todo el diseño: una composición hecha de cortes, separaciones, choques, de formas y texturas en colisión, de sólidos y vacíos, todos aparentemente azarosos pero considerados tan meticulosamente como cualquier detalle de Mies,” dice Goldberger.


Según Muschamp, la transformación a la que sometió Gehry a su casa es inversa a las que realizaron los habitantes de las casas de Le Corbusier en Pessac: en vez de que una propuesta radical de la vanguardia moderna haya sido transformada poco a poco por sus habitantes, Ghery había transformado “un objeto de blanda domesticidad suburbana en una agresivamente atractiva obra de arte contemporáneo.” Su casa, dice Muschamp, “era un reto a la visión convencional de la historia como una fuente de estabilidad, continuidad y confort sicológico.” La casa de Ghery, agrega, era “una saga de perturbaciones físicas y culturales.” El efecto Santa Monica, si así se le puede llamar retrospectivamente a la manera de pensar, construir y habitar la arquitectura que Gehry empezó a consolidar en su casa, y del que el Guggenheim de Bilbao es, al mismo tiempo, resultado y punto de quiebra cuando el proceso, como acumulación literal y metafórica de capas —de materiales y de historias, de construcciones y formas de ocupar el espacio—, se cristalizó, finalmente, en una especie de figura retórica de sí mismo.

27.2.17

imagen


La arquitectura es una imagen. Más aun: la arquitectura es pura imagen.

Miro esta hoja blanca que está sobre mi mesa; advierto su forma, su color, su posición. Estas distintas cualidades presentan algunos rasgos comunes: en primer lugar se ofrecen a mi mirada como existencias sólo susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mi, no son yo.

Eso lo escribió Jean Paul Sartre al principio de su libro La imaginación. Una cosa es la hoja, dice Sartre, y otra mi consciencia de la hoja o, más  bien, la hoja es una cosa mientras mi consciencia, explica, no: “en ningún caso mi consciencia podría ser una cosa, porque su modo de ser en sí es precisamente un ser para sí.” Puedo voltear la cabeza, mirar en otra dirección, dejo de ver la hoja que “deja de estar presente” o, aclaremos, deja de estar presente para mi consciencia, pero no desapareció, sé que está ahí (o al menos espero que si vuelvo la mirada a donde sé que la dejé, ahí estará de nuevo). Puedo también imaginar la hoja. Al imaginarla, dice Sartre, hay una identidad de esencia —sé que imagino esa hoja, con su individualidad y su estructura— pero no de existencia: sé que la hoja que imagino está en la mesa: “no existe de hecho, existe en imagen.” Al final de su libro, Sartre afirma que la imagen no es una cosa —como la hoja sobre la mesa— sino un acto: “cierto tipo de consciencia.”

El filósofo inglés Roger Scruton —que nació el 27 de febrero de 1944— publicó en 1979 el libro La estética de la arquitectura. Ahí, Scruton se pregunta por lo que es la arquitectura —su esencia. Descarta que sea la función, pues según él “no hay forma posible de utilizar la idea de función para arrojar luz sobre la naturaleza de la arquitectura, pues sólo podemos entender la función si sabemos qué es la arquitectura.” Tampoco es el espacio, que entiende, casi como en una caricatura, como el puro vacío contenido entre los muros de un edificio y que, entonces, no se puede distinguir sin prestar atención al contenedor —un vacío de ocho por seis metros y tres de altura sería igual si los muros son de concreto o de mármol, lisos o con molduras. Y tampoco consiste en la voluntad expresiva del autor. Para Scruton, lo esencial de la arquitectura es la propia experiencia de ella, que exige “una aprehensión intelectual del objeto.” Nuestra experiencia de un edificio, dice, “tiene un carácter intrínsecamente interpretado y la «interpretación» es inseparable de la apariencia del edificio.” La experiencia de la arquitectura, piensa Scruton, es imaginativa, y la arquitectura, entonces, una imagen. “Una imagen no es un objeto de atención” —una cosa, como también dice Sartre— “sino más bien una forma de atención a otras cosas” —un acto—; no es “una cosa con propiedades que se puedan descubrir cuanto una forma de considerar las propiedades de su objeto.”


Veo un muro. Advierto su forma, su color, su posición. Esas cualidades distintas se presentan a mi mirada como existencias susceptibles de ser comprobadas y cuyo ser no depende en modo alguno de mi capricho. Son para mi, no son yo. Puedo avanzar, traspasar el umbral de una puerta perforada en el muro y entrar. Adentro puedo imaginar el muro que vi desde fuera, imaginar su relación con el interior, imaginar su espesor por lo que veo desde la ventana o imaginar esa misma ventana, desde fuera, como saliente del plano de la fachada. La imagen que me hago del edificio no es una cosa sino una manera de considerar sus propiedades. Imagino una ventana como una ausencia de muro o la cortina como un muro flexible. Que la arquitectura sea una imagen, entonces, no implica que sea una representación plana: un dibujo o una fotografía, sino un acto específico de la consciencia, lo que hace posible que la experiencia de la arquitectura pueda alterarse mediante una descripción o un nuevo conocimiento.

26.2.17

volúmenes


Ya se sabe que al gran público no le gusta el arte contemporáneo, dice Michel Houellebecq —que nació el 26 de febrero de 1956 en la isla de La Reunión— en un artículo publicado en 1977 con el título Aproximaciones al desarraigo. Houellebecq dice que esa “afirmación trivial” abarca dos actitudes opuestas. Ante pintura o escultura contemporánea, la gente se detiene, irónicos o burlones, y sonríe o ríe de lleno. En cambio, dice, ante la arquitectura contemporánea “tendrá muchas menos ganas de reírse.” Esa arquitectura angustia más que divertir. Esa arquitectura llega a su máximo nivel, continúa, cuando desaparece y se vuelve transparente: “la trivialidad en general transparente del paisaje urbano,” escribirá después en su novela El mapa y el territorio. La arquitectura contemporánea, pues, o molesta o pasa desapercibida, pero no divierte; son modestos, imperceptibles volúmenes bajo la luz del sol.

Otro lugar común que al final no dice nada de tan obvio que resulta, es el que afirma que la arquitectura es la más pública de las artes, que nos rodea inevitablemente, que siempre estamos expuestos a ella. Primero habría que preguntarse si todo lo construido a nuestro alrededor es arquitectura —una de las preguntas iniciales de cualquier teoría arquitectónica— y si toda la arquitectura es arte —segunda pregunta inevitable. Luego, si el mero hecho de que el edificio esté ahí, frente a nosotros, hace pública a la arquitectura. Sobre qué es el arte, Xavier Rubert de Ventós escribió que hoy la pregunta correcta no es qué es el arte sino, más bien, cuándo algo es arte, cuándo, digamos, un mingitorio o una caja de cartón son obras de arte. De la arquitectura se podría responder de la misma manera: hoy ya no importa decidir si un cobertizo para bicicletas es mera construcción o también es arquitectura, con el mismo derecho que la catedral de Lincoln. 

Decir que la arquitectura está ahí siempre para nosotros, como un juego magnífico y sabio de volúmenes bajo la luz del sol, ¿es como decir que estar rodeados de volúmenes impresos y encuadernados es una experiencia literaria? Es más probable que, en principio, entrar a una biblioteca sea más una experiencia espacial y, por tanto, potencialmente arquitectónica, antes que literaria. La filósofa francesa Sylviane Agacinski escribió su libro Volumen, filosofías y políticas de la arquitectura, que la arquitectura es un volumen como el libro es un volumen en el sentido antiguo: un rollo que para leerlo hay que desplegarlo. “El movimiento de despliegue que implica la palabra ‘volumen’ –escribe– sugiere la comparación entre la espacialidad del libro y el espaciamiento del texto que hay que desenrollar, recorrer, permitir que se desenvuelva poco a poco en el espacio-tiempo de la lectura (como de la escritura) y los volúmenes arquitectónicos que, ellos también, no se aprehenden que en el tiempo del recorrido, recorrido de las miradas y de los cuerpos, que no se pueden contener ni apresar de un vistazo y que, necesariamente, hay que leer, atravesar, pasar de uno a otro”.La arquitectura, pues, se entrega en ese despliegue de los volúmenes que implica una atención mantenida a lo largo de un recorrido físico e intelectual: el parcours architectural.

