30.11.16

arquitectura y pobreza


Si te dan un millón de libras, ¿qué harías con eso? La pregunta puede ser la de un programa de concursos o la que acompaña a aquella de cuáles serían los cinco libros o discos a llevarse a una isla desierta. Pero se trata de la primera línea del libro de Hassan Fathy Arquitectura para los pobres, un experimento en el Egipto rural. Fathy nació en Alejandría, Egipto, el 23 de marzo de 1900. Su familia era de terratenientes acomodados de origen nubio. Se recibió como ingeniero y arquitecto en la Escuela Politécnica de la Universidad del Cairo en 1926 y su primer proyecto, una escuela primaria en Talkha, lo terminó en 1928. Desde los años treinta empieza a interesarse en las formas y los métodos de la arquitectura tradicional de tierra. Entre 1946 y 1952, Fathy trabajó en el diseño y la construcción de Nueva Qurna, en Luxor, en la rivera oeste del Nilo. En el sitio que la UNESCO dedica a la documentación del proyecto de Fathy se lee que “la principal característica de Nueva Qurna consiste en la reinterpretación de las maneras tradicionales de realizar la arquitectura y el urbanismo, el uso apropiado de los materiales y las técnicas locales y la extraordinaria sensibilidad a los problemas climáticos.”  Aunque en los años 40 ya empezaban a darse algunas propuestas que se distanciaban del modernismo canónico en arquitectura, la mirada a la tradición de Hassan Fathy estuvo desprovista del romanticismo nostálgico que la transformaba simplemente en un estilo más y, por tanto, se le considera como uno de los primeros arquitectos que reflexionó en lo que después se etiquetaría como regionalismo crítico —y que, en muchos casos, terminó también convirtiéndose en una forma más dentro de un catálogo de estilos posibles. 

En el prólogo al libro Arquitectura para los pobres, William Polk escribe que “por lo menos mil millones de personas morirán a corta edad y sus vidas quedarán atrofiadas por las viviendas insalubres, poco económicas y feas en que habitan.” El problema de la vivienda fue central para la arquitectura en el siglo XX. No hace falta citar extensamente el famoso Arquitectura o revolución de Le Corbusier, donde plantea que el papel de aquella era evitar la segunda resolviendo, precisamente, el problema de la vivienda. En México, en un texto publicado el 23 de noviembre de 1924 en el periódico Excelsior, Alfonso Pallares escribió: “es sabido que el ochenta por ciento de la población de la República es analfabeta; ¿qué proporción de habitantes de la misma habita en moradas dignas de hombres civilizados?”

El texto de Pallares llevó por título ¿Cómo habita el pueblo mexicano y cómo debía habitar?, título muy cercano al de la conferencia de William Morris de 1884 —publicada en 1887—: ¿Cómo vivimos y cómo podríamos vivir?, en la que, contrario a Le Corbusier, insistió en la necesidad de una revolución de la que la arquitectura y el diseño serían parte, no remedio ni prevención —para Morris la desigualdad resultaba mucho más ofensiva que cualquier tipo de pobreza. También en 1887, Frederick Engels, en The Housing Question, había citado, para criticarlo, al economista austriaco Emil Sax, quien en 1969 había escrito que “mejorando la vivienda de las clases trabajadoras sería posible remediar exitosamente la miseria material y espiritual” en que vivían y, “por tanto, mediante una mejora radical tan sólo de las condiciones de vida, sacar a gran parte de estas clases de la ciénaga en que sobrellevan su existencia en condiciones apenas humanas.” Para Engels, el problema en la ideología de Sax era que buscaba resolver el problema de la vivienda cambiando condiciones particulares pero no las relaciones de producción que las generaban, una manera de actuar derivada, obviamente, de la ideología burguesa.

A diferencia de Pallares, que apostaba por cambiar los jacales y las chozas en viviendas —obreras o campesinas, pero viviendas— o de Le Corbusier, que apostaba por una estrategia absolutamente moderna —la máquina de habitar estandarizada—, en los años 40 Hassan Fathy volvió la mirada a la arquitectura y los modos de producción tradicionales, ¿pero qué decir de los modos y las relaciones de producción que, según Engels y su asociado Marx, por supuesto, así como su amigo Morris, era lo esencial por cambiar? En el prefacio de su libro dice que “la media para la vivienda y la cultura entre los campesinos del mundo, desesperadamente pobres, puede elevarse mediante la construcción cooperativa, que involucra una nueva manera de entender la vivienda rural masiva.”

¿Qué harías si te dieran un millón de libras? “Yo tenía dos respuestas posibles: una, comprar un yate, contratar una orquesta y navegar alrededor del mundo con mis amigos escuchando a Bach, Schumann y Brahms; la otra, construir una aldea donde los campesinos pudieran seguir el modo de vida que me gustaría que tuvieran.”

Fathy no repara en el tono paternalista de esa última afirmación: como me gustaría que vivieran. Habla su amor y el de su madre por el campo —a su padre no le gustaba: “para él era un lugar lleno de moscas, mosquitos, agua contaminada y le prohibía a sus hijos cualquier cosa que tuviera que ver con eso.” Él, en cambio, pensaba que la vida en el campo era mejor que en la ciudad, incluyendo los modos de construir y disponer las casas y las calles. Por supuesto Fathy no era ingenuo. Habla de la imposibilidad de “curar la crisis general de la arquitectura egipcia construyendo una o dos casas modelo como ejemplo, ni siquiera toda una aldea.” Había más bien que entender, dice, que “la decadencia cultural empieza con el individuo mismo, confrontado con decisiones que no está preparado a tomar.” Pero pese a todo su esfuerzo y dedicación, Nueva Qurna fracasó —de eso trata en parte el libro.


Nueva Qurna es otro caso, uno más, en el que la arquitectura sola —sin importar si es moderna y tecnológica o vernácula y tradicional, o una mezcla de ambas— parece no bastar para cambiar el estado de las cosas. Quizá otro caso que confirma, contra lo que pensó Fathy en algún momento, que la decadencia cultural y, sobre todo, la pobreza y la desigualdad, no son problemas que tengan su raíz en el individuo sino al contrario: en la sociedad entera y la manera como se organiza. Algo que una casa o una ciudad, por sí solas, no bastan para cambiar.

29.11.16

arquitectura y vestido


Adolf Loos decía que estar correctamente vestido no tenía que ver ni con la moda ni con la elegancia en el sentido habitual, sino que suponía “ir vestido de tal manera que se llame la atención al mínimo.” Según Loos, un frac rojo en un salón de baile llama la atención y por tanto no es moderno: lo que llama la atención resulta, para Loos, inapropiado. Ese principio, aclara, no es independiente de las circunstancias: un traje que pasaría inadvertido en Hydepark sería inapropiado en Pekín o en Zanzíbar. Aunque Loos reconocía la importancia de entender las condiciones específicas del vestir —lo que hoy, para un edificio, llamaríamos el contexto— tampoco recomienda vestirse como chino en Pekín o como africano en Zanzíbar. Con un dejo de ese eurocentrismo particular de Loos —que no ponía a su propia cultura de la Viena de fin de siglo al centro, sino al margen de las de Inglaterra o los Estados Unidos, donde, a sus ojos, la auténtica modernidad se estaba dando—, advertía que “para ir bien vestido no debe llamarse la atención en el punto central de la cultura:” traje negro de tres piezas y bombín al pasear a principios del siglo XX por alguna calle de una gran metrópoli tan moderna como el traje que se portaba. Para Loos, los comentarios sobre el buen vestir no reultaban ajenos a sus ideas sobre la arquitectura y el ornamento. Al contrario: formaban parte de una manera de pensar las artes decorativas como una expresión profunda y compleja de la condición cultural de un momento y un lugar específicos. Pero también eran parte de una concepción de la arquitectura que heredaba de la del arquitecto alemán Gottfried Semper. 


