31.8.16

multitud y arte


En el capítulo que le dedica en su clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshal Berman dice que Baudelaire fue quien “hizo más que nadie en el siglo XIX para que los hombres y mujeres de su tiempo tomaran conciencia de sí mismos como modernos.”  Pero también, al hacer de la modernidad una especie de acuerdo o concordancia entre el arte y la época en que se produce, de manera que todo arte puede ser moderno si captura lo que define su propia época, Baudelaire —según Berman— “hace de todos los tiempos tiempos modernos, e irónicamente, al extender la modernidad a toda la historia, nos aleja de las cualidades específicas de nuestra propia historia moderna.” Sin embargo, la especificidad de Baudelaire como pintor de la vida moderna fue —como sugiere el título mismo del capítulo que le dedica Berman— salir a la calle.

La calle es el lugar de la multitud —esa forma de ensamblaje humano que no es un grupo definido o, más bien, predefinido y del que en años recientes nos han hablado pensadores como Tony Negri y Michael Hardt o Paolo Virno. Pareciera que, con su barullo, sobre todo en la ciudad moderna, la calle y la multitud que la puebla no son lugar para un poeta. Baudelaire —que nació en París el 9 de abril de 1821 y murió en la misma ciudad pasados los 46 años, el 31 de agosto de 1867—, escribió en El spleen de París:

Sumergirse en la multitud no es para todos: gozar de la muchedumbre es un arte; una francachela de la vitalidad a expensas del género humano y sólo puede dársele a uno al que el hada inspiró desde la cuna el gusto del disfraz y la máscara, el desprecio por el domicilio y la pasión por viajar.
Multitud, solitud: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada.
El poeta disfruta de ese incomparable privilegio, porque puede ser él mismo y otro, según su voluntad.

A diferencia de El hombre de la multitud —el protagonista del cuento de Edgar Alan Poe que Baudelaire conocía—, quien “rechaza estar solo,” el poeta no teme a su soledad, al contrario: la afirma, y por eso mismo tampoco teme a la multitud: la celebra. Es precisamente la multitud la que despliega —puebla— la soledad en otredad: yo es otro, dirá poco más tarde Rimbaud —que también proclamó la obligación de ser absolutamente modernos. En El pintor de la vida moderna, Baudelaire vuelve al tema al hablar de el artista: hombre de mundo, hombre de la multitud y niño. Para el artista —Baudelaire habla en particular de Constantin Guys, pintor y dibujante de escenas callejeras— la multitud es su elemento: “su pasión y su profesión son convertirse una misma carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el espectador apasionado, es un goce inmenso habitar el corazón de la multitud, en medio del flujo y reflujo de movimiento, en medio de lo fugitivo y de lo infinito.” El paseante solitario y pensativo —escribió en el Spleen— “saca una ebriedad singular de esa comunión universal.”

Así como Baudelaire definió la modernidad como aquella mitad del arte, efímera y contingente, cuya otra mitad era lo eterno, la multitud se complementa en el individuo aislado y viceversa. En uno de sus textos sobre Baudelaire, Walter Benjamin escribió:

La multitud: ningún tema se ha impuesto con más autoridad a los literatos del siglo XIX. La multitud comenzaba —an amplios estratos para los cuales la lectura se había convertido en hábito— a organizarse como público. Comenzaba a formular sus demandas.


Si para Baudelaire el artista se distingue de la multitud aunque disfrute perderse en su seno, para Benjamin, quien también habló de la progresiva disolución del límite que pone de un lado al autor y del otro a su público, convirtiéndolos en sujetos intercambiables, la transformación de la multitud en público abre la posibilidad del subsiguiente cambio en autores. Esa, sin duda, es una de las promesas —¿incumplidas?— de la modernidad.

30.8.16

integración neoclásica

El 30 de agosto de 1883 nació en Utrecht, Holanda, Christian Emil Marie Küpper. Su padre, Wilhelm Küpper, era fotógrafo. Estudió actuación y canto antes de dedicarse a la pintura y firmar con el nombre de su padrastro, Theodorus Doesburg, al que agregó, como Mies, un elegante van. Su pintura, realista en principio, cambió tras leer a Kandinsky y conocer la pintura de Mondrian. En 1917 empezó a editar la revista De Stijl y en 1922, van Doesburg se mudó a Weimar, buscando que Gropius lo invitara a la Bauhaus, cosa que no sucedió. Van Doesburg instaló un pequeño estudio cerca de la Bauhaus y empezó a enseñar sus ideas a algunos de los alumnos. Estableció vínculos también con El Lissitzky y Kurt Scwitters. También en 1922 publicó en De Stijl, un artículo en el que diferenciaba entre construir y crear y planteaba la necesidad de una construcción creativa. Ahí dice que la construcción creativa “no es sólo enderezar curvas o aplanar diagonales, ni mostrar desnudo el esqueleto de un edificio: ese tipo de construcción es anatómica, como la pintura naturalista.” Los medios para la construcción creativa, según van Doesburg, son el espacio y los materiales —el color también era para él, por supuesto, un material. Para van Doesburg la creatividad no era una característica tan solo individual sino, de cierta manera, social:
La forma creativa estará disponible para todos. La organización de materiales y, cuando sea necesario, la creación de nuevos materiales será una tarea compartida. Si el arquitecto produce una diseño inaudito (sin precedente estético), el ingeniero debe encontrar el material con el cuál ejecutarlo. La arquitectura nunca será la expresión de la consciencia creativa de la época si los arquitectos, tímida, pasivamente, se contentan con los materiales existentes. Si un proyecto exige un material particular, el ingeniero creativo debe inventarlo o adaptarlo de los disponibles. Sólo quienes ahora encuentren su camino en el mundo de los materiales como resultado de un ideal estético, descubrirán por medios mecánicos y técnicos los materiales (incluyendo el color) que hacen posible el nuevo estilo creativo en arquitectura, por su energía contrastante, disonante o complementaria.


En 1924 se fue a París, donde crecía el interés en la pintura y la arquitectura de De Stijl. Fue entonces que publicó su manifiesto Hacia una arquitectura plástica. En dieciséis puntos planteaba las condiciones de la nueva arquitectura del Neoplasticismo. Primero, eliminar el concepto de forma como un tipo fijo; segundo, entiende la arquitectura como algo elemental, es decir, que se desarrolla a partir de los elementos de la construcción, entre los que incluye la masa y la función, el tiempo y el espacio, el material y el color. La nueva arquitectura debía ser económica y luego funcional. El quinto punto reforzaba el primero: lo informal como rechazo de las formas establecidas. Sexto: lo monumental no tiene que ver con el tamaño sino con cierto tipo de relaciones. Séptimo: en la nueva arquitectura no hay elementos pasivos: una ventana no es una apertura en el muro sino donde lo abierto actúa sobre esa superficie. Ocho: la planta abierta, donde los muros ya no cargan y la separación entre interior y exterior se diluyen. Por eso, nueve, la nueva arquitectura es abierta: una estructura hecha de espacio y superficies que dividen y otras que protegen. El décimo punto prefigura a Giedion: la arquitectura es tiempo y espacio. Es anticúbica —punto número once. Doce: la nueva arquitectura elimina la simetría y la repetición. Van Doesburg va aquí, directamente, uno de los planteamientos de la primera estética corbusiana: la estandarización, aunque la consigna que de ello deriva de hecho pudiera aplicarse a una construcción como la Unidad de Habitación de Le Corbusier: un bloque de casas es un conjunto —una unidad— en el mismo sentido que lo es una sola casa. Contra la idea de un frente ofachada, el punto décimo tercero tiene que ver con el octavo y también con otra idea de Le Corbusier: el parcours architectural: “la nueva arquitectura ofrece la riqueza plástica de un desarrollo de múltiples lados en el espacio y el tiempo.” No podía faltar el color: la pintura se reintegra a la arquitectura como superficies coloreadas, orgánicamente, expresando relaciones en el espacio y el tiempo —más el tercer Barragán que el primer O’Gorman, digamos. Quince: la nueva arquitectura es anti-decorativa: el color, de nuevo, no decora las superficies: es un medio orgánico de expresión —Barragán en su casa de general Ramírez, no la gran mayoría de sus epígonos cargando la cubeta de pintura y la brocha gorda. El último punto se relaciona con aquellas ideas de la construcción creativa: “la construcción es parte de la arquitectura al combinar todas las artes en su manifestación natural” —o como se decía en el México de los 50: integración plástica, aunque seguramente van Doesburg habría rechazado que los muros como superficies de color que hacen del edificio una obra orgánica se hayan transformado en monumentales cuadros realistas: la nueva arquitectura es iconoclasta : “no permite imágenes,” dice van Doesburg. De nuevo, más el tercer Barragán que el segundo O’Gorman.

