Era de esperarse. El Gobierno Federal y su contraparte capitalina, pese a sus notorios y conocidos desacuerdos, tuvieron un punto de encuentro en la ocurrencia de celebrar el Bicentenario con un anacrónico monumento sobre Reforma, a la entrada de Chapultepec, a unos metros del que festejó el primer siglo de la independencia nacional -como si las cosas no hubieran cambiado en 100 años. Probablemente a los respectivos asesores de cada gobernante les fue imposible convencerlos de que, cual cada uno declaró en su momento, un paliativo a la crisis económica es la inversión en infraestructura y que podían seguir bautizando cada nuevo puente, presa, línea de metro o pavimento de banqueta como "del Bicentenario." ¿Qué mejor, señor mío -habrán dicho- que tapizar el territorio nacional con la infraestructura -siempre necesaria- del Bicentenario! Además -pudieron haber agregado-, ya es hora de renovar muchas de esas obras, ya centenarias, hechas por Díaz en 1910. Precisamente -pensó en voz alta cada príncipe. ¿Quién recuerda los mercados, las escuelas o los ferrocarriles de Don Porfirio? -o "del dictador", habrá dicho el otro. En cambio, cada vez que tenemos algo que celebrar -la boda o el triunfo de la selección nacional- corremos al Ángel. Los monumentos sí sirven, señores. Se recuerdan y nos recuerdan nuestra identidad -dijo inspirado, casi poético el mandatario. Vean, por ejemplo -continuó- el Monumento a la Revolución. Iba a ser Palacio Legislativo -interrumpió un consejero atrevido. Exacto -enfatizó, mientras con la mirada reprobaba el atrevimiento del asesor. Y si lo hubieran terminado, nadie hubiera ido más que a manifestar su enojo o su desacuerdo. Así, vacío, sin otro uso que el propio de un monumento, el edificio trasciende la necesidad para convertirse en arte -esto último lo dijo con tono casi filosófico, entornando la mirada y pensando, por un momento, que la idea de convertir al Palacio inconcluso en Monumento había sido suya. Ninguno se atrevió a recordarle que a ese monumento no va tanta gente como al Ángel. Pero señor -dijo otro-, recuerde a Mitterrand, para el bicentenario francés amplió un museo, construyó una biblioteca y un parque, un ministerio, una ópera y hasta un Arco en la Defensa que funciona como edificio de oficinas. ¡Eso! -dijo entusiasmado el jefe. Después de la palabra Arco había dejado de escuchar, ni donde ni para qué ni cómo. Sólo pensó en Roma, en los Luises, en Napoleón. Soñó un arco que fuera la puerta simbólica de la ciudad, bajo el cual pudiera pasar en compañía de distinguidísimos invitados en un auto negro descapotable. ¡Hagamos un arco! ¿A quién se lo encargamos? Los asesores se vieron unos a otros preocupados. Entendieron que ya no había vuelta atrás. Que sus respectivos jefes se habían lanzado en un triple mortal y se pusieron a buscar la mejor red. Un concurso -dijo uno. Abierto e internacional -dijo otro. Así hicieron los franceses. De ninguna manera señores. Eso es muy complicado -dijo el jefe-, esa gente hace todo con demasiada anticipación. Nosotros tenemos que inaugurar nuestro Arco el 15 de septiembre de 2010. ¿Podría ser el 20 de noviembre, Señor? Ganaríamos un mes. No. Septiembre. Quince. 2010. Un concurso pondría en riesgo nuestras celebraciones. Un concurso por invitación -sugirió otro. ¿Por invitación? ¿No contradice eso una celebración republicana de la independencia y la democracia posrevolucionaria? -dijo alguien más a quien nadie oyó. ¿A quién invitamos? -preguntó de nuevo. ¿A cuántos quiere invitar, Señor? A ver. 200 son muchos; entre 6 (por lo del sexenio, ¿entienden?), ¿cuánto da? 33.33-susurró el más avezado en matemáticas. ¿33.33? Cerrémoslo en 40. Además, algo debe tener el 40, ¿no? Los top 40, las cuarenta principales. Gracias -les dijo cada uno a sus asesores. Consíganme 40 arquitectos para mi Arco. Y pónganse en contacto con el Gobierno local -federal, dijo el otro. Tiene que verse que en esto vamos juntos. Son los grandes temas de la Nación los que nos unen. Gracias -repitió. Recuerden: 40 arquitectos, un Arco, 15 de septiembre del 2010 -y salió del salón por una puerta que, para él, era la entrada a la Historia.
