24.3.19

Rosa Luxemburgo


La idea de un monumento moderno es una verdadera contradicción en los términos. Si es un monumento, no es moderno, y si es moderno, no puede ser un monumento.
Lewis Mumford, The Culture of Cities

En 1910 Mies van der Rohe conoció en Berlín a Hugo Perls, abogado y coleccionista de arte. En su biografía crítica de Mies, Franz Schulze y Edward Windhorst dicen que se conocieron durante una velada de aquellas en las que los Perls solían convocar a intelectuales y artistas del momento. Mies, que todavía no se llamaba así, ya había construido obra propia pero aun trabajaba para Behrens y buscaba acercarse a “personas de gusto y con influencia” que pudieran convertirse en clientes. Mies, que entonces tenía 24 años, causó buena impresión en Perls, veinte años mayor que él, quien escribió sobre su encuentro que (Mies) “no habló mucho pero lo poco que dijo causaron una profunda impresión en mí. En la construcción, parece que ha empezado algo así como una nueva era.” Y añadió que Mies “no hubiera tenido nada que ver con las formas tradicionales, aunque eso no le impedía apreciarlas en la arquitectura del pasado,” culpándose de algún modo de las concesiones hechas por el joven arquitecto.

En el volumen que dedicó a la obra de Mies, Detlef Mertins escribió que fue Perls quien animó a su arquitecto a profundizar en el estudio de la obra de Karl Friedrich Schinkel y que, a partir de ese estudio, “Mies produjo una casa entre 1911 y 1912 que era, al mismo tiempo un bloque simple, consistente al interior pero de carácter neoclásico.” Los Perls vendieron la casa a Eduard Fuchs, historiador y también coleccionista, dieciséis años mayor que Mies. De la casa Perls/Fuchs, Grete Löw-Beer, que estudiaba economía en Viena antes de casarse con el industrial Hans Weiss en 1922 y mudarse a Alemania, escribió:

“Visitaba con regularidad la casa que Mies van der Rohe construyó para el marchante de arte Perls, en la época en que la habitaba el historiador Eduard Fuchs. La casa estaba construida de una manera convencional, pero, gracias a un trío de puertas de vidrio la zona de estar se abría al jardín. También tenía una clara división de los distintos espacios para estar y habitar.”

El matrimonio de Grete con Weiss sólo duró seis años. Después, Grete se casó con Fritz Tugendhat y se mudaron a Brno, en la actual república Checa. Se dice que fue Fuchs quien puso a los Tugendhat en contacto con Mies para que diseñara su famosa villa. Volviendo a Fuchs, quien hizo el primer archivo de la historia de la caricatura, seguramente no se puede decir nada mejor del personaje que lo que escribió Walter Benjamin, en 1937, en el número 6 de la Zeitschrift für Sozialforschung, revista del Instituto de Investigaciones Sociales de Frankfurt: Fuchs fue el pionero de la consideración materialista del arte. Benjamin agrega:

“El materialista histórico tiene que abandonar el elemento épico de la historia. Esta será para él objeto de una construcción cuyo lugar está constituido no por el tiempo vacío, sino por una determinada época, una vida determinada, una determinada obra. Hace que la época salte fuera del a continuidad histórica cosificada, que la vida salte fuera de la época, la obra de la obra de una vida. Y sin embargo el alcance de dicha construcción consiste en que en la obra queda conservada y absorbida la obra de una vida, en ésta la época y en la época el decurso histórico.”

Benjamin agrega que “el historicismo expone la imagen eterna del pasado, mientras que el materialismo, en cambio, una experiencia única con él.” Es curioso contrastar lo que Benjamin escribe de Fuchs con lo que cuenta Mies que sucedió una noche, cenando en casa del historiador y coleccionista. Tras hablar del anexo que deseaba Mies diseñara, Fuchs les mostró “una fotografía de una maqueta para un monumento a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fundadores en 1916 de la Spartakusbund, grupo revolucionario marxista.” Según citan Schulze y Windhorst, Fuchs le mostró a Mies los dibujos de un elaborado monumento neoclásico que incluiría medallones con los rostros de Liebknecht y Luxemburgo esculpidos por Rodin:

«“Al verlos, empecé a reírme —sigue Mies— y le dije a Fuchs que eso estaría bien para el monumento de un banquero.” A Fuchs no le causó gracia, pero llamó por teléfono a Mies al día siguiente preguntándole qué propondría él. Mies le dijo: “no tengo idea, pero como la mayoría de estas personas fueron fusiladas frente a un muro, un muro de ladrillo sería lo que yo construiría.”»