Semper nació a las afueras de Hamburgo el 29 de noviembre de 1803. Estudió historia y matemáticas antes de estudiar arquitectura en la Universidad de Munich. Viajó a París y luego su interés por la arqueología lo llevó a Italia y a Grecia. Fue profesor en Dresden y diseñó, además de edificios, escenografías para las óperas de su amigo Richard Wagner. Bruno Queysanne dice que para su principio del revestimiento  —que advierte que una superficie que recubra una estructura debe aceptar y revelar su condición superficial— Loos se basó en las ideas de Semper, “quien en la primera mitad del siglo XIX operó la inversión del paradigma vitruviano de la cabaña primitiva como origen de la arquitectura. Para Semper —sique Queysanne— la arquitectura no comienza con la construcción de una estructura que habrá, en un segundo tiempo, que rellenar, cubriendo los vacíos entre los elementos que componen el sistema de vigas y postes portantes,” sino  que “el primer gesto arquitectural es aquel que consiste en delimitar el espacio alrededor de un hogar desplegando un tendido que lo cierra, protegiéndolo y dándole forma al espacio donde reunirse. El problema técnico de sostener de pie tal tendido es secundario y encuentra distintas soluciones que no son resultado de la atribución de sentido a la forma espacial. Dicho de otro modo, para Semper, y para Loos después de él, el origen de la arquitectura es textil y no constructivo. En principio el vestido, el revestimiento, después el muro.” Para Semper “el arte de vestir la desnudez del cuerpo es probablemente una invención posterior al uso de cubiertas en campamentos y como delimitaciones espaciales.” Explica que si bien hay grupos humanos que no se visten eso no implica que no conozcan el arte textil. Para él es claro que “el inicio de la construcción coincide con el inicio de los textiles.” Esteras, cercas, techos de hojas y palmas e incluso otro tipo de cubiertas más complejas se tejen de modo similar a como se teje una tela. El vestido del cuerpo es por tanto, en la teoría de Semper, una consecuencia de la lógica arquitectónica que envuelve al espacio o, dicho de otro modo, un traje no es sino el recubrimiento de un espacio que se separa apenas unos milímetros de nuestra piel y cuyo soporte estructural es nuestro propio cuerpo. Se podría intentar, pues, siguiendo a Semper, una historia del espacio arquitectónico que partiera de los primeros textiles con los que se define un espacio que nos resulte tanto confortable como significativo, hasta la escafandra del buzo o el traje del cosmonauta, viviendas mínimas llevadas al límite.

28.11.16

la mirada del crítico


Arquitectura es una palabra. Así empieza el libro que publicó Herbert Muschamp en 1974, File under architecture. Muschamp nació en Filadelfia el 28 de noviembre de 1947. En la introducción a su libro Hearts of the City: the Selected Writings of Herbert Muschamp, Nicolai Ouroussoff, quien lo sucedió en el puesto de crítico de arquitectura del New York Times, dice que “su devoción por la ciudad cosmopolita se forjó en los suburbios.” El propio Muschamp dice que en su ciudad natal “la inhibición se confundía con el carácter” y Ouroussoff subraya la ansiedad que para un joven homosexual judío significó crecer en un suburbio conservador de una pequeña ciudad. Así, para Muschamp —como para muchos otros pensadores metropolitanos desde finales del siglo XIX— “las ciudades significaban libertad.” Tras un par de años estudiando en la Universidad de Pensilvania, Muschamp se mudó a Nueva York, donde entró a formar parte del círculo de ANdy Warhol, y estudió arquitectura en Parsons y luego en la Architectural Association de Londres. En File under architecture escribió:
Soy un arquitecto que no ha ni diseñado ni construido ningún edificio y que no tiene la inclinación a hacerlo. Me llamo arquitecto sólo por la cómica arrogancia, que es lo único que queda en la tradición occidental. De cualquier manera, los edificios duran tan poco en la actualidad y casi nadie se molesta en mirarlos. Los esquemas de planificación deben revisarse cada año y aun así siempre están atrasados. Los diseños conceptuales cósmico-cómicos del invierno pasado se olvidan con la llegada de la nueva linea de primavera. Los libros duran más, ocupan menos espacio, son más fáciles de cargar y resultan mejores regalos que la mayoría de los edificios. En un análisis final, la arquitectura no es un estado mental que haya evolucionado lo suficiente.
Con un guiño al esto matará aquello de Victor Hugo, la arrogancia del joven crítico —tenía 27 años al publicar ese libro—,  se confirmó más tarde con lo que Ouroussoff calificó como su más grande contribución “su uso liberal de la voz subjetiva. No escribía con la mirada distante del observador omnipotente sino como un participante activo, alguien que quería, con todo el corazón, enamorarse de aquella obra de la que escribía.” En el capítulo que le dedica a Muschamp en su libro Writing about Architecture: Mastering the Language of Buildings and Cities, Alexandra Lange dice que Muschamp era una figura que polarizaba opiniones, “un escritor de estilo exuberante y a veces excesivamente emocional.” Al comentar Hearts of the City, la antología de más de 900 páginas de sus textos, Johnathan Glancey dice que no pudo evitar pensar en Muschamp como “un buen novelista que tejió sus palabras a partir del tejido arquitectónico de Nueva York.” La arquitectura es una palabra.

La arquitectura y la ciudad le permitían a Muschamp hablar de otras cosas o, más bien, de todas las cosas y también personas. En 1999 escribió un texto titulado Trump, su gusto de oropel y yo, en el que empieza narrando cómo llegó el famoso y altanero desarrollador inmobiliario a un concierto de Ricky Martin en el Madison Square Garden entre gritos de “¡Señor Presidente!”. Era, dice, “la oportunidad de atestiguar de primera mano el más reciente ejemplo de la mezcla de política y espectáculo.” Del concierto, Muschamp pasa a narrar un encuentro entre Trump y él, mediado por Philip Johnson, frente a la Marilyn Dorada de Andy Warhol en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Johnson había diseñado la nueva fachada del edificio, construido originalmente en 1969, y Muschamp no había sido amable en sus comentarios, lo que había disgustado a Trump. Muschamp llega a describir a Trump como un personaje público que es en sí mismo un artefacto cultural: “no comparto su gusto pero me encanta su estilo.” Muschamp llega a sugerir que, arquitectónicamente, el problema no es sólo Trump, sino una cultura arquitectónica y urbana, así como un gobierno que impedían que los edificios que éste promovía estuvieran a la altura del personaje. La manera como describió la propuesta de Daniel Libeskind para el World Trade Center fue demoledora y generó, de nuevo, reacciones encontradas. Calificó la propuesta de Libeskind como kitsch y de mal gusto: “un ejercicio emocional manipulador de códigos visuales,” un diseño “demagógico incluso en tiempos de paz,” una muestra de simbolismo “nostálgico de un mundo anterior a la Ilustración europea, antes de que la religión hubiera sido exiliada del ámbito público.” Sin temor a ser subjetivo, como indicó Ouroussoff, ni emocional, como apuntó Lange, Muschamp cumplía con lo que escribió en 1974:
La arquitectura no necesita defensa alguna, ni prueba de validez, ni historiadores del arte que interpreten su valor o su lugar. La arquitectura no necesita comités de preservación ni expertos en reconstrucción. La arquitectura no necesita arquitectos, ni diseñadores, ni jurados, ni filosofía del diseño. La arquitectura requiere todo eso junto. No creo en la arquitectura.

27.11.16

híbridos

En música se llaman mashups, la reunión o mezcla de dos o más piezas ya grabadas generando otra que conserva características de todas ellas. Híbridos, digamos. Algo así como el personaje que Jackie Chan —7 de abril de 1954— construyó haciendo que Charlot —16 de abril de 1889 - 25 de diciembre de 1977— la haga de Bruce Lee —27 de noviembre de 1940 - julio 20 de 1973. Aunque estas mezclas han sido desde siempre la manera de producir lo otro —y no más de lo mismo— hoy parece que es un método de trabajo particularmente útil y muy recurrido —acaso hayamos descubierto que desde siempre ha sido el único posible. Al respecto, sobre su manera de escribir filosofía en su primera etapa, cuando escribió libros falsamente monográficos sobre autores como Nietzsche, Bergson, Kant o Spinoza, Gilles Deleuze escribió:

El modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer.

Se trata de ser lo que uno va a ser —de devenir otro podríamos decir ya que Deleuze viene al caso— a partir de alguien más: Jackie Chan mediante Chaplin y Bruce Lee. De decir lo que uno tiene que decir gracias a que se permite hablar con las voces de otros: Nietzsche, Bergson o Spinoza para Deleuze. Yo soy puro, nadie puede afirmarlo de sí mismo, dijo Vladimir Jankelevitch. El niño, dice Jankelevitch, es la pureza misma, pero no lo sabe: saberlo implica abandonar ese estado de inocencia y perder la pureza: “sólo lo impuro, con sus rugosidades, asperezas, disparidades y mezclas, ofrece de dónde tomarse a nuestro saber.”

La arquitectura moderna se quiso pura: inocente y original. Era una despiadada búsqueda del origen, una vuelta al principio y, sobre todo, a los principios. Y como cualquier otra vocación de pureza estaba construida en base a renuncias: no imitarás, no esconderás, no engañarás, no adornarás, no repetirás. Las tablas de la ley arquitectónica en la modernidad preconizaban una concepción inmaculada pero no en el sentido, perverso y hasta herético, en que la explica Deleuze: produciendo un engendro monstruoso que es y no es, al mismo tiempo, fruto de sus padres. Los híbridos fueron descartados de la historia oficial de la arquitectura moderna aunque, a fin de cuentas, la pureza original no se trate, probablemente, más que de un viejo e impuro mito. Pronto reapareció en la arquitectura —como en otras formas de hacer y construir— el arte de la mezcla: de Aalto a Barragán o de Scarpa a Coderch y muchos otros. Por supuesto, es un arte en el que la capacidad de elegir los ingredientes y saber combinarlos es primordial: poco importan los gestos acrobáticos del barman si la mezcla no es precisa y la calidad de los ingredientes incuestionable. Jackie Chan no sería lo mismo si el híbrido no partiera de Chaplin y de Bruce Lee. Deleuze construye su tribu de pequeños monstruos buscando una serie de padres que tengan cierto aire de familia.


