26.4.09
25.4.09
atmósferas
Olafur Eliasson interviniendo el Kunsthaus de Bregenz de Peter Zumthor
¿Puedo proyectar algo con esa atmósfera, con esa densidad, ese tono?
He comprendido que es imposible recrear una atmósfera
1. En una escena clásica de la película Hôtel du Nord, dirigida en 1938 por Marcel Carné, Monsieur Edmond (Louis Jouvet) le anuncia su partida a Raymonde, una prostituta que es su amante, interpretada por Arletty. Debo cambiar de aires, aquí me asfixio, le dice mientras cruzan un puente sobre el canal Saint Martin. Vámonos al mar, al extranjero dice ella. Daría lo mismo, contesta Edmond. “Debo cambiar de atmósfera y mi atmósfera eres tu.” A lo que Arletty, con su voz chillona, da una de las réplicas más memorables del cine francés: “es la primera vez que me tratan de atmósfera… ¡Atmósfera, atmósfera!, ¿que tengo jeta de atmósfera?”
2. “Cuando me pongo a pensar en arquitectura –escribe el arquitecto suizo Peter Zumthor– emergen en mi determinadas imágenes. Muchas están relacionadas con mi formación y con mi trabajo como arquitecto; contienen el saber que, con el paso del tiempo, he podido adquirir sobre la arquitectura. Otras –continúa– tienen que ver con mi infancia; me viene a la memoria aquella época de mi vida en que vivía la arquitectura sin reflexionar sobre ella.”[3] A renglón seguido, en tono ligeramente proustiano, Zumthor hace una breve descripción de la sensación al tocar el picaporte metálico en la puerta de entrada al jardín de su tía, del sonido de los guijarros bajo sus pies, del olor a pintura de aceite del armario de la cocina. Una cocina, dice, por demás ordinaria, sin nada especial, pero cuya atmósfera se ha fundido para siempre con su representación de lo que es una cocina. ¿Atmósfera, tengo jeta de atmósfera? –podría decir, si tuviera voz, aunque fuera chillona, la cocina o, en su caso, la arquitectura entera.
3. En su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin explica algo sobre la percepción de la arquitectura que se liga a esa manera de vivir la arquitectura anterior a cualquier reflexión que comenta Zumthor. Explicando el modo de recepción del cine por las masas, Benjamin dice que, desde siempre, “la arquitectura ha sido el prototipo de una obra de arte cuya recepción tiene lugar en medio de la distracción y por parte de un colectivo.”[4] La recepción de los edificios, según Benjamin, sucede de acuerdo a dos modos: por el uso o por la percepción, “de manera táctil o de manera visual.” De cuerpo entero: por la costumbre o el hábito –es decir, habitándolos–, o prestándoles atención: viéndolos desde afuera –incluso si estamos dentro. La cocina resumida –reducida, como se dice de una salsa– a una atmósfera –en la sucesión indisoluble de picaporte, guijarros y pintura de aceite del armario– es un hábito, algo que se nos ha pegado al cuerpo, que, incluso, ha conformado nuestro cuerpo. No la vemos, la sentimos o, mejor, la resentimos –como re-siente Swann a Combray en el olor –¿la atmósfera?– de la magdalena.
4. Eugenio Trías plantea en su teoría estética que música y arquitectura son artes primordiales –arcaicas y arqueológicas les llama– que determinan nuestros ambientes. Lo ambiental –dice– constituye el nexo entre el territorio y el cuerpo. Para Trías, la arquitectura y la música “dan forma a un ambiente y determinan el carácter y la cualidad de la atmósfera, del aire que se produce entre el cuerpo y el ambiente.”[5] Por su parte Zumthor argumenta que en la música es muy claro lo que constituye una atmósfera: una percepción que apela a cierta sensibilidad emocional y que funciona a una velocidad increíble.[6] Es información que se comprende sin necesidad de ser sometida a ninguna reflexión o análisis, que se vive antes de reflexionarse, o, como sugiere Benjamin de la arquitectura, que se entiende sin necesidad de un tipo de atención específico, sino al contrario, distraídamente. “Entro en un edificio –escribe Zumthor– veo un espacio y percibo una atmósfera y, en décimas de segundo, tengo la sensación de lo que es.”