4.3.09
el arco
Arco triunfal dibujado por Adolf Hitler en 1925 (algo más sobre Hitler y su arco en Cabinet)
Era de esperarse. El Gobierno Federal y su contraparte capitalina, pese a sus notorios y conocidos desacuerdos, tuvieron un punto de encuentro en la ocurrencia de celebrar el Bicentenario con un anacrónico monumento sobre Reforma, a la entrada de Chapultepec, a unos metros del que festejó el primer siglo de la independencia nacional -como si las cosas no hubieran cambiado en 100 años. Probablemente a los respectivos asesores de cada gobernante les fue imposible convencerlos de que, cual cada uno declaró en su momento, un paliativo a la crisis económica es la inversión en infraestructura y que podían seguir bautizando cada nuevo puente, presa, línea de metro o pavimento de banqueta como "del Bicentenario." ¿Qué mejor, señor mío -habrán dicho- que tapizar el territorio nacional con la infraestructura -siempre necesaria- del Bicentenario! Además -pudieron haber agregado-, ya es hora de renovar muchas de esas obras, ya centenarias, hechas por Díaz en 1910. Precisamente -pensó en voz alta cada príncipe. ¿Quién recuerda los mercados, las escuelas o los ferrocarriles de Don Porfirio? -o "del dictador", habrá dicho el otro. En cambio, cada vez que tenemos algo que celebrar -la boda o el triunfo de la selección nacional- corremos al Ángel. Los monumentos sí sirven, señores. Se recuerdan y nos recuerdan nuestra identidad -dijo inspirado, casi poético el mandatario. Vean, por ejemplo -continuó- el Monumento a la Revolución. Iba a ser Palacio Legislativo -interrumpió un consejero atrevido. Exacto -enfatizó, mientras con la mirada reprobaba el atrevimiento del asesor. Y si lo hubieran terminado, nadie hubiera ido más que a manifestar su enojo o su desacuerdo. Así, vacío, sin otro uso que el propio de un monumento, el edificio trasciende la necesidad para convertirse en arte -esto último lo dijo con tono casi filosófico, entornando la mirada y pensando, por un momento, que la idea de convertir al Palacio inconcluso en Monumento había sido suya. Ninguno se atrevió a recordarle que a ese monumento no va tanta gente como al Ángel. Pero señor -dijo otro-, recuerde a Mitterrand, para el bicentenario francés amplió un museo, construyó una biblioteca y un parque, un ministerio, una ópera y hasta un Arco en la Defensa que funciona como edificio de oficinas. ¡Eso! -dijo entusiasmado el jefe. Después de la palabra Arco había dejado de escuchar, ni donde ni para qué ni cómo. Sólo pensó en Roma, en los Luises, en Napoleón. Soñó un arco que fuera la puerta simbólica de la ciudad, bajo el cual pudiera pasar en compañía de distinguidísimos invitados en un auto negro descapotable. ¡Hagamos un arco! ¿A quién se lo encargamos? Los asesores se vieron unos a otros preocupados. Entendieron que ya no había vuelta atrás. Que sus respectivos jefes se habían lanzado en un triple mortal y se pusieron a buscar la mejor red. Un concurso -dijo uno. Abierto e internacional -dijo otro. Así hicieron los franceses. De ninguna manera señores. Eso es muy complicado -dijo el jefe-, esa gente hace todo con demasiada anticipación. Nosotros tenemos que inaugurar nuestro Arco el 15 de septiembre de 2010. ¿Podría ser el 20 de noviembre, Señor? Ganaríamos un mes. No. Septiembre. Quince. 2010. Un concurso pondría en riesgo nuestras celebraciones. Un concurso por invitación -sugirió otro. ¿Por invitación? ¿No contradice eso una celebración republicana de la independencia y la democracia posrevolucionaria? -dijo alguien más a quien nadie oyó. ¿A quién invitamos? -preguntó de nuevo. ¿A cuántos quiere invitar, Señor? A ver. 200 son muchos; entre 6 (por lo del sexenio, ¿entienden?), ¿cuánto da? 33.33-susurró el más avezado en matemáticas. ¿33.33? Cerrémoslo en 40. Además, algo debe tener el 40, ¿no? Los top 40, las cuarenta principales. Gracias -les dijo cada uno a sus asesores. Consíganme 40 arquitectos para mi Arco. Y pónganse en contacto con el Gobierno local -federal, dijo el otro. Tiene que verse que en esto vamos juntos. Son los grandes temas de la Nación los que nos unen. Gracias -repitió. Recuerden: 40 arquitectos, un Arco, 15 de septiembre del 2010 -y salió del salón por una puerta que, para él, era la entrada a la Historia.