Rosa Luxemburgo no murió fusilada frente a un muro. Luxemburgo y Liebknecht nacieron en 1871. Su activismo político por separado los llevó, al encontrarse, a fundar en 1914 Die Internationale, que en 1916 se convertiría en la Spartakusbund, un movimiento no solo de izquierda sino pacifista, opuesto a la guerra y que buscaba impulsar una huelga general de trabajadores en Alemania para frenar la Primera Guerra. Fueron encarcelados ese mismo año y liberados hasta noviembre de 1918. Entre el 5 de enero de 1919 estalló una huelga general en Berlín que duró hasta el día 12. La noche del 15 de enero, Luxemburgo y Liebknecht fueron arrestados de nuevo y llvados al Hotel Eden, donde fueron interrogados y torturados. Al sacarlos para llevarlos a otra parte, un soldado le rompió el cráneo a Rosa Luxemburgo con la culata de su rifle. La subieron a un auto y ahí le dieron el último tiro, a quemarropa. Le ataron piedras al cuerpo y lo tiraron a un canal. A Liebknecht lo hicieron también bajar del auto y le dispararon por la espalda. Luego dijeron que había intentado huir. En una reseña a la biografía de Rosa Luxemburgo que J.P. Nettl publicó en 1966, Hannah Arendt dice que el asesinato de Rosa Luxemburgo marcó una línea divisoria entre dos épocas de Alemania. Arendt también dice que “lo que más importaba desde su punto de vista era la realidad, con todos sus aspectos maravillosos y aterradores, incluso más que la revolución misma” y que “su heterodoxia era inocente, no polémica.”

Pocos días después de que Mies le contó a Fuchs su idea del muro de ladrillo, le presentó los primeros bocetos. “Lo que Mies le mostró a Fuchs y finalmente lo que se construyó en el cementerio Friedrichsfelde en Berlín —escriben Schulze y Windhorst— fue lo que prometió: un muro de ladrillo o, más exactamente, un ensamblaje rectilíneo de ladrillo, de seis metros de alto, doce de largo y cuatro de ancho. Consistía en una serie de prismas horizontales acomodados en capas, cada uno como un enorme ladrillo romano en una desmesurada sección de un muro.” Los ladrillos habían sido recuperados por obreros comunistas de edificios demolidos, dándole al monumento un color y una textura particulares. El monumento, cuya construcción se financió con la venta de postales con el boceto de Mies, fue inaugurado el 13 de junio de 1926.

Mertins lo describe como “sólido, monolítico, extrañamente ligero (usa la palabra buoyant, que también tiene el sentido de esperanzador u optimista) y edificante. Combinaba evocaciones del trabajo con la tierra y de asambleas masivas con las marcas de la violencia de la destrucción de otros muros. Demostraba la posibilidad de sobrevivir al trauma y renacer en una nueva forma. Aquí —dice—, la materia en bruto de un acontecimiento brutal es trabajada de nuevo para evocar el espíritu humano, la dignidad y el sentido de libertad.” La solidez, la condición monolítica y la extraña ligereza que señala Mertins no son sólo adjetivos acaso contradictorios aplicados a una construcción sino parte misma de su lógica. En un texto titulado Las cortinas de Mies, José Pizarro y Óscar Rueda escriben que “si observamos un detalle de la foto original del monumento podemos observar lo siguiente: unos paños de ladrillo en una disposición atectónica, en voladizos inverosímiles si no fuese por el armazón estructural interior que los sustenta.” El grueso del monumento no son los ladrillos, que no son sino otro miesiano muro-cortina que reviste una estructura que se nos oculta. Por su parte, Michael Chapman, en su ensayo “Against the Wall: Ideology and Form in Mies van der Rohe’s Monument to Rosa Luxemburg and Karl Liebknecht,” también apunta a otras contradicciones de la propuesta de Mies, cuya arquitectura, dice, “no fue típicamente revolucionaria.” Además de la “paradoja entre solidez y movimiento,” Chapman señala la relación entre forma y simbolismo en el pensamiento y el trabajo de Mies en los años veinte del siglo pasado, yendo más allá de las recurrentes referencias al clasicismo de Schinkel y subrayando, por ejemplo, el uso de “ladrillos proletarios” en residencias burguesas a lo que este monumento sería una respuesta crítica —auto-crítica. Chapman también cuestiona las relaciones que ese proyecto abre con las vanguardias arquitectónicas y artísticas de su momento. Para Chapman, el monumento de Mies prefigura a la arquitectura no como “un dispositivo de control” sino como “un escenario para la acción política, operando como una invitación para la vida pública y política.” Eso parece alejado de la imagen de Mies como un arquitecto apolítico —eufemismo para designar cierto conservadurismo u oportunismo políticos. Pero habría que leer al Mies de aquella época. 

