En el blog A Daily Dose of Architecture una entrada dirige nuestra atención a varios textos que critican la decisión del jurado del Pritzker en este año. Lo que dice Christopher Hawthorne, de Los Angeles Times, resume el argumento: cuando los temas son “el activismo social, la sustentabilidad, los nuevos programas para diseñar, las mega-ciudades o la infraestructura,” la arquitectura de Zumthor se distancia de todo eso y en un vacío atemporal y, sobre todo, apolítico, se yergue exquisita y precisa pero sólo eso; bella y nada más. El premio a Zumthor, dice Hawthorne, “es un empuje a la idea de que la arquitectura es una profesión estética antes que política. Un arte bello y no social. Un fin antes que un medio.” Dura crítica que recuerda, de algún modo, aquella hecha por Ignasi de Solá Morales: Zumthor, a lo mucho, sería un extraordinario ebanista.
Hace algunos años coincidieron en México, en una serie de conferencias, Peter Zumthor y Paulo Mendes da Rocha, arquitecto brasileño ganador también del Pritzker en el 2006. En las visitas y comidas entre conferencias, Zumthor mostraba interés por México, preguntaba por la situación política y económica, además de temas de arquitectura y urbanismo. Mendes da Rocha se desesperaba con las preguntas del suizo. Le parecían fruto de una curiosidad distanciada y finalmente apolítica. Mendes da Rocha es un conversador inteligente e informado. Es, además, marxista. Herbert Muschamp, antiguo crítico de arquitectura del New York Times, le dedicó en el 2007 un texto titulado El ingeniero social. Tras describir a Sao Paulo como una ciudad que vive en las nubes, llena de rascacielos coronados por helipuertos, Muschamp se pregunta “¿qué tiene que hacer un viejo arquitecto marxista en dichas condiciones de capitalismo avanzado?” Volverse un filósofo –responde. “Con todo –continúa– sospecho que, como muchos otros intelectuales del siglo veinte, Mendes da Rocha entendió al marxismo principalmente como un marco para conversar sobre la diferencia entre lo que es la vida y cómo podría ser.”
La cuestión es si la diferencia entre compromiso y desinterés o, más bien, entre compromiso explícito y la ausencia de cualquier manifestación política, independientemente de las posturas que el arquitecto pueda mantener en privado, puede leerse directamente en la obra. Evidentemente hay diferencias entre, digamos, el Kunsthaus de Bregenz (KUB), diseñado por Zumpthor, y el Museo Brasileño de Escultura (MUBE), de Mendes da Rocha. Los dos son espacios para la exhibición de arte. Uno, el KUB, es un objeto aislado, un prisma purísimo de vidrio traslúcido. El MUBE es un edificio que se entreteje con su contexto, es una plaza pública y un museo. Los dos usan concreto –“el material que eligen los viejos marxistas,” decía Muschamp, “la piedra de las masas.” En el KUB el concreto es de una tersura que el estereotipo calificaría de suiza –aunque el edificio esté en Austria. El concreto del MUBE no es malo, en absoluto, pero deja ver marcas de la manipulación de los obreros. El primero, perfecto, parece obra mecánica; el segundo de la mano del hombre. Pero las dos son resultado innegable de sus condiciones de producción. Las dos son, además, excepcionales muestras de la arquitectura de finales del siglo veinte. Y, en cierto sentido, las dos son sólo bellas.
La diferencia, quizás, no sea la obra en sí, sino la obra como marco para conversar. Visto así no extraña que, dadas sus condiciones, Zumthor no hable de su obra políticamente. Lo realmente extraño sería que, en otras condiciones, un arquitecto brillante, cultivado y comprometido políticamente –como Mendes da Rocha– no usara su obra como marco de conversación para los temas sociales que le interesan. En nuestro país, varios de los mejores arquitectos trabajaron para el priismo autoritario sin ningún reparo. Hoy, hay buenos arquitectos que trabajan para gobiernos políticamente no muy correctos. Algo que, pese a su distanciamiento estetizante, no se le puede reclamar a Zumthor. Hay, seguramente, en el preferiría no hacerlo, también una actitud política.