Era de esperarse. El Gobierno Federal y su contraparte capitalina, pese a sus notorios y conocidos desacuerdos, tuvieron un punto de encuentro en la ocurrencia de celebrar el Bicentenario con un anacrónico monumento sobre Reforma, a la entrada de Chapultepec, a unos metros del que festejó el primer siglo de la independencia nacional -como si las cosas no hubieran cambiado en 100 años. Probablemente a los respectivos asesores de cada gobernante les fue imposible convencerlos de que, cual cada uno declaró en su momento, un paliativo a la crisis económica es la inversión en infraestructura y que podían seguir bautizando cada nuevo puente, presa, línea de metro o pavimento de banqueta como "del Bicentenario." ¿Qué mejor, señor mío -habrán dicho- que tapizar el territorio nacional con la infraestructura -siempre necesaria- del Bicentenario! Además -pudieron haber agregado-, ya es hora de renovar muchas de esas obras, ya centenarias, hechas por Díaz en 1910. Precisamente -pensó en voz alta cada príncipe. ¿Quién recuerda los mercados, las escuelas o los ferrocarriles de Don Porfirio? -o "del dictador", habrá dicho el otro. En cambio, cada vez que tenemos algo que celebrar -la boda o el triunfo de la selección nacional- corremos al Ángel. Los monumentos sí sirven, señores. Se recuerdan y nos recuerdan nuestra identidad -dijo inspirado, casi poético el mandatario. Vean, por ejemplo -continuó- el Monumento a la Revolución. Iba a ser Palacio Legislativo -interrumpió un consejero atrevido. Exacto -enfatizó, mientras con la mirada reprobaba el atrevimiento del asesor. Y si lo hubieran terminado, nadie hubiera ido más que a manifestar su enojo o su desacuerdo. Así, vacío, sin otro uso que el propio de un monumento, el edificio trasciende la necesidad para convertirse en arte -esto último lo dijo con tono casi filosófico, entornando la mirada y pensando, por un momento, que la idea de convertir al Palacio inconcluso en Monumento había sido suya. Ninguno se atrevió a recordarle que a ese monumento no va tanta gente como al Ángel. Pero señor -dijo otro-, recuerde a Mitterrand, para el bicentenario francés amplió un museo, construyó una biblioteca y un parque, un ministerio, una ópera y hasta un Arco en la Defensa que funciona como edificio de oficinas. ¡Eso! -dijo entusiasmado el jefe. Después de la palabra Arco había dejado de escuchar, ni donde ni para qué ni cómo. Sólo pensó en Roma, en los Luises, en Napoleón. Soñó un arco que fuera la puerta simbólica de la ciudad, bajo el cual pudiera pasar en compañía de distinguidísimos invitados en un auto negro descapotable. ¡Hagamos un arco! ¿A quién se lo encargamos? Los asesores se vieron unos a otros preocupados. Entendieron que ya no había vuelta atrás. Que sus respectivos jefes se habían lanzado en un triple mortal y se pusieron a buscar la mejor red. Un concurso -dijo uno. Abierto e internacional -dijo otro. Así hicieron los franceses. De ninguna manera señores. Eso es muy complicado -dijo el jefe-, esa gente hace todo con demasiada anticipación. Nosotros tenemos que inaugurar nuestro Arco el 15 de septiembre de 2010. ¿Podría ser el 20 de noviembre, Señor? Ganaríamos un mes. No. Septiembre. Quince. 2010. Un concurso pondría en riesgo nuestras celebraciones. Un concurso por invitación -sugirió otro. ¿Por invitación? ¿No contradice eso una celebración republicana de la independencia y la democracia posrevolucionaria? -dijo alguien más a quien nadie oyó. ¿A quién invitamos? -preguntó de nuevo. ¿A cuántos quiere invitar, Señor? A ver. 200 son muchos; entre 6 (por lo del sexenio, ¿entienden?), ¿cuánto da? 33.33-susurró el más avezado en matemáticas. ¿33.33? Cerrémoslo en 40. Además, algo debe tener el 40, ¿no? Los top 40, las cuarenta principales. Gracias -les dijo cada uno a sus asesores. Consíganme 40 arquitectos para mi Arco. Y pónganse en contacto con el Gobierno local -federal, dijo el otro. Tiene que verse que en esto vamos juntos. Son los grandes temas de la Nación los que nos unen. Gracias -repitió. Recuerden: 40 arquitectos, un Arco, 15 de septiembre del 2010 -y salió del salón por una puerta que, para él, era la entrada a la Historia.