Más allá de los tratados donde la arquitectura se organiza y regula mediante el texto y la imagen o de la manera como se comunica también gracias a textos e imágenes impresos, rebasando la aparentemente inevitable atadura a un sitio, habría que pensar esa relación del libro y la arquitectura como volúmenes que, si no se despliegan, si no se abren a la lectura –lo que supone ponerlos en relación al tiempo– simplemente no tienen lugar. Al libro hay que leerlo, ¿y a la arquitectura? Una respuesta acaso demasiado evidente dirá que la arquitectura se habita, se vive, dirán otros aún más románticos. Unos más dirán que se recorre, como recorres las páginas de un libro. Tal vez se reconstruya imaginariamente. Es la apuesta del también filósofo inglés Roger Scruton: la experiencia de la arquitectura es imaginaria. Con la arquitectura, como con un libro –o tal vez, con cualquier tipo de experiencia que se entrega a su tiempo– nuestra tarea consiste en eso: reunir mediante un ejercicio de la imaginación los distintos datos, las distintas secuencias, las diferentes historias que se van entretejiendo en el edificio, o en el libro.


Pero qué pasa si la arquitectura ya no dice o expresa nada mediante un despliegue espacial y sensorial. Cuando Victor Hugo —que nació el 26 de febrero de 1802— hizo decir al archidiácono medieval en Nuestra Señora de París que la arquitectura había muerto a manos del libro, porque es más ligero y a la vez más perdurable, descalificó a toda la arquitectura que siguió al gótico como meros volúmenes geométricos, pura composición incapaz ya de decir nada y por tanto, tal vez, de leerse. Esa arquitectura ya no habla —ni canta, pese a lo que quisieran Boullée y compañía o, más tarde, Valery. Esa arquitectura opera: “toda la arquitectura contemporánea —dice Houellebecq— debe ser considerada como un enorme dispositivo de aceleración y de racionalización de los desplazamientos humanos” o “un dispositivo de aumento de la producción.”

25.2.17

perret


Móvil o inmóvil, todo lo que ocupa espacio pertenece al dominio de la arquitectura. Esa es la primera línea, de hecho la primera página de la Contribución a una teoría de la arquitectura, pequeño libro que reúne aforismos de Auguste Perret y que se publicó el 9 de abril de 1952 con un tiraje de 1100 ejemplares —y cincuenta extra reservados al autor. El autor, nació el 12 de febrero de 1874 en Ixelles, Bélgica, hijo de padre francés. Su padre, como su abuelo, fue cantero. Su hermano, Gustave, también fue arquitecto. Auguste estudió en la Escuela de Bellas Artes de París. Uno de sus maestros fue Julien Guadet, el autor de los Elementos y teoría de la arquitectura. En dos tomos Guadet explica desde lo que es un croquis hasta la idea del habitar, desde cómo trazar una tangente hasta qué caracteriza a un edificio religioso. Nada que ver con el ligero librito en el que Perret hace sus contribuciones.

Gustave y Auguste construyeron el edificio del número 25 bis de la calle Franklin, en el distrito 16 de París, en 1903. Polémico y revolucionario, dice Hervé Martin en su Guía de arquitectura moderna de París, el edificio está construido en concreto armado que los Perret dejaron aparente pues Auguste rechaza la simulación: “quien disimula cualquier parte de la estructura se priva del único ornamento legítimo y el más bello de la arquitectura.” Aparentemente más loosiano que Loos, Perret asegura después que “quien disimula una columna comete una falta; quien hace una columna falsa comete un crimen.” Sin embargo, pese a sus ideas sobre la apariencia y el ornamento, Perret no se sentía cercano ni a Loos ni a Le Corbusier —quien trabajó año y medio en su estudio. En una entrevista publicada el 1º de diciembre de 1923, Perret asegura que “los jóvenes arquitectos cometen, a nombre del volumen y de la superficie, las mismas faltas que se cometían en el pasado reciente a nombre de la simetría, la columnata o la arquería.” Perret insiste en que “el volumen los hipnotiza” y se contentan en “crear sus combinaciones de líneas sin preocuparse del resto.”

Para Perret la función era transitoria: “arquitecto, dice, es el constructor que satisface lo pasajero mediante lo permanente.” El arquitecto construye “un abrigo soberano capaz de recibir en su unidad la diversidad de los órganos necesarios para la función.” Sólo las condiciones que impone la naturaleza, agrega, son permanentes; las que impone el hombre son pasajeras: “la función, los usos, los reglamentos, la moda.” El arquitecto debe satisfacer ambas condiciones, pero sin permitir que lo pasajero se imponga sobre lo permanente. De ahí viene el famoso debate entre Le Corbusier y Perret sobre la forma de una ventana. Le Corbusier, lo sabemos, las recetaba alargadas, horizontales. Perret pensaba que el joven suizo tomaba las ventanas sólo como objeto ornamental, que las “torturaba” alargándolas innecesariamente y componiendo con ellas la fachada, sin interés por el efecto al interior: “la mitad de sus habitaciones —dice Perret— deben de carecer completamente de luz, lo que es empujar un poco demasiado lejos la voluntad de originalidad.”


Tras la Segunda Guerra, Perret se dedicó a reconstruir el centro del puerto de Le Havre, destruido por los bombardeos alemanes. Grandes volúmenes construidos con concreto armado aparente y una composición ordenada que no oculta su espíritu clásico. Por supuesto, ninguna ventana es alargada y menos horizontal. Perret se dedicó a la reconstrucción de Le Havre hasta su muerte, el 25 de febrero de 1954. En el 2005, su trabajo en ese puerto fue declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Más recientemente, como Le Corbusier, Perret no escapó a los señalamientos de haber colaborado con el gobierno de Vichy bajo la ocupación nazi. Según Jean-Louis Cohen, especialista en Le Corbusier, Perret recibió grandes encargos durante el periodo de ocupación y Paul Chemetov dijo que, aunque buena parte de los arquitectos establecidos colaboraron con Vichy, “el cinismo de concreto armado que se le reprocha a Le Corbusier le queda mejor a la constructora de los Perret durante ese periodo.”

24.2.17

la caja


I could be bounded in a box and still count myself king of infinite space, dijo Hamlet. O casi, el dijo nutshell en vez de box.

En 1913 Ludwig Wittgenstein llegó a Skjolden, un pequeño pueblo en Noruega, buscando la soledad y el silencio necesarios para pensar y escribir. Tenía veinticuatro años. Empezó a construir una cabaña de madera a las afueras del pueblo con ayuda de algunos trabajadores locales. Ahí pensaba retirarse, pero la cabaña no estuvo lista cuando al año siguiente regresó a Viena. Contrario a lo usual, huía del verano y, sobre todo, de la gente que llegaba a Noruega. Vino la Guerra, Wittgenstein fue hecho prisionero de guerra y preso, en Italia, terminó de escribir su Tractatus, que se publicó en 1921. Fue hasta ese año que regresó a Noruega y visitó su cabaña, ya terminada. Volvió varias veces más a su cabaña. En el verano de 1931 y luego en 1936.

En 1922 Elfride Petri heredó una modesta cantidad que invirtió en comprar un pequeño terreno en una colina de la Selva Negra y hacer construir ahí una pequeña cabaña donde pudiera retirarse su familia para que su marido, que entonces tenía 33 años, se dedicara a escribir. Fue en esa cabaña que Martin Heidegger, el esposo de Elfride, terminó El ser y el tiempo. En su libro Heidegger’s Hut, Adam Sharr dice que para Heidegger se podía plantear una relación directa entre lo que pensaba y el lugar donde lo había pensado: “es claro que la cabaña y su entorno le ofrecían a Heidegger cosas que le hacían reflexionar y estimulaban la contemplación.”