Porque en el fondo no se trata de estilos sino de ideas o, dicho con esa palabra da la que tanto se abusa, de conceptos. Deleuze ya con Guattari —que dijeron que al escribir no eran dos sino muchos pues ya cada uno era legión— afirman que no hay concepto simple, todo concepto tiene componentes y se define por ellos, todo concepto es una multiplicidad. Dicen también que todo concepto remite a un problema, y más, a unos problemas —en plural— sin los cuales carecería de sentido. No es que el concepto sea la solución del problema —el camino no es tan corto—, sino que, simplemente, el concepto no es el puro principio. Por eso dicen también que todo concepto tiene una historia, por lo que pretender empezar por el concepto no tiene sentido —o tiene el doble sentido de empezar por en medio, que no está mal pero que implica la necesidad de ir por lo menos en dos direcciones al mismo tiempo: hacia atrás, entendiendo la historia del concepto, y hacia adelante, proyectándolo al futuro. Todo concepto es, pues, como toda obra y toda cosa, un híbrido.

26.11.16

domesticidad artificial


En su libro The Tourist, A New Theory of the Leisure Class, Dean MacCannell asegura que el turista es “uno de los mejores modelos posibles para el hombre moderno en general.” El turista no es un viajero —como explica Paul Bowles al principio de su novela El cielo protector—: es un mirón —aunque voyeur suena menos despectivo—, un mirón que se desplaza, por temporadas, a través de un mundo que entiende como experiencia y representación. “Toda atracción turística es una experiencia cultural,” dice MacCannell, pero esa experiencia se concibe como algo que debe tenerse y que, de cierta manera, no puede transmitirse a otros —por eso una guía de turistas es exactamente lo opuesto a un libro de viajes (aunque a Joseph Roth estos últimos tampoco le convencieran: dictados, decía, por un espíritu estúpido incapaz de creer en la variabilidad del mundo).

Domesticidad artificial parece una tautología pues lo doméstico es el otro lado de lo natural, es aquello que se opone pero también, de algún modo, delimita o incluso construye su afuera: la naturaleza. Lo doméstico y lo domesticado son el dominio de lo artificial. Pero hay grados de autenticidad. La casa del campesino, la casa de la abuela, la casa que habita el filósofo en el bosque, se piensan como ejemplos del habitar auténtico, arcaico. Walter Benjamin, quien escribió en los años veinte en su libro Dirección única: “hemos olvidado hace tiempo el ritual según el cual fue edificada la casa de nuestra vida,” pasó un par de temporadas a principios de los años treinta en Ibiza. En su libro Experiencia y pobreza, Walter Benjamin en Ibiza, 1932-1933, Vicente Valero cita unas lineas del diario de Benjamin, escritas unos cuantos días después de haber desembarcado por primera vez en la isla, impresionado por las casas de los campesinos ibicencos, ocupadas por objetos y utensilios “verdaderamente valiosos”: “el auténtico secreto de su valor es esa sobriedad, esa parquedad del espacio vital, en el cual no sólo pueden ocupar visiblemente el lugar que les corresponde, sino que tienen espacio de juego suficiente para poder satisfacer la gran cantidad de funciones ocultas, sorprendentes una y otra vez, en virtud de las cuales el objeto vulgar se convierte en valioso.”   Probablemente nada de eso lo encontraría Benjamin —ni ninguno de nosotros— en las miles de habitaciones de hotel que hoy se encuentran en la isla y que ya no se presentan como ejemplo de una forma de habitar arcaica, ni siquiera cuando intentan representarlo —ahí o en cualquier otro destiño turístico.

Amigo de Benjamin, Siegfried Kracauer estudió ingeniería, arquitectura y filosofía. Entre 1922 y 1933 trabajó como editor de cine y literatura en el Frankfurter Zeitung, donde también era corresponsal Benjamin. Al igual que éste, al llegar los Nazis al poder en Alemania se exilió a París pero, a diferencia de Benjamin, abandonó Europa hacia los Estados Unidos en 1941 y vivió en Nueva York hasta su muerte, el 26 de noviembre de 1966, a los 77 años. Aun en Europa publicó su libro de ensayos Ornament der Masse, el ornamento de la masa. Uno de los textos incluidos fue El lobby del hotel. Neil Leich dice que para Krakauer “la modernidad se caracterizaba por un desarraigo trascendental ejemplificado en el lobby del hotel.” Kracauer escribió que, bajo la luz artificial del lobby del hotel, las caras desaparecen, “las idas y vueltas de los desconocidos que se han vuelto formas vacías” se archivan “como inaprensibles fantasmas planos” y “sin interior.” Cincuenta años después Frederic Jameson dedicará un capítulo de su libro El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado a un hotel en particular: el Bonaventure, en Los Ángeles, diseñado por John Portman. Portman, nacido en 1924, se hizo famoso sobre todo por sus enormes hoteles —Hyatt, Hilton, Marquis, Westin— caracterizados por sus gigantescos atrios —o patios interiores— de varios niveles de altura. El Bonaventure se construyó entre 1974 y 1976 en el centro de Los Ángeles, con 35 niveles y más de 1400 habitaciones y suites. Para el geógrafo Edward Soja constituye una representación concentrada de la espacialidad del capitalismo tardío y Jameson escribe que “la miniciudad ideal del Bonaventure de Portman no debería tener entradas en absoluto, puesto que la entrada es siempre una abertura que liga al edificio con el resto de la ciudad que lo rodea: el edifcio no desea ser parte de la ciudad, sino antes bien su equivalente o el sucedáneo que toma su lugar.” Pero eso, termina afirmando Jameson, “es obviamente imposible o inviable.” De los ocupantes sin interior, puro exterior, de Kracauer, al espacio sin exterior, puro interior, de Jameson, la conclusión lógica tal vez fuera la que delinea Rem Koolhaas en su Ciudad genérica: “el hotel implica ahora un encarcelamiento, un voluntario arresto domiciliario; no queda otro lugar donde ir que pueda competir con él; llegamos y nos quedamos.”


Por eso el artificio es característica de todos los hoteles: sean minimalistas o estrambóticos, modernos o repitan estilos antiguos. Morris Lapidus con su arquitectura del exceso y el disfrute lo sabia bien: demasiado diseño nunca fue suficiente. Demasiado diseño no es una apreciación estilística sino una constatación ideológica y, más, operativa. Que la domesticidad artificial del hotel funcione, sea en el último hotel de moda de una gran metrópoli o en las pequeñas palapas de palma, en un pueblo de pescadores en Michoacán o en una playa privada para la socialité internacional en Nayarit, depende de esta intensidad del diseño, de esa capacidad de no dejar ni un cabo suelto —de no permitir que se vea el revés de la tapicería, donde las figuras reconocibles se transforman en nudos casi abstractos. Y si se ve, debe ser en su condición de representación de su propia calidad como revés. Como explica Jamson el exterior sólo puede ser interiorizado por intermedio del hotel mismo, para que el efecto prisión sea completo y, al mismo tiempo, imperceptible y el sujeto sin interior que ocupa el hotel viva tranquilamente su aventura controlada hasta el más mínimo detalle. Por supuesto hay que intentar ver al otro lado: un afuera que no es sólo la calle que rodea al hotel, sino más allá: el otro lado del turista: el inmigrante y el refugiado, y el otro lado del hotel: el campo que los acoge. En el borde, tal vez esas dos caras de la moneda se toquen.

25.11.16

demasiado nunca es suficiente


A la semana de su muerte, The Economist publicó un obituario que decía: 
Cuando el Fontainebleau abrió en Miami, su arquitecto, Morris Lapidus, orgullosamente lo calificó como “el hotel más pretencioso del mundo.” ¿Pretencioso? Rápidamente corrigió el desliz: “deslumbrante” (flamboyant) era lo que quería decir, por supuesto. Sin embargo, un lexicógrafo puede notar que, en su significado anglofrancés original: hacer creer, pretencioso era la palabra precisa para describir el estilo del señor Lapidus.