29.8.16

después de la arquitectura

¿De qué serviría hoy Le Corbusier en un lugar como la ciudad de México, que crece incontrolable hacia los 40 millones? —se pregunta Felix Guattari en un texto titulado La enunciación arquitectural, publicado a finales de los años 80. “Incluso alguien como Haussmann resultaría inútil aquí pues los políticos, los tecnócratas y los ingenieros manejan ahora ese tipo de cosas sin la menor contribución posible de esos hombres que practican el arte que Hegel alguna vez colocó an el lugar más bajo de todas las otras artes. Antes de hacerse esa pregunta, Guattari plantea en un breve párrafo que, a diferencia de los crustáceos que segregan sus conchas o de las termitas que construyen sus termiteros en un esfuerzo colectivo, los humanos, para secretar sus edificios, su ropa, carros y las imágenes y mensajes que “se prenden a la carne de nuestra existencia como la carne se agarra a los huesos de nuestros esqueletos,” requerimos de la intermediación de “corporaciones de arquitectos, artesanos y profesionales de los medios.” Además, dice Guattari, “durante mucho tiempo la deliberación de los ensamblajes sociales se debió a expresiones ecolíticas tales como la construcción de un zigurat o la demolición de la Bastilla o la toma del Palacio de Invierno. Sólo hoy —agrega— además de que la piedra ha cambiado por concreto, vidrio y acero, las rupturas en el poder se dan en términos de la velocidad de la comunicación y el control de la información.” De ahí la pregunta: ¿para qué un Le Corbusier?

El argumento de Guattari podría parecerse al de Victor Hugo: esto mató aquello, sin crustáceos ni termitas. Para ambos la arquitectura, que definió  el entorno cultural del ser humano por milenios —uno entendiéndolo de manera sólo positiva, el otro no— fue desplazada por formas de comunicación y transmisión de la información más rápidas y ubicuas. El libro para Victor Hugo, todas las otras formas de comunicación acelerada que vinieron después para Guattari. Para Victor Hugo, la arquitectura había muerto con la imprenta y lo que había venido después, mero remedo de la arquitectura griega y romana que palidecía, a sus ojos, frente a la grandeza constructiva del medioevo en Europa central, era puro juego geométrico sin posibilidad de otro sentido —volúmenes bajo la luz del sol, pues.

Para Guattari el arquitecto mantiene un margen de control: el dominio de los edificios extravagantes. “Pero posicionarse en ese campo —agrega— tiene un alto precio, y a menos de que se conviertan en dandis posmodernos, implicados siempre en los esquemas político financieros, los pocos afortunados están sometidos a la decepcionante degradación de sus talentos creativos.” Las salidas no de la arquitectura sino del arquitecto son tres para Guattari: el dandismo y la extravagancia que se someten a esquemas políticos y financieros existentes; la pura teoría que apunta a la utopía o al retorno nostálgico del pasado y la posibilidad de la oposición crítica. Si los edificios ya no sirven para nada y son finalmente intercambiables —y no tiene ningún sentido argumentar lo contrario— ¿qué pueden hacer los arquitectos? Reinventar la arquitectura no es cuestión de estilo, dice; hay que entender las condiciones actuales.

Cuando los arquitectos dejan de ser simplemente artistas plásticos del entorno construido y empiezan a ofrecer sus servicios como quienes revelan los deseos virtuales del espacio, los lugares, los desplazamientos y el territorio, entonces tienen que analizar las relaciones entre los cuerpos individuales y colectivos, singularizando constantemente su procedimiento. Más aún, tienen que volverse intercesores entre esos deseos revelados a ellos mismos y los intereses a los que se oponen.

Es ahí donde entra la capacidad enunciativa de la arquitectura: el énfasis se desplaza, dice, del objeto al proyecto. Ahí entra, para Guattari, un juego de escalas en las que opera ese proyecto de enunciación —de aquello a lo que se refiere la arquitectura más allá del edificio. Una escala geopolítica, otra urbana —que implica leyes y reglamentos pero también hábitos y costumbres— una más económica y luego la funcional, la técnica, la significativa, la existencial y, finalmente, la que “articula todos los componentes enunciativos” y “promueve nuevas potencialidades” que implican el “despliegue ético-estético del objeto construido.” Aunque habrá quien afirme la obviedad de todas esas escalas o dimensiones de lo arquitectónico, para Guattari es la última, la articulación ética y estética de aquellas dimensiones, lo que puede aportar una condición de resistencia singular a una arquitectura que, de otra manera, se desintegra como erosionada por flujos y fuerzas que desde hace mucho ya la rebasaron.


Félix Guattari nació el 30 de abril de 1930 en un suburbio al norte de París. Estudió con Lacan y escribió el Anti-Edipo y Mil Mesetas, entre otros libros, con Gilles Deleuze. Guattari murió el 29 de agosto de 1992.

28.8.16

la utilidad pública de los parques


La planeación de ciudades tiene tres objetivos. El primero concierne a los medios de circulación, la distribución y el tratamiento de los espacios dedicados a las calles, trenes, canale y cualquier otro medio de transporte y comunicación. El segundo concierne a la distribución y el tratamiento de los espacios dedicados a todos los otros propósitos públicos. El tercero concierne al resto de la tierra, privada, y a los desarrollos que ahí se dan, en tanto sea posible para la comunidad controlar o influir en dicho desarrollo.
Lo anterior lo dijo en el discurso inaugural del Segundo Congreso Nacional de Planeación de la Ciudad —habrá que diferenciar City Planning de Urban Planning— y de Congestión de la Población, que tuvo lugar en Rochester Nueva York, en mayo de 1910, Frederick Law Olmsted. Hoy, poco más de cien años después, pareciera evidente que el segundo objetivo de la planeación de ciudades fue poco a poco perdiendo peso, aplastado por los otros dos. Los espacios de circulación y distribución terminaron afectando la lógica misma de los espacios dedicados a todos los otros propósitos públicos, haciendo de cualquier lugar un espacio de paso —lo que Marc Augé llamó no lugares: espacios que no tienen otro sentido que esperar la conexión con un transporte que nos lleve a otro espacio similar. Su prototipo, quizás, se encuentra en esos espacios que en el siglo XIX mediaban entre las plazas públicas al frente de las estaciones de trenes y el tren mismo y que los franceses llaman salas de pasos perdidos. Se han vuelto lo que en su momento Iñaki Ábalos y Juan Herreros calificaron como espacios vectoriales: el puro vacío que garantiza el desplazamiento entre un punto y otro. Esos puntos, normalmente, pertenecen al tercer objetivo de la planeación de ciudades, lo que Olmsted califica como el resto, lo que sobra del espacio público, de circulación o de estar —y que propiamente constituye el lugar de la ciudad—: los terrenos privados. La posibilidad para la comunidad de controlar o influir en el desarrollo de lo que se construye en los terrenos privados no sólo ha disminuido sino que la relación se ha invertido y hoy es la economía —las normas de lo propio, de lo que tiene propietario— lo que, como advirtió Hannah Arendt, controla un espacio que debiera estar a cargo de la política. Las finanzas han sustituido a las políticas públicas en la ciudad, sea en relación al transporte de bienes y personas o a aquello que se construye en el espacio al que, ya sólo por costumbre, llamamos público.

Frederick Law Olmsted nació el 26 de abril de 1822 y bastaría con decir que diseñó Central Park, pero hizo mucho más que eso, que no es poco. Tras una afección de la vista decidió no entrar a estudiar a Yale y mejor recorrer el mundo. Se hizo marino mercante y periodista y luego estableció una granja experimental. En 1850 viajó a Inglaterra y lo que vio lo contó en Walks and Talks of an American Farmer in Engand, publicado en 1852. “Todo hombre al viajar será dirigido por caminos particulares por sus peculiares gustos, hábitos e intereses personales,” dice en el prefacio. Antes de la Guerra Civil, el New York Times le encargó una serie de artículos sobre los Estados del sur, cuya pobreza general era, para Olmsted, un efecto de la esclavitud que ahí imperaba. También en 1852, Olmsted entró al concurso para diseñar Central Park. En 1958, el equipo en el que participaba fue seleccionado ganador. Además de Central Park, Olmsted diseñó decenas de parques urbanos, campus y reservas naturales en los Estados Unidos y Canadá.