Ralph Erskine nació el 24 de febrero de 1914 en Londres y estudió arquitectura en el Politécnico de Regent Street. A principios de los años 40, Erskine viajó a Suecia. Le interesaba el trabajo de Asplund y de Lewerentz. En 1941, sin trabajo y sin dinero, Erskin se construyó una pequeña casa para su él, su esposa, Ruth —después vendrán las hijas: dos—, en un pequeño terreno que le prestó un granjero a las afueras de Djupdalen. La cabaña,apenas una cocina, una habitación, un porche y la zona de guardado, medía 20 metros cuadrados. Erskine la bautizó como lådan: la caja, y no sólo la diseñó: la construyó él mismo con ayuda de un amigo que se convertiría después en su socio, Aage Rosenvold. La familia Erskine vivió en la Caja por cuatro años. Para aprovechar al máximo el espacio, Erskine ideó varios mecanismos que le permitían transformar el espacio. En la única habitación, la cama cuelga con unas cuerdas del techo, permitiendo que lo que es la estancia durante el día se convierta en la recámara en la noche. Del mismo modo el tendedero sube o baja colgado del techo y una mesa de trabajo se despliega dejando a la vista varios estantes donde el arquitecto guardaba sus planos e instrumentos de dibujo. No hay desperdicio. No sólo los muebles tienen dobles funciones sino también los muros. Al norte, el muro es ancho y sirve para guardar todos los enseres de la casa y sus ocupantes, al interior, y la leña al exterior, sirviendo el espacio de almacenaje también como aislamiento. La cocina y la estancia se dividen por la chimenea, literalmente por el hogar, que sirve a ambos espacios.


Al cambiarse a una casa más grande, los Erskine siguieron usando la Caja durante el verano. Construida con materiales que Erskine y Rosenvold encontraron cerca del sitio, la casa poco a poco se fue deteriorando. En 1989, por invitación del museo de Estocolmo, Erskine supervisó la reconstrucción de la Caja, que hoy puede visitarse. Si Wittgenstein construyó su cabaña para aislarse del mundo y pensar y Heidegger mandó a hacer la suya con los mismos fines, Erskine la resolvió atendiendo quizás, en principio, a la pura necesidad. Su pequeña cabaña sueca es, probablemente, un ejemplo de lo que puede ser construir, habitar y pensar para un arquitecto, en contraposición al filósofo: pragmatismo contra contemplación, simplificando las cosas. En cualquier caso, tanto Wittgenstein y Heidegger como Erskine, pudieron haber estado encerrados en una caja  y aun así tenerse por reyes de espacios infinitos.

23.2.17

mario pani


En los años 50 se combinó en México una política cultural y de infraestructura que parecía ya haber superado cualquier duda entre estilos para apostar definitivamente por una modernidad a la mexicana. Con el auge económico de la posguerra, se aventuraron proyectos como la Ciudad Universitaria, el más emblemático acaso. El primer proyecto para la Ciudad Universitaria había salido de la mano de algunos profesores: un clásico modernizado aun pensado a partir de ejes y simetrías y que confiaba en esa idea que hoy, cargada de nuevos sentidos, parece recobrar fuerza: la composición. Otros profesores y algunos alumnos protestaron. Se hizo un concurso que ganaron un trío de alumnos y corrigieron varios maestros y terminó en ese complejo ejemplo de modernidad tropicalizada, amplia, espaciosa, de edificios que sobre pilotes –como pedía la ortodoxia corbusiana– flotan sobre un suelo apenas domesticado. Además, también en consonancia con el viraje del mismo Le Corbusier hacia una arquitectura ya no blanca sino colorida y más: decorada con muros expresamente expresivos, fue una arquitectura que se vestía o se disfrazaba para decir más que la pura expresión funcional.

El caso de la Biblioteca Central de la Ciudad Universitaria es, en esto, ejemplar. A mediados de los años treinta Juan O’Gorman había decidido abandonar la arquitectura —porque se le convirtió en un Frankenstein, dijo— para dedicarse exclusivamente a la pintura. Diego Rivera lo había convencido del error que fue seguir las ideas de Le Corbusier —“a quien conocí cuando era sólo un mal pintor en París,” afirmaba Diego— e ignorar las del único gran arquitecto que había entendido cómo se debía actuar en el territorio americano, teniendo en cuenta el legado prehispánico: Frank Lloyd Wright. O’Gorman regresó a la arquitectura, de la mano de Diego, como pintor. En el edificio de la Biblioteca asume que su trabajo está en la superficie y no en el espacio. Y lo hace críticamente. Para O’Gorman la Biblioteca resultó un fracaso pues la pintura no transformó a la arquitectura sino solamente se superpuso a ella. Es, en los términos que algunos años después acuñará Robert Venturi, más una caja decorada que un pato: un edificio insignia o signo todo él. El revestimiento pictórico-simbólico de la Biblioteca —como en el resto de C.U. según O’Gorman— no hace lo que poco después hará en la propia casa del pintor-arquitecto, no muy lejos de esa zona: la imagen devora a la casa que, como grotesca extensión del suelo volcánico del sitio, no se distingue ya de la naturaleza que la forma.

La quiebra de la diferencia clara entre soporte e imagen, que llega hasta hoy con la discusión sobre el papel del ornamento o el de la figuración en arquitectura, son, por decirlo así, temas que estaban en el aire. En el caso mexicano se mezclaron con aquel debate de lo mexicano en arquitectura —o, al revés, de la arquitectura mexicana. Obregón Santacilia, por ejemplo, encontraba ridícula la versión oficial de la misma, encabezada por Mario Pani. A esa manera de entender la arquitectura, que en recibió el pomposo y ciertamente chocante mote de integración plástica, Obregón con sorna la llamó decoración de exteriores.

Por supuesto Obregón Santacilia exageraba: Mario Pani era más que un mero decorador de exteriores . Como gran parte de los arquitectos modernos de la primera e incluso segunda generación, Pani, que nació el 29 de marzo de 1911, tuvo una formación clásica en la Escuela de Bellas Artes de París: ejes, simetría, proporciones, composición. Pero sus propuestas urbanas fueron, evidentemente, más allá de eso y también más allá de la idea de la integración plástica que, supuestamente, las caracterizaba. Pani realizó el primer multifamiliar en México y fue también promotor de la Ley de Condominios, que permitió a varias personas ser propietarios de un mismo inmueble y que transformó tanto la noción de propiedad como la estructura urbana en la ciudad de México, aun cuando todavía hoy el imaginario colectivo, por así llamarlo, sigue prefiriendo la casa propia pegada a la tierra, por más lejos que esté de la ciudad, a una pedazo de aire en el centro de la misma. El más notable desarrollo de Pani fue, probablemente, el Centro Urbano Presidente Alemán (CUPA). Un sindicato le pidió 200 viviendas en una manzana. Pani respondió con un conjunto en zig-zag, de 13 pisos de altura y con 1080 viviendas que, resolviendo los apartamentos en dos plantas y con calles elevadas cada tres niveles. Se inspiró claramente en la Unidad de Habitación de Marsella de Le Corbusier —construida entre 1947 y 1952— aunque se terminó antes —el CUPA se inició en el 47 pero se termina tan sólo dos años después, en el 49.


De los mismos años es el Centro Urbano Presidente Juárez que, como el CUPA, combinaba edificios de distintos niveles según el tipo de unidad y, más importante quizás, hacía que tres grandes bloques de apartamentos cruzaran como puente una avenida de la ciudad. En los años 60 Pani proyectó lo que sería su obra urbana de mayores dimensiones: Tlatelolco. Como en el CUPA, también el 75% del sitio quedó libre y la densidad fue de 1000 habitantes por hectárea. Pani pertenece de algún modo al grupo de arquitectos trágicos encabezado, muy probablemente, por Minoru Yamasaki. Tanto el Juárez como Tlatelolco sufrieron graves daños con los sismos de 1985. Del Juárez no queda prácticamente nada y en Tlatelolco tres torres de 20 niveles se derrumbaron. Pero antes del sismo, en el 68, ahí mismo se había iniciado el lento derrumbe del sistema político mexicano surgido tras la Revolución de 1910 –la dictablanda, como alguna vez la calificó Mario Vargas Llosa, no por su particular tersura sino por su capacidad, temible, de adaptación. Sin duda Pani, que murió el 23 de febrero de 1993, no fue, como lo acusó Obregón, un mero decorador de exteriores.