Alice T. Friedman escribió que, “ridiculizado por su populismo sin pena,” Morris Lapidus fue después celebrado como “el arquitecto del sueño americano,” resultando “una figura controversial en la historia de la arquitectura de los Estados Unidos.” Lapidus nació el 25 de noviembre de 1902 en Odessa —la ciudad de la larguísima escalinata en la que cientos de obreros son asesinados en la película de Eisenstein El acorazado Potemkin. Huyendo de las persecuciones y matanzas de judíos, su familia se exilió en Nueva York, donde Lapidus estudió arquitectura en la Universidad de Columbia, recibiéndose en 1927. En Nueva York empezó diseñando interiores de tiendas y escaparates hasta que a finales de los años 40 empezó a diseñar hoteles en Miami. El más famoso de todos, el Fontainbleau, abrió en 1954. Friedman dice que “combinando estrategias de diseño de la mercadotecnia con las del diseño arquitectónico de élite, sus hoteles se convirtieron en sinónimo de los placeres y los peligros del consumismo estadounidense y de la cultura de masas en el periodo que siguió a la Segunda Guerra.” Sus hoteles, agrega, combinaban “elementos de la sobria arquitectura moderna y la tecnología más novedosa con imaginería romántica y motivos sacados de la historia y de lugares exóticos y lejanos.” De hecho, Friedman equipara a Lapidus con “Walt Disney y otros productores de entretenimiento popular del periodo,” que reconocían que “la artificialidad y la fantasía, aunque despreciadas como kitsch auto-indulgente por muchos comentaristas de la época, ofrecía una bienvenida distracción a los consumidores preocupados por la guerra fría.”

En 1996, Lapidus publicó su autobiografía titulada Too much is never enough: demasiado nunca es suficiente, un irónico guiño a uno de los más preciados lemas de la arquitectura moderna, el menos es más atribuido, equívocamente según parece, a Mies van der Rohe. Gabrielle Esperdy cuenta que Lapidus decía que hacía “simplemente lo que Louis Sullivan promulgaba: mis formas siguen las funciones,” y que en 1946 escribió un ensayo titulado Una de las funciones de una tienda es atraer. Ahí Lapidus afirmaba que la arquitectura debía satisfacer “esa intangible atracción extra dramática que todo ser humano desea.” La facilidad con la que Lapidus utilizaba cualquier forma arquitectónica, de cualquier época y lugar, combinando referencias de la vanguardia y la alta cultura con la cultura popular, el espectáculo y la decoración, hicieron que muchos lo vieran como un posmoderno avant la lettre. Su arquitectura, decía Lápidus, era realmente emocional. Friedman cita justo un texto que Lapidus publicó en 1961 titulado Architecture and emotion:
Sostengo que ninguna arquitectura ha sido jamás aceptada, ni lo será, a menos de que satisfaga la necesidad primitiva, temprana e inevitable, por ornamentar y adornar. Mies van der Rohe no puede cambiar la naturaleza humana. Ningún arquitecto será capaz de erradicar esa emoción primitiva, el primer amor por el adorno. Y más aun: a menos y hasta que lo aceptemos y lo hayamos satisfecho, nosotros, como arquitectos, no produciremos jamás una verdadera arquitectura de nuestra época. 

Un año después, sin ninguna duda, Lapidus declaró: soy moderno.

24.11.16

lo que puede un cuerpo


Por encargo del poderoso gremio de cirujanos de la ciudad, Rembrandt pintó La lección de anatomía del Doctor Nicolaes Tulp en 1632, en una casa de la Breesttraat en el barrio judío de Ámsterdam (al parecer, el artista optó por vivir allí para tomar de sus vecinos los modelos con los que trabajaba en sus modelos bíblicos), a pocos metros del lugar en el que ese mismo año nacía un niño al que su padre Michael d’Espinosa y su madre Hannah Deborah bautizaron como Baruch.
Así empieza Diego Tatián su libro Baruch, que cuenta la vida de Benedito de Espinosa: Benedict o Baruch Spinoza, nacido el 24 de Noviembre de 1632. Su familia era de origen español y portugués. Al morir su padre, en 1654, Baruch y su hermano se hacen cargo de sus negocios hasta que, dos años después, aquél es excomulgado por sus ideas. La excomunión judía, dice Deleuze, tenía también un sentido político y económico: literalmente el excomulgado era expulsado de la comunidad. Spinoza se convirtió en un viajero, “no por las distancias que recorre,” aclara Deleuze, sino por su relación con las cosas y los espacios que ocupan: “su capacidad para frecuentar pensiones amuebladas, su ausencia de vínculos, de posesiones y propiedades.” Su filosofía es esencialmente política: “una empresa radical de desengaño,” afirma Deleuze, que “no es independiente de su popularización: la construcción de una filosofía popular —explica Tatián— protegida por el anonimato, el seudónimo, la clandestinidad y orientada a la emancipación religiosa y política que testimonia una confianza en la potencia transformadora de las ideas.”

Para Deleuze, una de las grandes proposiciones filosóficas de Spinoza consiste en “instituir al cuerpo como modelo.” No sabemos ni siquiera lo que puede un cuerpo, dirá en su Ética. Lo que sabemos del cuerpo es mucho menos de lo que el cuerpo sabe de nosotros y de lo que sabemos desde el cuerpo. Desde ahí, según Deleuze, Spinoza remplaza una moral basada en valores inmutables —el Bien y el Mal, así, con mayúsculas— por una ética basada “en la diferencia cualitativa de los modos de existencia: bueno o malo.” Por su parte, Antonio Negri dice que Spinoza fue el fundador teórico de la democracia moderna. Como extranjero y expulsado, imagina una democracia que no es privilegio sólo de los hombres libres —como en la Grecia clásica— sino una capacidad o, más bien, una potencia de la multitud.


El primero de los Panfletos del Funambulista, editados por Leopold Lambert, está dedicado justamente a Spinoza. En uno de los textos incluidos, Lambert explica tres de los cuatro modos de la percepción que Spinoza: primero el empírico, segundo el empírico-racional y, tercero, el puramente racional. Deleuze ejemplifica los dos primeros tipos de percepción o conocimiento explicando que el primero es como lanzarse al agua, aun sin saber nadar: conozco el agua en cuanto me enfrento a ella o, más bien, en cuanto choco con ella: el choque es propiamente mi conocimiento del agua. Nadar corresponde al segundo tipo de conocimiento: “tengo un saber hace —dice Deleuze—, un sorprendente saber hacer; tengo una especie de sentido del ritmo, de la rítmica.” No es un conocimiento abstracto o matemático. Hay, por supuesto, un conocimiento abstracto en el saber nadar que puede incluso teorizarse, pero saber nadar es, literalmente, un saber del cuerpo o, más precisamente, el conocimiento específico que tiene un cuerpo para componerse o relacionarse con otro, el agua. Nadar, y cualquier forma de conocer o percibir de este tipo, es una potencia puesta en acto. Lambert sugiere que hay ciertas formas de la arquitectura que corresponden a ese segundo tipo de conocimiento, pero podríamos incluso asumir que la arquitectura, toda, no puede escapar a esa forma de conocimiento sin perder algo. No puede basarse en un conocimiento meramente empírico y casi circunstancial, como tampoco puede presumir que deriva de un conocimiento abstracto, puro, ideal. La arquitectura probablemente se da —se debe dar— en ese cruce entre lo empírico y lo racional, en ese momento en el que un cuerpo revela su potencial: lo que puede un cuerpo al encontrarse con otro.

23.11.16

el rey y yo


No se trata de la película ni del musical de Rogers y Hammerstein en que se basó —a su vez basado en la novela de Margaret Landon, Anna y el Rey de Siam, que deriva de las memorias de Anna Leonowens, institutriz de los 82 hijos del Rey Rama IV o Mongkut, de Siam, hoy Tailandia. Al sur, en Camboya, entre 1955 y 1970, Vann Molyvann estuvo a cargo del departamento de Obras Públicas y fue nombrado Arquitecto del estado por Norodom Sihanouk, Rey entre 1941 y 1955 y después, tras abdicar en favor de su padre, Primer Ministro, Jefe de Estado y de nuevo Rey entre 1955 y 2004. Sihanouk le encargó a Molyvann gran parte de la obra que imaginó para el nuevo régimen de Camboya, que recién había obtenido su independencia de Francia.