Olmsted se tomaba en serio los parques y su utilidad pública. En un texto de 1881 titulado A Consideration of the Justifying Value of a Public Park, Olmsted escribió: “últimamente he sabido que la palabra “parque” se aplica al cinturón que protege a un estanque, una playa o el patio de una prisión; a muchas cosas que tienen el menor interés público en común.” A principios de los años 70 del siglo XIX, hubo desacuerdos sobre la administración de Central Park. Olmsted y muchos más veían deterioro; miembros de la administración pública veían su mantenimiento como un “gasto lujoso.” La discusión giraba en torno a patronatos y patrocinios y el control de los recursos públicos, fueran impuestos o espacios como el propio parque. Olmsted publicó un panfleto titulado Spoils of the park, firmando como “uno de los diseñadores del Parque, varios años su superintendente y alguna vez presidente y tesorero del Departamento.” Ahí escribió:
La misma “razón de ser” del parque es la importancia para la prosperidad de la ciudad de ofrecer a su población, en tanto crece y le hace falta espacio, la oportunidad de un alivio placentero y relajando de los edificio, sin ir demasiado lejos del futuro centro. ¿Qué más que este propósito justifica preservar de empresas comerciales más de cien cuadras de buena tierra para construir justo en la línea de la mayor demanda? Se puede construir como parte del negocio del parque sólo si eso ayuda a escapar de los edificios. Cuando se construye para otros propósitos, el parque termina. Las cisternas y el museo no son propiamente parte del Parque: se han deducido de él. Los subterráneos no son deducciones pues su efecto, en conjunto, es ampliar, no disminuir las oportunidades de escapar de lo edificado. Si se hubieran construido sobre la superficie y se hubieran hecho intencionalmente llamativos; si se hubieran construido —como en su momento fue difícil convencer incluso a críticos inteligente que no habría que hacerlo— como objetos decorativos, serían una contravención y no fomento de lo que es el Parque.

Para Olmsted, marino, periodista, granjero y diseñador de parques, los parques públicos eran una parte esencial de su visión de lo que era la democracia: públicos, abiertos a todos. En inglés Olmsted usa varias veces el término business refiriéndose a ellos: su asunto, pero también su negocio. El negocio de los parques, para Olmsted, no era sólo el ocio, sino una inversión a largo plazo en nuestra relación como sociedad con la naturaleza pero, sobre todo, en la relación entre nosotros mismos. La ganancia de esos espacios se medía en el desarrollo democrático y, por lo mismo, económico de la sociedad en general —recordemos que Olmsted había asociado la esclavitud con el escaso desarrollo económico de los Estados del sur.


Frederik Law Olmsted murió el 28 de agosto de 1903.

27.8.16

towards anarchitecture

En 1970 Robin Evans publicó un ensayo titulado así: Towards Anarchitecture. El título obviamente hacía referencia a la traducción inglesa del clásico de Le Corbusier Vers une architecture. La anarquitectura de Evans desmantela la idea de la arquitectura sólo como algo dirigido a satisfacer nuestras necesidades de habitación y que, en el mejor de los casos, puede incluso procurar la felicidad a sus habitantes. No cierto goce puntual sino una felicidad tan genérica como el hombre que esta especie de ogro filantrópico que es el arquitecto tiene en mente. Para Evans la arquitectura produce sistemas de artefactos que interfieren en el mundo físico que ocupamos. Esas interferencias no son neutrales, ya no social, cultural o políticamente, sino hasta materialmente. Las cosas en el mundo —y la arquitectura forma parte de ellas— pueden o bien ayudarnos a hacer lo que antes no podíamos hacer sin evitar que hagamos lo que antes ya hacíamos: expanden nuestras acciones posibles —Evans pone como ejemplo el teléfono—, o pueden evitar que hagamos algo sin ayudarnos a hacer nada nuevo: restringen nuestras posibilidades de acción —como la prisión. La mayoría de las interferencias, dice Evans, son realmente sintéticas: un muro me permite estar a resguardo pero me impide ver al otro lado —incluso si fuera de vidrio me impediría cruzar al otro lado.

Las ideas de Evans tienen que ver con otra noción de la arquitectura, pero también del espacio en el que ésta se da y donde los humanos nos encontramos y, por supuesto, con otra noción del hombre distinta a la que tuvo, por ejemplo, Le Corbusier. Cuando en 1943 Le Corbusier propone su Modulor, no sólo se trataba de buscar un sistema de medidas que permitieran construir desde un mueble hasta un edificio o una ciudad con proporciones armónicas, sino, en el fondo, la idea de un hombre. Si el hombre es la medida de todas las cosas, hay que elegir qué hombre: la estandarización de la vivienda y los utensilios de uso diario, depende directamente de la estandarización del hombre. La Arquitectura, con mayúscula, siempre va, en principio, también hacia una arquitectura del hombre que lo ocupa: construye su habitante ideal, sea a partir de medidas y proporciones o de usos y costumbres asumidos como normales y saludables contra otros con los cuales la Arquitectura —o, más bien, las Arquitecturas: la del espacio y la del hombre— interfieren negativamente.

También en 1943, el 22 de junio, nació Gordon Matta Clark. Estudió arquitectura en Cornell entre 1962 y 1968. Justo a la mitad de sus estudios, el 27 de agosto de 1965, murió Le Corbusier, nadando en el mediterráneo frente a su cabaña de troncos en Cap Martin. Tal vez esa fecha no haya marcado el final simbólico de la arquitectura moderna, como se supone lo hizo el 15 de julio de 1972, día de la última demolición de Pruitt Igoe. pero imagino que teniendo como profesor a Colin Rowe, es probable que Matta Clark haya sentido el peso de la muerte del gran arquitecto. Desde los años 70 Matta Clark empezó su trabajo como artista, siempre a partir de su formación como arquitecto. En marzo de 1974 participó en una exposición colectiva en Nueva York que tuvo por título, precisamente, Anarchitecture. James Attlee cuenta que, en una carta durante los preparativos para esa exposición, Matta Clark anotó: “A MACHINE FOR NOT LIVING WITH AN EXTRACT FROM CORBUSIER’S VERSO UN ARCHITECT (…) SHOWING THE VIRGIN MACHINE HE WANTS US ALL TO LIVE IN.” Attlee explica que desde la transformación del título de Le Corbusier: Verso un Architect, en el trabajo de Matta Clark se pueden leer “ecos invertidos” de las ideas de aquél. En uno de sus cuadernos, Matta Clark aclara: «”No olividen el problema de la arquitectura,” escribió Le Corbusier. La Anarquitectura no intenta resolver ningún problema.» Lo que, de nuevo según Attlee, hace pensar en una frase de Marcel Duchamp —quien, a propósito, era padrino de Matta Clark—: “No hay solución porque no hay problema.”

Stephen Walker inicia su texto Grodon Matta Clark: Drawing on Architecture, con dos epígrafes de Matta Clark:
Cuando una medida no funciona… empieza una noción más íntima del espacio.No se lo que la palabra “espacio” significa… La sigo usando. Pero no estoy muy seguro de lo que signifique.
Walker explica que Matta Clark estaba interesado en “la experiencia humana que yace más allá de una medida objetiva” —más allá de el hombre estandarizado, de Vitruvio al Modulor. Su Anarquitectura no sólo cortaba el cuerpo de los edificios revelando su materialidad íntima y conectando los espacios con los que la arquitectura, como artefacto, interfería, o a otra escala, buscando los vacíos urbanos que distienden no sólo el tejido de la ciudad sino de la realidad inmobiliaria —real estate. Así como la anarquitectura de Evans tampoco se interesaba solamente por las modos de interactuar de los objetos en el espacio,  las expectativas que de ellos tenemos y las posibilidades de acción que nos ofrecen o nos niegan. En ambos casos, la Anarquitectura investiga y corta las maneras como el discurso —el texto, digamos— abre o cierra los posibles sentidos de la arquitectura —con o sin mayúsculas. “Si puedes alejarte de la concepción convencional de lo que es necesario o útil —escribió Matta Clark— entonces y sólo entonces puedes empezar a investigar el asunto.”

Gordon Matta Clark murió de cáncer de páncreas a los 35 años, exactamente 13 años después de que Le Corbusier muriera nadando, el 27 de agosto de 1978.

26.8.16

paisaje, arquitectura y abstracción

Juan O’Gorman decía que el realismo en el arte es la expresión abstracta de la realidad —“así como las matemáticas son a representación diagramática, numérica, abstracta de la realidad para conocer determinados fenómenos.” El ejemplo que usaba para explicar su idea de realismo abstracto era la obra del paisajista mexicano el siglo XIX José María Velasco, uno de sus tres pintores predilectos junto con Diego Rivera y Frida Kahlo y al que algunos pintores “muy realistas”, dice, tachan de académico.