22.2.17

el juego del juego


Unos niños juegan con sonidos, con palabras, burdas o rebuscadas, solitariamente o entre sí. De ese modo rompen el ordenamiento del código o las leyes del discurso social. Esas “glosolalias” entre los muy jóvenes, esas “groserías” entre quienes lo son menos, probablemente constituyan la primera intervención lúdica del hombre.
Eso escribió en su libro El juego del juego Jean Duvignaud —pseudónimo de Jean-Octave Auger—, sociólogo, antropólogo y escritor nacido en La Rochelle el 22 de febrero de 1921. Duvignaud fue director a finales de los años 60 de la Ecole Spéciale d’Architecture, fundada en 1865 como Escuela Central de Arquitectura por Eugène Viollet-le-Duc —y de la que también fueron directores, entre otros, Paul Virilio y Claude Parent.

Para Duvignaud el juego es ruptura con un orden establecido, aunque, al mismo tiempo, establece otro orden, paralelo y siempre precario, temporal, que se agota con el juego mismo. Por eso el juguete, dice, es en el fondo una herramienta de control de quien regala un juguete —normalmente un adulto— y obliga a seguir ciertas reglas del juego a quien lo recibe —normalmente un niño. Y por eso los niños rompen los juguetes: porque juegan realmente con ellos, esto es, al romper el juguete rompen con el orden establecido por éste, con el sistema de reglas y de fines qué determinan quién y cómo ganar o hacer algo que tenga sentido, siempre dentro de las reglas dadas. El juguete desarmado y vuelto a armar de otra manera es el equivalente a esas palabras inventadas o a esas groserías que aparecen inoportunas reventando en carcajadas. El juego de palabras le hace a la gramática y a la semántica lo que el niño al juguete. El juego del lenguaje regresa así a su origen como juego.

También la calle tomada y transformada momentáneamente en campo de futbol gracias a dos botes o la banqueta convertida en pista de carreras, han sido sometidas a esa crítica —no del todo consciente— que según Duvignaud supone el juego. En una entrevista que le hicieron Thierry Paquot y Françpis Bougon en 1995, Duvignaud habla de las “ideas precisas” que siempre ha tenido el poder —sea político, militar, religioso— para “controlar el espacio.” El poder se hace visible en piedra, cemento o mármol, pero también en las normas que determinan lo que se puede hacer en cada lugar. El juego rompe ese orden y alguien corre o patina o salta o brinca o grita donde no se debe. Duvignaud recuerda que en 1972 publicó en la revista Cause commune —de la que fue editor y en la que también colaboraron Virilio y Georges Perec—, el texto de Constant Neuwenhuis New Babylon, une ville nomade, donde se proponía una ciudad lúdica. Inspirada, según Duvignaud, en el vagabundeo de los gitanos y en las ideas de Gilles Ivain —Ivan Vladimirovith Chtecheglov—, quien en su Formulario para un nuevo urbanismo, editado por Guy Debord, decía que “nos aburrimos en la ciudad” y que proponía una arquitectura como “el más simple medio para articular el tiempo y el espacio, para modular la realidad y hacer soñar.” Y seguía:
No se trata sólo de articulaciones y modulaciones plásticas, expresiones de una belleza pasajera. Sino de una modulación que influye, que se inscribe en la curba eterna de los desos hhumanos y del progreso hacia la realización de esos deseos  La arquitectura del futuro será un medio para modificar las concepciones actuales del tiempo y del espacio. Será un medio de conocimiento y un medio de acción. El complejo arquitectónico será modificable. Su aspecto cambiará parcial o totalmente según la voluntad de sus habitantes.

Para Ivain, como para Constant y Debord, la ciudad debería dejar de ser una gramática fija, preestablecida, y permitir otras formas de actuar y reaccionar. La arquitectura, el sabio, magnífico y correcto juego de los volúmenes bajo la luz, no debería ser un juguete que sólo se presta a ser jugado de una manera predeterminada y que se nos otorga como un don —del Estado, del inversionista, del autor— que debemos agradecer. Si la arquitectura es un juego, el juguete será siempre lo de menos.

21.2.17

el lugar del arte público


Una escultura es aquello con que te tropiezas cuando quieres ver una pintura, dijo Barnett Newman —aunque hay quien adjudica la frase a Ad Reinhardt. Una escultura también puede ser lo que te impide atravesar la plaza para comprar un bocadillo. Un estorbo. Eso pensaron algunas personas —más de 1300 de hecho— de Tilted Arc, la escultura de Richard Serra que se instaló en Federal Plaza de Nueva York en 1981. A Serra le encargaron la obra en 1979. “Aunque la permanencia resulta implícita al encargar cualquier obra específica para un sitio —escribió Serra—, explícitamente le hice esa pregunta a Donald Thalacker” —director entonces del programa Art-in-Architecture. Ante la insistencia de Serra, Thalacker le dijo: “esta es tu oportunidad de construir una obra permanente en una zona federal en los Estados Unidos.” Sin embargo, a los pocos años de haber sido instalada, la obra fue removida —destruida, dirá Serra argumentando que el sitio era parte de la obra y no simplemente el lugar donde estaba colocada— tras un largo y sonado juicio.

El 21 de febrero de 1985, Jenny Dixon invitó a Serra en su programa Artists in the City. Al principio de la entrevista, Dixon dice que el asunto de la oposición a Tilted Arc había rebasado el tema del cuestionamiento estético, convirtiéndose en “un reto a la posición del arte en nuestra sociedad y al derecho de los artistas.” Serra cuenta que por más de veinte años había vivido a unas cuadras del sitio donde se instaló la escultura, mucho antes de que se construyeran los edificios y su plaza. Era una manera de asegurar que conocía el lugar tanto o más que quienes trabajaban ahí. Su obra, dijo, consistía en crear un nuevo espacio dentro de ese contexto específico. Si la respuesta de la comunidad había sido negativa, como le planteó Dixon, no tenía que ver con un proceso que el pensó fue “concebido de manera democrática” y, por tanto, “irreversible.” Hubo  comités, jurados y asesores y se realizaron análisis de flujo de peatones y de seguridad, entre muchos otros. La pieza incluso se instaló a unos metros de donde se planeaba en un principio a consecuencia de esos estudios. No sin cierto desprecio en el tono, Serra dice que si se quiere que los empleados administrativos (clerical workers) decidan qué tipo de arte aprueban en las oficinas donde trabajan, su opinión debía tomarse en cuenta antes de que se iniciara el largo proceso y no a los tres años de que se instaló la pieza. Serra incluso cuestiona quién debe decidir sobre el arte en el espacio público: una comunidad específica —aunque no habiten ahí, como los empleados— o la ciudad entera. Para Serra la oposición a su obra era un acto de censura que abría la puerta a que el arte público fuera decidido por el gobierno o, peor, burocráticamente, con los resultados que todos conocemos: “soldados a caballo, políticos en pedestales, mediocridad simbólica.”Y tampoco se trataba de que el arte público estuviera al servicio de la arquitectura, en una especie de “nuevo funcionalismo” Serra afirmaba que su pieza no estorbaba el paso más que una fuente que ya estaba a media plaza —y que jamás funcionaba— y que si la fuente se aceptaba era por la retórica de lo conocido, a lo que DIxon responde preguntándole si estaría dispuesto a explicarle su obra a quienes la rechazaban. Serra no encuentra necesidad de hacerlo, pues si la intención de los opositores fuera entender algo distinto, se preguntarían también por el diseño de la silla, el escritorio o el edificio en el que trabajaban. La entrevista termina con Serra pidiendo cartas de apoyo para la audiencia que se llevaría a cabo el 5 y 6 de marzo.