5. Se trata, tal vez, de sensaciones envolventes, de nuevo como en el cine. “En el cine –escribe Zumthor a propósito de cómo estructurar secuencias– nunca me canso de aprender. Yo intento hacer lo mismo en mis edificios.”[7] ¿Hacer qué? Producir imágenes –como las que emergen cuando se pone a pensar en arquitectura– que se refieren a –que provocan, podríamos decir– atmósferas fundidas para siempre con la representación de lo que algo es. Atmósferas y esencias. Recordemos que, según el diccionario, una esencia, además de “aquello que constituye la naturaleza de las cosas,” es un “extracto líquido concentrado de una sustancia generalmente aromática.” Atmósferas e imágenes. Estas imágenes no debemos verlas como cuadros, como cosas para ser –sólo– vistas. Sino como bloques autónomos de sensación-sentido. Una imagen, digamos, es un compuesto –un concentrado, una esencia– que habitualmente nos hace pensar en ciertas cosas, nos produce ciertas sensaciones. Algo más: las cosas en que nos hace pensar, las sensaciones a las que nos refiere la imagen, no están más allá de la imagen –afuera. Son parte de la imagen misma. De la imagen dice Octavio Paz que reproduce el momento de la percepción, que nos hace recordar lo que hemos olvidado –pensemos de nuevo en Proust– y que se explica a sí misma: “sentido e imagen –agrega– son la misma cosa.”[8]
6. En un librito que se llama Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, el filósofo José Luís Pardo dice que Wim Wenders propone una distinción entre imágenes e historias. Según Pardo, lo que Wenders califica como imágenes –y que para él tienen preeminencia para él sobre las historias– puede ser entendido más ampliamente como escenarios o espacios –¿ambientes?,¿atmósferas? Las imágenes son absolutas, absueltas de relaciones con algo distinto a ellas mismas. Si las imágenes son su propio sentido es al límite, en el grado cero del sentido. El sentido de las imágenes –o, retomando lo dicho anteriormente, un sentido que trascienda su propio sentido en tanto imágenes, que apunte hacia afuera de la imagen misma– viene determinado –dice Pardo– “por la inserción de esas imágenes en una trama argumental que gobierna su secuencia. Cuando eso sucede –agrega– ya estamos en el terreno de las ‘historias’: las imágenes dejan entonces de valer por sí mismas y en su singularidad, para adquirir un valor relativo al lugar que ocupan en esa serie.”[9]
7. Si eso vale para las imágenes pensadas como espacios, para los espacios, en tanto imágenes –como las describe Zumthor–, podríamos decir lo mismo. Sueltos, absueltos de cualquier relación, de cualquier secuencia y consecuencia narrativa –en el cine– o programática –en la arquitectura–, son atmósferas, ambientes que nos envuelven y cuyo sentido reposa en ellos mismos –ambientes o atmósferas sin afuera. La cocina, digamos, no vale por aquella otra de la tía: no es su simulacro o representación. Vale porque su atmósfera es la de la otra cocina –no una recreación ni una reproducción, imposibles en el caso de las atmósferas, según pensaba Aldo Rossi, sino la atmósfera misma, ¿la esencia? Más allá de una semejanza entre dos sensaciones –dice Deleuze–, en esa coincidencia y complicidad entre dos signos sensibles distantes y distintos –como la magdalena y Combray– “descubrimos la identidad de una misma cualidad en una como en otra.”[10] Sin embargo, también dice que estos signos sensibles, más allá de su poder evocador y las remembranzas que suscitan, no son arte: “tanto si se dirigen a la memoria como a la imaginación, sólo podemos decir que están antes del arte, y no hacen más que conducirnos a él, o están después del arte, y de él sólo captan los reflejos más cercanos.” ¿Por qué entonces la insistencia, casi nostálgica, no sólo de Zumthor, también, de nuevo, de Rossi por ejemplo, y de muchos otros más, de atender a la vida tal cual, a lo real, de recuperar ese espacio perdido, esa atmósfera ordinaria y, en el fondo, tan auténtica? ¿Dé dónde está búsqueda del momento de la sensación verdadera resumido –reducido, de nuevo– en una atmósfera, un ambiente?
8. Para Peter Sloterdijk, quien desee comprender la originalidad del siglo 20, ha de tener en cuenta: la praxis del terrorismo, la concepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente.[11] Estas tres condiciones de la modernidad tardía se encuentran en el verdadero inicio del siglo pasado, más allá del comienzo cronológico: la primera guerra mundial y, más específicamente, el 22 de abril de 1915, con la primera utilización masiva de gases como medio de combate, desplazando la atención –y la tensión– del cuerpo del enemigo a su medio ambiente.[12] Auque parezca un mero eufemismo sofista, en la guerra moderna no se mata al enemigo, sólo se hace imposible que sobreviva. Así, Sloterdijk confirma y complementa de cierta manera la idea del filósofo francés Georges Canguilhem quien, a mediados del siglo pasado, afirmó que la noción de medio estaba en proceso de convertirse en una manera universal y obligatoria para registrar la experiencia y la existencia de los seres vivos.[13] Ahora no sólo cada uno de nosotros –cada yo, cada sujeto–, sino cada ser, cada objeto incluso es algo más que eso mismo: es eso y su circunstancia, su ambiente –un ambiente que es más que la cosa misma pero que no deja de ser una mónada-mundo, aislado, suelto.