José María Tranquilino Francisco de Jesús Velasco y Gómez Obregón nació el mismo día que Juan O’Gorman y que Frida Kahlo: el 6 de julio, pero 65 años antes que el primero y 67 antes que Frida, en 1840, en Temascalcingo, Estado de México. Nueve años después su familia se mudó a la ciudad de México, donde estudió en la Academia de San Carlos. También estudio geología, botánica, matemáticas y física. En la época en que Velasco empezó a pintar, el paisaje no era un tema común en la pintura mexicana. Su acercamiento al paisaje combinaba la visión del pintor con  la del explorador y científico. Para hacer sus cuadros, Velasco salía a acampar, tomaba notas y lo estudiaba al detalle, como lo haría un geólogo o un botánico.

O’Gorman argumenta que el tema de Velasco no era “la representación de los cerros o de los arbolitos, de las rocas o de las hierbas del paisaje, sino la relación de las tonalidades organizadas plásticamente para obtener la grandiosa y monumental composición en profundidad y lograr la pintura real del espacio.” La descripción del espacio y de la materia a partir de la representación de la realidad aparente —“sin la menor necesidad del empleo de la perspectiva, pues ésta es tan sólo un diagrama, una simple representación gráfica que nos indica la tercera dimensión pero nunca nos lleva ópticamente desde los primeros términos hasta el infinito,” dice O’Gorman— es, en principio, objetiva —los estudios que dedicó Velasco a la anatomía, la geología, la mineralogía y la botánica son muestras de la relación “científicamente exacta” entre el tema y la forma. Pero además de objetiva es abstracta.

En los varios textos en que comenta la obra de Velasco y la pintura en general, O’Gorman no plantea una distancia entre realismo y abstracción, sino que subraya la diferencia y oposición entre objetividad y subjetividad. Para O’Gorman, los paisajes de Velasco tiene una relación con la realidad que combina la abstracción con la objetividad y se opone, por ejemplo, al Expresionismo Abstracto, que es resultado de una abstracción subjetiva. O’Gorman aplica esa misma diferencia a la arquitectura. Tras abjurar de la ingeniería de edificios que practicó en sus primeras obras, O’Gorman plantea que el Estilo Internacional “mantiene, por una parte, la apariencia de lo funcional sin serlo y, por la otra, intenta realizar expresiones de arte mediante el empleo de los elementos mecánicos del funcionalismo.” Dicho de otro modo, como el Expresionismo Abstracto, el Estilo Internacional se basa en la abstracción subjetiva, lo que le impide relacionarse tanto con la realidad objetiva como con la tradición popular.

Pasando de la pintura a la arquitectura, O’Gorman llega a plantear que el realismo siempre es una mezcla de atención a la tradición, siempre popular, al paisaje y a las condiciones sociales de las mayorías. El arte abstracto subjetivo —el de la arquitectura del Estilo Internacional— es el que niega la posibilidad de “acción sobre las mayorías de la población.” ¿Cómo es la arquitectura abstracta pero objetiva? Para O’Gorman la respuesta es simple: aquella que logra vincular las condiciones del lugar —el paisaje, pues— con la tradición y puede comunicar esto al pueblo de manera orgánica. Dicho más claramente, la arquitectura abstracta pero objetiva es la arquitectura orgánica —lo que llevará a O’Gorman a afirmar (sin ser ni el único ni el primero, por supuesto) que Frank Lloyd Wright era “el inventor de la arquitectura moderna.”

De Velasco, Adolfo Castañón escribió que su visión “panóptica y astringente, parecía deslindarse de la historia. Cabe precisar, sin embargo —agrega— que su compromiso con la geografía y con el genio del lugar no podía pasar por alto ni la historia ni la política (como indican los diversos signos sembrados con discreción en sus lienzos: ferrocarriles, puentes, haciendas contempladas a lo lejos) ni, por supuesto, la ciencia y el arte.”


José María Velasco murió el 26 de agosto de 1912, en Villa de Guadalupe, Hidalgo.

25.8.16

arquitectura, ciudad y voluntad

Hasta hoy, la arquitectura moderna era, hasta hoy, una arquitectura de edificios. Ha creado casas, incluso si esas casas levantan en la proa de Nueva York su erizado de torres. Que debería algún día rebasar ese individualismo épico —pues la ciudad no es solamente una aglomeración de casas— ninguno de sus historiadores lo dudaba. Pero casi todos pensaban que la más grande arquitectura, la que crea las ciudades y no los edificios, nacería en la Unión Soviética. Está naciendo aquí.
Era el 25 de agosto de 1959. André Malraux, en su papel de Ministro de Asuntos Culturales de Francia, había viajado a Brasilia para, junto con el presidente de Brasil, Juscelino Kubistschek de Oliveira, poner pa primera piedra de la Casa de la Cultura de Francia en esa ciudad cuya construcción había iniciado el 23 de octubre de 1956 y que se inauguraría ocho meses después de que Malraux pronunciara su discurso, el 21 de abril de 1960. Malraux, escritor reconocido y admirado, estuvo a cargo del Ministerio de Asuntos de Cultura en el gobierno del general de Gaulle, entre 1959 y 1969. Malraux fue amigo de Le Corbusier. El 1º de septiembre de 1965, cinco días después de la muerte de Le Corbusier, en otro discurso Malraux decía que éste había sido pintor, escultor y, en secreto, poeta, pero que no estaba hecho ni para la pintura ni para la escultura o la poesía: estaba hecho para la arquitectura. Y agregaba:
Su famosa frase: «La casa es una máquina de habitar» no lo pinta entero. Sí lo hace esta otra: «La casa debe ser una pantalla de la vida.» La máquina de la felicidad. Siempre soñó con ciudades y sus proyectos de “ciudades radiantes” son torres que surgen de inmensos jardines.
Por supuesto, cuando Malraux decía en una ceremonia oficial en Brasilia que la arquitectura moderna había sido una de casas, de edificios y no de ciudades, no ignoraba las propuestas que Le Corbusier venía haciendo desde los años veinte. Tampoco ignoraba que, desde 1950, Le Corbusier estaba a cargo de la planeación de Chandigarh o que, en Francia, terminada la Segunda Guerra, Auguste Perret —en cuya oficina Le Corbusier trabajó algunos meses— había iniciado la reconstrucción de Le Havre. Su discurso tal vez fuera en ese momento más el de un ministro de estado que el de un intelectual conocedor de la historia de la arquitectura moderna de su país, buscando estrechar los lazos con America Latina. Aunque también Malraux reconoce la novedad de esa ciudad que surge de la nada en medio de la nada o, más bien, que surge de la voluntad de un hombre:
Usted sabe —dice en su discurso, dirigiéndose a Kubistschek—, como saben todos los artistas pero como saben pocos gobernantes, que las formas del arte llamadas a permanecer en la memoria de los hombres son formas inventadas. En esta ciudad surgida de la voluntad de un hombre y de la esperanza de una nación, como las metrópolis antiguas que surgieron de la voluntad imperial de Roma o de los herederos de Alejandro, el Palacio de Alvorada que edifican, la catedral que proyectan, aportan algunas de las formas más osadas de la arquitectura y, frente a las maquetas de la Brasilia del futuro, sabemos que la ciudad entera será la más audaz que haya concebido occidente. A nombre de tantos monumentos ilustres que llenan nuestra memoria, reciba nuestro agradecimiento por haber confiado en sus arquitectos para crear la ciudad y en su pueblo para amarla.


El discurso de Malraux tiene así un sentido contradictorio: a la arquitectura moderna, que hasta entonces sólo había hecho casas y edificios —es decir: obras individuales para individuos—, le hacía falta construir una obra colectiva: la gran ciudad. Pero la gran ciudad sólo se construye “como las metrópolis antiguas que surgieron de la voluntad imperial.” Hay un hombre, el estadista, cuya voluntad debe estar acompañada de la creatividad de unos cuantos, sus arquitectos, y la aceptación amorosa de muchos: el pueblo. Malraux sugiere, sin embergo, una posible redención de esta imagen anacrónica: la cultura, que establece unos vínculos distintos entre la sociedad. “El límite de la arquitectura moderna —dice— es estar al servicio del poder económico o de individuo; el único conjunto arquitectónico admirable de los Estados Unidos, el Centro Rockefeller, no se construyó a la gloria de un imperio del petróleo, sino a la gloria de la sociedad humana, de la ciencia y del espíritu.” Y cita a Lucio Costa, responsable del plan de Brasilia, quien pensaba que no esa ciudad, para serlo, no debía ser solamente la residencia del gobierno y de la burocracia, sino “uno de los mayores centros culturales del país.” Malraux, que concebía la cultura como una forma de comunión, entre los hombres y de los hombres con el mundo, entendía que ese gesto arcaico —que como político elogiaba— de fundar una ciudad por la voluntad de un solo hombre y según las ideas de sus arquitectos, no bastaba para transformar a la arquitectura moderna de una arquitectura de edificios en otra de ciudades. Hace falta la cultura, entendida más que como un pasado común, como la posibilidad de una comunión futura.