La pieza de Serra fue acusada, además de haber “comprometido” el uso público y social de la plaza, de provocar la acumulación de basura y de grafitti, de poner en riesgo la seguridad de edificio pues, según algunos, podía servir para dirigir la onda expansiva de una bomba terrorista hacia el edificio de oficinas. En la audiencia presentaron testimonio 180 personas: 122 a favor de la obra, 58 en contra —varios de ellos aduciendo como un defecto de la pieza que estuviera oxidada. El jurado a cargo de tomar la decisión final votó 4 contra 1 por removerla. Tras varias apelaciones perdidas por los abogados de Serra, la madrugada del 16 de marzo de 1989 la obra fue cortada en tres piezas y removida del sitio. Desde entonces la obra ha permanecido en una bodega. Serra insiste en que el sitio era parte de la pieza y en que no puede instalarse en ningún otro lugar. En mayo de 1989 Serra escribió:
Las condiciones contextuales de obras específicas a un sitio siguen siendo problemáticas.La especificidad al sitio no es un valor en sí mismo. Las obras construidas dentro del marco contextual de instituciones gubernamentales, corporativas, educativas o religiosas, corren el riesgo de asumirse como símbolos de esas instituciones. Una manera de evitar la apropiación ideológica es escoger sitios residuales que no puedan ser objeto de malas interpretaciones. No hay sitios neutrales. Cada contexto tiene su marco y sus matices ideológicos.

Serra terminaba afirmando que cuando el arte está obviamente subordinado o adaptado a otra cosa, “resulta necesario trabajar en oposición a las restricciones del contexto, de manera que la obra no pueda leerse como una afirmación de ideologías cuestionables y del poder político.”

20.2.17

team x


El 8 de marzo de 1914 nació en Groningen, Holanda, Jacob Berend, Jaap Bakema. Estudió en la Academia de Arquitectura de Amsterdam, donde Mart Stam fue uno de sus profesores. Se recibió en 1941 y tras la guerra trabajó en la Oficina de Vivienda Pública de Rotterdam. En 1948 entró al despacho de Johannes Van den Broek y tres años después será socio del mismo. Antes, Bakema empezó a participar en el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, que había iniciado en 1928 en La Sarraz, Suiza, con Le Corbusier como fundador y Siegfried Giedion como primer secretario general. Bakema sería nombrado secretario en 1955 y tuvo a su cargo la organización del décimo CIAM, en Dubrovnik en 1956. Al mismo tiempo, Bakema era uno de los más involucrados en el Team X, el grupo —un tanto vago según ellos mismos— formado por los más jóvenes y donde también se encontraban George Candillis, Giancarlo De Carlo, Aldo van Eyck, Alison y Peter Smithson y Shadrach Woods. En 1959 tuvo lugar el último encuentro del CIAM, el onceavo, en Otterlo. Tras la disolución del CIAM el Team X se siguió reuniendo, la primera vez en 1960 y la última en 1977, pues la reunión que tendría lugar en Lisboa en 1981 se canceló tras la muerte de Bakema, el 20 de febrero de ese año.

En diciembre de 1962 se publicó en la revista Architectural Design un texto editado por Alison Smithson que sería reimpreso ya como libro en 1968 con el título Team X Primer. Además de los Smithson y de Bakema, el libro incluye los nombres de van Eyck, Candilis, Woods, de Carlo, Coderech, Pologni, Soltan y Wewerka. “El objetivo de la cartilla, se lee al inicio, fue reunir en un solo documento aquellos artículos, ensayos y diagramas que el Team X considera como centrales para sus posiciones individuales.” Empieza hablando de la infraestructura urbana, un tema que les parecía fundamental. “Tradicionalmente, dice, alguna cosa de gran escala y que no cambia —la Acrópolis, el río, el canal o alguna configuración singular del territorio— era lo que hacía que toda la comunidad se estructurara de manera comprensible y asegurara la identidad de las partes dentro del todo.” Eso, decían a finales de los años sesenta, había cambiado. Los del Team X pensaban que la “más obvia falla” era “la imposibilidad de comprender” las grandes ciudades y su falta de identidad. Una idea que no sólo compartían los miembros del Team X si recordamos, por ejemplo, los estudios de Kevin Lynch. El problema era territorial: se originaba en la estructura o, más bien, la carencia de estructura de las autopistas, que para tener una “función unificadora” debían integrarse en un sistema. “De nuestro primer interés en la vida en la calle —se lee en un párrafo firmado por Alison y Peters Smithson— nos hemos obsesionado con el concepto de «movilidad» en todos sus sentidos y particularmente con sus implicaciones para el automóvil. Para el arquitecto no se trata sólo de un asunto de tráfico pues le interesa la invención de tipologías de edificios apropiadas para el nuevo patrón urbano que exige la motorización.”

No hay duda, se lee más adelante en un texto firmado por Bakema, “que ha llegado un momento decisivo en el desarrollo del movimiento moderno.” Muchas de las ideas del movimiento moderno, aseguraba Bakema, habían sido usadas “no en base al amor y al entendimiento sino a la prostitución y la explotación.” Algunos principios del movimiento moderno, agregaba, se enfrentaban con “barreras que no podrían librarse sin una reorganización de los métodos de trabajo.” La producción industrial podía ayudar a producir no un entorno mecánico y monótono sino, al contrario, uno capaz de acoger y propiciar las diferencias: “la diferenciación y la unidad mediante el ritmo y el sub-ritmo,” dirá van Eyck. Para Bakema se trataba también de un asunto de nuevas tipologías: “la variedad de tipologías, por ejemplo, es una parte esencial de la expresión arquitectónica y la relación entre esas tipologías es de influencia decisiva en el desarrollo de cada una en particular.” Algo que, según Bakema, el planificador no podía lograr, pues debía “reconocer una serie de circunstancias de clases muy diversas” y a las que el arquitecto debía prestar atención si no quería caer en “soluciones decorativas espaciales para escapar a la monotonía.” 

Bakema insistía en sus textos y proyectos en ideas como el espacio total, resultado de la inevitable relación entre arquitectura y urbanismo: architecturbanism, que hace posible que grandes acciones de planeación infraestructural permitan, al mismo tiempo, la mayor libertad en las acciones individuales y una variedad que hace posible la comparación entre “diferentes maneras de vivir expresadas en distintas tipologías,” lo que le parecía esencial pues “si no podemos comparar olvidamos la relatividad de nuestra manera de vivir y el desarrollo se detiene: la comparación resulta esencial para una forma de vida democrática” y, por eso mismo, para la idea de una sociedad abierta, donde el bienestar sea común, distribuido gracias a la planeación y la arquitectura.


Team X fue un colectivo planteando arquitectura colectiva para el bien común. Las ideas de Bakema y de los otros miembros del Team X sin duda eran, como ellos mismos las calificaron, utópicas, aunque aclaraban que “utópicas en el presente,” pues declaraban que su objetivo no era “teorizar sino construir.” Acaso algunos de sus principios sí se hayan puesto a prueba —quizá no en base al amor y al entendimiento sino a la prostitución y la explotación—, pero la última frase del objetivo declarado de aquél no-grupo que buscó una “demostración colectiva a una escala que resulte efectiva en términos de los modos de vida y la estructura de la comunidad” aun es válida: it must be said that this point is still some way off.

19.2.17

puentes y pasillos


Amancio Williams nació el 19 de febrero de 1913 en la casa donde vivió casi la totalidad de su vida y en donde trabajó en un viejo pabellón. Esta casa perteneció a su padre, el compositor Alberto Williams, y fue realizada por Alejandro Christophersen —posiblemente su mejor obra de arquitectura— alrededor de 1910.

Así inicia una nota biográfica redactada por el propio Amancio Williams para su curriculum en 1955. Ahí también cuenta que empezó a estudiar ingeniería en la Universidad de Buenos Aires pero desistió a los tres años, dedicándose “intensamente a la aviación” y luego, en 1938, regresó a la universidad a estudiar arquitectura. Desde que estaba en la escuela, dice él mismo, tuvo “la preocupación de aplicar los conocimientos científicos a las realizaciones humanas, lo que equivale a establecer una buena relación conocimiento-sociedad, conocimiento vida.” Ese es, agrega, “el propósito esencial de su obra.”

