31.1.17

¿de qué se trata la arquitectura?


Si te vas a Nueva York a estudiar música, vas a terminar como tu tío Henry, pasando el resto de tu vida viajando de ciudad en ciudad y viviendo en hoteles. Eso le dijo Ida Glass a su hijo, Philip, según cuenta éste en su recién publicado libro de memorias Words Without Music. Glass se fue a Nueva York y estudió música. Glass nació en Baltimore, Maryland, el 31 de enero de 1937. Fue el más chico de tres hermanos. Su padre, Ben, tenía una tienda de discos, General Radio, y los discos que no se vendían pasaron a formar parte de la colección de Philip. De niño, mientras sus hermanos estudiaban piano el aprendió a tocar la flauta. A los 15 años entró a estudiar matemáticas y filosofía a la Universidad de Chicago. Para empezar —dice en sus memorias—, “Chicago tenía mucho más de la sensación de una gran ciudad que Baltimore. Había arquitectura moderna —no sólo Frank Lloyd Wright sino los edificios catalogados de Louis Sullivan que eran un poco más viejos. Y tenía una orquesta de primera clase.” En la universidad había profesores como Saul Bellow, Hannah Arendt o Mircea Eliade, aunque las artes plásticas y la música no estaban tan bien representadas, pero en cambio, en la ciudad tocaban músicos como Charlie Parker —“el J.S.Bach del bebop,” dice Glass—, John Coltrane o Thelonious Monk. En Chicago Glass empezó a componer: “mi razón era muy simple, me había empezado a preguntar ¿de dónde viene la música?, y no podía encontrar la respuesta en los libros.” El viernes 10 de febrero del 2012, Glass dio una plática dentro de la serie Diseño y música en la Graduate School of Design de Harvard. En su blog, Lian Chikako Chang transcribió parte de lo que dijo Glass. Repitió que empezó a componer intentando responder de dónde viene la música y que jamás lo había logrado saber, hasta que se dio cuenta que la pregunta era equivocada, que “la cuestión es el significado.” La música, dijo, es un lugar.

Después de Chicago y tras un verano en París, Glass fue a estudiar a Julliard, en Nueva York y luego, con una beca, regresó en 1964 por dos años más a París. Ahí conoció y se hizo amigo de Richard Serra, quien también viajaba con una beca. “Recuerdo haber pasado muchas tardes con él en una terraza de un gran café de Montparnasse —dice Glass. El rumor era que tanto Giacometti como Beckett lo frecuentaban.” Serra quería ver a Giacometti, Glass a Becket —“no vimos a ninguno,” agrega. Cuando regresó a Nueva York, empezó a trabajar con un camión de mudanzas, negocio que le heredó Serra, de quien después sería asistente, primero en sus horas libres y luego de tiempo completo. Glass cuenta que una tarde le dijo a Serra:
Sabes, Richard, me gustaría poder dibujar. Ni siquiera puedo dibujar un árbol.Yo te puedo ayudar con eso.¿En serio? ¿Cómo? Te enseñaré a ver y entonces podrás dibujar. Me sorprendió completamente su sugerencia. De inmediato pensé: dibujar es acerca de ver, bailar es sobre moverse, escribir (narrativa y especialmente poesía) es acerca de hablar, y la música es acerca de escuchar. Me di cuenta que el entrenamiento musical consiste totalmente en aprender a escuchar: ir más allá del modo cotidiano de escuchar. 
Serra nunca le dio las lecciones para ver, pero Glass dice que trabajando con él entendió que “había dos elementos que debían estar juntos: los materiales y el proceso.” En su plática en Harvard, Glass responde a una pregunta de Mohsen Mostafavi sobre la relación entre espacio y tiempo, de un lado, y forma y contenido, del otro. Del espacio, Glass dice que piensa que es algo preexistente, inmutable y sólido, mientras que el tiempo se despliega, es plástico y fluido. La arquitectura empieza con el principio —el espacio, lo que, en términos de Glass, ya está ahí— mientras que “la música empieza después del principio” —con el tiempo, lo que se despliega y pasa. Lo que era material y proceso con la escultura de Serra, para Glass en música se convierte —también gracias a la sugerencia de Serra de que dibujar es, en principio, ver— en escuchar y escribir: “el primer problema de la música es escuchar y el otro es escribir lo que escuchas. No se cuál es más difícil,” dice Glass. Y ahí entra el problema de la voz o el estilo, que Glass define como “un caso especial de una técnica general.”

Al final de su conferencia, cuando alguien del público le pregunta qué edificio le gusta más, Glass  menciona “monumentos muy antiguos,” la obra de Le Corbusier en Chandigarh o de Sullivan en Chicago y agrega: “en Nueva York, donde vivo, encuentro muchos edificios bellos por todas partes. Pero veo en estos edificios la misma calidad de espíritu que encuentro en la gente; me parece que han adquirido un nivel extra de humanidad que puede ser mayor que el de la gente que los construyó.”

30.1.17

el rojo de la bauhaus


El 30 de enero de 1933, Paul von Hindenburg, presidente de Alemania, nombró canciller a Hitler. Un mes después, el 27 de febrero, el incendio del Reichstag le sirvió a Hitler de pretexto para suspender gran parte de las libertades civiles y, así, afianzar el control Nazi de Alemania. También unas semanas después de haber sido nombrado canciller, la policía entró en las instalaciones de la Bauhaus, que desde finales de 1932 se había instalado en Berlín a cargo de su tercer y último director, Mies van der Rohe. La policía arrestó a 32 estudiantes y Mies se vio obligado a disolver la escuela en el mes de abril.

Tres años antes, también el 30 de enero, los nazis habían declarado a la Bauhaus como parte de los “cuadros rojos.” El director de la escuela en ese momento, Hannes Meyer, sin duda era rojo. Nacido en Basilea, Suiza, el 18 de noviembre de 1889, estudió y trabajó en Alemania antes de regresar a Zurich, donde fue parte del grupo ABC Beiträge zum Bauen, junto con Hans Schmidt, Paul Artaria, Mart Stam y El Lissitzky. Se trataba de “una revista marxista dedicada a la idea del colectivismo,” según escribió Éva Forgács en Between the Town and the Gown: On Hannes Meyer’s Dismissal from the Bauhaus. Meyer llegó a la Bauhaus a finales de los años 20 y cuando Gropius dejó la dirección en 1928 él se hizo cargo. Ya para 1930, Forgács dice que Meyer peleaba una guerra en tres frentes: “al interior de la Bauhaus, donde los pintores, encabezados por Kandinsky y Albers, pensaban que era tiempo de deshacerse de los principios técnicos y las prácticas comerciales que Meyer había introducido a la fuerza; ante el ayuntamiento, donde el alcalde Fritz Hesse buscaba reelegirse —y no compartía la visión de Meyer—; y con la sociedad misma y los líderes de Dessau, quienes habían virado a la derecha política y odiaban a la Bauhaus a la que apodaban el acuario.” En agosto de 1930 Hesse destituyó a Meyer como director de la Bauhaus. Aunque hay quien dice que Meyer no pensaba que su posición política fuera más radical que la de algunos de sus colegas.

En 1926 publicó su manifiesto El nuevo mundo, en el que tras hablar de los automóviles, los aviones, el radio o el fonógrafo, del sicoanálisis y la relatividad, de la manera como la moda borraba las diferencias entre la ropa tradicional de cada nación y las mujeres llegaban a tener los mismos derechos que los hombres, de cómo nuestras casas eran más móviles que nunca y se minaba la idea de lugar de pertenencia o patria: nos hemos vuelto cosmopolitas, decía. Meyer agregaba:
Cada época demanda su propia forma. Nuestra misión es darle a nuestro nuevo mundo una nueva forma con los medios actuales. Pero nuestro conocimiento del pasado es una carga que nos pesa demasiado y, de manera inherente a nuestra educación avanzada, existen impedimentos que trágicamente cierran nuevos caminos.
La idea no era tal vez demasiado diferente a las de otros arquitectos de aquellos años, pero la manera de plantear posibles salidas tenía un componente particular: la idea de lo colectivo. No hay arte, sino composición cuyo propósito es la función, decía, y afirmaba que construir era un proceso técnico no estético. Como Le Corbusier, Meyer elogia la estandarización, pero la entiende como “un índice de nuestro sistema productivo comunitario.”