24.8.16

transparente y traslúcida

El doctor Curruchet y Le Corbusier. La doctora Farnsworth y Mies. Transparencia fenomenológica y transparencia literal, para usar demasiado literalmente la diferencia planteada por Colin Rowe —aunque la casa Farnsworth no sea sólo una caja de vidrio. Y el doctor Dalsace y Pierre Chareau: ni transparencia fenomenológica ni litteral: traslúcida. Aunque el espacio, ese sí, al interior, sea continuo y abierto, literal y fenomenológicamente. De hecho, en un texto publicado en la revista Perspecta en 1969, cuando prácticamente nadie hablaba de esa casa, Kenneth Frampton escribió:
Los muros de la Maison de Verre son predominantemente traslúcidos. Su composición se ordena en consecuencia y sobre todo a través de una transparencia más sensible que literal. Su concepción interna hace que se sucedan frontalmente, del patio al jardín, series de planos verticales o tiras de espacio. La disposición y el tratamiento de las columnas y sus ejes sugiere que esa fue la intención inicial del proyecto. Las losas principales sobrepasan la estructura tanto al frente como en la parte posterior. En cada caso, el eje formado por el alma de las columnas adyacentes a la fachada es paralelo a las mismas, perpendicular al de las columnas interiores, lo que permite que se muestre el plano transversal y una lectura continua de las capas estratificadas en la totalidad del espacio restante.
Pierre Chareau nació el 4 de agosto de 1883 en Burdeos y murió el 24 de agosto de 1950 en Nueva York. No es seguro si estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes, pero después de trabajar como dibujante en Waring & Gillow, una firma especializada en diseñar mobiliario e interiores, abrió su propia oficina de arquitectura y diseño en 1919. Su primer cliente fue Annie Bernheim, recién casada con el doctor Jean Dalsace, para quienes diseñó varios muebles. El doctor Dalsace le presentó a Chareau al pintor Jean Lurçat, hermano del arquitecto André. Poco a poco, Chareau fue conectándose con el mundo del diseño y la arquitectura de vanguardia en el París de los años 20. En 1928 participó en el primer Congreso Internacional de Arquitectura Moderna. Ese mismo año Robert Mallet-Stevens lo invitó a diseñar una cama suspendida para la Villa Noailles. Ahí también trabajaron Marcel Breuer, Charlotte Perriand, Eileen Gray y Jean Prouvé, entre otros. Poco después el doctor Dalsace le encargó a Chareau su casa: la Maison de Verre.


Los Dalsace se mudaron a su casa en 1932. La estructura, columnas y trabes de acero y losas de concreto armado, ya estaba lista desde 1928, pero el proceso fue lento. En el terreno donde se harían su casa había un edificio construido y la vecina del último piso se negó a abandonarlo, por lo que debieron construir la casa manteniendo allá arriba, intacto, ese departamento. Chareau realizó el proyecto en compañía del arquitecto holandés Bernard Bijvoët y del herrero Louis Dalbet. La elección del vidrio traslúcido en las fachadas tuvo que ver, según cuenta Bryan Brace Taylor, con las ideas higienistas de finales del siglo XIX y principios del XX que compartían el cliente, médico de profesión, y el arquitecto, moderno de vocación. La luz, el aire y los materiales industriales, que eran evidentes para el consultorio del médico, se extendieron a toda la casa. Pero si hacia afuera la casa está protegida por una pantalla traslúcida —porque, según Taylor, Chareau como Loos concebía las ventanas como entradas de luz y no como salidas de la vista—, el interior juega más en el registro de la transparencia más sensible que literal de la que habló Frampton. El mismo Frampton sugiere que la casa, más que un edificio en el sentido convencional, es un mueble: un gran mueble armado de otra serie de muebles más pequeños que organizan el espacio y deja ver claramente su función: la transparencia fenomenológica o sensible no implica ver más allá sino ver realmente lo que la cosa —y la casa— es y hace.

23.8.16

el puerco presidente


El 23 de agosto de 1968, en el Centro Cívico de Chicago, diseñado en 1965 por SOM, frente a la escultura hecha por Pablo Picasso, Pigasus fue nominado a la candidatura para la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Internacional de la Juventud —los Yippies, por sus siglas en inglés. Pigasus era un puerco de 66 kilos. Tras su postulación, la policía arrestó a Pigasus y a siete de sus partidarios Yippies. Pigasus fue llevado a la Sociedad Contra la Crueldad con los Animales de Chicago, y los siete fueron juzgados por “desorden, disturbios y traer un cerdo a Chicago.” Su defensor acusó a los Demócratas de haber hecho exactamente lo mismo —habría que preguntarse qué mal nos han hecho los cerdos para compararlos con los políticos.

Douglas Linder cuenta que la postulación de Pigasus fue sólo una de las acciones planeadas por los Yippies. Abbie Hoffman, cofundador del partido junto con Jerry Rubin, proponía también una demostración de sexo público: el fuck in. A los Yippies se les acusó de conspiración por esa y otras acciones y se les juzgó entre septiembre de 1969 y febrero del 70. Entre los testigos de la defensa estaban Allen Ginsberg, Norman Mailer, el músico Arlo Guthrie o el reverendo Jesse Jackson. Los acusados fueron encontrados inocentes del cargo de conspiración, aunque cinco fueron condenados a prisión por incitar a motines. En 1972 ganaron la apelación y los cargos fueron retirados.

Cinco semanas después de la postulación a la presidencia de Pigasus, el 2 de octubre de 1968 —el mismo día de la matanza de Tlatelolco—, murió Marcel Duchamp. El 28 de enero de 1971, en un cuarto del motel Jamaica Inn, en Orange, California, Moira Roth, acompañada por su marido William, entrevistó por primera vez a John Cage acerca de su amigo Marcel Duchamp. Casi al final de la entrevista, al hablar de la relación entre el arte y la vida, Cage dice que “si utilizamos el arte para hacernos más estúpidos, no habremos ganado en ningún caso: ni del arte ni de la vida.” En ese momento William Roth interviene: “así es —dice—, la importancia de ser capaces de actuar de manera inteligente. La falla en la otra manera de actuar fue absoluta cuando el palacio de justicia construido por Mies sirvió de sede para ese proceso obsceno.”

Los editores aclaran en una nota al pie de página que Roth se refiere al Juicio de los Yippies, que tuvo lugar en el Federal Center de Chicago, diseñado por Mies. Roth continúa comparando el edificio de Mies con el motel anodino donde tiene lugar la entrevista y agrega: “deberíamos ser capaces de apreciar con inteligencia la conexión entre los edificios y la gente, sin imponerla como lo hace Mies,” a lo que Cage responde: “me parece que tenemos un problema serio e interesante en arquitectura y que hay que resolverlo, como nos enseñó Buckminster Fuller, con la menor cantidad de materiales. Al final, Cage dice que piensa que “tener aun edificios pesados no es solamente malo en un sentido estético sino, sobre todo, malo en un sentido moral.”

¿Cuál es el peso de un edificio, el peso moral al que se refiere Cage? Por supuesto, la mención a Fuller nos hace pensar en la materia misma del edifico, en la pregunta cuánto pesa su edificio. Pero el peso moral es otro. Mos, moris: costumbre, nos decían en la clase de etimologías. El modo de vivir, los hábitos. El hábito no hace al monje, pero la habitación tal vez lo acerque.

Para Georges Bataille “la arquitectura es la expresión del ser mismo de las sociedades, del mismo modo que la fisonomía humana es la expresión del ser de los individuos. Sin embargo, es más a la fisonomía de los caracteres oficiales (curas, magistrados, almirantes) que se debe referir esta comparación. De hecho, sólo el ser ideal de la sociedad, el que ordena y prohibe con autoridad, se expresa en las composiciones arquitectónicas en el sentido estricto del término. Por tanto, los grandes monumentos se erigen como diques que oponen la lógica de la majestad y de la autoridad a todos los elementos confusos: bajo las formas de las Catedrales y de los Palacios, la Iglesia o El estado se dirigen e imponen en silencio a las multitudes.”


La moral de la arquitectura, de la que pesa, es la de las buenas costumbres: la del palacio y la muralla, el cuartel y la cárcel, el hospital y el manicomio —esos edificios de los que Foucault intentó una arqueología que es, finalmente, una genealogía de la moral. Por eso la plaza o la calle, a veces, al estar abiertas, al tener una arquitectura menos pesada —estética y moralmente— permiten lo que el Palacio, con sus puertas cerradas, impide. Y por eso, ante la revuelta, la policía o el ejército hace las veces de murallas: impone una estructura ausente de límites y fronteras, de espacios cerrados y vetados: encapsulan. Y por eso en la revuelta se toma la Bastilla y se quema el Palacio. Aunque una protesta más festiva y carnavalesca, como la de los Yippies, con puercos postulados a la presidencia, por ejemplo, también puede disolver, aunque sea momentáneamente, la pesada arquitectura del Estado. A veces.