El 23 de enero de 1946, Williams le escribió una carta a Le Corbusier: muy querido y gran maestro, le dice, “quien le escribe es un hombre que usted no conoce y que conoce a usted a través de sus obras publicadas. Le escribe para agradecerle por todo lo que ha hecho por la humanidad y para él mismo.” Williams le cuenta su vida, sus estudios y que no se enteró de su existencia sino “por casualidad,” pues en la facultad no se lo mencionaba. Le escribe que se casó con Delfina Gálvez, también arquitecta, que conoció a otros arquitectos, “que habían sido alumnos suyos,” que la “búsqueda de la verdad” lo condujo “a la Iglesia Católica” y que su taller, “extraordinariamente vivo,” se sostiene a veces sólo por “la Providencia,” pues aunque han tenido “muchas oportunidades para construir”, no han logrado “realizaciones por no poder vencer la resistencia local, producto del academicismo o de cosas peores.” Al final Williams le dice a Le Corbusier que todo su taller está dispuesto a colaborar con él.

Le Corbusier recibió la carta y la respondió el 9 de abril del mismo año. “Usted tiene mucho talento,” le dice a Williams, “todo respira el aire del mar abierto, del océano y la pampa.” Le ofrece enviar parte de su trabajo a una revista francesa y escribir una nota al respecto e invitarlo como miembro por la Argentina en el siguiente CIAM. Por otra parte, Le Corbusier se confiesa asombrado por “el completo silencio de Buenos Aires con respecto” a él. Un año después se conocieron en París y cuando el doctor Curutchet le encargó a Le Corbusier su casa en La Plata, éste recomendó a Williams para llevar la obra. Williams no sólo lo hizo con gusto y sin cobrar honorarios, sino que incluso desarrolló algunos detalles. “Querido Le Corbusier, le escribió el 14 de octubre de 1949, yo encuentro que esta parte no está  ala misma altura que el resto del proyecto y sería muy malo dejarla pasar, pues me parece que se obtuvo esta solución para no complicarse.” Con la carta Williams envió “algunos planos con otra posibilidad, con la menor transformación.” Mon chere Williams, respondió Le Corbusier unos días después, “su crítica relativa a la entrada de la casa Curutchet está perfectamente justificada y su solución es excelente.” Le Corbusier incluye en su carta tres croquis en los que propone una mejora a la solución dada por Williams advirtiendo que éste seguramente la podrá perfeccionar.

Unos años antes de dedicarse a supervisar la obra del muy querido y gran maestro Le Corbusier, Williams terminó la Casa sobre el arroyo, también conocida como Casa del puente, diseñada para su padre, quien vivió ahí hasta su muerte, en 1952. La casa es radicalmente distinta a aquella que diseñó Christophersen, el arquitecto hijo de un noruego, que nació en Cádiz, estudió en Bruselas y vivió en París antes de llegar a Buenos Aires y a muchas otras casas, incluyendo la del doctor Curuchet. Casi no toca el suelo, pues vuela sobre un arroyo. Y aunque es un puente prácticamente no tiene pasillos. En sentido longitudinal, media planta de la casa es libre y la otra mitad se divide en habitaciones, baños, cocina y el estudio de música del padre. Además de reforzar la proeza estructural, la organización de los espacios denota una manera de entender cómo se vive en una casa. En un ensayo de 1978 titulado Figures, Doors and Passages, el arquitecto e historiador inglés Robin Evans escribió:

Si algo se describe en un plano arquitectónico es la naturaleza de las relaciones humanas, dado que los elementos cuya huella registra —muros, puertas, ventanas y escaleras— sirven primero para dividir y luego, selectivamente, para reunir el espacio habitado.

En ese ensayo, Evans habla de “la historia del corredor como un dispositivo para remover el tráfico de las habitaciones.” Durante siglos cada habitación de una casa tenía puertas que abrían a las contiguas. Incluso las más importantes eran aquellas que se conectaban con mayor facilidad mediante puertas en todos los muros que las definían. Evans estudia cómo, desde finales del siglo XVII, aparece en las casas de los ricos ingleses el pasillo o corredor, con el objetivo de no sólo de separar circulaciones sino, sobre todo, a quienes circulaban, evitando que los señores y sus invitados se cruzaran con los sirvientes: “al facilitar la comunicación el corredor reducía el contacto.” Evans usa los diagramas que realizó Alexander Klein en 1928 en Alemania buscando, entre otras cosas, reducir la fricción en la vivienda mínima, para explicar la idea de que el flujo dentro del espacio doméstico “implicaba que todos los encuentros accidentales causaban fricción y, por tanto, amenazaban el funcionamiento preciso de la maquinaria doméstica: un dispositivo sensible y delicadamente balanceado que siempre estaba al borde del desperfecto.” Par Evans, la casa como acumulación de habitaciones o como organización de flujos, dependen antes que de una ideología compositiva o estilística, de una lógica social. Acaso también la casa como puente.


Amancio Williams murió el 14 de octubre de 1989. Si hubiera vivido unos años más, hubiera festejado sus ochenta años el mismo día que murió Robin Evans, a los 49 años.

18.2.17

el proyecto de alberti


Muy grande es la ventaja otorgada por el aprendizaje, sin excepción, en todos aquello artesanos que se deleitan en él, pero particularmente en escultores, pintores y arquitectos, escribió Giorgio Vasari en Las vidas de los más sobresalientes arquitectos, pintores y escultores italianos, publicada en Florencia en 1550, al inicio de la biografía de Leon Battista Alberti. Un hombre, sigue Vasari, no puede tener un juicio perfecto, cualesquiera sean sus dotes naturales, si se le priva de la ventaja complementaría de ser asistido por el aprendizaje.

Alberti nació el 18 de febrero de 1404 en Génova. Su padre, Lorenzo, de una familia acomodada de comerciantes, había sido expulsado de Florencia por razones políticas. Alberti nació fuera del matrimonio. Su madre murió cuando él tenía dos años, víctima de la plaga, y su padre cuando él tenía dieciséis años. Sus parientes le negaron su parte de la herencia a causa de su nacimiento ilegítimo. Alberti tuvo una formación humanista, primero en Venecia y luego en Bolonia, donde estudio leyes, pero también música, pintura, matemáticas y gramática. Laurie Schneider dice que aunque se le recuerda más como arquitecto y teórico del arte “su campo primordial de creatividad y expresión personal era, de hecho, la literatura.” A pesar de su atracción por la pintura, la escultura y la arquitectura, agrega Schneider, “Alberti escribió más de esas artes de lo que las practicó.”

Pese a haberlo incluido en su libro sobre pintores, escultores y arquitectos sobresalientes, Vasari habría estado parcialmente de acuerdo con aquella afirmación. En la pintura “no hizo grandes ni muy bellas obras,” dice Vasari, “pues las pocas de su mano que podemos ver no muestran mucha perfección. No es de sorprenderse, visto que se dedicó más a los estudios que al dibujo.” Con todo, aunque Vasari afirma que la teoría, “cuando se separa de la práctica, es generalmente poco útil,” también piensa que el arte “se enriquece y perfecciona con la ayuda de la ciencia” y que “los consejos y los escritos de un artesano instruido tienen, por sí mismos, mayor utilidad y crédito que las palabras y las obras de aquellos que no saben nada más que hacer, lo hagan bien o lo hagan mal.” Para Vasari, esto es manifiesto en Alberti quien, “habiendo estudiado latín y habiéndose interesado en la arquitectura, la perspectiva y la pintura, dejó libros escritos de tal manera que, dado que ninguno de nuestros artesanos modernos ha sido capaz de expresarse en estas materias por escrito y pese a que muchos lo superaban en sus obras, es considerado de gran influencia por sus escritos y superior, por tanto, incluso que aquellos que lo superaban en la práctica.” Vasari —a quien también hoy recordamos más por sus escritos que por sus edificios o sus pinturas— afirma que “por experiencia se ve que la escritura tiene mayor poder y más larga vida que cualquier otra cosa, pues los libros van a cualquier parte con facilidad y por doquier dominan las ideas.” Alberti lo tenía claro: ese primer hombre del Renacimiento, como se le ha calificado a veces, recomendó en alguno de sus libros que el objetivo de cualquier buena educación era, antes que nada, conseguir excelentes lectores y escritores. Y además del texto: la imagen. “En el año de 1457 —dice Vasari—, cuando el muy útil método de imprimir libros fue descubierto por el alemán Johann Gutenberg, Leon Batista, trabajando en líneas similares, descubrió una manera de trazar perspectivas naturales,” algo que por los mismos años también perfeccionaba, de una manera más práctica y menos teórica, Brunelleschi.