En el manuscrito para una conferencia fechado el 17 de marzo de 1926 —el mismo año en que se inauguró el monumento—, Mies escribió que “la estructura de nuestra época es esencialmente diferente a la de cualquier época anterior. Difiere de ellas, tanto en sus condiciones espirituales como materiales,” agregando que “nunca se extraen las consecuencias arquitectónicas de este cambio de vida.” Luego escribió:

“Sin embargo, sí nos ha de sorprender la completa falta de sentido histórico, que está ligada a este amor por las cosas históricas. Se ignora el verdadero contexto, tanto respecto a lo nuevo, como a lo antiguo. Todo lo que se realizó hasta ahora estaba estrechamente vinculado con la vida, a partir de la que crecía; y un cambio de las circunstancias supone siembre un cambio en la vida.”

Unas líneas más adelante, Mies escribió que resultaba evidentemente “una equivocación suponer que a una transformación económica de la sociedad le sigue automáticamente un cambio de ideología. La transformación ideológica de una sociedad a menudo tiene lugar mucho más tarde y a una velocidad interminablemente más lenta que la transformación de sus cimientos. La envoltura de la forma exterior de las cosas, la cristalización de un proceso vital, también sigue perdurando y continua ejerciendo su influencia durante mucho tiempo, incluso después de que se haya disuelto su núcleo.” ¿Se pueden leer estas afirmaciones de Mies en la misma clave en la que Benjamin interpretó el materialismo histórico de Fuchs? ¿Qué más dice el muro-cortina de ladrillo, falso pues, que sirvió de monumento a los mártires que no fueron fusilados frente a un muro?


El monumento a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fue destruido por los nazis en enero de 1935. Dos años antes habían cerrado la escuela de la Bauhaus, de la que Mies era director desde 1930. En 1937, Mies emigró a los Estados Unidos, donde siguió usando muros-cortina pero ahora de vidrio y no para monumentos, o al menos no para mártires comunistas.

Del buen uso de las banquetas


El 4 de octubre de 1993 el gobierno de la ciudad de Seattle dictó una ordenanza para asegurar que las aceras se mantuvieran libres para caminar en la que se prohibía, dentro de ciertas áreas comerciales, sentarse o recostarse sobre una banqueta pública entre las 7 de la mañana y las 9 de la noche. Sólo se permitiría excepcionalmente en el caso de una emergencia médica, de requerir usar silla de ruedas, de tener permiso para un establecimiento comercial, de participar en un desfile, un festival o una manifestación, o de sentarse en una banca existente, pública o privada. El reglamento fue impugnado al poco tiempo por asociaciones de defensa de los sin techo (homeless), de los derechos humanos y por un músico callejero. Para ellos la ordenanza, en apariencia neutral y genérica, estaba dirigida, implícitamente, a aquellos cuya presencia en la calle resultaba molesta. La demanda que presentaron reclamaba que la ordenanza era una violación a la garantía de debido proceso —tras una primera advertencia, quien estuviera sentado o recostado en la banqueta recibiría una multa—, al derecho de protección igualitaria y a la primera enmienda, limitando la libertad de expresión —pues la jurisprudencia en los Estados Unidos protege la libertad de expresión no sólo mediante palabras, sean habladas o escritas, sino también la actividad no verbal suficientemente significativa. Tres años después la corte rechazó la apelación, considerando que ninguno de esos derechos era violado y, de paso, que la ordenanza no hacía sino salvaguardar el uso lógico, natural casi, de una banqueta —se afirmó que por algo se llama sidewalk y no sideseat o sidebed.