22.8.16

cine: arquitectura y ritmo

Si hoy me preguntan qué es lo más importante en una película documental, que lo hace a uno ver y sentir, creo que diría que dos cosas. La primera es el esqueleto, la construcción, en breve: la arquitectura. La arquitectura debe tener una forma exacta, pues el montaje sólo tendrá sentido y producirá efecto si está casado de algún modo al principio de su arquitectura. La segunda es el sentido del ritmo.
Arquitectura —o estructura— y ritmo: las dos bases de un buen documental según lo que le dijo Leni Riefenstahl en 1965 a Michel Delahaye publicada en los Catires du cinéma en septiembre de 1965. Hélène Bertha Amelie Riefenstahl nació el 22 de agosto de 1903 en Berlín. En la adolescencia se interesó por la natación y otros deportes, el teatro y, sobre todo, la danza. Aunque su padre se oponía a que estudiara danza, le permitió tomar clases en las tardes, al salir de trabajar como secretaria en su propia compañía. Convencido finalmente con los avances de su hija, en 1921 le permitió dedicarse por completo a la danza. A los 21 años se mudó a vivir sola en Berlín y empezó a tener cierto éxito como bailarina. Atraída por el cine, Leni buscó una cita con Arnold Franck, un geólogo convertido en director de cine. Tras oírla hablar en un café, Franck le ofreció a Riefenstahl su primer papel en el cine, como protagonista de Der heilige Berg: la montaña sagrada, donde protagonizó a una bailarina de ballet tan apasionada por la danza como por el alpinismo. Leni Riefenstahl protagonizó otras cuatro películas hasta que en 1932 decidió escribir, producir y actuar una película que también dirigió y editó: Das blaue Licht. La película tuvo un recibimiento dividido de parte de la crítica, pero algunas escenas le parecieron encantadoras a un espectador en particular: Adolf Hitler.

 El triunfo de la voluntad, el documental sobre el congreso del partido Nazi en Nuremberg en 1934, es considerado, junto con Olympia —la película que Hitler le encargó filmar a Riefenstahl de los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín—, una de las más notables —si no la más— obras de propaganda en el cine. El espacio en el que se filmó, El triunfo de la voluntad, fue diseñado por el arquitecto de Hitler, Albert Speer, teniendo en cuenta las necesidades de Riefenstahl para filmar su documental. Arquitectura y ritmo. Aquí coinciden la arquitectura fílmica, que para Riefenstahl era una metáfora de la estructura misma del documental, y la arquitectura real diseñada por Speer, que no era sólo la materia que conformaba lo edificado sino la imagen que proyectaba. Y el ritmo, que para Riefenstahl supone las secuencias de encuadres organizadas en la edición, se complementa en las coreografías de los desfiles orquestados por Speer. En su biografía de Leni Riefensthal, Jürgen Trimborn señala la coincidencia entre el arquitecto y la cineasta:
En Riefenstahl y Speer, Hitler encontró dos personas que iniciaban sus carreras y a los que podía dar forma como quisiera y utilizar para su propia fama creando un perfil para su régimen. Albert Speer, quien construyó los escenarios para los encuentros masivos de Hitler y Leni Riefenstahl, quien capturó estos eventos hipnóticos en película, se cruzaron con Hitler casi al mismo tiempo —Riefesntahl unos meses antes de que tomara el poder, Speer unos meses después. En muy poco tiempo, el dictador en asenso logró ganarse a los dos artistas para su causa. Fue capaz de ofrecer al joven arquitecto y a la ambiciosa directora oportunidades que difícilmente hubieran soñado poco antes.
Curiosamente —o no tanto— ambos, la directora y el arquitecto, argumentaron al fin de la guerra que no tuvieron ni interés ni participación en las políticas de Hitler. Como si haber sido piezas claves en la construcción de la imagen del régimen y el uso de sus obras como propaganda fuera una perversión ajena a su arte y no una parte constitutiva del mismo. Pese a haber sido el Ministro de Armamento de Hitler, en los juicios de Núremberg Speer no fue sentenciado a muerte, sólo a 20 años de prisión. Riefenstahl, por su parte, estuvo algún tiempo en arresto domiciliario pero jamás fue condenada. Siguió trabajando como fotógrafa y murió, poco después de haber cumplido 101 años, el 8 de septiembre de 2003.

21.8.16

berenice alexandra kaiser



El 28 y el 31 de julio y el 20 de agosto de 1980, Ruth Bowman entrevistó a Ray Kaiser. Su verdadero nombre era Berenice Alexandra Kaiser. Nació el 15 de diciembre de 1912 en Sacramento, California. Estudió en Nueva York y por un momento quiso hacer la carrera de ingeniería, pero luego estudió con Hans Hofmann, pintor y maestro nacido en Alemania y que emigró a los Estados Unidos en 1932. En 1940, Ray llegó a Cranbrook, la escuela de arte, diseño y arquitectura fundada y dirigida por Eliel Saarinen y donde su hijo, Eero, recién salido de Yale, también enseñaba junto con su buen amigo Charles Eames. Nacido el 17 de junio de 1907 en San Luis, Misuri, donde estudió por unos años arquitectura, sin graduarse, Eames abrió su propia oficina de arquitectura en 1930. En 1938, a invitación de Eliel Saarinen, se mudó a Michigan con su esposa y su hija para seguir con sus estudios de arquitectura en Cranbrook, donde después sería profesor. En 1941 Charles Eames se divorció y se casó con Ray. Los Eames, se mudaron a Los Angeles, donde Charles consiguió trabajo como director de arte en los estudios MGM. Vivían en uno de los apartamentos Strathmore que Richard Neutra había construido en 1937. En Los Angeles empezaron una notable carrera como arquitectos, diseñadores de mobiliario y textiles, productores y directores de cine, entre otras cosas.

Esther McCoy dijo que Ray Eames “tenía una de esas mentes que se deleitan en los hechos y una sensibilidad que puede transformar los hechos en arte.” También subrayó su talante coleccionista, que compartía con Charles. En la entrevista, Bowman le dice a Ray que coleccionaban —ella y Charles— conchas, cosas vivas del mar y otros objetos. “Sí, responde Ray, casi todo lo que coleccionamos fue porque era un ejemplo de alguna faceta del diseño y la forma. Nunca coleccionamos nada sólo por hacerlo, sino porque había algo inherente a la pieza que hacía parecer una buena idea. Pensábamos que eran ejemplos de algo.” Cuando Bowman vuelve a decir, más adelante en la entrevista, que todo eso que coleccionaban no era realmente por una obsesión de hacerlo sino parte de lo que hacían, Ray responde que casi todo era ejemplo de algo: como su colección de muñecos kachina —figuras hechas por los Hopi del norte de Arizona y que representan los espíritus de dioses y elementos naturales o animales. Cuando ves esos objetos hermosos —dice Ray—especialmente los más antiguos, donde se seguían muy de cerca ciertas reglas para fabricarlos, “se convierten en maravillosos ejemplos de reflexión al mismo tiempo que puntos de vista de su religión, sin ser objetos sagrados.” 

Esa manera de ver las cosas, casi una etnografía artística, era parte de la formación de Ray que, según Joseph Giovannini, sumó a la de Charles, en principio más clásica. Giovannini dice que Eames siempre se pensó como arquitecto, con una mente más enfocada en la estructura, mientras que Ray se interesaba más por la dimensión espacial:
La mayoría de los comentaristas —dice Giovannini— dice que el talento de Ray era desarrollar formas, figuras y el color, pero es una valoración incompleta porque no reconoce su maestría en algo más fundamental: el espacio. Si Eames absorbió la estructura como la gran lección del modernismo, Kaiser sumó a la colaboración otro de sus cimientos: entender que el arte abstracto es espacial. En un recibo sin fecha que se encontró entre sus papeles, Ray escribió: «Arte abstracto, basado en la expresión pictórica espacial. No en la representación.»

El mismo Giovannini cita a james Demetrios, su nieto, diciendo que Charles veía todo como una extensión de la arquitectura y Ray lo veía todo como una extensión de la pintura —sin olvidar aquella nota: la pintura, moderna al menos, es ya espacio. Donde Charles buscaba estructuras, agrega, Ray producía espacios. En la entrevista con Bowman, Ray habla del interés que tuvo al estudiar, también, danza y teatro: “nunca pensé en realmente actuar, me interesaba para ganar conocimiento sobre el movimiento y el cuerpo en el espacio, que está relacionado con la pintura, que está relacionado con la música y la arquitectura. Todo eso era una preparación, creo, para mi trabajo posterior en términos de diseño arquitectónico. Todo me parecía relacionado.”


