7.4.08

el cristianismo sin genio


El afortunado y espectacular uso de la publicidad descubierto por la iglesia católica –inventora, literalmente, de la propaganda– hace poco más de cuatro siglos ha caido en el olvido. Hace tiempo que las misas de Bach fueron sustituidas por insípidas y hasta ridículas tonaditas tipo "qué alegría cuando me dijeron" o "la guadalupana" y Miguel Angel o Rafael por cromos de calendario. El arte fruto de la iniciativa de la iglesia católica dejó de tener un peso cultural específico y obras notables como Ronchamp o la Tourette de Le Corbusier son excepcionales en todos sentidos. Pero incluso el gusto mediocre y poco cultivado que traiciona una tradición secular se ve insultado por este "templo de los mártires mexicanos" que, para colmo de males, uno de nuestros clásicos políticos que parecen caricatura de gobernante de república bananera en película joligudense –el de Jalisco–, se ha atrevido a patrocinar. En su blog Guillermo Sheridan comenta:
Cuando ya parecía imposible tener más problemas, Jalisco parió un ayatola.
Se trata del señor Emilio González, gobernador del progresista cuanto viril estado de Jalisco, quien optó por entregar 90 millones de pesos del erario a la iglesia católica para colaborar a la construcción de un templo que se llamará “santuario de los mártires mexicanos”.
Algunas fotografías de la maqueta de esa futura construcción permiten augurar que va a tratarse de uno de los edificios más espeluznantemente feos de la historia de la humanidad, lo que espera atraer a los turistas religiosos, o a los religiosos turistas, del mundo que –según el señor González– habrán de realizar “una importante derrama económica” (que, claro, justifica el uso de dinero público).
Y pensar que por noventa pesos, el señor González se podría haber agenciado un ejemplar de El desencantamiento del mundo, del pensador católico Marcel Gauchet (Gallimard, 1985), para escuchar su consejo en el sentido de que la iglesia debe “exorcizar sus viejos demonios autoritarios” y “convertirse a la era democrática”… Aunque, claro, eso supondría dos hechos improbables: que el señor González sea capaz de leer libros y, en dado caso, de entenderlos.
Aun así, entre los mártires mexicanos que serán venerados en su capillita de cien mil millones de toneladas de acero, plenipotenciario don González, no olvide usted a su diáfano sentido de la responsabilidad, su aguzado olfato político, su sentido de la oportunidad, la congruencia como funcionario que juró guardar y hacer guardar la constitución ni, mucho menos, el respeto que debería merecerle su religión privada.
Lo que hace la gente por meterse a la reñidísima pelea por alzarse con el trofeo al “Gobernador más lamentable de México”…

ocurrencias sexenales

Sobre la arquitectura y el poder se ha escrito si no todo acaso suficiente. En principio el tiempo y los recursos necesarios para producirla hacen que sea difícil encontrar arquitecturas desligadas del poder y quienes lo detentan –a excepción de aquellas pocas, críticas y de resistencia, que voluntariamente se colocan al margen. Pero el poder no es el mismo siempre y en todas partes. No es lo mismo la monumentalidad acartonada del tirano –sea Hitler, Franco, Ceausescu o Hussein–, la efectiva aunque efectista del gobernante ilustrado –como Mitterrand– o la casi siempre fallida e inservible a la que estamos acostumbrados localmente. Aunque en sus muchos matices hay algo que parece una constante: el poderoso pocas veces se modera por voluntad propia. Son condiciones externas las que lo acotan y regulan. En el caso de la arquitectura los poderosos no hacen lo que les viene en gana en parte por el peso que ejerce eso que se llama la opinión pública y que incluye desde aquellos informados que se oponen a la destrucción de alguna obra notable o a la construcción de infraestructuras pensadas y resueltas a medias, hasta los vecinos que se oponen a la nueva estación de metro por razones que se reducen a que ellos jamás la utilizarán o a algún proyecto que choca con sus convencionales y poco cultivados criterios estéticos.

Otro freno importante es eso que acá se llama –con el tono ridículo que el hecho de ser constantemente ignorado le da a la frase– el marco institucional. Ese marco debiera determinar los procedimientos mediante los cuales se plantean, precisan, proyectan y construyen las obras públicas –desde la adecuación de las banquetas para su uso por discapacitados hasta las nuevas líneas del metro, los pasos elevados, las bibliotecas o los museos. No se si está bien pero es normal que a un jefe de gobierno –municipal, estatal o federal– se le ocurra proponer –porque supone que hace falta y que se espera que tenga ese tipo de ocurrencias– poner una barda entre dos municipios, construir una quinta parte del periférico elevado, e inventar multitud de proyectos bicentenarios. Lo que no está bien es que no haya comisiones y consejos que revisen, corrijan y aprueben esas posibles buenas ideas. Que no haya comités encargados de la viabilidad de dichos proyectos; de proponer sitios, usos y esquemas alternativos; de estudiar las condiciones para someter no sólo la construcción sino también el diseño de tales obras a concursos -–públicos o por invitación; regionales, nacionales o internacionales, según el caso–; que no haya reglas claras sobre la selección y el proceder de los jurados y –el peor final– que sus decisiones sean puestas en duda con proyectos premiados y jamás construidos, construidos y jamás inaugurados, mal construidos y cerrados o construidos e inaugurados sólo para demostrar que el fallo falló.

Sin ninguna de esas condicionantes, la obra pública en México continuará siendo una mezcla de autoritarismo blandengue –ignoro si este tipo de autoritarismo es mejor que el riguroso–, ocurrencias bienintencionadas pero mal informadas y –para empeorarlo todo– una mezcla de efectismo, clientelismo y corrupción. Para muestra un botón. Como posible respuesta ante las muestras de mal gusto, ignorancia y populismo que caracterizan a la mayoría de las acciones urbanas y seudo culturales del gobierno de Eberard –de la pista de hielo, las playas citadinas y los domingos ciclistas al museo nómada o la plaza del bicentenario, cuyo planteamiento y los resultados de la primera fase del concurso ya auguran si no un desastre al menos un ridículo–, Calderón –a bote pronto ante las críticas hacia la inactividad casi absoluta en el ámbito cultural de su gobierno– propone, orgulloso, la creación de un museo del cine para –bicentenario obliga– el 2010. En muchos países esa curiosa idea –un museo del cine– se conforma con galerías y espacios anexos a las cinematecas –el lugar donde se hace con el cine aquello que parece más pertinente: exhibirlo, además de contar con archivos, centros de documentación e información y galerías. ¿Se habrá pensado ya en la interacción entre la Cineteca Nacional y este museo del cine? O, como en el entuerto de la biblioteca del sexenio pasado, ¿se habrá ignorado por completo lo existente? Esperemos ésta no sea la crónica de otro fracaso anunciado y roguemos por gobernantes con menos ocurrencias y más ideas.

excusa

Vacaciones, compromisos varios de diversa índole y otras contingencias de la vida me hicieron dejar en el olvido, por casi dos meses, este icierto blog. Empecemos de nuevo, lentamente.