Vann Molyvann nació el 23 de noviembre de 1926. En 1946 obtuvo una beca y se fue a estudiar arquitectura en París. Diez años más tarde regresó a Camboya, donde fue uno de los primeros arquitectos con formación occidental y diploma de aquél país. Trabajando para Sihanouk diseñó el plan urbano de Phnom Penh y, en un lapso de trece años, más de cien edificios públicos, incluyendo el Teatro Nacional, los edificios de los Ministerios, el Palacio de Estado y el Complejo Deportivo Nacional. Dustin Roasa escribió en Los Angeles Times que Nordom Sihanouk veía a la arquitectura “como una manera de expresar las aspiraciones de progreso y modernidad del recién independizado pueblo de Camboya. Dirigió significativas porciones del presupuesto nacional a la construcción de proyectos y aprovechó la situación neutral de su país durante la Guerra Fría.” La relación de Molyvann con Sihanouk era cercana y directa. En una entrevista con Claire Knox publicada en el 2013, Molyvann dijo:
Sihanouk y yo éramos colegas. Le tenía un gran respeto. Puedo contarle la historia de la manera como daba órdenes, que inspiraba. Un día, en los años sesenta, me llamó junto con un ingeniero khmer entrenado en Francia, un físico y algunas personas más. Tuvimos una junta en el Palcio Real y nos dijo que acababa de regresar de Indonesia: “ellos se acaban de independizar y ya tienen muchas universidades, ¿por qué nosotros no? ¡Eso es el futuro!” Me dijo: “tu, Molyvann, crearás la Universidad Real de Phnom Penh.” Me dieron un pequeño auto italiano y salí a buscar estudiantes y maestros y académicos para crear el consejo de la universidad.

En 1970 Sihanouk, el Rey vuelto Primer Ministro, fue depuesto mientras estaba en Moscú; luego se exilio a China mientras en Phnom Penh fue sentenciado a muerte. Molyvann, su arquitecto, se exilió junto con su familia a Suiza donde, durante las siguientes dos décadas, fue consultor de las Naciones Unidas. Tras la caída del Khmer Rouge y luego de la República Popular de Kampuchea, En 1993 se restauró la monarquía y Sihanouk regresó a su país, sin ejercer realmente el poder. También Molyvann regresó  y fue puesto a cargo del cuidado de los templos de Angkor, puesto del que fue removido al acusar la corrupción del gobierno. Roasa dice que, ya sin contacto con el gobierno, Vann Molyvann ha visto el paisaje urbano de Phnom Penh transformarse: el gobierno actual no quiere dejar en pie nada anterior a 1979 y se imaginan que la ciudad debe ser como Shanghai o Bangkok, favoreciendo las construcciones en altura. Molyvann piensa que ya no hay futuro para sus edificios, muchos de los cuales han sido demolidos o alterados. El arquitecto del Rey no encontró su lugar en un mundo donde controlado por el mercado y los inversionistas. Molyvann piensa que, en su país, “el gobierno podría hacer algo para preservar los edificios —dice. Trabajan muy cerca de los desarrolladores inmobiliarios y podrían aconsejarles. Pero sólo están interesados en vender la tierra.”


A los 90 años, Molyvann vive aun en Camboya, donde varias asociaciones civiles intentan proteger algunos de sus edificios que aún se conservan.

22.11.16

olvidar a barragán


En la sección de Decoración Interior del primer número de la revista Arquitectura y Decoración, publicada por la Sociedad de Arquitectos Mexicanos en agosto de 1937, se presentaron “fotografías de algunos detalles de interiores de las casas número 141 y 143 de la avenida México,” en la colonia Hipódromo de la ciudad de México. “Las dos casas —continúa la presentación de la revista— son obra del arquitecto Luis Barragán; construidas, cada una, en el pequeño espacio de cuatro metros de frente por doce metros de fondo.” En el segundo número de la revista, se publicaron de nuevo fotografías de la decoración interior de otra obra de Barragán, “la residencia de don Gustavo Maryssael, calle de Guadiana número 3 de esta capital.” Las tres casas pertenecen al periodo racionalista —por llamarlo así— del famoso arquitecto. A partir de 1936 Barragán deja Guadalajara para instalarse en la ciudad de México donde construyó cerca de veinticinco casas de inspiración “corbusiana” y de “carácter netamente comercial,” según escribió Louise Noelle. Para Juan Palomar el éxodo a la capital de Barragán “significó también, ante las dificultades económicas que en lo personal le representara la pérdida por su familia de buena parte de sus haberes a causa de la reforma agraria, un nuevo horizonte para lograr la solvencia económica. El recuerdo de Rimbaud que emigra a África y se dedica al comercio quizá no sea descabellado: la producción arquitectónica de Barragán en sus primeros años en México testimonia un despiadado afán de hacer dinero. No carecen de interés, sin embargo, sus obras de esa época, que dan cuenta de un esfuerzo sincero por adoptar el triunfante lenguaje del funcionalismo y conciliarlo con sus ya conscientes preferencias y raíces estéticas.”

Las casas de avenida México y de la calle Guadiana, como los departamentos de la Plaza Melchor Ocampo, realizados junto con Max Cetto, puede que sean ejemplo de esa arquitectura a la vez funcional y comercial, pero revelan ya —como apuntó de paso Palomar— ciertas opciones estéticas. Sobre todo al interior, donde Barragán se mueve con gran libertad en esa zona limítrofe entre decoración e interiorismo, ahí donde se tocan el ambiente y el espacio —abstracción cara a los arquitectos del siglo XX. El espacio en Barragán y, sobre todo, la actualidad del mismo en relación a la práctica y al discurso modernos, es un tema tratado de manera marginal. De las múltiples influencias, las interpretaciones prevalecientes ha privilegiado aquellas que se refieren a una revaloración de las tradiciones nacionales y las más pintorescas y románticas entre las externas —los jardines de Ferdinand Bac, la arquitectura marroquí. El mismo Barragán favoreció esa visión sesgada al construir su propio mito, cuando “se confiesa única y fuertemente impactado —escribió Humberto Ricalde— por la mítica Alhambra (tan multimencionada por todos sus ensalzadores a propósito de su obra de madurez) o por el África del Norte, los pueblos islámicos y la arquitectura vernácula europea.”

Para Ricalde, cabe preguntarse si cuando —tras recibirse como ingeniero en la Universidad de Guadalajara— emprende un “viaje de casi dos años por una Europa que era el recipiente del caldo de cultivo de la Modernidad, previamente condimentado por las vanguardias figurativas anteriores a la Primera Guerra Mundial, la fuerza propagandística y publicitaria de un Le Corbusier, de un Gropius a la cabeza de la Bauhaus, de los polemistas Van Doesburg y Oud o del desacralizador Loos con su teoría del Raumplan (engarce espacial interior mediante áreas de estar recabadas en volúmenes a doble altura e interconectadas por escaleras direccionales; presente desde el inicio del siglo XX en la obra de Adolf Loos), no dejaron su primera huella en el culto e informado arquitecto en ciernes.”

Para el crítico inglés William Curtis “un examen superficial de las obras de Barragán revela varias influencias obvias de los maestros modernos.” Afirma que Barragán siguió el ejemplo de Le Corbusier, especialmente en la Casa para Dos Familias, de 1936, en la ciudad de México, donde empleó una estructura de hormigón, muros blancos, azoteas y amplias ventanas.” Se trata de las casas publicadas en el primer número de Arquitectura y Decoración. Para Curtis —como para Palomar—, el periodo en que Barragán construye esas casas y departamentos funcionalistas, en los últimos años de la década de los 30 y los primeros del 40, es un paréntesis entre sus primeras obras en Guadalajara y su obra de madurez. Israel Katzman precisó: un paréntesis comercial. Un periodo de especulación que, para no llamarla formal —lo que parecería ser peor pecado— se califica de financiera.

“Actualmente —escribió en 1930 Ludwig Wittgenstein—, la diferencia entre un buen arquitecto y uno malo estriba en que éste cede a cualquier tentación, mientras el primero le hace frente.” Barragán, buen arquitecto, salió librado de las tentaciones tras enfrentarlas y, según opina Curtis, vio “más allá de las trampas del movimiento moderno,” percibiendo las “semejanzas entre las tradiciones vernáculas mediterráneas y mexicana,” y esforzándose en “reconciliar las diversas vertientes de sus años de formación.” Barragán parece que sobrevivió, sin contagio, al contacto con la modernidad radical de entreguerras. Pero, ¿qué si esa modernidad abrazada temporalmente por Barragán no era una trampa, no fue un paréntesis, un error, una desviación? En un texto publicado en la revista Vuelta en 1989 y titulado Barragán, el otro, Xavier Guzmán escribió que las obras que construyó Barragán en ese periodo y que, “en apariencia, son de un carácter radicalmente distinto,” son “lo más valioso e importante de su obra. Descreo en absoluto –dice– de aquella visión que quiere reducir lo construido entonces a un impasse de especulador con tierra y arquitectura urbana.” Es claro que hay en esa arquitectura de Barragán influencias directas e indirectas que se revelarán más tarde, en su obra de madurez, como coincidencias o, mejor, sintonías con las arquitecturas de su tiempo, y habríamos entonces de preguntarnos, como Ricalde, “cómo filtra, asimila e integra esa huella —tan marcada en sus obras de la colonia Cuauhtemoc— del movimiento moderno al lenguaje con que nos lo encontraremos expresándose en la segunda mitad de los cuarenta.”