Charles Eames murió el 21 de agosto de 1978; Ray murió diez años después, el 21 de agosto de 1988.

20.8.16

dos saarinen

El 20 de agosto de 1873 nació en Rantasalmi, Finlandia, Eliel Saarinen. El día que cumplió 37 años, el 20 de agosto de 1910, nació su hijo Eero. Elie estudió en la Universidad Técnica de Helsinki. Se asoció con Herman Geselius y Armas Lindgren y diseñó varios edificios, objetos y planes urbanos. En 1922 participó en el concurso para la torre del Chicago Tribune, en Chicago, ganando el segundo lugar. Un año después emigró a los Estados Unidos. Ahí, en 1928, George Booth le encargó diseñar el campus de las escuelas de Cranbrook, en Michigan. Para esos edificios Eliel Saarinen empleó el mismo estilo romántico de su obra finlandesa. Unos años después, en 1932, diseñó el edificio de la Escuela de Arte de Cranbrook, de la que también fue director. Con una ideología y forma de enseñanza que se encontraba a medio camino entre el Arts and Crafts y la Bauhaus —teniendo en cuenta que el camino entre ambos movimientos realmente no era tan largo—, Cranbrook rápidamente fue reconocida como una de las mejores escuelas de arte, diseño y arquitectura en los Estados Unidos. Entre sus más famosos alumnos estuvieron Ray Kaiser y su futuro esposo, Charles Eames.

Entre los alumnos de Cranbrook también estaba su propio hijo, Eero, amigo y más tarde socio de Eames, aunque su carrera de arquitecto la estudio en Yale. En 1954 Eero Saarinen se casó con Aline Bernstein, editora de Art New a mediados de los años 40 y luego, desde finales de esa misma década y hasta 1953, crítica de la New York Times Magazine. El 23 de abril de 1953, Aline B. entonces Louchheimpor el apellido de su primer esposo— publicó en el New York Times un artículo titulado Now Saarinen the Son:
Primero, el padre, luego el hijo. El arquitecto Eliel Saarinen murió en 1950 —el primero de julio— a los 76 años de edad, tan reconocido que su nativa Finlandia le ofreció un funeral de Estado y su muerte se lamentó internacionalmente. Eero Saarinen, que hoy tiene 42 años, es el más conocido y respetado arquitecto de su generación.

Alexandra Lange dice que, entre Aline y Eero, el amor y la arquitectura se mezclaron desde el primer momento, más aun: la admiración de ella por él empezó por su arquitectura. Pero la carrera de Saarinen fue corta: murió el primero de septiembre de 1961, a los 51 años. Peter Papademetriou confirma lo que escribió de Saarinen hijo su futura esposa: que en los años 50 era el más interesante arquitecto de los Estados Unidos. Sin embargo, aunque no vivió para recibir esas críticas, en los años 60 y 70, su obra sería —según un apunte de Reyner Banham citado por Papademetriou— ilustración de “prácticamente todo lo que parece estar mal en la arquitectura de los Estados Unidos. Su posición —sigue Banham— plantea algunas interesantes cuestiones sobre la posición correcta de un arquitecto en una sociedad que tiene el tipo de clientes que tenemos.” Para Robert Venturi, que trabajó en la oficina de Saarinen un año y medio tras salir de la escuela, el modernismo de éste era de un eclecticismo estilístico, lo que explica el expresionismo de sus últimas obras, como la terminal de la TWA en Nueva York. Contradicción y complejidad en la arquitectura, pues, quizás derivada de ciertas condiciones de la profesión, tal como las explicó Aline B. Louchheim en un artículo titulado Blueprint of a Working Architect:

De todas las profesiones, la arquitectura es la más híbrida. De todas las relaciones entre un profesionista y su cliente, la del arquitecto es la más complicada. Debe ser vendedor, negociante, valuador de bienes raíces, supervisor, experto legal, ingeniero, constructor, planificador, coordinador, inspector, diseñador. En varios momentos debe volverse un vidente, un amigo, un sociólogo, un sicólogo, incluso un juez de lo familiar. Su trabajo es la tarea delicada de distinguir entre lo que sus clientes quieren y lo que creen que quieren.

19.8.16

el libro y el edificio

Mi inclinación natural me llevó, desde mi infancia, al estudio de la arquitectura, y decidí aplicarme a eso. Como mi opinión era que los antiguos romanos sobresalieron por mucho a todo lo que les siguió, en muchos asuntos pero en espacial en la construcción, tomé a Vitruvio como maestro y como guía, siendo el único autor que nos queda sobre ese tema. Entonces, me puse a investigar y examinar las ruinas de estructuras antiguas que, a pesar del tiempo y de las rudas manos de los bárbaros, aun permanecen y encontrar que merecen una observación mucho más diligente de lo que pensé a primera vista, y empecé con la mayor precisión a medir la más pequeña parte de ellos, y de hecho, me volví tan escrupuloso en su examen que (sin descubrir nada que fuera ejecutado sin justa razón y la más fina proporción), no una sino varias veces, emprendí jornadas a varias partes de Italia e incluso fuera, si era posible, para comprender, a partir de los fragmentos, cómo el conjunto debe haber sido y hacer dibujos acordes con eso.
Ese es el Prefacio al lector de los Cuatro Libros de la Arquitectura de Andrea Palladio. Andrea di Pietro della Góndola, nació en Padua el 30 de noviembre de 1508 y murió el 19 de agosto de 1580 en Maser, una pequeña ciudad del Veneto. “Uno de los arquitectos más entendidos que Italia haya producido —dice una traducción de sus Libros publicada en Londres en 1715—, fue hijo de padres de baja extracción.” Su padre era molinero, pero de niño Palladio entró como aprendiz al taller de n cantero, Bartolomeo Cavazza da Sossano. Luego entró al servicio de Gian Giorgio Trissino, diplomático y humanista de una familia de patricios de Vicenza y quien introdujo al joven cantero en el estudio de Vitruvio.

La diferencia entre el libro y el edificio es análoga a la que se da entre el mapa y el territorio. Para la arquitectura, el Renacimiento fue al mismo tiempo un encuentro y un desencuentro. Un encuentro con la tradición clásica más romana que griega, construida en textos y piedras o, más bien, un texto y muchas piedras. Y fue un desencuentro entre ese texto, los Diez libros de la arquitectura de Vitruvio, y las ruinas de estructuras antiguas que, a pesar del tiempo y de las rudas manos de los bárbaros, aun permanecían. El espacio abierto entre la tradición construida  con letras y los edificios que, muchas veces, la contradecían, fue el que aprovecharon muchos arquitectos del Renacimiento, como Palladio, para insertar sus propias interpretaciones. La interpretación del libro requería de una erudición propia de filólogos, como Daniel Barbaro, el primer traductor al italiano de Vitruvio, en 1556, y que fue también mecenas de Palladio, quien, además de la famosa villa que les diseñó a él y a su hermano, Marcantonio, hizo los dibujos de la nueva edición del Vitruvio que preparó Barbaro. La interpretación de las piedras requería, además de cierto conocimiento del libro, la paciencia del arqueólogo, la capacidad de observación del anatomista y la astucia del detective —o del aficionado a los rompecabezas— para comprender, a partir de los fragmentos, cómo el conjunto debe haber sido.
Pero en el texto de Palladio hay, también, otra idea de la relación entre el edificio y el libro, en cierto sentido recíproca o inversa: si la interpretación del libro se pone a prueba en el paciente análisis del edificio o sus retos, otro libro puede construirse a partir de lo aprendido al dibujar nuevos edificios.

Considerando cuán diferente era el modo de construir que se usa comúnmente de las observaciones que hice de dichos edificios —agrega Palladio—, y de lo que había leído en Vitruvio o en Leon Baptistta Alberti y otros excelentes escritores desde la época de Vitruvio, y a partir de los edificios de mi propia ejecución, que me ganaron reputación y dieron no pocas satisfacciones a quienes me emplearon, pensé una tarea de un hombre que se considera no haber nacido para sí mismo sino para el bien de los otros: publicar al mundo los diseños de aquellos edificios.


Palladio se sabía apreciado por su arte, pero no buscaba al publicar su obra más gloria sino para el bien común. Probablemente haya sido la influencia de Barbaro que, en su interpretación de Vitruvio, traducía fabrica y raciocinio —las dos caras de la producción arquitectónica que, después, se traducirían equívocamente como practica y teoría— como conocimiento particular y conocimiento general, y asumía, a partir del romano, que el trabajo del arquitecto era producir, a partir de un conocimiento genérico, otro específico para luego, de vuelta regresar ese conocimiento específico a un campo más general. Del libro al edificio y de vuelta al libro: un círculo virtuoso si era guiado por una idea ética fundamental: buscar el bien común.