Tras dejar la Bauhaus, Meyer viajó a la Unión Soviética, “a trabajar con gente que está forjando una auténtica cultura revolucionaria,” dijo en una entrevista para Pravda, justo en 1930. Seis años después dejó Moscú hacia Ginebra y en 1939 emigró a México, donde vivió durante 10 años. En 1943 se publicó en inglés un texto de Meyer firmado el 15 de noviembre de 1942 en su casa de la ciudad de México —Villalongín 46, 8— y titulado El arquitecto soviético. El arquitecto, dice Meyer, “siempre ha estado ligado íntimamente con su entorno social. Es uno de los instrumentos humanos que le sirven al poder reinante para fortalecer su posición. La arquitectura, además de su utilidad directa, siempre ha servido para mantener al poder.” El arquitecto, afirma más adelante, es siempre necesariamente un colaborador. La arquitectura, sigue Meyer, no es un arte autónomo, “como ciertas prima donnas de la mesa de dibujo quisieran que creyéramos,” sino que depende de las condiciones específicas, sociales, económicas y políticas, de su tiempo.


Para Meyer, el arquitecto soviético es uno que trabaja para la colectividad, uno más entre los trabajadores, pero que entiende que la arquitectura no es una mera técnica —y ahí hay tal vez un cambio con el Meyer de los años 20. También cuando, contra aquella idea de ser cada vez más cosmopolitas, califica al arquitecto soviético como el intérprete de la cultura nacional, el folclor regional y las formas locales de construir, debiendo ser capaz de “desarrollarlas sin imitarlas.” Las masas, dice, “exigen de sus arquitectos un profundo respeto de su herencia histórica.” Adiós a la idea de que el conocimiento del pasado era una carga demasiado pesada, aunque al final de su texto Meyer vuelve a apuntar, ahora a la mitad de la Segunda Guerra, que vivimos el colapso de un mundo viejo y el surgimiento de uno nuevo, en el que los arquitectos tienen la posibilidad de servir a un poder que estará en manos de una comunidad naciente. La pregunta final de su texto seguramente ha quedado sin respuesta: ¿los arquitectos de los países democráticos, estaremos listos para pasar las pirámides a las sociedades del futuro? ¿Qué pirámides estamos construyendo hoy y para quién?

29.1.17

como era, donde estaba


El primero de marzo del 2007 la Interpol arrestó en Cancún a Enrico Carella. En el 2001 Carella y su primo Massimiliano Marchetti habían sido condenados en Italia por haberle prendido fuego, intencionalmente, al teatro de La Fenice, en Venecia, el 29 de enero de 1996.

En 1792 se había inaugurado el primer teatro de La FeniceEl Fénix— que remplazó al de San Benedetto, destruido por un incendio en 1774. El arquitecto de La Fenice fue el veneciano Gianantonio Selva, nacido el 2 de septiembre de 1751 y murió el 22 de enero de 1819, 17 años antes de que su teatro también fuera destruido por el fuego. En menos de un año, los hermanos Meduna, Giovanni Battista, arquitecto, y Tommaso, ingeniero —diseñador del primer puente para el ferrocarril hasta Venecia. La Fenice fue uno de los más famosos teatros de ópera hasta que Carella y Marchetti, contratados para reparar sus instalaciones eléctricas. Preocupados por las multas a causa del retraso en su trabajo, decidieron terminar con el teatro en vez de con el encargo. Tras el incendio, Massimo Cacciari, entonces alcalde de Venecia, prometió que el teatro se reconstruiría com’era, dov’era —como era y donde estaba— y que sería inaugurado en diciembre de 1999. Hubo varias propuestas para reconstruir el teatro. Gianni Agnelli, l’Avvocato, que dirigía Fiat, empresa fundada por su abuelo Giovanni Agnelli, estaba interesado en hacerse cargo del proyecto. En 1983 Fiat había comprado el Palazzo Grassi, encargándole la renovación a la arquitecta Gae Aulenti, quien, entre otros proyectos, había sido responsable de la transformación del Museo d’Orsay —En el 2005 François Pinault compró el Palazzo Grassi y le pidió a Tadao Ando una nueva intervención. Aulenti, desde Milán, haría el proyecto junto con el veneciano Antonio, Tonci, Foscari Widmann Rezzonico quien, entre otros proyectos, se había encargado, tras comprarla en 1973, de restaurar una vieja propiedad de su familia: La Malcontenta, o Villa Foscari, proyectada en 1559 por Andrea Palladio para los hermanos Nicolò y Alvise Foscari. Pero el proyecto no quedó en manos de la Fiat ni a cargo de Aulenti y Foscari.

El 30 de mayo de 1997 debía decidirse qué empresa y con qué proyecto reconstruiría La Fenice. Ganó la propuesta de A.T.I. Holzmann con un proyecto de Aldo Rossi, quien murió poco después, el 4 de septiembre de 1997. En febrero de 1998 se suspendió la obra por disputas jurídicas y se reanudó unos meses después. La obra avanzó lentamente y no se cumplió con la inauguración prevista para 1999. El 27 de abril del 2001, con el uso de la fuerza pública, la constructora fue expulsada de la obra y otra se hizo cargo en octubre el mismo año. Por fin, el 14 de diciembre del 2003 el teatro es inaugurado.

Para la sala principal del teatro, Rossi optó por una reconstrucción exacta —reconstrucción filológica, dice en italiano el folleto que publicó La Fenice para la inauguración. De hecho, las distintas categorías de reconstrucción son interesantes: restauración conservativa y reconstrucción, para el vestíbulo —“un acto de amor hacia los fragmentos sobrevivientes,” dijo Rossi—, reconstrucción y realización de la nueva máquina escénica, que incluyó la modernización tecnológica del teatro, la restauración del ala norte y la reconstrucción filológica del auditorio: como era y donde estaba. Una recreación, reponiendo la decoración original y, sobre todo, los materiales, principalmente madera, buscando recuperar la famosa acústica de la sala. Mínimas modificaciones permitieron aumentar la capacidad de espectadores de 840 a mil.

Además de Carella y Marchetti, acusados directamente de provocar el incendio, se levantaron cargos por negligencia contra el gerente y el administrador del teatro y otras seis personas, incluyendo al alcalde Cacciari, como representante de los dueños del teatro: la misma ciudad. Excepto por los electricistas, ninguno más fue declarado culpable. Marchetti fue condenado a siete años de prisión y Carella a seis, pero escapó. Tras ser arrestado en Cancún fue extraditado y estuvo en la cárcel sólo 16 meses. Uno de sus compañeros de celda dijo que le contó que le habían ordenado incendiar el teatro a cambio de 150 millones de liras.


Aunque Rossi no vivió para ver la obra ni el resultado de su propuesta, hubo quien criticó la extrema fidelidad de la reconstrucción filológica en lo que, finalmente, era un edificio prácticamente nuevo. Mario Botta escribió: “reconstruir un teatro o un edificio como era y donde estaba es signo de una sociedad débil y frágil, que no sabe cómo hacerlo mejor. Cuando una comunidad tiene gran fuerza y valores que proponer, no se refugia en el pasado.” Botta califica al edificio como una falsificación y como una derrota para el arquitecto. Alessandro Baricco escribió que en Venecia “bien pudieron haber llamado a un arquitecto japonés y construir algo futurista en una isla artificial al centro de una laguna,” pero no, se trataba de La Fenice: el fénix: como era y donde estaba. Baricco termina su texto diciendo: es lo que queda de aquello que ya no somos.

28.1.17

los hechos : la junta tórica y el toro de falaris


El martes 28 de enero de 1986 el Transbordador Espacial Challenger despegó en su décima misión. Setenta y tres segundos después, explotó. Obviously a major malfunction, se oye decir desde el centro de control en Florida. El lanzamiento había sido pospuesto seis veces por cuestiones del clima en enero, aunque originalmente había sido planeado para julio de 1985. La explosión se debió a la falla de la junta tórica, en inglés O-ring, y que no es otra cosa que un empaque que sella, en este caso, dos compartimentos de los cohetes de combustible externos que utilizaba el transbordador espacial.

En su libro Visual Explanations, Edward Tufte, reconocido experto en diseño de información y visualización de datos, analiza cómo se tomaron la serie de decisiones que llevaron a que el Challenger despegara aun cuando no debió de ser así. Los riesgos catastróficos —literalmente calificados así— de una falla en las juntas de los cohetes de combustible eran conocidas desde los años setenta, cuando los transbordadores espaciales estaban en la etapa de diseño. Tufte dice que un día antes del lanzamiento, los ingenieros a cargo del diseño de los cohetes pensaban volver a posponerlo a causa de la temperatura. Tenían datos que confirmaban que, a bajas temperaturas, la resiliencia de la junta “declinaba exponencialmente.” Tufte escribe que la evidencia del riesgo se envió por fax NASA, presentada en 13 gráficas, y que oficiales de la agencia espacial les pidieron a los fabricantes de los cohetes reconsiderar su recomendación de no despegar —la primera en 12 años. Se decidió que la evidencia no era concluyente y se autorizó el lanzamiento. Tufte explica que si bien muchos de los datos que se tenían sobre las muy posibles fallas de los anillos a ciertas temperaturas no eran, tomados de manera aislada, concluyentes, al verse todos en conjunto era prácticamente imposible no prever el accidente —o, dicho de otro modo, que bajo ciertas condiciones la explosión no sería accidental sino todo lo contrario. Tufte analiza cómo se presentó esa información antes y después del accidente, cuando se formó una comisión encargada de estudiarlo. Estudia, por ejemplo, el efecto de presentar diagramas que detallaban el comportamiento de los cohetes y las juntas a diferentes temperaturas mediante proyecciones, donde la posibilidad de comparar se basa prácticamente en la capacidad del espectador de memorizar la serie de imágenes que ve una tras otra —el efecto power point que el mismo Tufte ha criticado. La falta de claridad y el orden equivocado en el modo de presentar la información también dificultan el poder establecer las relaciones causales entre distintos datos —hasta el punto, tal vez, de ocultarlas.