9. “Un ambiente se define como una atmósfera –escribió Brian Eno en las notas a su grabación de 1978 Music for Airpots / Ambient 1–, una influencia que nos envuelve: un tinte.” Un tono, dirá Zumthor. Para Brian Eno el modelo de su música ambiental era aquella música simplona diseñada desde los años 50 por la compañía Muzak para, al mismo tiempo, generar entornos agradables y pasar desapercibida. No es necesario ser un gran conocedor, ni siquiera un amante de la música para afirmar una diferencia radical entre, digamos, Mozart y Muzak. Pero cuando Zumthor postula que algo parecido ocurre en arquitectura –“aunque no tan poderosamente como en la más grandes de las artes: la música”[14]–, en lo que está pensando es en una “arquitectura como entorno,”[15] una arquitectura que se recuerde “inconscientemente,”[16] como una imagen. Una arquitectura sutil y ligera que –cómo decía Eno de su música ambiental– pueda ser “tan ignorable como interesante.”
[1] Peter Zumthor, Atmósferas, traducido por Pedro Madrigal, Gustavo Gili, 2006, p.19
[2] Aldo Rossi, Autobiografía científica, traducido por Juan José Lahuerta, Gustavo Gili, 1998, p.14
[4] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, traducido por Andrés E. Weikert, Itaca, 2003, p.93.
[10] Gilles Deleuze, Proust y los signos, traducido por Francisco Monge, Anagrama, 1972, p.69
[14] Peter Zumthor, Atmósferas, p.13
[15] ibid., p.63
[16] Op.cit., p.65
el culto postapocalíptico a los monumentos
Tras el curioso caso de los arquitectos y el (no) arco del bicentenario –con proyectos abierta y expícitamente críticos o irónicos y otros que debieran urgentemente ser redefinidos como tales por sus autores antes que supongamos mal gusto o crasa incompetencia, incluída la oportunista defensa de "las bases" del concurso de parte del tercer lugar (que nos hace pensar que hay arquitectos que cuando no obtienen encargos por designación directa arrebatan)– hace bien ver este extraño caso de las Piedras Guía de Georgia, presentado en Wired.
1.4.09
la mala educación
Hoy -domingo- a REFORMA lo acompaña el suplemento Universitarios y su clasificación de las "mejores universidades" para este año. A partir de encuestas realizadas entre alumnos, profesores y empleadores, se califica, carrera por carrera, a distintas universidades. Los resultados pueden interpretarse de varias maneras excepto, supongo, como un termómetro fiel de la situación real de la educación. Entre académicos, por ejemplo, la Facultad de Arquitectura de la UNAM supera, con 9.11 de calificación, a todas las escuelas privadas -siendo la más alta la Ibero con 8.44. Entre empleadores, también la UNAM encabeza el listado, con 8.80 y la Ibero también secunda con 8.83 -la diferencia se acorta. En cambio entre alumnos la Universidad La Salle gana, con 8.69, seguida por el Tec de Monterrey Campus Ciudad de México (8.64). La Ibero queda en tercero (8.62), después la Universidad Marista (8.54) y en quinto la UNAM con 8.48 de calificación.
Lo anterior podría significar cosas distintas. Que profesores y empleadores -quienes, esquemáticamente, "saben más"- tienen en mayor estima a la universidad que los alumnos colocan en quinto lugar. O que buscan en los egresados características distintas a las que estos valoran en su educación. O que los alumnos de la UNAM son más exigentes con su propia escuela que aquellos de las cuatro universidades que la aventajan. O todas las anteriores. O ninguna. O algunas combinaciones que aquí no aparecen.
Soy egresado de La Salle -confesión que nunca hago sin reservas- y profesor en la Ibero, además de haberlo sido en un par de universidades privadas más -el Tec y la Anáhuac del Norte- y fugazmente en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Y aunque no tenga mayor peso mi opinión basada en esa experiencia que el resultado de una encuesta, me cuesta concederles a esos datos otro valor que el de revelar prejuicios combinados de estudiantes, profesores y empleadores.
Por coincidencia encontré hace unos días un artículo publicado también en este diario en enero del 2008 con declaraciones de Andreas Schleicher, director del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes de la OCDE. El título era por demás claro: "Critica OCDE simulación ante fallas en enseñanza". El artículo seguía al glorioso cuadragésimo noveno lugar que ocupó México -entre 57 países- en la mentada evaluación. Schleicher afirmaba que los bajos resultados implicaban la imposibilidad para "distinguir entre ideologías, creencias o ideas", el escaso desarrollo del conocimiento científico y el privilegio de la memorización sobre el razonamiento. Visto así, los resultados de la encuesta poco importan: la mala educación es endémica aquí.
