El tiempo parece no ser materia de la arquitectura. Ya se ha dicho que la arquitectura, estática, quieta y, además, muda, es como música congelada, y en la clasificación de las artes que hiciera Eugenio Trías en su libro Lógica del límite, la arquitectura y la música, artes a las que llama arcaicas o primordiales por ser aquellas que abren el mundo o, dicho de otro modo, la posibilidad del sentido, se dividen entre el movimiento y, por tanto, el tiempo, para la música, y el reposo, es decir, el espacio, para la arquitectura. Podríamos también decir que aunque jo hubiera tal imposibilidad de dar cuenta del tiempo, que aunque la frontera entre música y arquitectura fuera, a fin de cuentas, difusa, hay, sin embargo, una negación del tiempo, de cierta noción del tiempo, operando dentro de la arquitectura misma.
Para Georges Bataille la mera noción de proyecto –cuya lógica ideal se estructura principalmente por la arquitectura– implica la negación del tiempo o, más específicamente, del cambio y de lo imprevisible: si podemos plantear hoy cómo deberá de ser algo que se acabe en seis meses o seis años, es porque el tiempo, entendido como transformación y como devenir, ha sido descartado, puesto entre paréntesis y que de menos se supone controlado. La arquitectura pareciera así querer concebirse en un presente eterno –ese es de hecho el título de una obra en dos volúmenes escrita por Sigfried Giedion, el primero dedicado al arte y el segundo a los comienzos de la arquitectura. Y si no literalmente fuera del tiempo, la arquitectura a veces se concibe al menos en otro tiempo, uno que no cambia ni se transforma. De nuevo, en un presente eterno.
Según explica Gilles Deleuze en su libro Lógica del sentido, los estoicos distinguían dos clases de cosas: por un lado están los cuerpos, aquellos que ocupan y definen el espacio –“con sus tensiones, sus cualidades físicas, sus relaciones, sus acciones y sus pasiones”– y por otro lado los efectos incorporales que “no son cosas ni estados de cosas sino acontecimientos.” Si los cuerpos y sus cualidades físicas, sus relaciones, acciones y pasiones, se conjugan en presente, los acontecimientos, en cambio –dice Deleuze–, se conjugan en infinitivo. La casa, en tanto cuerpo, es, pero construir acontece. También acontecen habitar o pensar.
El tiempo de los estoicos –explica Deleuze–, se divide por tanto no en tres dimensiones sucesivas –el pasado, el presente y el futuro– sino en dos lecturas simultáneas del tiempo: uno, Cronos, es el puro presente –incluso en el pasado y en el futuro, concebidos como el mismo presente que ha ya pasado o que viene en camino– y otro, Aión, que es el pasado-futuro insistiendo más allá –o más acá– del presente. El presente eterno de la arquitectura, el que no cambia, el que puede proyectarse de hoy hacia el futuro o recuperarse de un pasado lejano, es cronológico, sigue la lógica de ese tiempo, Cronos, que privilegia al ser y a la presencia –aunque el presente, como también explica Deleuze en su libro sobre Bergson, no es: siempre está pasando, al contrario del pasado, que se queda.
Pensemos, por ejemplo, en Le Corbusier, quien por un lado arremete contra el eclecticismo académico de finales del siglo XIX y principios del XX –aquél que hacía convivir a la técnica más avanzada de su momento con una mezcla de estilos de cualquier otra época– mientras recupera él mismo arquitecturas del pasado presentándolas como modelos a seguir. Al recorrer las páginas de Hacia una arquitectura encontramos fotografías de edificios industriales, de aviones, autos y trasatlánticos, junto a otras del Partenón en Atenas o del Panteón en Roma. Al mismo tiempo también nos presenta propuestas de una nueva arquitectura, esa hacia la que apunta el título del libro. Si todas estas arquitecturas de épocas lejanas entre sí pueden convivir junto con la arquitectura por venir en un mismo espacio –el de las páginas del libro de Le Corbusier pero también el de la arquitectura que postula como ejemplar– es porque cada una nos viene desde la pureza de un presente jamás contaminado por otros tiempos. Pues la falta del eclecticismo no es, en el fondo, sus referencias al pasado, sino que ese pasado no se retoma como un presente puro y absoluto.
También Mies van der Rohe planteó una forma de entender el pasado –y, de paso, asumo que también el futuro– como otros presentes puntuales de una cronología que no los altera. “La arquitectura siempre es la expresión espacial de la voluntad de una época” –escribió en un texto titulado ¡Arquitectura y voluntad de época!, publicado en 1924. Una arquitectura nueva sólo puede lograrse –continúa Mies– si entendemos “que cualquier arquitectura está vinculada a su tiempo y que sólo puede manifestarse a través de tareas vivas y medios de su tiempo.” Dicho de otro modo, la arquitectura siempre está en tiempo presente. Poco más de cuarenta años después, en 1965, Mies escribe otro texto llamado La arquitectura de nuestro tiempo. Lo termina afirmando que “la verdadera arquitectura siempre es objetiva y es la expresión de la estructura interna de la época en la que ha surgido.” El acuerdo objetivo con esa estructura interna de la época es lo que garantiza que la arquitectura se presente como verdadera y auténtica.
¿Es acaso el privilegio de la presencia lo que constituye lo contemporáneo? En un ensayo que plantea esa pregunta, Giorgio Agamben dice que lo contemporáneo es, en un solo gesto, de su tiempo y distinto –y distante– de su tiempo: sólo así puede ser una exigencia para ser de su propio tiempo y crítico del mismo, porque ese tiempo es otro, diferente al que se vive en ese momento. Lo contemporáneo, dice Agamben, es intempestivo: algo que llega demasiado temprano pero también demasiado tarde; un “ya” –agrega– que también es un “no todavía.” De ese modo podemos entender que nuestro tiempo nunca es absolutamente contemporáneo y que algunos pueden, por tanto, urgirnos a serlo – il faut être absolument moderne!