Tufte también cuenta la demostración que en una de las sesiones de la comisión investigadora realizó el físico Richard Feynman y que el mismo Feynman contó en la segunda parte de su libro What Do You Care What Other People Think? Antes de una de las reuniones en Washington, Feynman le dijo que necesitaba comprar ciertas herramientas, entre ellas, “la más pequeña prensa de carpintero que pudiera encontrar.” En la junta anterior, dice, hubo agua fía para todos; esta vez no. Le pide a uno de los encargados un vaso de agua con hielo. Empieza la reunión y su agua no llega. Mientras espera, un modelo hecho del material que sirvió para sellar el cohete se pasa entre los asistentes. El lo toma, saca la prensa de su bolsillo, y lo comprime con ella. Pero aun no tiene el vaso de agua. Cuando por fin lo consigue, pone la prensa y el pedazo de anillo en el agua helada y espera. En el momento que juzga oportuno pide la palabra, saca frente a todos la prensa y el pedazo de anillo, lo levanta en el aire, afloja la prensa y dice: “descubrí que cuando suelto la prensa el plástico no retoma su forma original; en otras palabras, por algunos segundos, este material en particular no tiene resiliencia a una temperatura de cero grados. Me parece que eso tiene cierta importancia para nuestro problema.” Como un abogado en un juicio, pudo haber dicho I rest my case. Tufte no pierde la oportunidad para criticar la claridad del famoso experimento de Feynman: no estuvo controlado, no hubo al menos dos casos para comparar si había variaciones en el resultado al cambiar la temperatura o la presión ejercida por la prensa. Por supuesto Feynman sabía que su demostración, más un gesto para llamar la atención sobre un problema que un experimento, no seguía con rigor las reglas del método científico —en su libro bromea sobre el hecho de que en la opinión pública pesara más que hubiera recibido el premio Nobel de física a los datos del reporte que presentó.


Michel Serres abre su libro Statues con la estación “28 de enero de 1986 a las 11 horas 39 y 74 segundos después.” Obviamente la explosión del Challenger. Habla de la atracción que ejerce el desastre y de su repetición, varias veces al día, en las pantallas de la televisión. A Serres le hace recordar al Toro de Falaris, tirano de Agrigento en el siglo sexto antes de nuestra era. Se trataba según la leyenda de una estatua de bronce, hueca, que se calentaba al rojo vivo mientras al interior morían calcinados los enemigos de Falaris. El cohete que estalla y la estatua para torturar a los enemigos: dos hechos —si el segundo es más que una leyenda— que parecen inconmensurables y, sin embargo, para Serres están “la multitud por la multitud, el fuego por el fuego, muertos y espectadores.” Y nos tranquiliza pensar que, entre el ídolo y el vehículo, dice, “la diferencia separa la aventura del rito y el accidente del crimen.”

27.1.17

las fuerzas convergentes del diseño


La tarde del sábado 12 de mayo de 1956, como parte de la 42ª Convención anual de la asociación   de escuelas de arquitectura colegiadas, tuvo lugar un panel de discusión titulado Fuerzas convergentes en el diseño. El primero en participar fue Abraham Kaplan, un filósofo pragmático nacido en Odessa pero que llegó con su familia a los Estados Unidos a los cinco años, en 1923. Kaplan propuso hablar de “dos o tres tendencias” que habían marcado la práctica de las artes en la primera mitad del siglo XX. La primera tendencia era lo que el llama externalización, y que opone a la idea del individualismo romántico: “lo que vemos al tratar algunos problemas de diseño, no es un canal para la expresión de una individualidad particular, ni para alguna originalidad o novedad o algo que resalte nuestra personalidad como distintamente individual en relación a otras.” Al contrario: lo que buscamos, dice, es algo que “tome cabalmente en cuenta al mundo que rodea al individuo, el mundo físico de un lado y el mundo social por el otro.” La segunda la llama objetificación: “el contenido de las artes y del diseño en particular, ya no puede concebirse como algo que puede abstraerse significativamente de los materiales físicos en los que se inserta.” Entre el material y la obra, lo que hay es cooperación y no puede pensarse en una inmaculada concepción de la forma, dice Kaplan: eso lo ha entendido el arte moderno. La última tendencia es la humanización, queriendo decir con eso que “los artistas hoy están mucho más conscientemente preocupados por la relación de la práctica de sus habilidades con las necesidades e intereses sociales.”

Después de Kaplan habló Edgardo Contini, ingeniero italiano que llegó en los años cuarenta a los Estados Unidos, donde trabajó primero con Albert Kahn en Detroit y luego con Victor Gruen en Los Angeles. “Soy un ingeniero que ha tenido por amigos casi invariablemente arquitectos y diseñadores,” dijo Contini para empezar. Limitándose al campo de la arquitectura y la planificación, Contini también habló de tres fuerzas. La primera, el sistema económico occidental, que hace que prácticamente cualquier diseño esté condicionado ya sea por la búsqueda de una ganancia financiera o por un presupuesto limitado. En ambos casos, la eficiencia manda. La segunda fuerza es, para Contini, la influencia de la comunicación “que es inmediata y total hoy en día.” Eso tiene dos consecuencias. Una buena: la fertilización cruzada entre culturas distintas y distantes, y otra no tanto: “la influencia local o regional no tiene tiempo de madurar.” La última tendencia es “una filosofía de una obsolescencia forzada que potencialmente afecta al diseño del futuro,” que para Contini deriva de la primera —la presión económica. La obsolescencia artificial, como la llamó, tiene un efecto “visible en todos los campos del diseño industrial en los que la producción para el uso y el desecho han sido desarrollados para ser parte de nuestros patrones de vida.” Kleenex en vez de pañuelos, dece. Lo que no es necesariamente malo, pero “crea un acercamiento y un sistema de valores completamente nuevo para los logros arquitectónicos.” 

Después del filósofo y el ingeniero vino el diseñador: Charles Eames —un diseñador que ha salido desde la arquitectura, dijo. Para él una fuerza convergente en el diseño “es una que actúa en el momento y tiene efecto en el futuro.” La primera fuerza que él menciona es “casi una necesidad universal: la atmósfera conductora de la creatividad.” Que según él no tiene nada que ver con la estética, sino “con la necesidad de lidiar con problemas de una nueva magnitud, que surgen en todas las áreas: política, social, científica y económica.” La segunda fuerza que apuntó Eames fue “la tendencia para la vida en nuestro tiempo a convertirse en un juego abierto más que en un juego cerrado.” Juego abierto son los dados o el ajedrez, donde todos pueden ver la configuración del juego en cada momento; un juego cerrado es el poker, donde sólo el jugador conoce los elementos y la estrategia de su jugada.

El último en hablar fue un arquitecto: Richard Neutra, quien empezó caracterizando cuatro tipos de arquitectura: la mental, estable y con propósitos claros; la temperamental, que sigue la moda y tiene propósitos vacilantes; la accidental, que evoluciona irregularmente; y la experimental, engolosinada en la experimentación por la experimentación. Neutra fue el único que junto a su plática proyectó algunas imágenes —“pienso que estas fotografías podrían hablar por sí mismas,” dijo. Primero Sao Paulo, luego Caracas —donde “todo parece diseñado por Mr. Gropius”— y después Chandigar. Siguen una casa de Bruce Goff, un proyecto de Mies y otro de Nervi. Luego mostró un edificio que adjudicó a Félix Candela: el Pabellón de los Rayos Cósmicos en Ciudad Universitaria —que diseñó junto con Jorge González Reyna. Neutra visitó México en 1937 —conoció Teotihuacán en compañía de O’Gorman— y luego, junto con Wright y Gropius, visitó la recién inaugurada Ciudad Universitaria en 1952. Neutra sigue con otra imagen de Candela: “una iglesia de gran claro,” hecha junto con Enrique de la Mora. Tras una obra de Eero Saarinen, Neutra vuelve a mostrar algo de Candela: 
Aquí ven de nuevo a Félix Candela. Ahora él mismo es el arquitecto. La histórica iglesia de tres naves. Las bóvedas tienen tres cuartos de pulgada de espesor —muy diferente a la catedral gótica, que no es monolítica. Ven cómo estos muros de una concha delgada se tuercen y repliegan en soportes que no son realmente columnas.
Sin duda hablaba de la Medalla Milagrosa, que Candela construyó entre1953 y 1957, con la colaboración de José Luis Benlliure y Fernando Fernández Rangel. Antes de seguir con más imágenes —el desierto, el cielo azul, el atardecer—, Neutra habla de una fuerza convergente: la habilidad de combinar al edificio con el paisaje y termina hablando de que la arquitectura no es un arte del espacio sino del espacio en el tiempo.