18.8.16

arquitectura pública

El viernes 9 de febrero de 1945, Nikolaus Pevsner dio su primera charla sobre arquitectura en por radio. Lo siguió haciendo por 32 años y es el crítico de arte que más intervenciones ha tenido en la BBC. Pevsner nació en Leipzig el 30 de enero de 1902. Estudió historia del arte en la universidad de su ciudad natal y luego en Munich, Berlin y Frankfurt. Su primer interés fue el Barroco y luego las artes aplicadas y el diseño. De familia ruso-judía, tras la llegada de los Nazis al poder se exilió a Inglaterra. En Inglaterra publicó su clásico libro Pioneros del Movimiento Moderno: de William Morris a Walter Gropius. Fue colaborador asiduo y por un tiempo editor de la Architectural Review. Su visión de la arquitectura se ha reducido muchas veces a una frase célebre: un cobertizo para bicicletas es un edificio, la Catedral de Lincoln es arquitectura.

La primera plática de Pevsner en la BBC fue sobre Wright y Le Corbusier. En esa época, Wright tenía 75 años y Le Corbusier 57. “Wright empezó a sacudir a los Estados Unidos —dice Pevsner— hace casi 50 años, los choques de Le Corbusier con los incultos de Europa se dieron tras la pasada guerra.” Pevsner cuenta sus distinto origen y formación, pero afirma que ambos son poetas y ambos creen en nuestra época. Pevsner afirmó que el idioma de la arquitectura de su época —aun la nuestra— fue creado por Wright y enriquecido por Le Corbusier. Uno, Wright, odia las ciudades, el otro las acepta con entusiasmo y las rediseña.

El 23 de diciembre de 1948, la charla de Pevsner, de 15 minutos como era lo usual, fue sobre Edificios públicos:
¿Por qué un pub es un pub? Bueno, no se trata de un examen, por supuesto saben la respuesta. «Pub» acorta «public house.» Ahora, esta mañana debo hablarles de edificios públicos. ¿Cuál es la diferencia entre una public house y un edificio público?
Pevsner explica que un pub tiene algo del sentimiento agradable y acogedor de una casa privada, eso es lo que los hace exitosos, y se pregunta si lo mismo pasa con un edificio público. Sí y no, responde. Los edificios públicos son de muchos tipos: un cine, una iglesia, un centro cívico. El último caso, dice Pevsner, es un lugar al que sólo se va para pagar impuestos, casi un edificio de oficinas, pero también puede tener un gran salón para asambleas y tal vez —“espero,” agrega— para conciertos. “Es la representación visible de toda la comunidad que vive al rededor de ese edificio y, por supuesto, también sirve a toda esa comunidad.” Pevsner sigue criticando la tendencia a hacer que los edificios públicos “se vean como si se hubieran diseñado hace siglos, en una era sin teléfonos ni comunicación inalámbrica, sin autobuses ni concejos de Estado,” sin aprovechar nuevos materiales y técnicas constructivas. “Seguramente es posible mostrar orgullo cívico y tener una mentalidad progresiva,” dice.


Hoy, de lo dicho hace casi setenta años por Pevsner, seguramente no pensaríamos que la etica en el diseño de un edificio público sea sólo una estética —entendida como el mero aspecto o estilo del edificio. No pensamos que lo que hizo a Wright o a Le Corbusier hombres de su época sea sólo cierta idea espacial o la preferencia por algún material sino, también, su compromiso con ciertas ideas sociales y políticas y el rechazo de otras, incluso si eso no se manifestó de manera explícita. Pensamos que Broadacre City o La Ville Radieuse manifiestan una concepción de la sociedad. Pero podríamos estar de acuerdo con Pevsner en que se puede mostrar orgullo y tener una mentalidad progresiva cuando la arquitectura, además de ser representación visible de la comunidad, le sirve a toda la comunidad. 

Pevsner murió el 18 de agosto de 1983.

17.8.16

muro y cortina


Koolhaas cuenta la historia de la abuela de una amiga de su madre, una mujer rica, muy rica, que quería una casa y buscaba un arquitecto que se la diseñara. Probó con varios. Uno de ellos fue el joven Mies. En el catálogo de la exposición que le organizo Philip Johnson a Mies en 1947, dice Koolhaas, hay una foto de la casa Kröller o, más bien, de la maqueta a escala real de la casa, construida con madera y lienzos de tela tensada. Koolhaas también cuenta que cuando habló de ese proyecto con Johnson en 1992, éste negó la historia del modelo a escala real para la señora rica. Nunca pasó: lo inventó Johnson —le confesó a Kooolhaas. ¿Pero si él conocía la historia desde antes, contada por la amiga de su madre, nieta de la señora rica, muy rica, que encargó la casa?

En su libro sobre Mies van der Rohe, Jean-Louis Cohen dice que en 1911 Peter Behrens recibió el encargo de diseñar una casa para Anthony George Kröller y su esposa, Héléne Múller. Querían un lugar donde pudieran alojar su gran colección de pintura. Mies, que trabajaba entonces en la oficina de Behrens, estuvo a cargo del proyecto, del que se construyó un modelo, escala uno a uno, de madera y lienzos de tela tensada, en el sitio mismo. Los Kröller-Müller querían estar seguros de lo que harían. Y no lo estaban. Le encargaron otra propuesta al joven arquitecto —eso fue lo que propició que dejara la oficina de Behrens— que también se construyó del mismo modo. Cohen también menciona el catálogo de la exposición del MoMA de 1947, donde aparece la foto de esa maqueta, el único trabajo temprano que Mies aceptó mostrar aquella vez.

En su biografía de Mies, Franz Schulze dice que en 1907 la señora Kröller-Müller conoció al crítico de arte Hendricus Petrus Bremmer, quien se volvió su consejero. En 1901 ella y su hija viajaron a Florencia. Impresionada con el papel que los Medici habían jugado como mecenas y coleccionistas, decidió construir una casa para su ya importante colección. Le encargó la casa a Behrens y Mies estuvo a cargo del proyecto y de construir la maqueta. Cuenta que Mies, que entonces tenía 26 años, causó muy buena impresión en los Kröller-Müller, especialmente en Héléne. Cuando recibió el encargo de la casa dejó, obviamente, la oficina de Behrens y trabajó sólo en ese proyecto todo el verano de 1912. Además de la foto de la maqueta a escala real, hay fotos de una maqueta de yeso. El edificio de Mies, pesado y de espíritu clásico, retomaba muchos elementos del proyecto de su ex-jefe. Shulze dice que no se conocen planos de la época, sólo los que Mies dibujó de memoria, veinte años después, cuando era profesor en la Bauhaus. 

En su libro sobre Mies, Detlef Mertins dice que el proyecto que presentó el joven arquitecto sí seguía a Behrens en cuanto a la disposición de los volúmenes pero cambiaba la elección del sitio para construirlos dentro del terreno y, en planta, favorecía una disposición más libre del espacio, con influencia tanto de Schinkel como de Wright. Aunque la señora Köller-Müller se inclinaba por el proyecto de Mies, Bremmer, su consejero, lo descartó. Al final ni el proyecto de Behrens ni el de su joven ayudante se realizaron. Heléne siguió encargando proyectos a otros conocidos arquitectos, como Berlage y van de Velde, que tampoco se construyeron. En su texto, titulado La casa que hizo a Mies, Koolhaas escribió:
De pronto lo ví (a Mies) adentro del colosal volumen, una tienda cúbica mucho más ligera y sugerente que la sombría arquitectura clásica que quería materializar. Supuse —casi con envidia— que esa extraña “recreación” de una casa futura lo había cambiado radicalmente: ¿su blancura y ligereza fueron una abrumadora revelación de todo eso en lo que todavía no creía? ¿Una epifanía de la antimateria? ¿Era esta catedral de tela un agudo adelanto de otra arquitectura?
Diecisiete años después de aquél modelo, Mies construía el Pabellón Alemán en Barcelona, colaborando con Lilly Reich que le había hecho descubrir otras posibilidades de las telas. Tras exiliarse a los Estados Unidos, cuarenta años después de aquél modelo escala uno a uno, terminaría la casa de Edith Farnsworth, una caja flotante que no es de vidrio sólo sino, también, una caja de tela. El muro cortina, en los espacios que diseñó con Lily Reich, en el Pabellón de Barcelona, en la Farnsworth o en Lake Shore Drive, era eso: un muro, de vidrio, y una cortina.


Mes y medio después de Gropius, Mies murió en el Hospital Wesley Memorial de Chicago el 17 de agosto de 1969.