¿Podemos leer tanto en Alberti como en el elogio que hace de él Vasari como gran escritor, antes que nada, un antecedente al esto matará aquello de Victor Hugo? Éste pone en boca del cura medieval la amenaza: esto matará aquello: el libro impreso, más duradero y al mismo tiempo más ubicuo y portátil que el monumento, marcaba el final de la arquitectura, al menos en su sentido original para Victor Hugo: ser el registro de la historia, la experiencia y las ideas de la humanidad. Esto es, un nuevo medio de comunicación, el libro, desplazaba a otro, la arquitectura, que resultaba ya poco útil como tecnología es instrumento. Alberti, fue el teórico que, según Vasari, supo entender que la teoría era su práctica: lo que él mismo pensaba y no sólo lo que aprendía —algo que sin duda recuerda a la duda metódica que casi dos siglos después teorizará Descartes— y comunicarla —en sus escritos tanto como en sus edificios, escasos, y pinturas, mediocres— su obra.

17.2.17

el armory show


¿Todo listo? ¿Me escuchan? ¿Me oyen bien? Bueno, eso parece —dijo Marcel Duchamp. Era domingo 17 de febrero de 1963 y Duchamp daba una conferencia para conmemorar los 50 años del Armory Show, que se había inaugurado el lunes 17 de febrero de 1913 en la armería del 69º regimiento, en la avenida Lexington, en Nueva York. Ese día, la primera página del New York Times publicaba la noticia del arresto del “chico millonario:” Jack C. Crease, “un robusto joven de complexión oscura, vestido con un bello abrigo de piel de oso, un traje café a la última moda e impecable camisa de lino y un aire de confianza” —digno, seguramente, del atuendo. Al lado, otra nota da cuenta de la “reanudación de la lucha en la ciudad de México, durante todo el día, tras una breve tregua; Taft a Madero: no intervendremos.” Mediante un cable enviado al editor del New York Times desde la ciudad de México, Francisco León de la Barra, presidente interino tras la renuncia de Porfirio Díaz, decía ignorar si Madero renunciaría, pero estar seguro de que “el pueblo mexicano mostrará en la presente crisis las mismas cualidades que los han hecho superar crisis pasadas.”

Me debo poner mis lentes, Dios —siguió Duchamp en 1963. Como todos saben, el Armory Show abrió el 17 de febrero de 1913, hace cincuenta años. Como resultado de ese evento, da gusto ver que, en estos cincuenta años, los Estados Unidos, en sus colecciones privadas y en sus museos, probablemente ha reunido los mejores ejemplos de arte moderno en el mundo. Fue —dijo Duchamp un poco más adelante— una verdadera batalla —la transcripción del discurso grabado dice: inaudible— usando armas tales como la burla, la caricatura, el compromiso con la aprobación y la defensa de una nueva forma de arte, una batalla que hoy parece difícil de imaginar.

La muestra reunió más de 1500 obras entre pinturas, esculturas y objetos realizados por más de 300 artistas de Europa y los Estados Unidos. El cartel oficial anunciaba entre los participantes a la “Exhibición internacional de arte moderno de la Asociación de pintores y escultores de América” a Ingres, Delacroix, Degas, Cézanne, Redon, Renoir, Monet, Seurat, Van Gogh, Maillol, Brancusi, Matisse, Manet, Lautrec, Braque, Gauguin, Archipenko y otros más. El cartel menciona a Raymond Duchamp-Villon, pero no a su hermano menor, Marcel, quien en su discurso de 1963 dijo: En Europa, el periodo entre 1910 y 1914 se ha llamado la época heroica del arte moderno y tuvo sus convulsiones, como el Salón de los independientes y el Salón de otoño. Pero la reacción del público europeo era una tibia indignación en comparación con la explosión negativa en el Armory Show. Es cierto que el público de los Estados Unidos fue sometido a una terapia de choque: de Delacroix —que en su momento hubo a quien disgustó en Europa— a Delaunay, del retrato que hizo Whistler de su madre a la Mujer con frasco de mostaza, de Picasso, de una pintura del jardín de Monet a una Improvisación (El jardín del amor II) de Kandinsky que hacía ver a Monet como un paisajista tradicional.

Duchamp-Villon exhibió un “proyecto” para la casa cubista, una casa burguesa cuyo objetivo, contradictoriamente, era mostrar que el arte no tiene una naturaleza decorativa. Su hermano Marcel presentó el Desnudo descendiendo una escalera, Nº 2. Imaginar la obra de Duchamp colgando en el mismo espacio en el que se exhibió la pintura de Robert Henri, Figura en movimiento —un desnudo en el que cualquier idea de movimiento resulta, a nuestros ojos, casi imperceptible—, explica, tal vez, la violenta reacción contra mucho de lo que se expuso en el Armory Show de 1913. Theodore, Roosevelt, el mismísimo ex-presidente de los Estados Unidos, escribió sobre la exposición el unas semanas después de su clausura. “Ninguna colección similar de «modernos» europeos se había exhibido en este país,” dijo. Esas “fuerzas” no podían ignorarse, agregó, pero no se podía aceptar simplemente la posición de esos “extremistas.” Es cierto, sigue Roosevelt, que “no hay vida sin cambio, ni desarrollo sin cambio, y que temerle a lo diferente o poco familiar es temerle a la vida. Pero no es menos cierto, sin embargo, que el cambio también puede significar muerte y no vida, regresión y no desarrollo.” Mucho del arte moderno que vio le pareció a Roosevelt arte prehistórico, lo que probablemente a sus autores no les hubiera molestado del todo como apreciación crítica. Roosevelt, enfático, dice que “muy poco del trabajo de los extremistas entre los «modernos» europeos parece bueno pro sí mismo, pero sirvió, sin embargo, para mostrar el trabajo original y serio de muchos artistas americanos.” ¡Si Roosevelt hubiera podido ver el futuro!


Al final, antes de que se termine la grabación, alguien del público hace una pregunta —inaudible— a la que Duchamp responde: Si. No se, porque lo que haces en 1913 no lo haces en 1963, nadie. Es muy difícil decirlo. Tal vez, tal vez no. No se. No puedo decirlo. Y usted tampoco sabe. Fumaré un cigarro. Gracias.

16.2.17

la arquitectura del pueblo


El 16 de febrero de 1941 nació en Vyatskoye, en la Unión Soviética, Yuri Irsenovich Kim. Hijo de coreanos emigrados, Yuri regresó a Corea al terminar la Segunda Guerra. Su padre, Kim Il-sung, fue el líder supremo de la República Popular Democrática de Corea desde su fundación, en 1948, hasta su muerte en 1994. Yuri, ya entonces conocido como Kim Jong-il, quien ya ejercía un gran poder, tomó entonces el mando absoluto hasta su muerte el 17 de diciembre del 2011 —aunque el 16 de febrero del 2012, cuando hubiera cumplido 71 años, recibió el título de Gran General por la eternidad. Entre los 15 tomos de las obras completas escritas por Kim Jong-il, hay un tratado publicado originalmente en 1991 con el título Sobre la arquitectura, en el que establece las características de la arquitectura y los arquitectos que responden al Juche, la ideología oficial de la revolución norcoreana. El tratado se divide en cuatro partes: arquitectura y sociedad, arquitectura y creación, arquitectura y formación y arquitectura y autoridad.

En la primera parte se dice que “la arquitectura es un medio de asegurar las condiciones espirituales y materiales necesarias a la existencia y a las actividades del hombre.” Si en la sociedad capitalista “el dominio de la construcción está en manos de un puñado de ricos,” en el régimen socialista toda la arquitectura debe responder a los intereses de las masas. En esa sociedad, “la arquitectura tiene un papel a la vez utilitario, cognitivo y educativo,” lo que la distingue de “las ciencias, las técnicas y las otras artes.” Si la arquitectura no responde a las necesidades materiales tanto como a las espirituales y estéticas, corre el riesgo de caer en “errores burgueses,” como el funcionalismo, que no ve en los edificios “más que máquinas de habitar y maneras de sacar provecho.” El otro extremo también es un peligro: el “formalismo burgués” que conduce a los errores propios del “arte por el arte.” Para no cometer esos errores, arquitectos y constructores deberán “mostrarse fieles al Líder en su tarea.” 