Por cierto, Félix Candela nació el 27 de enero de 1910 en Madrid y murió el 7 de diciembre de 1997 en Durham, Carolina del Norte. Entre 1939 y 1971 vivió y trabajó en México.

26.1.17

moral y arquitectura


José María Valverde nació en Valencia de Alcántara el 26 de enero de 1926, pero creció en Madrid, donde estudió filosofía. Escribió mucho y tradujo más. A Rilke y a DIckens, a Shakespeare y a Mellville, a Joyce y a Eliot, a Hölderlin y a Goethe, entre otros. El 13 de octubre de 1992, Valverde dictó una conferencia en el Instituto Valenciano de Arte Moderno. El título fue Arquitectura y moral, pasaje autobiográfico.

Valverde inicia diciendo que cuando decimos la palabra arte, lo probable es que no tengamos en el primer plano de nuestra imaginación la arquitectura. Basta ver la prensa, dice, que tiene críticos de arte, de literatura o de cine y de música, pero rara vez de arquitectura. “Y sin embargo, agrega, ésta es la única arte «del espacio» necesaria e inevitable.” Menciona casos excepcionales, como Bruno Zevi en Il Mondo o Lewis Mumford —que murió en 1990, el mismo día que Valverde cumplió 64 años. ¿Por qué la ausencia de críticos de arquitectura en los medios no especializados? “Porque seguimos bajo la idea, renacentista y burguesa —responde Valverde—, de que sólo es arte lo inútil.” Pero tal vez no sea sólo eso. Para pensarlo, Valverde recurre a “anécdotas concretas, prácticas, incluso técnicas,” y se fija en detalles: las persianas, por ejemplo, que cuando son dos postigos verticales de madera dotadas “de unas celosías móviles que, unidas por un palito, se inclinan en el ángulo conveniente” sirven para modular la cantidad aire y luz que entra sin que entre el sol, mientras que cuando son rollos horizontales, o cierran o abren, sin muchos grados intermedios.

También cuenta que cuando vivió en Roma, entre 1950 y 1955, tuvo como compañero a un arquitecto en ciernes, que le compartía lecturas, que poco a poco le llevaron a hacerse una idea de qué era lo moderno en arquitectura, más allá de la forma de las persianas. Para empezar, dice, la arquitectura debía “atender a la vida humana” y el arquitecto ser “una suerte de sociólogo amoroso, con imaginación y sentido fraternal, y con algo de ama de casa para los detalles.” Además —continúa— “no se podía hablar sólo de «arquitectura,» en el sentido específico de la palabra, sino de una actitud configuradora de todo lo visible y palpable que nos rodea en la vica, desde los objetos manejados y los muebles hasta el contexto general de la ciudad.” Eso implicaba que no había ni estilos ni formas predeterminados, y que, “si había que arrancar de cero en cada caso, el verdadero arquitecto tenía que renunciar ascéticamente a sí mismo: permanecer anónimo en un sentido radical, más aun que los medievales.”

Descontados el estilo y las formas reconocibles, Valverde descubrió que un edificio no se puede conocer por su fachada, como un libro no se revela en su portada: hay que leer, hay que entrar. Lo que no implica necesariamente la visita sino un ejercicio más complejo. ¿Cuándo hemos entendido un edificio?, se pregunta.

Para la mayoría, los planos , los cortes y alzados son ininteligibles y, sin embargo, resultan más veraces que las fotografías de las fachadas a que solemos atenernos —la fachada suele ser deliberadamente engañosa y más bien oculta el edificio que lo revela—: acaso las revistas de arquitectura sean el elemento que más perturba ese arte, especialmente en cuanto sirvan de propaganda para captar nuevos clientes.


Valverde habla entonces de las lecciones de los maestros: parciales a su juicio. Wright al romper la caja que encierra los espacios, pero cuya arquitectura le parecía “para millonarios, para casos excepcionales.” Loos, “quizás más como ademán ideológico hacia axiomas y paradojas.” Aalto y “su tono menor.” Y Le Corbusier, sobre todo. Y luego, poco a poco, el ímpetu amaina, la fuerza disminuye y la arquitectura moderna reblandece. En 1992, las posmodernidades ya consumadas, Valverde se pregunta ¿por qué pasó eso? “¿Por qué, una vez hecha posible la nueva arquitectura legítima, hija de una revolución mental como nunca había habido en la historia, hemos venido a parar a esta situación?” Y responde que “la culpa, claro está, es básicamente de la clientela, privada u oficial.”  Es casi imposible imaginar arquitectura sin comitente, dice, y aquellos “capaces de pagar un edificio, han demostrado no estar a la altura moral de una arquitectura en cierto modo «desnuda,» austera, aunque no por ello privada de fantasía y sorpresa.” Valverde termina su conferencia preguntando, sin responder por la gravedad de la cuestión, si el que la humanidad no haya estado a la altura de esa nueva arquitectura, revolucionaria y razonable, es algo que se pudiera extrapolar “a los demás territorios humanos, como el político y económico, con su amenaza ecológica.” Pero tal vez también habría que preguntarse hoy si a la arquitectura nueva y revolucionaria, no le fallaron sólo los humanos clientes, que mataron a la vaca, sino los demasiado humanos arquitectos, que le agarraron la pata.

25.1.17

seis conceptos


En 1984 la universidad de Harvard invitó a Italo Calvino a ocupar la cátedra de las Charles Eliot Norton Poetry Lectures. Calvino escribió cinco de las seis conferencias que debía pronunciar y antes de terminar, el 19 de septiembre de 1985, murió. De sus Seis propuestas para el próximo milenio conocemos, pues, cinco. Primera, la levedad: sustraer peso y evitar que las ideas caigan presa de “la pesadez, la inercia y la opacidad del mundo.” Segunda, rapidez: “de estilo y de pensamiento,” agilidad, movilidad y desenvoltura para economizar tiempo con el único fin de poder perderlo. Tercera, exactitud, que para Calvino, en relación a una obra literaria, implicaba “un diseño de la obra bien definido y bien calculado; la evocación de imágenes nítidas, incisivas, memorables; y el lenguaje más preciso posible.” Cuarta, visibilidad: en la era de la imagen repensar cómo imaginamos, lo que puede hacerse bien reciclando imágenes conocidas en nuevos contextos que les cambien el significado, o haciendo el vacío para empezar desde cero. Quinta, multiplicidad: entender que “hoy ha dejado de ser concebible una totalidad que no sea potencial, conjetural, múltiple.”

EL 13 de febrero de 1991, Bernard Tschumi —que nació en Lausana, Suiza, el 25 de enero de 1944— dictó una conferencia en laUniversidad de Columbia con el título Seis conceptos. Los conceptos de Tschumi no eran ideas para un futuro cercano sino que pretendían responder a una condición que el mismo diagnosticaba como la época de la post-mediación, la post-simulación y la re-representación. Esa época, hace tan sólo 25 años, en la que aun era reciente el enfrentamiento entre el modernismo y lo que entonces se entendía como posmodernismo —que probablemente hoy entendamos y acaso practiquemos de manera algo distinta. La arquitectura, decía Tschumi, se había vuelto superficial, un asunto de apariencias e imágenes. Había un apetito voraz por consumir imágenes arquitectónicas: la arquitectura y su percepción mediática y mediatizada se habían vuelto igualmente importantes. Tschumi se preguntaba si la arquitectura podía continuar siendo un medio que la sociedad utiliza para explorar nuevos territorios y desarrollar nuevo conocimiento.