Luis Barragán murió el 22 de noviembre de 1988. Tal vez, a casi 30 años de su muerte, habría que olvidarlo. Olvidar a cierto Barragán para recuperar una figura más compleja. Olvidarlo, claro, con ese olvido que resulta ingrediente básico de pensar críticamente. Olvidar al Barragán de la identidad nacional hecha muro y edificio, al de la hacienda recuperada y el establo trasvestido en residencia. Olvidar las fotos, sobre todo, aunque recordar que son en blanco y negro, para que nos ayuden a olvidar los colores y toda la banalización que los vuelve tema de guía de viajero y cliché que reduce a fórmula una idea: al mexicano le gustan los colores. Olvidar, pues, los colores, y pensar lo que muestran las fotos: luz, para entender que el color es otra forma de la luz y no un carnet de identidad cromática: olvidar el pantone del nacionalismo. Y volver a olvidar las fotos, por que ellas se olvidan también del espacio. Pero olvidemos también, de paso, aquello de que la arquitectura es puro espacio y de que éste jámas sale en la foto. Recordemos mejor la historia del espacio que lo revela como una idea, como un concepto cuya invención tiene lugar en un momento de la arquitectura y cuyas transformaciones aún no cesan. Olvidemos esas fotos pero recordemos, como propuso Keith Eggener, que son parte de una clara e inteligente estrategia para fabricar una imagen, de la arquitectura y del arquitecto. Recordemos que, según Beatriz Colomina, la arquitectura moderna se hace a sí misma en el juego de la publicidad y las publicaciones, y olvidemos al Barragán asumido como antídoto local a lo moderno internacional. Asumamos al Barragán absolutamente moderno. Y deberemos olvidar, para ser consecuentes, el olvido de esa historia y pensar en las convergencias de Barragán, por ejemplo, con Loos y sus espacios que se traban rebasando el lugar que la planta les asigna, mayores quizás que con la hacienda y el color anaranjado. Pensemos que hay una operación que tiene por objetivo al ambiguo espacio concebido por la modernidad arquitectónica y que se detiene en la zona donde el interior se diferencia del exterior.


Sobre todo, no nos olvidemos de olvidar a los seguidores, a todos los que no han hecho más que copiar y reproducir lo que el maestro inventó en silencio, quizá, pero no de la nada y tampoco sólo de sus recuerdos de la infancia. Olvidemos la leyenda del creador ingenuo. Olvidémonos de los gruesos muros de aplanado rudo, ocres o anaranjados, y de las ventanitas o ventanotas cuadradas. Olvidémonos de las vigas de madera y también de pensar que sustituyéndolas con otras de acero se moderniza el asunto. Olvidémonos del espejo de agua y de los cántaros de barro enmohecidos. Olvidémonos del papel de china, de los muebles que fingen ser rústicos y de las esferas de espejo, aunque sea sólo por un momento para intentar recordar a Barragán, el otro.

21.11.16

esto no es una casa


Esto no es arquitectura, dijo Nikolaus Pevsner de un cobertizo de bicicletas o, para ser precisos, dijo que un cobertizo de bicicletas era un edificio, mientras que la Catedral de Lincoln era arquitectura. No se trata de la negación de la identidad de algo sino, al contrario, de una doble afirmación: el cobertizo es un edificio y la catedral es arquitectura; una doble afirmación que implica una diferencia. Y para ser más precisos, una diferencia entre tipos de edificios, pues la afirmación de Pevsner continúa declarando que prácticamente todo lo que determina un espacio a la escala suficiente para que un ser humano se mueva en su interior, es un edificio —¿puedo considerar que me muevo dentro de una capa o una túnica suficientemente amplia y, por tanto, que es un edificio?—, pero que no todos los edificios son arquitectura: sólo aquellos diseñados con fines estéticos —lo cual no explica claramente la primera parte de la afirmación de Pevsner: que un cobertizo de bicicletas es sólo un edificio, pues no aclara si, de haber sido diseñado con fines estéticos, entonces sería tan merecedor de ser calificado como arquitectura cual la Catedral de Lincoln. No queda suficientemente claro, pues, si Pevsner apunta, en los términos de Deleuze, a una diferencia de grado o de naturaleza: ¿la arquitectura es como cualquier edificio excepto que más bello —y entonces habría que preguntar qué tanta belleza hace falta para que el edificio común y corriente se transforme en arquitectura— o la belleza —la finalidad estética, para no caricaturizar el argumento— genera un cambio radical en la naturaleza de lo edificado?

Esto es una escultura, dijo Rosalind Krauss de un agujero hecho en la tierra por Mary Miss. Pero en vez de determinar exactamente qué es una escultura, Krauss abre un campo en el que lo escultórico se define casi por descarte: no es ni arquitectura ni su contrario, no-arquitectura, ni paisaje ni su contrario, no-paisaje. De nuevo cabe preguntarse si esa diferencia es de grado o de naturaleza: una escultura un poco más útil y habitable, ¿ya es arquitectura? Y si más extensa, ¿se convierte en paisaje?

En su libro Abysmal, el geógrafo Gunnar Olsson habla de la cuestión de la identidad, de “cómo reconozco algo cuando lo vuelvo a encontrar:” ¡eso es arquitectura, eso otro, escultura! Olsson explica el tema de la identidad a partir de las ideas de Gottlob Frege y dice que una proposición de identidad, como la Catedral de Lincoln es arquitectura, que puede presentarse mediante la fórmula general a=b, puede ser al mismo tiempo verdadera e informativa, mientras que una proposición de identidad como la catedral es una catedral, o genéricamente a=a, es verdadera —y habría que decir que necesariamente verdadera— pero no informativa. Olsson agrega entonces que proposiciones del tipo a=a no agregan nada a nuestro conocimiento, mientras que las del tipo a=b sí. “Conocer es, por definición, decir que algo es algo más.” Y Gertrude Stein, al decir que una rosa es una rosa es una rosa, está, por paradójico que parezca, de acuerdo.

Esto no es una pipa. Entre 1928 y 1929, René Magritte pintó una serie de cuadros titulados La traición de las imágenes. Magritte, nacido el 21 de noviembre de 1898 en Bélgica, Empezó a estudiar dibujo en la segunda década del siglo XX y en 1922, tras ver una reproducción de un cuadro de Giorgio de Chrico, empezó a definir sus propios intereses. En los cuadros de la serie La traición de las imágenes el dibujo del perfil de una pipa es acompañado por la leyenda Ceci n’est pas un pipe: esto no es una pipa. Michel Foucault escribió un texto sobre todas las paradojas y ambigüedades de esa obra: a frase miente porque vemos una pipa, pero no miente porque lo que vemos no es la pipa sino su representación y tampoco miente porque la frase misma, si se lee como referida no al dibujo sino al texto, no es una pipa, aunque la frase no es sólo una frase sino parte de un dibujo —“en un cuadro, las palabras poseen la misma sustancia que las imágenes,” dijo Magritte—, funcionando al mismo tiempo como el título o nombre de la obra, etcétera.


Aunque las paradojas son más evidentes dada la naturaleza particular de esa obra y en genreal del trabajo de Magritte, la distancia entre lo escrito y lo descrito mostrada en un dibujo o una imagen siempre será problemática, sobre todo si se trata de una afirmación sobre lo que algo es o no es: esto no es una pipa, anuncia el mismo dibujo que representa una pipa, esto es una casa, dice el arquitecto mientras muestra un dibujo de una casa por construir; dibujo que, de hecho, representa la idea de una casa —y aquí habrá que oír en idea la etimología griega de eidos: imagen— pero no a la casa construida, aun inexistente. Si un plano —que es una especie muy particular en la categoría de los dibujos— muestra las relaciones a establecer entre distintas partes y la serie de pasos a seguir para construir algo que terminará siendo una casa —¿esa casa, la que está en el dibujo?—, ese dibujo es o no una casa. Como la obra de Magritte, un plano podria anunciar y enunciar que eso no es una casa —o una biblioteca o una fábrica o la acometida eléctrica de la fábrica— y mentir, o no.