En la segunda parte, sobre la creación, se dice que la arquitectura Juche es un “producto socio-histórico” que “expresa las ideas dominantes de una sociedad determinada y traduce las aspiraciones de quienes en ella viven.” Se trata de una arquitectura que sigue la tradición local y fortalece la identidad. Sin olvidar lo anterior, la arquitectura debe responder a su tiempo: ser moderna, pues, sin descuidar el patrimonio. Los materiales deben ser sólidos, durables. Además, “la imagen del Líder deberá dominar todo el espacio, del que cada detalle servirá para destacarlo.” En términos de urbanismo, “erigir estatuas del Líder es un punto importante.”

Arquitectura y formación: “la arquitectura es un arte compuesto: reúne a la escultura, la pintura mural, las artes decorativas e industriales y muchas otras.” Es un arte simbólico: da forma y también informa. En cuanto a la “formación arquitectónica de una ciudad, todos los elementos y todas las unidades de la composición deberán estar subordinadas a un tema central.” Sin embargo, todos esos elementos deben, también, “ser movilizados para poder procurar cada vez experiencias nuevas.”

En cuanto a la autoridad, el tratado de arquitectura de Kim Jong-il dice que “el arquitecto es un creador y un coordinador,” cuya actividad creadora “interviene en cada etapa desde la idea, la concepción , el dibujo y la obra” Su creación “supone la independencia, sin la que el arquitecto no puede descubrir novedades.” Para eso, “lo esencial en la formación de un arquitecto se basa en su conocimiento a profundidad de la política del Partido.” Para asegurar, pues, la calidad de la arquitectura y que satisfaga las necesidades y los gustos del pueblo, debe entenderse como una creación “colegiada,” resultado de la “deliberación colectiva.” Así como la autoridad es colectiva, el Partido, también lo será el autor.


Tomadas por separado, varias de las afirmaciones del gran líder Kim Jong-il en su tratado de arquitectura pueden parecer lógicas o prácticas, incluso describen la manera como los arquitectos han operado en otros momentos y otras sociedades, algunas hasta podrían haber sido suscritas por arquitectos reconocidos, si no es que ya son parte de sus escritos y teorías. El conjunto, sin embargo, exhibe un aparato que no quiere dejar ningún cabo suelto, ninguna salida posible, ningún campo abierto para la experimentación que supuestamente invoca. Con todo, habrá que pensar que aunque una colección de burbujas ideológicas tal vez no gane ni en peso ni en sustancia, cada una por separado tampoco es garantía de mayor consistencia. Que la arquitectura debe servir y emocionar, ser útil y bella, eficiente y simbólica, moderna y respetuosa, innovadora y tradicional y el arquitecto creativo y responsable, independiente y comprometido, libre y obediente, sí, tal vez, ¿y luego?

15.2.17

el infierno


Por mí se va a la ciudad doliente,por mí se va a l eternal dolor,por mí se va con la perdida gente.Fue la justicia quien movió a mi autor.El divino poder se unió al crearmecon el sumo saber y el primo amor.En edad sólo puede aventajarmelo eterno, más eternamente duro.Perded toda esperanza al traspasarme.

Estas palabras de color oscuro, fueron las que vio Dante escritas en lo alto de una puerta que conducía al Infierno. Un siglo después de la muerte de Dante, el 6 de julio de 1423 nació Antonio Manetti Tucci, arquitecto y matemático. A Manetti se le atribuye la primera biografía de Brunelleschi, escrita unos 30 años después de la muerte de éste, alrededor de 1475. Ahí cuenta cómo inventó un artefacto que le permitió demostrar la perspectiva. Se trataba no sólo de una pintura —del baptisterio de San Giovanni visto desde el Duomo— sino de un dispositivo que, mediante un espejo, permitía ver alternadamente el templo pintado y el de piedra, confirmando su correspondencia y, así, el dominio de la representación sobre la realidad. Además de escribir la vida de Brunelleschi, Manetti terminó la construcción de la iglesia de San Lorenzo, iniciada por aquél, y también se interesó por determinar la forma, el tamaño y el lugar del Infierno de Dante. Sus estudios no fueron publicados por él mismo pero, según cuenta John Heilbron, una edición de 1506 incluía varios grabados que ilustraban sus ideas, además de un supuesto diálogo entre el editor, Girolamo Benivieni, y el propio Manetti. La sección transversal del Infierno presenta un cono con la punta hacia abajo que, para algunos, es una versión invertida de la cúpula de Bruneleschi para el Duomo. Unas décadas después, otra edición de la Comedia, comentada por Alessandro Vellutello, incluía críticas a los cálculos de Manetti.

El 15 de febrero de 1564, en Pisa, parte del ducado de Florencia en ese entonces, nació Galileo Galilei. En su libro Galileo’s Muse: Renaissance Mathematics and the Arts, Mark Peterson cuenta que Galileo empezó a estudiar medicina en la Universidad de Pisa, pero en 1585, bajo la influencia del geómetra Ostilio Ricci, abandonó la escuela y se dedicó a las matemáticas. Junto con su padre, notable músico, realizó experimentos en relación a la música y la tensión ejercida en distintas cuerdas. En su libro, Peterson argumenta que el interés de Galileo por las matemáticas y luego por la física no fue motivado en principio por razones científicas sino artísticas —si bien es cierto que en aquella época artistas como Brunelleschi trabajaban en una zona vaga que no separaba tajantemente arte, técnica y ciencia. En el invierno de 1587, cuando tenía 23 años, Galileo fue invitado a dictar dos conferencias ante la Academia Florentina. El tema fue la Forma, tamaño y lugar del Infierno de Dante. La primera conferencia partía de los estudios de Manetti y la segunda criticaba a su crítico, Vellutello. Galileo inicia su primera conferencia diciendo:
Es asombroso y maravilloso que los hombres hayan podido, a través de su observación perseverante, su vigilancia continua y sus exploraciones arriesgadas, determinar la medida de los cielos, sus movimientos rápidos y lentos, sus proporciones, el tamaño de las estrellas —no sólo de las cercanas sino también las más lejanas— la geografía de la tierra y los mares: cosas que, ya sea en su totalidad o en sus partes más grandes, nos parecen razonables; cuanto más maravillosa debemos estimar la investigación y la descripción del lugar y la forma del Infierno.
El ataque de Vellutello a Manetti, además de un trasfondo político —la rivalidad entre las ciudades de Lucca y Florencia— partía de suponer que el vacío que implicaban sus cálculos del tamaño y forma del Infierno hacían mecánicamente inestable a la Tierra, lo que, según Galileo, derivaba de los nade precisos cálculos de Vellutello. Siguiendo la interpretación que hizo Manetti de Dante, Galileo describe la forma del Infierno como “una superficie cóncava, que nosotros llamamos cónica, en la que el vértice se halla ubicado al centro del mundo y la base está contra la superficie de la Tierra.” En cuanto a la ubicación y el tamaño, Galileo imagina “una línea recta que viene del centro de la Tierra (que es también el centro de solidez y del universo) hasta Jerusalén,” que es el centro de la base del cono, cuyo radio es igual también al radio de la Tierra.


La discusión sobre la forma, el tamaño y la localización del Infierno hoy nos puede parecer absurda, pero ocupó a arquitectos y matemáticos, a geómetras y a físicos que, más allá de la improbable existencia de tal sitio, se interesaban sobre todo en la consistencia lógica de los argumentos y pruebas de su posibilidad. El camino que va de Dante a Manetti, arquitecto y matemático, pasando por Brunelleschi y culminando en Galileo, ejemplifican la compleja y enriquecedora relación entre las ciencias y las artes, entre las maneras de imaginar no sólo cualquier cosa sino, sobre todo, los modos de probar esas cosas.