El primer concepto que presentaba tenía que ver con las tecnologías de la desfamiliarización, y se preguntaba si no sería útil “celebrar la cultura de las diferencias acelerando e intensificando la pérdida de certidumbre, de centro y de historia.” El segundo concepto complementa al primero: el shock metropolitano mediado. El público general, dice, siempre está del lado de los tradicionalistas, suponen que el deber de la arquitectura es hacer el mundo más confortable. Pero Tschumi supone que “en la megalópolis, la arquitectura puede tener que ver más con encontrar soluciones no familiares a problemas comunes que con soluciones reconfortantes:” Tschumi habla de “shock urbano” y de “intensificar y acelerar la experiencia urbana.” En tercer lugar, desesctructurar: si la arquitectura se vuelve incómoda hacia afuera, al apostarle a lo poco familiar, debe también volverse incómoda hacia adentro, no del edificio sino de la propia disciplina: cuestionar sus fundamentos, replantearse su propia estructura, física y conceptual. El cuarto concepto y el quinto se relacionan: superimposición y programación cruzada [crossprogramming]. La atención se centra no en lo formal sino en “lo que realmente pasa al interior de los edificios,” y lo que ahí pasa se puede entender como secuencias de espacios y de usos que, tomando las ideas de Sergei Eisenstein sobre el montaje, se pueden recomponer de múltiples maneras. “La arquitectura, dice Tschumi, debe dejar de separar categorías y más bien mezclarlas en combinaciones sin precedente de programas y espacios.” El último concepto considera al acontecimiento como punto de quiebra: “no hay arquitectura sin evento, no hay arquitectura sin acción, sin actividades, sin funciones.” El futuro de la arquitectura, asegura Tschumi, reside en la construcción de tales eventos.


Se podría intentar pensar las seis propuestas de Calvino y los seis conceptos de Tschumi a la par. Por supuesto, no coinciden uno a uno. La multiplicidad del escritor puede abarcar a la superimosición y la programación cruzadas del arquitecto; la rapidez podría colarse entre la desfamiliarización y el shock metropolitano. La visibilidad quizá quede implicada al desestructurar la relación entre apariencia e idea en la arquitectura. La exactitud podría ser una consecuencia de atender al programa con tanto interés como a la forma. Pero la levedad sobra o, más bien: falta. Los conceptos del arquitecto no logran sustraerse a la pesadez, la inercia y la opacidad del mundo que definen a la ligereza para el escritor. Al contrario. Podría, sin embargo, emparejarse con una idea que Tschumi menciona al final de su texto: que la arquitectura no se trata de las condiciones del diseño sino del diseño de las condiciones, entendiendo que en esa construcción de condiciones se busca “dislocar los más tradicionales y regresivos aspectos de nuestra sociedad y, simultáneamente, reorganizar esos elementos de la manera más liberadora.” Una construcción que no sigue un único plan sino múltiples estrategias: “no más planes maestros —agrega Tschumi—, no más localizar en un punto fijo, sino una nueva heterotopía.” Un urbanismo ligero, si eso es posible.

24.1.17

decorando la casa


El 24 de enero de 1862, nació en Nueva York la hija de George Frederic Jones y su esposa, Lucretia Stevens Rhinelander, Edith. La familia Jones Rhinelander viajó por Europa entre 1866 y 1872, cuando regresaron a Nueva York. Educada por tutores y maestros particulares, Edith era una lectora voraz. En 1885, cuando tenía 23 años, se casó con Edward Robbins Warthon, doce años mayor que ella. Ya con su nombre de casada, Edith Warthon publicó muchas novelas y cuentos, como The House of Mirth o The Age of Innocence, y fue nominada varias veces para recibir el Nobel de Literatura.

En 1891 Edith y Edward Warthon contrataron al joven arquitecto Ogden Codman. Un año menor que ella, Codman nació en Boston el 19 de enero de 1863, entre 1875 y 1884 vivió en Francia con su familia y estudió arquitectura en el MIT. Los Warthon le encargaron la remodelación de su casa en Newport. En su autobiografía, Wharton escribió:

El exterior de la casa era horrible, pero logramos darle cierta dignidad; y, hacia dentro de las puertas, había interesantes posibilidades. Mi esposo y yo las hablamos con un joven e inteligente arquitecto de Boston, Ogden Codman, y le pedimos que alterara y decorara la casa —algo así como un nuevo comienzo, dado que los arquitectos de aquellos tiempos veían con desprecio la decoración de casas como una rama de la costura, y dejaban el campo libre a tapiceros, quienes llenaban cada habitación de cortinas, visillos, jardineras de plantas artificiales, inestables mesitas cubiertas de terciopelo y ensuciadas con chucherías de plata y festones de encaje en manteles y carpetas.

La palabra tapicero traduce upholsterer, que en sus orígenes medievales indicaba la persona a cargo de colocar y colgar —up-hold— los tapices y más tarde, por añadidura, de seleccionar la decoración: todo aquello sobrepuesto al espacio y que lo convierte propiamente en un interior habitable. En Curtain Wars: Architects, Decorators and the 20th century Domestic Interior, Joel Sanders explica que lo común en esas épocas era que los interiores de las casas de las clases altas fueran “vestidos (outfited) no por los arquitectos que las diseñaban sino más bien por tapiceros —comerciantes que supervisaban las actividades de artesanos calificados que incluían ebanistas y tejedores de tapices. Refiriéndose a la fricción que naturalmente resultaba de esta división del trabajo, muchos escritores, incluyendo a Nicolas le Camus de Mézières (en 1780) y William Mitford (en 1827), lanzaron la misma queja: los tapiceros corrompen la integridad espacial de los edificios. Esas tensiones resurgieron a fines del siglo XIX cuando una nueva figura, el decorador profesional, apareció en escena, usurpando el lugar del tapicero. Contratados para coordinar y ensamblar los elementos de los interiores residenciales, los primeros decoradores eran generalmente amateurs, mujeres autodidactas de prominentes familias que, como la novelista Edith Wharton y la diseñadora Elsie de Wolfe, compartían su buen gusto con sus pudientes amigos y pares.” El que los interiores fueran así vestidos explica en parte ese dejo de desprecio, mencionado por Wharton, con que la decoración era vista “como una rama de la costura” –y también, quizá, que muchos años después distintas casas de moda siguieran a Ralph Lauren, quien en 1984 lanzó su línea de productos “para el hogar”: vestidos pret-a-porter para el interior doméstico.


La relación entre Edith Warathon y Ogden Codman fue buena. Ella escribe en sus memorias que él compartía su disgusto por los excesos suntuosos y pensaba, como ella, que la decoración interior debía ser simple y arquitectónica. “Viendo que teníamos la misma visión llegamos, no se bien cómo, a la idea de ponerla en un libro.” Siete años después de la casa, en 1898, publicaron The Decoration of Houses, considerado por algunos como uno de los primeros libros sobre decoración e interiores dedicado al gran público en lengua inglesa y que pretendía establecer el estatus de la decoración como parte integral de la arquitectura y no como un género menor. Al principio de su libro Wharton y Codman escriben que “las habitaciones pueden ser decoradas de dos maneras: mediante la aplicación superficial de ornamento totalmente independiente de la estructura o mediante el uso de las características arquitectónicas que son parte del organismo de toda casa, por dentro tanto como por fuera.” Cuál de esas dos maneras piensan los autores que sea la mejor queda claro, incluso antes de la introducción, con la cita de La composition decorative (1885), del arquitecto francés Henri Mayeux, que sirve de epígrafe a la obra entera: “una forma debe ser bella por sí misma y no debe jamás contar con la decoración aplicada para salvar las imperfecciones.”

23.1.17

la arquitectura del montaje


Marguerite Yourcenar subraya la intensidad, la extrañeza y la violencia de los grabados de Giambattista Piranesi que conocemos como Las Cárceles —Invenzioni Capricciose di Carceri—, que realizó probablemente en 1742, aunque se imprimieron algunos años después. O, más bien, que realizó por primera vez, alrededor de 1742, preso del delirio causado por la fiebre que le provocó la malaria. Yourcenar dice que hay que entender ese delirio: “la fiebre no le abrió a Piranesi las puertas de un mundo de confusión mental, sino aquellas de un reino interior peligrosamente más vasto y más complejo, aunque compuesto de materiales casi idénticos.” Piranesi volvió a las planchas de esos grabados en 1761, “como si en plena lucidez —agrega Yourcenar— se hubiera esforzado en hacer más convincentes y más coherentes esas imágenes que tal vez habían perdido para él el sentido manifiesto que tuvieron durante la inspiración o el delirio.” Para Sergei Eisenstein en cambio, la segunda variante tal vez, “desde el punto de vista de los aguafuertes resulta más completa pero también notablemente retocada, desde la óptica de la «revelación» extático-figurativa resulta todavía más profunda y eficaz.” Para Eisenstein habrá incluso una tercera fase, “pero ya no en el ámbito de la obra de Piranesi, sino más allá de los límites de su biografía e incluso de las fronteras de su país y de su época.” Eisenstein asume que el cubismo de Picasso era la tercera vuelta a la tuerca de las cárceles de Piranesi.