En México hay más de un centenar de escuelas de arquitectura, y quienes estudiamos o enseñamos en algunas de las que ocupan los primeros lugares del hit parade debemos entender y asumir el peso del término usado en el encabezado de la entrevista a Schleicher: simulación. Seamos claros: la enseñanza de la arquitectura en México deja mucho que desear, en parte porque primaria, secundaria y preparatoria dejan mucho que desear.
Y también porque, en general, la arquitectura en México deja mucho que desear. No diré que no hay buenos arquitectos en México, los hay. Pero eso no implica el buen estado de la arquitectura como disciplina, como forma cultural y su enseñanza -y lo que debe acompañarla: investigación, producción de conocimiento, etc. Me enfada coincidir con el conservador antidemocrático, pero es un hecho que la calidad académica o educativa no es algo a determinar mediante procedimientos estadísticos. Basta de simulaciones y, cada uno -alumnos, profesores y empleadores- réstenle a la calificación de su escuela el número que pensaron y divídanlo entre dos.
P.S. A la salida del concierto de Radiohead el domingo antepasado, 40 ó 50 mil personas nos encontramos en la calle a media noche con el metro cerrado y ningún tipo de transporte público disponible a la redonda. Algunos taxistas hicieron su agosto cobrando lo que quisieron y hubo incluso microbuses de a veinte pesos. No puedo entender cómo un gobierno tan preocupado por tener a sus ciudadanos de regreso en sus camas a las 3 de la mañana no tenga ningún plan especial de transporte para un acontecimiento del que dudo no hayan tenido noticia. Sólo se me ocurren dos posibilidades: incompetencia o desinterés.
Lo anterior podría significar cosas distintas. Que profesores y empleadores -quienes, esquemáticamente, "saben más"- tienen en mayor estima a la universidad que los alumnos colocan en quinto lugar. O que buscan en los egresados características distintas a las que estos valoran en su educación. O que los alumnos de la UNAM son más exigentes con su propia escuela que aquellos de las cuatro universidades que la aventajan. O todas las anteriores. O ninguna. O algunas combinaciones que aquí no aparecen.
Soy egresado de La Salle -confesión que nunca hago sin reservas- y profesor en la Ibero, además de haberlo sido en un par de universidades privadas más -el Tec y la Anáhuac del Norte- y fugazmente en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Y aunque no tenga mayor peso mi opinión basada en esa experiencia que el resultado de una encuesta, me cuesta concederles a esos datos otro valor que el de revelar prejuicios combinados de estudiantes, profesores y empleadores.
Por coincidencia encontré hace unos días un artículo publicado también en este diario en enero del 2008 con declaraciones de Andreas Schleicher, director del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes de la OCDE. El título era por demás claro: "Critica OCDE simulación ante fallas en enseñanza". El artículo seguía al glorioso cuadragésimo noveno lugar que ocupó México -entre 57 países- en la mentada evaluación. Schleicher afirmaba que los bajos resultados implicaban la imposibilidad para "distinguir entre ideologías, creencias o ideas", el escaso desarrollo del conocimiento científico y el privilegio de la memorización sobre el razonamiento. Visto así, los resultados de la encuesta poco importan: la mala educación es endémica aquí.
En México hay más de un centenar de escuelas de arquitectura, y quienes estudiamos o enseñamos en algunas de las que ocupan los primeros lugares del hit parade debemos entender y asumir el peso del término usado en el encabezado de la entrevista a Schleicher: simulación. Seamos claros: la enseñanza de la arquitectura en México deja mucho que desear, en parte porque primaria, secundaria y preparatoria dejan mucho que desear.
Y también porque, en general, la arquitectura en México deja mucho que desear. No diré que no hay buenos arquitectos en México, los hay. Pero eso no implica el buen estado de la arquitectura como disciplina, como forma cultural y su enseñanza -y lo que debe acompañarla: investigación, producción de conocimiento, etc. Me enfada coincidir con el conservador antidemocrático, pero es un hecho que la calidad académica o educativa no es algo a determinar mediante procedimientos estadísticos. Basta de simulaciones y, cada uno -alumnos, profesores y empleadores- réstenle a la calificación de su escuela el número que pensaron y divídanlo entre dos.
P.S. A la salida del concierto de Radiohead el domingo antepasado, 40 ó 50 mil personas nos encontramos en la calle a media noche con el metro cerrado y ningún tipo de transporte público disponible a la redonda. Algunos taxistas hicieron su agosto cobrando lo que quisieron y hubo incluso microbuses de a veinte pesos. No puedo entender cómo un gobierno tan preocupado por tener a sus ciudadanos de regreso en sus camas a las 3 de la mañana no tenga ningún plan especial de transporte para un acontecimiento del que dudo no hayan tenido noticia. Sólo se me ocurren dos posibilidades: incompetencia o desinterés.
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