economía de la demolición
Generalmente las críticas de arquitectura se ocupan de valorar obras recientes, de presentarle al público las cualidades y características de proyectos sobresalientes. Otras, menos, de señalar defectos y fallas, muchas veces evidentes pero ignoradas por complicidad o desconocimiento. Se supone normalmente que el silencio es el mejor rechazo: a menos que el fiasco sea excesivo, imperdonable, preferible elogiar que denostar. En ambos casos se trata de una toma de posición frente a lo nuevo.
La misma pareja -elogiar o denostar- se da en relación con lo ya construido. Primero con la defensa de lo existente, sobre todo de aquello valioso que corre el riesgo inminente de ser destruido o gravemente transformado debido -supone el crítico- al desinterés, a la ignorancia, al simple -y más difícil de describir o explicar- mal gusto o, generalmente, a una perniciosa mezcla de todos los anteriores. Menos común que todas las otras tareas de la crítica, ésta a veces se instaura en el tribunal de la inquisición arquitectónica y condena a la pena máxima a uno o varios edificios cuyo valor, argumentos mediante, no sobrepasa el de material para relleno sanitario.
A finales de septiembre, Nicolai Ouroussoff, crítico de arquitectura del New York Times, publicó un texto titulado "Demuelan esos muros". "Aún las más majestuosas ciudades -escribe Ouroussoff- están salpicadas con horrores. El saber que todas las gamas de la experiencia arquitectónica, de lo sublime a lo insoportable, pueden existir en un espacio comprimido es parte de la seducción de la ciudad. Con todo -sigue- hay un puñado de edificios en Nueva York que no logran contribuir ni siquiera en esos términos. Para ellos la solución pudiera ser la demoledora".
Los argumentos para sentenciar a un edificio a la desaparición deben ser cuidadosos pues, con seguridad, son demasiado cercanos a los que se usan contra obras nuevas que chocan con el gusto aceptado o tradicional. El primero de la lista de Ouroussoff en Nueva York es el edificio actual de MetLife, antes PanAm. Ese edificio ha aparecido en los primeros lugares entre los más odiados por los neoyorquinos en diversas encuestas, sobre todo, se supone, por su excesivamente visible posición fuera de la clásica retícula de Manhattan, literalmente a media calle. El apoyo del crítico especializado a la opinión popular es notable, sobre todo teniendo en cuenta que entre sus arquitectos estuvo Walter Gropius, fundador de la Bauhaus. No es la fealdad, aclara Ouroussoff, el principal criterio para condenar a un edificio -en ese caso, dice, habría demasiados condenados- sino ante todo el efecto traumático que puedan tener en la ciudad.
En su artículo del NYT, además del MetLife ex PanAm, Ouroussoff enlista el Madison Square Garden, Trump Place, el edificio de Edward Durell Stone en Columbus Circle, entre otros. ¿Qué tirar en la ciudad de México? No sólo por su fealdad -siguiendo el consejo de Ouroussoff- sino por su efecto. Pero incluso esta valoración del efecto no es asunto sencillo. Hace no mucho, por ejemplo, en varias vías de esta ciudad se eliminaron anuncios espectaculares privilegiando un paisaje supuestamente más valioso que las imágenes que éstos presentaban. Es cierto que ahora se ve más -cuando la nube gris de contaminación lo permite-, pero ¿se ve mejor? Varios hemos criticado la idea de construir un segundo piso del Periférico rodeando las Torres de Satélite, de Barragán y Goeritz, pero ¿cuántos defendieron al Toreo de Cuatro Caminos o al edificio de Avón, en avenida Universidad casi esquina con Miguel Ángel de Quevedo -un edificio de un brutalismo futurista interesante a ser sustituido por un centro comercial con un inexplicable "Sabor de Coyoacán", según declaró su arquitecto, Javier Sordo Madaleno?
Junto a la economía financiera que dicta qué permanece y qué no, hay economías culturales y simbólicas igualmente efectivas. "La cultura es -según el filósofo alemán Boris Groys- por su dinámica y capacidad de innovación, el ámbito efectivo por excelencia de la lógica económica". El valor -de un edificio o de un cuadro- se decide en un "mercado" de valores más complejo que el meramente económico.
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