Sergei Eisenstein nació el 23 de enero de 1898 en Riga. Su padre era un arquitecto judío-alemán. Eisenstein siguió el ejemplo y estudió ingeniería y arquitectura en el Instituto de Ingeniería Civil de Petrogrado. Dejó la escuela por la Revolución y la revolución por el teatro —que luego dejaría por el cine. En 1923 publicó un texto titulado El montaje de las atracciones, que era aun un postulado teórico para el teatro, no para el cine. Eisenstein decía que “el espectador mismo constituye el material básico del teatro” y definía “una atracción (en relación al teatro) como cualquier aspecto agresivo del mismo, es decir, cualquier elemento del teatro que somete al espectador a un impacto sensual o sicológico, regulado experimentalmente y calculado matemáticamente para producir en él cierto choque emocional que, colocado en la secuencia apropiada con la totalidad de la producción, se convierte en el único medio que le permite al espectador percibir el lado ideológico de lo que se esta demostrando.” Eso, la secuencia apropiada para la totalidad de la producción, es justamente el montaje.

Según Yve-Alain Bois, entre 1937 y 1940 Eisenstein escribió un texto titulado —no se sabe por quién— Montaje y arquitectura. Eisenstein dice que “al hablar de cine, la palabra recorrido no se usa por accidente” y explica que se trata de “el recorrido imaginario seguido por el ojo y las distintas percepciones de un objeto que dependen del modo como se aparece al ojo.” Pero agrega que también se entiende como “el camino que sigue la mente a través de una multiplicidad de fenómenos, alejados en el tiempo y en el espacio, y reunidos en cierta secuencia en un único concepto significativo.” Y si bien ese recorrido se da, en el cine, en la mente de un espectador sentado en una butaca y ante el que desfilan distintas imágenes arregladas en cierto orden por el director y su editor, la misma operación se daba antes de la invención del cine cuando una persona recorría  un edificio. En su ensayo, Eisenstein cita un pasaje de la Historia de la arquitectura de Auguste Choisy, publicada en 1899, en el que se describe detalladamente la Acrópolis de Atenas o, más bien, un recorrido. Eisenstein nos pide leerlo con el ojo de un cineasta y descubrir la secuencia de montaje arquitectónico sutilmente compuesta —no es mera coincidencia que Le Corbusier haya tomado el germen de su idea de la promenade architecturale del mismo Choisy y su análisis del efecto de paralaje en la arquitectura griega.


Manfredo Tafuri dedicó un capítulo de su libro La esfera y el laberinto a estudiar el texto de Eisenstein sobre Piranesi. Tafuri explica que para el cineasta ruso, la toma y el montaje no son actos separados, sino pasos de un proceso único: el montaje resulta necesario cuando la toma ya no puede sostenerse por sí misma. Por eso, afirma Tafuri, es evidente que Eisenstein vea “la serie entera de las Carceri como una totalidad compuesta de fragmentos desconectados que pertenecen a una única secuencia:” el montaje intelectual que ya mencionaba desde su texto sobre el teatro y las atracciones. Para Yourcenar, si en la serie de las Antiguedades romanas de Piranesi, en la que “el edificio se basta a sí mismo, siendo a la vez el drama y el decorado,” el protagonista es el tiempo —el tiempo pasado y el tiempo que pasa y todo lo arruina—, en las Cárceles “el héroe del drama es el espacio.” Para Eisenstein en cambio, las Cárceles implican una visión temporal del espacio: “la forma fluye” y “todo es dinamismo, borrasca, ritmo frenético de penetración en profundidad hacia el interior.” Eisenstein afirma que la perspectiva de las cárceles —no sólo de cada plancha, sino de las dos series, al interior de cada una y en comparación una con otra— se construye mediante la acumulación de planos, de manera “discontinua y a saltos.” Y donde Eisenstein dice planos, habría tal vez que leer planos secuencia.

22.1.17


Desconozco en qué momento perdimos nuestro sentido de realidad o nuestro interés en ella, pero en algún momento se decidió que la realidad no era la única opción. Era posible, permisible e incluso deseable corregirla y aumentarla; podíamos sustituirla con un producto más agradable. Por desgracia ha llegado el tiempo de entender a la arquitectura y al entorno como empaque [packaging] y representación [playacting], como una manera de desconectarse de la realidad.
Lo anterior es el inicio de un texto publicado el 30 de marzo de 1997 en el New York Times y escrito por Ada Louise Huxtable con el título Living With the Fake, and Liking It. Para Huxtable, “las experiencias sustitutas y los escenarios sintéticos” se habían convertido en el modo de vida favorito en los Estados Unidos. Ya no era necesario distinguir entre lo real y lo falso y la realidad de mentiras, o real-fake como la llama en inglés, se había transformado en una forma de arte —si no es que, como bien se podría argumentar, así lo había sido desde el inicio de la historia del arte. Huxtable usaba como ejemplo la ciudad falsa más auténtica del mundo: Las Vegas, en especial una parte de la ciudad conocida como Fremont Street Experience. La calle Fremont original tuvo al primer hotel —el Nevada, en 1906— y fue la primera calle pavimentada, además del primer teléfono, el primer elevador, el primer semáforo y el primer casino alfombrado.

Con el tiempo, Fremont Street fue perdiendo su atractivo frente al Strip, ese que analizaron —Venturi y Scott Brown—, hasta que en los años noventa se decidió transformar la vieja calle en algo distinto: una experiencia. Se techaron cinco cuadras de la calle y se sumó un espectáculo de luz y sonido continuo. En septiembre de 1994 la calle se hizo peatonal. La experiencia de la calle Fremont se anunciaba, según cuenta Huxtable, como “un teatro urbano lineal para peatones a lo largo del conocido corazón histórico e ícono de la ciudad.” El arquitecto encargado de la transformación fue Jon Jerde, el mismo que le dijo a Ray Bradbury que un texto suyo había inspirado el centro comercial Glendale Galleria en Los Angeles.

Jon Adams Jerde nació el 22 de enero de 1940 en Alton, Illinois, pero estudió arquitectura en la Universidad del Sur de California. Algunas semanas tras la muerte de Jerde, ocurrida el 9 de febrero del 2015, Karrie Jacobs escribió que éste no se describía como un arquitecto, sino como un hacedor de lugares. Los lugares de Jerde son todo lo contrario a ese lugar que el regionalismo y la fenomenología llevados a la arquitectura soñaron en la segunda mitad del siglo XX. Si ese lugar era el epítome de lo auténtico, los lugares que Jerde fabricaba eran abierta y descaradamente falsos, puro espectáculo. Oliver Wainwright, crítico de arquitectura de The Guardian, calificó a Jerde en su obituario como el Walt Disney de los centros comerciales. Jerde tenía una visión hedonista de la arquitectura y de la ciudad, sin temor al exceso y a la mezcla absurda de estilos más caricaturizados que revividos. El objetivo de su arquitectura era uno solo: el deleite inmediato de quienes la veían y ocupaban.

En 1998, Ann Bergren escribió un texto titulado Jon Jerde y la arquitectura del placer en el que lo calificaba con el anti-héroe arquitectónico de los Estados Unidos. Sin ver sus proyectos, las intenciones de Jerde parecerían políticamente correctas en relación a la idea de ciudad que hoy muchos defendemos. Le interesaba, además de la construcción del lugar, la experiencia de lo común [communality], que entendía, dice Bergren, “como un efecto y no una causa: el resultado, la manifestación de la gente compartiendo el mismo espacio, sea actual o virtual.” Decía que su método consistía en crear historias, para lo que le preguntaba a la gente viviendo al rededor del sitio cómo rea que se imaginaban su mundo —¿dijo usted participación? 

Mi deseo es hacer que la gente ser reúna en lugares urbanos grandiosos. La clave para que reviva la vida urbana común en los Estados Unidos, tras décadas de aislamiento y alienación suburbana, es transformar el centro comercial regional, esa criatura de los suburbios, en un espacio donde la gente se reúne, convive e interactúan. En los Estados Unidos la gente, sea en las ciudades o en los suburbios, rara vez pasean sin objetivos, como lo hacen los europeos. Necesitamos objetivos, la idea de que llegamos a algún lugar.