20.11.16

de chirico en nueva york


“Mi mas antiguo recuerdo es de una gran habitación con un techo muy alto. En las tarades, estaba oscuro y sombrío; las lámparas de parafina estaban encendidas y las persianas en su lugar.” Así empieza sus memorias Giorgio de Chirico, con la descripción de un ambiente. Nació en Volos, Grecia, hijo de padres italianos, el 10 de julio de 1888. Cuenta cómo lo afectaron la muerte de su hermana y el nacimiento de su hermano, Andrea —que también fue pintor con el seudónimo Alberto Savinio—, y cómo en esos tiempos sintió “los primeros reclamos del demonio del arte.” Estudió en Atenas y en Florencia y luego en Alemania. “Antes de los veinte años, ya había entendido toda la música y la literatura clásicas, toda la filosofía, antigua y moderna, pero fue mucho después que logré entender el misterio de la gran pintura.” Luego vivió en París y regresó a Italia donde fue llamado al ejército en 1915 —“sin descuidar sus deberes de pintor,” dice él mismo en una nota biográfica firmada con el seudónimo Angelo Bardi. Fue antes de esa fecha, en su periodo parisino, que pintó los cuadros que lo hicieron famoso, la etapa metafísica, que el describe como “paisajes urbanos, composiciones en las que los elementos arquitectónicos jugaban un papel importante,” y cuya influencia varios pintores reconocieron y muchos otros resintieron, como también, por supuesto, arquitectos, desde Le Corbusier hasta Aldo Rossi. Según Alexander Gorlin, a Le Corbusier de Chirico lo marcó en la manera ambigua de tratar la relación entre interior y exterior —el caso extremo sería su famosa terraza surrealista del apartamento Béistegui, pero también su misma idea del urbanismo: “el exterior también es un interior,” advertía. Rossi, por su parte, llegó a decir que no existía una relación más precisa y arquitectónica entre estudio y realidad que las plazas de Italia pintadas por de Chirico.

El ambiente que describe desde la primera línea de sus memorias y los que pintó después, podrían no tener nada que ver con una ciudad como Nueva York, aunque es cierto que cuando de Chirico visitó aquella ciudad, su manera de pintar ya había cambiado. En un texto de 1938, titulado He estado en Nueva York, dice que al llegar a aquella ciudad “todo se aparece —los rascacielos de Wall Street, la neblina, la arquitectura larga, blanca y cubista, alineada apropiadamente y con reminiscencias de reconstrucciones históricas en Babilonia o la Roma Imperial, ejecutadas en yeso siguiendo los planos y dibujos de meticulosos arqueólogos— como bañado por una luz de otro mundo.” Parece que el pintor de los paisajes metafísicos ve la gran ciudad de América con otra sensitividad, una cualidad que, según de Chirico, es propia de las personas —y es “una cualidad moral que nunca se encuentra sola, sino como parte de un conjunto superior de cualidades unidas en el carácter y el intelecto”— y no en las obras de arte. En otro texto, del mismo año, titulado La metafísica de América, de Chirico dice que Nueva York —“donde los perros y los niños son omnipresentes”— se le apareció tal y como a menudo lo veía en las películas: “primero de lejos, luego cerca y a la mano en el océano aun silencioso.” Como otros después de a él, a de Chirico Nueva York —la capital del siglo XX, si la hubo— le parece “una ciudad muy vieja, habitada por humanos que parece que tomaron el camino del progreso mecánico: nubes de vapor y espirales de humo emanando de las cimas y los costados de los rascacielos, como si algo se estuviera cocinando por ahí.” Dice también que desde su llegada a Nueva York le pareció estar en un sueño. América no le parece ya el nuevo mundo, sino otro mundo: “no se trata simplemente de si la civilización, la mentalidad, los valores, el progreso social, económico o técnico está más o menos avanzado que en Europa, es más bien una cuestión de moléculas, de clima, de una atmósfera diferente, de una calidad especial de los rayos del sol. La luz y la temperatura es distinta.” El pintor de aquellas escenas misteriosas en el atardecer, cuando las sombras se alargan casi al infinito, dice que “en América, los humanos y las cosas han perdido sus sombras: hay una extraña suavidad, como si todo estuviera hecho de la misma sustancia: los huesos de humanos y animales, las piedras y los metales, aparentan menos dureza que en Europa.” Esas apreciaciones sobre la manera en que se aparece la materia en una ciudad son valiosas viniendo de un pintor que pensaba que “la calidad del material determina el grado de perfección en una obra de arte.” De Chirico terminó su texto sobre Nueva York diciendo:
En ese bosque de vidrio, acero y concreto, en ese extraordinario y difícil de definir Nueva York, viajero, encontrarás las máscaras gigantes de viejos dioses, y la tristeza eterna de Antioos de yeso y la enorme soledad del Partenón en noches de verano, bajo el inmenso cielo estrellado.

Giorgio de Chirico murió en Roma el 20 de noviembre de 1978.

19.11.16

escusados


En 1917 Marcel Duchamp presentó para ser expuesto en la primera exposición de la Society of Independent Artists, que se inauguró el 9 de abril de 1917, un mingitorio bautizándolo como fuente y firmándolo como R. Mutt. Pese a la anunciada independencia de la sociedad de artistas convocante, la obra fue rechazada por los organizadores. Juan Antonio Ramírez escribió que “un urinario elevado a la categoría de objeto artístico no puede ser, bajo ningún concepto, algo neutral.” En mayo de 1917, en el segundo número de The Blind Man, apareció una foto del mingitorio tomada por Alfred Stieglitz acompañando un ensayo firmado por Louise Norton y titulado El buda del baño. Además de criticar la falta de criterio de los independientes, elogia las líneas sinuosas de la pieza de porcelana blanca pero, sobre todo, la libertad del artista para elegir —la base conceptual del ready-made. Un breve texto antes del de Norton sobre el caso Richard Mutt subraya que la obra no resultaba ni inmoral ni vulgar y que al elegirla, Mr. Mutt, alias Marcel Duchamp, había tomado un “artículo de la vida ordinaria, lo había colocado de manera que su significado usual desapareciera y creado una nueva manera de pensar para el mismo objeto,” y termina afirmando que las únicas obras de arte que América había dado eran la plomería y los puentes.

Treinta años después, en 1947, y también en Nueva York, Le Corbusier escribía que, al revisar los grabados de una edición de la obra de Palladio que le enseñaba un amigo, resultaba evidente la perfección en la composición de sus villas pero, al mismo tiempo, una diferencia notable: no tenía que vérselas con canalizaciones, escusados, lavabos, ni plomería, entre otras cosas. La máquina de habitar está necesariamente confeccionada a partir de mecanismos que permiten satisfacer todas las necesidades del cuerpo, incluyendo aquellas que, al menos en nuestra cultura, exigen privacidad. Diez años antes, en la Exposición Universal de París de 1937, Le Corbusier, Pierre Jeanneret y Charlotte Perriand habían, como Duchamp, expuesto varias piezas sanitarias. Kenneth Frampton dice que el módulo de cuarto de baño había sido encargado por Jacob Delafon, fabricante de muebles sanitarios, como un prototipo de una baño completo prefabricado que pudiera utilizarse en edificios existentes. Según Frampton, a partir de ese diseño, Le Corbusier “considerará la unidad sanitaria como una metáfora del funcionamiento polimorfo del cuerpo humano.” Con todo, la manera de exponer el baño y el contexto en que lo hicieron Le Corbusier y compañía, sin cancelar su función original, sino al contrario: reforzándola, parece menos chocante que el gesto vanguardista de Duchamp. Antes, entre 1923 y 1924, Le Corbusier había publicado en L’Esprit Nouveau un texto titulado Otros íconos: los museos, ilustrado con la imagen de un bidet, probablemente una alusión más directa al mingitorio de Duchamp.

En 1898 Adolf Loos publicó un artículo titulado Plomeros. Ahí dice que sería fácil imaginarse el siglo XIX sin carpinteros: los herreros habrían tomado su lugar; igualmente se hubiera sobrevividio sin canteros: el cemento sustituye a la piedra. “Pero no habría siglo XIX sin plomeros.” Como en otros textos, Loos compara a los ingleses y los americanos con sus compatriotas para perjuicio de estos últimos que “usan tan poca agua en su cuerpo como en su casa.” También critica la costumbre de usar colores oscuros en los azulejos y las tinas en los baños, en vez del hibiénico y purísimo color blanco. Algo que más bien molestaba a Junichiro Tanizaki, quien en su Elogio de la sombra dice que “colocado bajo una luz cruda, entre cuatro paredes más bien blancas, se perderá toda gana de entregarse a la famosa «satisfacción de tipo fisiológico» del maestro Soseki.”

Según se puede en el tomo dedicado al escusado de la serie Fundamentals, dirigida por Rem Koolhaas, “el escusado es la zona fundamental de interacción —en el nivel más íntimo— entre los humanos y la arquitectura.” Al mismo tiempo, también es cierto, como dice Bindeshwar Pathak, sociólogo que en 1970 fundó Sulabh International, una organización no gubernamental que trabaja, entre otras cosas, en favor de los intocables quienes trabajan en la India limpiando letrinas, que a diferencia de otras funciones del cuerpo —entre las que curiosamente menciona la danza, el drama y las canciones— defecar ha sido escasamente considerada. El hecho es que, según datos de la ONU, 2,400 millones de personas en el mundo no tienen servicios sanitarios adecuados —es decir, uno de cada tres— y mil millones aun defecan a cielo abierto. Esos datos son la razón de que la ONU haya nombrado al 19 de noviembre como el Día Mundial del Excusado.