Para Agamben, un buen ejemplo de “la especial experiencia del tiempo que llamamos contemporaneidad es la moda. Lo que define a la moda es que introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad, que lo divide según su actualidad o su inactualidad, su estar o su no-estar-más-a-la-moda.” El presente contemporáneo, explica, es siempre un presente arcaico: próximo al arché, al origen. ¿Es por eso que Le Corbusier y Mies reviven, desde un presente eterno y nunca pasado, a la mítica cabaña y al Partenón para lanzarlos –proyectarlos, pues– y presenpárnoslos en el mismo tiempo de lo contemporáneo? El presente arcaico de lo contemporáneo no es una vuelta del pasado –de ese que se queda como memoria, ese que realmente nunca pasa– sino más bien la revelación de un presente que nunca ha pasado.
¿Y hacia el otro lado, hacia el futuro? La arquitectura contemporánea, arcaica y original, es, quizás precisamente por eso, siempre una arquitectura del futuro, una arquitectura por venir. El proyecto –lanzar el origen hacia adelante, hacia otro tiempo– es también un adviento, una espera y una promesa –acaso para siempre incumplida. En su libro sobre el famoso pabellón de Alemania en la Exposición Internacional de Barcelona del 29, diseñado por Mies, Josep Quetglas explica que esa obra es moderna “en el sentido que, para ser llevada a la práctica, requiere la existencia de un sujeto histórico nuevo” –sujeto que aún, en ese tiempo y también en el nuestro, no existe. El pabellón alemán, explica Quetglas, se concibió como una casa moderna para un hombre moderno, un hombre por venir. A la pregunta de qué es lo moderno Quetglas responde:
“Moderno es lo que no es antiguo. ¿Y qué es lo angtiguo? o, mejor, ¿cuándo algo se reconoce como antiguo? Lo antiguo sólo es reconocido como tal por la intervención de lo moderno. Sin lo moderno, lo antiguo no existiría, seguiría siendo presente y actual. Lo moderno, por tanto, es lo que hace envejecer al presente, lo que llega para desplazar al presente hacia atrás, hace lo pasado. Lo moderno es una máquina de anacronizar al presente.
Si lo moderno es eso que vuelve anacrónico al presente, lo que aparta al presente y lo remite hacia atrás; si la obra moderna sólo se descubre cuando ha llegado( y entonces de ella sólo sabemks que no sabemos lo que es: no la sabemos nombrar, describir, reconocer, puesto que todo nuestro utillaje mental, toda nuestra imaginación, toda nuestra sensibilidad son producto de la experiencia, de lo aprendido y vivido, y están construidos por el roce y el trato con el pasado; si pertenecemos, por tanto y por completo, al pasado, ¿cómo, entonces, proyectar la imagen de lo moderno? Si la tarea de lo moderno es, cuando sobreviene, arrinconar hacia el pasado todas nuestras capacidades, para incitarnos a construir desde lo moderno un nuevo utillaje mental, perceptivo, imaginativo, ¿cómo, antes de su llegada, conocerlo?”
Quetglas concluye el párrafo citado, lapidario, afirmando que “nadie puede imaginar lo moderno.” No al menos fuera del jueco que empalma uno sobre otro al pasado y al futuro sobre un presente a la vez contemporáneo y atemporal, un presente eterno, como reza el título de Giedion, y, por lo mismo, anacrónico. Por eso la salida de Mies, según Quetglas, será construir esa casa moderna como si fuera un templo, un templo vacío en espera de la venida de su habitante-dios: el pabellón de Mies en Barcelona es, dice Quetglas, un moderno templo dórico venido al mismo tiempo del pasado y del futuro.
La posmodernidad o al menos cierta idea de eso que jamás ha quedado demasiado claro, se puede entender como una lectura del tiempo contrapuesta a aquella de la modernidad. Si ésta presume un presente siempre inalterado e inalterable pese al tiempo, aquélla asume que el pasado y de algún modo también el futuro están siempre ya aquí, si no presentes si de manera que pueden mezclarse en compuestos en los que la pureza no es ni condición ni posibilidad. Ese tiempo es siempre impuro, siempre contaminado de pasado y cargado de futuro. La memoria pop de Robert Venturi y Denise Scott Brown, la memoria reconstruida de Peter Eisenman, la memoria involuntaria de Aldo Rossi son ejemplos de esa relación con el pasado. También lo son las utopías pop que no plantean el futuro como un regreso de un futuro original y originario de Archigram o Superstudio.
Otro ejemplo reciente de estos enredos de tiempos tal vez sea Amateur Architectecture Studio, la oficina dirigida por Lu Wenyu y su esposo Wang Shu –ganador él del premio Pritzker de arquitectura 2012. El jurado del premio explicó que “la cuestión de una relación apropiada del presente con el pasado es particularmente actual –timely– pues el reciente proceso de urbanización en China invita a debatir si la arquitectura debe estar anclada en la tradición o debe ver sólo hacia el futuro.” Por supuesto, ese no es el debate. La arquitectura de Amateur Architecture Studio, construida a veces con los restos que la modernización urbana va dejando en las ciudades chinas, entreteje los tiempos en algo distinto al puro presente de la modernidad y que al mismo tiempo se quiere una forma de resistencia a un futuro entendido como novedad radical y olvido.