A Jerde no le importaba si ese lugar era una ficción y su objetivo final el consumo. Al contrario. Tenía un nombre para ese método de diseño urbano: scripting the city. La experiencia de la ciudad y de la comunidad no podían ser decepcionantes si se ajustaban a la precisa narrativa de un guión del que el espacio físico no era sino escenografía, como en una atracción de un parque de diversiones. No es fácil criticar a Jarde por su auténtico compromiso con lo falso, cuyo único objetivo era conseguir experiencias placenteras —siempre que el placer experimentado se ciñera a la trama prescrita— sin atender a las ambigüedades de su arquitectura, compleja y contradictoria, a riesgo de caer en cierto puritanismo arquitectónico. Ada Louis Huxtable terminaba su texto hablando de una arquitectura en la que la sensación intensificada suplantaba la respuesta intelectual y estética, y agregaba:

Por eso, lo extravagante resulta esencial. Debe haber gratificación instantánea; sobre todo, uno debe ser capaz de comprar sensaciones y estatus; la experiencia y los productos deben estar a la venta. El notable matrimonio de experiencias artificiales basadas en la tecnología y programadas con astucia con entornos manufacturados y controlados, como sustituto de la vida real para placeres controlados y costosos, es un producto totalmente americano a la vez que el verdadero sueño americano.

21.1.17

1984


Dentro del apartamento, una voz pastosa leía una lista de cifras relacionada con la producción de hierro en barras. La voz provenía de una placa metálica rectangular parecida a un espejo borroso que formaba parte de la superficie del muro del lado derecho. Winston movió un interruptor y la voz descendió de algún modo, aunque todavía se distinguían las palabras. El instrumento (lo llamaban telepantalla) podía atenuarse, pero no podía apagarse del todo.

Así describe George Orwell el departamento de Winston Smith, el protagonista de 1984, la novela que escribió en 1948 no para describir un futuro no tan lejano —apenas 36 años después— sino una visión intensificada de los regímenes totalitarios que, desde antes de la Segunda Guerra y todavía después, amenazaron a Europa y al mundo. William Alexander McClung dice que, en 1984, Orwell retrató dos Londres en el mismo lugar: “uno es una máquina reluciente, que incorpora la más avanzada tecnología; el otro es un derruido laberinto de ladrillo y cemento que oculta sistemas mecánicos degenerados.” No sólo una ciudad para los opresores y otra para los oprimidos, sino su materialización en una ciudad que oprime —literalmente mediante sus sistemas de control— y otra oprimida, decadente, siempre al borde de la ruina. Adolf Max Vogt sugiere que la arquitectura que Orwell imagina en su novela, sin demasiado detalle, acaso no fuera fruto de la modernidad arquitectónica más reciente sino de uno de sus orígenes, pensando en el título del libro de Emil Kaufmann publicó en 1933 —el mismo año que Hitler llegó al poder—: De Ledoux a Le Corbusier, origen y desarrollo de la arquitectura autónoma. El ensayo de Vogt, publicado en 1984, no habla de Ledoux sino de su contemporáneo, Boullée, y se titula Orwell’s «Nineteen Eighty-Four» and Etienne Louis Boullée’s Drafts of 1784. En la obra de Orwell, dice, “hay descripciones que, sin forzarlas, podrían ilustrar los dibujos que Bullée hizo doscientos años antes,” y cita la descripción del Ministerio de la Verdad en 1984:
Se decía que el Ministerio de la Verdad contenía trescientas habitaciones sobre el nivel del suelo, con sus correspondientes ramificaciones hacia abajo. Dispersos por Londres había otros tres edificios de aspecto y tamaño similares. Hacían parecer tan pequeña la arquitectura a su alrededor que desde el techo de las Mansiones Victoria se veían los cuatro al mismo tiempo.
Eran los cuatro Ministerios: además del de la Verdad, el de Paz, el del Amor —que no tenía ventanas—y el de la Abundancia. También en 1984 —la fecha obligaba—, Gerald S. Bernstein escribió un texto sobre la novela de Orwell: The Architecture of Repression: The Built Environment of George Orwell’s 1984. Bernstein dice que “la arquitectura del «futuro» de Orwell funciona como una metáfora de la represión totalitaria” y como una “expresión simbólica de una sociedad controlada mediante su arquitectura.” La imposibilidad física de esconderse y la vigilancia omnipresente del Gran Hermano son lo mismo: definen el espacio absoluto del totalitarismo. Bernstein también habla de Ledoux, pero le suma, por otro lado —aquella ciudad oprimida y de los oprimidos de la que habla McClung— la imagen de las ciudades perdidas subproducto de las promesas incumplidas de la modernidad —económicas o arquitectónicas—, como en Brasilia, dice. De nuevo, así como social o políticamente 1984 imagina el futuro a partir de una realidad muy concreta y visible en 1948, sucede lo mismo arquitectónicamente.

En 1937 Orwell publicó un libro que combinaba un análisis sociológico de los barrios de trabajadores en Lancashire y Yorkshire, al norte de Inglaterra, con un recuento sobre su propia toma de consciencia política. Ahí habla de esos barrios en los que de noche no se puede ver la fealdad de las casas y la negrura de todo: “cuando se contempla una fealdad como esa, hay dos preguntas que te golpean. Primero, ¿es inevitable? Segundo, ¿importa?” Y agrega:
No creo que haya nada inherente e inevitablemente feo del industrialismo. Una fábrica o incluso una fábrica de gas no están obligadas por su propia naturaleza a ser feas, no más que un palacio, una perrera o una catedral. Todo depende de la tradición arquitectónica del periodo. Las ciudades industriales del norte son feas porque resulta que construyeron en una época cuando los métodos modernos de construcción con acero y reducción de humo eran desconocidos y cuando todo mundo estaba demasiado ocupado haciendo dinero como para pensar en nada más.

Pero no sólo era la fealdad —¿importa?— sino la manera como cierta arquitectura oprime —o comprime— a quienes la usan. Al hablar del duro trabajo de los mineros, Orwell explica que el bajar y subir a la mina cada día representa en sí el trabajo de un día para una persona normal, aunque para el minero es sólo un extra, “como el viaje en metro del hombre de la ciudad.” Tal vez cuando George Orwell murió —el 21 de enero de 1950— el viaje diario en metro al trabajo no fuera aun tan pesada tarea, pero ¿será que hoy, en nuestras enormes y sobre pobladas ciudades, el viaje al trabajo se ha vuelto, si no tan duro como el descenso del minero a la mina, una carga extra al trabajo pero sin tomarse como parte de éste?

20.1.17

rosebud


Un letrero: no trespassing. Una reja. Entre la bruma se ve a la distancia una colina que poco a poco se revela como una fortaleza con torres y cúpulas. Un par de monos y luego un par de góndolas venecianas y el reflejo de la fortaleza en el agua. Un puente. Una banca. Señales. Una única ventana iluminada lo lejos a la que nos acercamos. La luz se apaga. Ahora desde adentro vemos la misma ventana. Amanece. Está nevando, pero la nieve cae dentro de una esfera de vidrio que sostiene una mano. Unos labios y un bigote canoso. Rosebud. La mano suelta la esfera de vidrio que cae al suelo y rueda dos escalones hasta romperse. Entra una enfermera para darse cuenta de que Charles Foster Kane acaba de morir.

Así empieza Citizen Kane, la película de Orson Welles que para muchos críticos es la mejor de la historia. El personaje de Charles Foster Kane está basado en buena parte en William Randolph Hearst, el magnate dueño de periódicos. Si Kane vivía en Xanadu, su inmenso y excéntrico castillo en Florida, Hearst vivió en La Cuesta Encantada, una propiedad en San Simeon, California, a medio camino entre Los Angeles y San Francisco. Hearst heredó los más de mil kilómetros cuadrados de terreno de su madre, Phoebe Hearst. También heredó de su madre al arquitecto o, más bien, arquitecta: Julia Morgan. 

Julia Morgan nació el 20 de enero de 1872 en San Francisco, California. Su padre, Charles Morgan, había viajado al oeste en 1867, como muchos, a buscar fortuna en las minas de oro. No tuvo suerte —a diferencia del padre de Hearst, que llegó a California en 1850 y logró hacer una fortuna considerable. En lo que sí tuvo suerte Charles Morgan fue al casarse con Eliza Parmelee, hija de un millonario de la costa este. Los Morgan tuvieron cinco hijos y, contrario a las costumbre de la época, decidieron procurar una buena educación para todos, mujeres incluidas. En la escuela, Julia destacó en matemáticas y en física. Durante algunas vacaciones, Julia visitaba a una prima suya que vivía en Nueva York y estaba casada con Pierre LeBrun, arquitecto, hijo del también arquitecto Napoleon LeBrun. Por Pierre, Julia empezó a interesarse en la arquitectura.