18.11.16

recuerda, cuerpo


El cuerpo se inscribe en la arquitectura. El espacio lo arropa o lo refleja. El espejo y el manto, un breve texto de Fernando Pérez Oyarzun —publicado por ARQ Ediciones junto con Ortodoxia/Heterodoxia, del mismo autor, en una serie de pequeños libros  (“libros con contenido de peso aunque livianos, en vez de pesados con un contenido liviano”, dice su editor, Francisco Díaz)—, recupera un texto publicado originalmente en 1997 en Anybody, de la serie Any, dirigida por Cynthia Davidson. El espejo y el manto nombran dos experiencias del cuerpo, la segunda cercana y táctil, la primera más distante y visual. Esas dos experiencias del cuerpo le sirven a Pérez Oyarzun para calificar dos modos de concebir otros cuerpos, los edificios, y la arquitectura que los genera. Al edificio se le puede entender  bien como un espejo que nos refleja pero también nos enfrenta: “es un «otro» que aspira simultáneamente a la equivalencia y al a autonomía,” dice. En cambio, también se puede pensar en el edificio como manto que “nos envuelve en una experiencia tan cercana como el cuerpo mismo, y por tanto igualmente invisible.” La doble metáfora se abre a múltiples interpretaciones y cuestionamientos sobre el papel que juegan tanto la arquitectura como el edificio. ¿Nos reflejan, y si así fuera a quién: al autor, al habitante, a la sociedad entera? ¿Nos cubren, y si así fuera para qué: para protegernos o para engalanarnos, por decoro o por decoración? La cuestión no se zanja con una disyuntiva entre el espejo y el manto, entre una arquitectura óptica y otra háptica, una para los ojos —en especial el ojo de la mente— y otra para los sentidos —en especial el del tacto que en vez de localizarse en un punto, dicen, se distribuye por toda nuestra piel. No es esto o lo otro sino esto y lo otro: espejo y manto, imagen y sensación, el sentido y lo sentido. Incluso ni las mismas categorías que plantea Pérez Oyarzun se cortan limpiamente sin que restos de una se vayan en la otra: el ajuste perfecto del manto al cuerpo, “el edificio como un guante que calza físicamente con el cuero,” implica, dice, la imagen de un cuerpo estable.

Pero el cuerpo también responde ante la arquitectura que lo envuelve o lo imagina; el cuerpo actúa o reacciona: hace y recuerda. Cuerpo, recuerda no solamente cuánto fuiste amado, escribió Cavafis. No sólo los lechos en que te acostaste, sino también aquellos deseos que por ti brillaban en los ojos manifiestamente y temblaban en la voz. El cuerpo recuerda y recordando resiente, como si hubiera una física y más: una fisiología del recuerdo. Por mucho tiempo me he acostado temprano. Es la primera frase de Du côté de chez Swann, el inicio de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust —nacido el  10 de julio de 1871, en el barrio de Auteuil, en París, y que murió 51 años después, el 18 de noviembre de 1922. Unas líneas adelante Proust escribe:
Puede ser que a inmovilidad de las cosas que nos rodean les sea impuesta por nuestra certidumbre de que son ellas mismas y no otras, por la inmovilidad de nuestro pensamiento frente a ellas.

Las cosas, a veces, no cambian porque nuestro pensamiento se atora frente ellas y en vez de verlas las recuerda como siempre han sido. A veces, eso es distinto. Al despertar a medianoche de un sueño profundo, “con el  pensamiento dudando en el umbral entre el tiempo y las formas,” no podía recordar en qué lugar estaba ni, por tanto, quién era. Entonces Proust confía la reconstrucción del lugar y de su propia identidad a la memoria del cuerpo. Recuerda, cuerpo: 
Mi cuerpo, demasiado torpe para moverse, intentaba, según fuera la forma de su cansancio, determinar la posición de sus  miembros para de ahí inducir la dirección de la pared y el sitio de cada mueble, para reconstruir y dar nombre a la morada que le abrigaba.


Todavía más, como la memoria involuntaria —esa desatada por un aroma que nos arrastra hacia nuestros recuerdos— “su memoria de los costados, de las rodillas, de los hombros, le ofrecía sucesivamente las imágenes de las varias alcobas en que durmiera, mientras que, a su alrededor, las paredes, invisibles, cambiando de lugar según la forma de la habitación imaginada, giraban en las tinieblas.” Antes que el pensamiento distinga con claridad quién soy y dónde estoy, insiste Proust, el cuerpo va recordando cada sitio, cada mueble, cada detalle de la habitación y con la memoria del cuarto propio, la propia identidad.

17.11.16

una escultura


¿Qué es una escultura? “Aquello con lo que tropiezas cuando te haces para atrás viendo una pintura,” fue la definición irónica de Barnett Newman. Aunque también podría ser aquel agujero en el que caes al andar distraído por el campo, repitiendo involuntariamente la famosa anécdota del distraído Tales de Mileto. Rosalind Krauss explicó que aquél agujero en el campo también puede ser una escultura y le dedicó su ensayo La escultura en el campo expandido, publicado en 1979:
Hacia el centro del campo hay un pequeño túmulo, una hinchazón en la tierra, una indicación de la presencia de la obra. Cerca puede verse la gran superficie cuadrada del pozo, así como los extremos de la escala que se necesita para descender a la excavación. De este modo, toda la obra queda por debajo de la pendiente: medio atrio, medio túnel, el límite entre el exterior y el interior, una delicada estructura de postes y vigas de madera. La obra, Perímetros/Pabellones/Señuelos, 1978, de Mary Miss, es, por supuesto (of course), una escultura o, con más precisión, una obra de tierra.
La cuestión del ensayo de Krauss era justo esa afirmación: por supuesto es una escultura. ¿Qué nos hace suponer que algo es una escultura? Una escultura es algo que ocupa el espacio —y con lo cual nos topamos, a veces sin querer— pero que se distingue del paisaje y también de la arquitectura, que son otras formas de ocupar el espacio. Y se distingue porque no ocupa exactamente el mismo espacio. Krauss explica que, tradicionalmente, la escultura tenía una función monumental subrayada por su disposición y, sobre todo, su posición separada del espacio en el que nos movemos quienes la observamos. La estatua ecuestre de Marco Aurelio en el Campidoglio o el David de Miguel Angel, originalmente en la Piazza della Signoria en Florencia, se distancian de nosotros mediante un artilugio simple pero de efectos complejos: el pedestal. Desde allá arriba, los dioses y los santos, los reyes y los héroes muestran sus cuerpos sagrados o gloriosos pero siempre distantes. Son otros y no nosotros.


Según Krauss, la condición de la escultura, al menos en la cultura occidental contemporánea, cambió a finales del siglo XIX, con el trabajo de August Rodin —que nació el 12 de noviembre de 1840 y murió el 17 de noviembre de 1917. Krauss dice que Rodin es el padre de la escultura moderna por varias razones. Primero porque cuando el tiempo parecía estar del lado solamente de espectador, quien se mueve alrededor de una figura inmóvil, Rodin reintroduce en la escultura una forma del tiempo, casi narrativa, que Krauss compara con el cine de Eisenstein: en las Puertas del Infierno, Rodin edita entre una serie de tomas: figuras que esculpe con relativa independencia a la composición final y que, de hecho, reutiliza varias veces. Pero también abre la puerta de la modernidad en la escultura porque sus obras, como el Balzac o Los burgueses de Calais, no están sobre un pedestal que los pone en un espacio distante y distinto al nuestro sino que ocupan, sobre una base apenas lo suficientemente grande para otorgarle estabilidad a la pieza, el mismo en el que nosotros estamos. Con esas obras, argumenta Krauss, “cruzamos el umbral de la lógica del monumento y entramos en el espacio de lo que podríamos llamar su condición negativa: una especie de falta de sitio o carencia de hogar, una pérdida absoluta de lugar, lo cual es tanto como decir que entramos en el modernismo.” Al perder su lugar, la escultura perdió también una definición precisa, por lo que sólo puede entenderse hoy, en los términos de Krauss, de manera negativa: como eso que ocupa un espacio entre el paisaje y la arquitectura —y entre sus opuestos: el no-paisaje y la no-arquitectura— pero que no es ninguno de ellos. Por supuesto, la arquitectura y el paisaje dejan también de determinarse de manera clara y distinta y se dan en sus propios campos expandidos. Podemos imaginar esquemas similares, por ejemplo para la arquitectura, que se definiría negativamente como lo que no es ni paisaje ni no-paisaje, ni escultura ni no-escultura. En ese esquema, la arquitectura dibujaría una zona, acaso borrosa, que va de la forma pura que casi no se diferencia de la escultura a una manera de disponer la ocupación del suelo que se acerca al paisaje e incluyendo, por supuesto, al edificio.