En 1890, Julia Morgan fue una de las pocas mujeres en entrar a estudiar en la Universidad de California en Berkeley, donde no se enseñaba arquitectura. En 1894, Julia fue la primera mujer que se recibió como ingeniera en esa universidad. Su profesor de dibujo y geometría fue Bernard Maybeck, diez años mayor que ella, quien había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de París y fue uno de los arquitectos más reconocidos de California en los primeros años del siglo XX. Maybeck convenció a Julia de ir a estudiar a París. El problema era que la Ecole des Beaux Arts sólo admitía a treinta de los casi 400 que lo intentaban cada vez y limitaba el número de alumnos extranjeros. Algo más: no admitía mujeres. En 1897, Julia Morgan quedó en el lugar número 42 y no fue admitida. A los seis meses volvió a intentarlo, sin éxito. Otros seis meses y otro intento. Quedó en el lugar 13 y se convirtió así en la primera mujer en entrar a estudiar a Beaux Arts. En dos años terminó todos los cursos y recibió su diploma. De vuelta a California entró a trabajar con John Galen Howard, un arquitecto que había estudiado primero en el MIT y luego en Beaux Arts, antes de regresar a los Estados Unidos a trabajar para H.H.Richardson y, finalmente, abrir su oficina en California, donde trabajó en varios proyectos para Phoebe Hearst. Fue así que Phoebe conoció a Julia y le pidió a Howard que ésta se hiciera cargo de sus proyectos.

En 1904 Julia obtuvo la licencia para ejercer como arquitecta en el estado de California —también fue la primera mujer en lograrlo. En 1906, el incendio que siguió al terremoto de San Francisco destruyó toda su oficina, incluyendo su archivo. Pero algunos edificios que ella había construido usando concreto armado se mantuvieron en pie. La gente empezó a hablar más de la arquitecta Morgan. Le encargaron renovar el interior del Hotel Fairmont, que reabrió el 18 de abril de 1907, al año exacto del terremoto. En 1919 murió Phoebe Hearst y su hijo contrató a Julia Morgan para construir un bungalow en la colina que le había heredado. El proyecto fue creciendo y entre 1919y 1938 la arquitecta viajó cada fin de semana de San Francisco a San Simeon para supervisar el diseño y la construcción de lo que sería el Castillo Hearst, con sus 56 habitaciones y 61 baños. Al final serían más de ocho mil metros cuadrados de construcción.

William Randolph Hearst murió el 14 de agosto de 1951, a los 88 años. Julia Morgan tenía 79. Cerró su oficina y, según Anna M. Lewis, se dedicó a viajar sola por el mundo. Murió a los 85 años el 2 de febrero de 1957. Lewis dice que Morgan “nunca iba a reuniones sociales ni buscaba llamar la atención sobre sí misma, no participaba en concursos, no escribía artículos ni dictaba conferencias y no escribió ningún tipo de memoria,” pero durante toda su carrera diseñó más de 700 edificios. También cuenta que decía “nunca rechaces un trabajo porque pienses que es demasiado pequeño, no sabes hasta dónde puede llegar.” Un bungalow puede terminar siendo un palacio de cincuenta y seis habitaciones.


Rosebud.

19.1.17

el escritor arquitecto


El 29 de enero del 2015 Sam Weller, el biógrafo oficial de Ray Bradbury, publicó en The Paris Review un texto póstumo del famoso autor de Fahrenheit 451. Weller cuenta que Bradbury nunca terminó el ensayo, titulado The Pomgranate Architect —y con el subtítulo Becoming the world’s only accidental architect—, y que la última vez que habló con él, unas dos semanas antes de su muerte, le pidió ayuda para terminarlo: “había algo vital sobre este ensayo para Ray Bradbury: quería, supongo, probarle al mundo su influencia en el campo de la arquitectura.” El ensayo empieza con una pregunta: ¿cómo me hice arquitecto?, y la respuesta: fue un feliz accidente. Cuenta que a los tres años, en 1923, su abuelo le mostró fotografías estereoscópicas de la Exposición Colombina de Chicago, de 1893, y de la Feria Mundial de St. Louis, de 1904. A los cinco años su abuelo, de nuevo, le regaló una revista que incluía un cuento de H.G.Wells con “maravillosas ilustraciones mostrando las ciudades del futuro.” A los treinta y tres años, viajó con su esposa y sus hijas a Londres y frente al 221B de Baker Street se asombró de que nada indicara que ahí vivió Sherlock Holmes. Al día siguiente, dice Bradbury, escribió a Scotlan Yard y al Príncipe Consorte, aconsejando que se instalara una placa en el lugar. “Entiendo que hoy no sólo hay una placa sino un museo entero dedicado a Sherlock Holmes y que la estación del metro de Baker Street también lo indica. Así que, tal vez, de algún modo, me inicié entonces como arquitecto.”

Después Bradbury cuenta que a principios de los años sesenta escribió la introducción a una nueva edición de 20,000 leguas de viaje submarino, de Julio Verne, misma que leyeron gente de Disney que estaba diseñando el pabellón de los Estados Unidos en la Feria Mundial de Nueva York. Le pidieron escribir el guión para una pieza sinfónica que se presentaría en el pabellón. “Les ayudé a crear eso y fue mi primer trabajo como cierto tipo de arquitecto.” Después de eso, Bradbury fue consultor para el diseño de Spaceship Earth, en EPCOT, también de Disney.

El 5 de abril de 1970, Bradbury publicó en Los Angeles Times Sunday Magazine un artículo titulado The Girls Walk This Way; The Boys Walk That Way:

En México, en cualquier plaza de un pueblo pequeño, cada jueves y cada domingo por la noche, cuando la banda toca y el clima es bueno, los chicos caminan para un lado y las chicas para el otro, dando vueltas mientras las madres y los padres se sientan en bancas de hierro y los miran. En París, con un clima miserable, en miles de lugares para comer y beber al aire libre, distintas generaciones se reúnen para hablar y mirar.

Reunirse y mirar, sigue Bradbury, “son unos de los más grandes pasatiempo en todos los países del mundo, pero no en Los Angeles: hemos olvidado como reunirnos y hemos olvidado como mirar.” De nuevo en su ensayo inacabado, Bradbury cuenta que después de publicar aquél artículo, Jon Jerde, arquitecto nacido en Illinois —como Bradbury— pero que también vivía en Los Angeles, donde construyó centros comerciales y tuvo a cargo el plan urbano para los Juegos Olímpicos de 1984, para decirle que él, Bradbury no Jerde, era el autor de Glendale Galleria: “basamos nuestro edificio completamente en lo que escribió en ese artículo.” Y no sólo Jerde: en El lenguaje de patrones, Christopher Alexander cita ese texto de Bradbury en el patrón número 31: paseos. Para Bradbury, todas estas historias que ayudaban a definir lugares y edificios, desde la instalación de una placa hasta la descripción de un programa o de un uso, eran parte de lo que habían lanzado su carrera “como el único arquitecto por accidente del mundo.”

Ray Bradbury murió en Los Angeles el 5 de junio del 2012, a los 91 años. En mayo del 2014, la casa donde vivió durante cincuenta años fue puesta a la venta. Al mes siguiente se vendió. El 30 de diciembre de ese año se autorizó la demolición de la casa, que se inició el 9 de enero del 2015. El martes 13 de enero del 2015, Bianca Barragán publicó en Curbed LA un artículo cuyo título era Starchitect Thom Mayne is Tearing Down Ray Bradbury’s Cheviot HIlls House Right Now.

Thom Mayne nació en Connecticut el 19 de enero de 1944. Estudió arquitectura en la Universidad del Sur de California, de donde se recibió en 1968. En 1972 fue cofundador del Southern California Institute of Architecture, SCI-Arc, y de Morphosis, En el 2005 recibió el premio Pritzker. En una entrevista en la radio el 21 de enero del 2015, Mayne dijo que el hecho de que Bradbury hubiera vivido y muerto en esa casa era un dato interesante y nada más, pero que la casa era realmente mala: “la peor del vecindario.” Unos días antes, el 16 de enero, Christopher Hawthorne, crítico de arquitectura de Los Angeles Times, confirmaba que, más allá del hecho de que Bradbury hubiera vivido y trabajado ahí, la casa no era “una obra distinguida de arquitectura.” Aunque también apuntaba que, como se acostumbra en otras ciudades del mundo, la casa bien pudo merecer una placa que dijera Ray Bradbury vivió aquí. El mismo día Alex Shepard publicó una entrevista con Mayne, quien explicaba que le interesaban ciertos aspectos arquitectónicos de la casa, a pesar de ser totalmente ordinaria. También decía que la casa no sería demolida sino desmantelada y parte del material recuperado utilizado en otros proyectos y que la nueva casa no sería ordinaria: sería un jardín. Y agregaba que “Mayne también pretende pagarle un tributo directo a Bradbury” con un muro en el límite de la propiedad donde estarán inscritos los nombres de los libros que escribió.


Si Bradbury pensaba que se inició como arquitecto accidental proponiendo una placa que marcara la casa donde vivió Sherlock Holmes, Mayne tal vez se convierta en un escritor accidental al componer un collage literario con los títulos de Bradbury en un muro que además podría decir: en la casa que aquí ya no existe vivió y escribió Ray Bradbury.