En su libro Sidewalks: conflict and negotiation over public space, Anastasia Loukaitou-Sideris y Renia Ehrenfeucht se refieren al caso de la ordenanza prohibiendo sentarse o acostarse en las banquetas en Seattle para explicar que “en el debate sobre los usos apropiados del espacio público que pueden preceder a una ordenanza, ciertos actores tienen más poder que otros y sus voces se escuchan con más fuerza.” También afirman que “el acceso a espacios públicos —como las banquetas— es también un mecanismo mediante el cual los habitantes afirman su derecho a participar en sociedad.” O, en el caso contrario, la segregación de espacios públicos, como las banquetas, es un mecanismo mediante el cual a ciertas personas se les niega o restringe su derecho a participar en sociedad. En algunas ciudades del Renacimiento, las personas de menor jerarquía debían bajarse de las banquetas para cederle el paso a las de mayor rango en caso de que éstas no circularan a media calle en un carruaje o sobre un caballo. Hasta bien entrado el siglo pasado esa costumbre se mantuvo en algunas ciudades de los Estados Unidos en las que los afroamericanos debían bajar al arroyo y quitarse al sombrero cuando pasara una persona blanca. Incluso en nuestros días, en ciudades como Jacksonville, Florida, según un estudio de la organización no gubernamental ProPublica, 55% de las multas a peatones las reciben afroamericanos, aunque sólo representan el 29% de la población de esa ciudad. Estudiando el uso de las banquetas en Las Vegas, Evelyn Blumenberg y Renia Ehrenfeucht dicen que ignorar o hacer que se cumplan de manera selectiva los reglamentos para calles y banquetas puede ser parte de la estrategia general que usan los gobiernos de algunas ciudades para contener el comportamiento desordenado concentrándolo geográficamente en ciertas zonas. Por supuesto cabe preguntarse qué se considera como comportamiento desordenado.

En tanto espacio público, la banqueta se imagina como incluyente y plural pero opera como el espacio ideal donde el orden público se manifiesta. O, más que espacio ideal: ideológico. En su conocido ensayo “El espacio público como ideología,” Manuel Delgado explica cómo la idea de espacio público deriva de la noción ilustrada de un consenso democrático, “de acuerdo con el ideal de una sociedad culta formada por personas privadas iguales y libres que, siguiendo el modelo del burgués librepensador, establecen entre sí un concierto racional, en el sentido de que hacen un uso público de su raciocinio en orden a un control pragmático de la verdad.” Ese espacio es por tanto, explica, normativo, “conformado y determinado por ese «deber ser» en torno al cual se articulan todo tipo de prácticas sociales y políticas, que exigen de ese marco que se convierta en lo que se supone que es.” Concebido de esa manera, el espacio público no deja lugar ni a la diferencia y ni a la alteridad, y busca evitar alteraciones que perturben el deber ser del ciudadano ideal. Así, al parecer hay actos poco o nada civiles, demostraciones de poca o nula urbanidad como sentarse o tirarse en la banqueta o, también, correr, jugar, protestar y festejar, comprar o, peor, vender sin disponer de algún local que abra a la banqueta. Sea por costumbre o cuando ésta se vuelve reglamento o ley, el espacio público se ordena y sus usos se normalizan. Citando de nuevo a Delgado, “se dramatiza la ilusión ciudadanista, que funcionaría como un mecanismo a través del cual la clase dominante consigue que no aparezcan como evidentes las contradicciones que lo sostienen, al tiempo que obtiene también la aprobación de la clase dominada al valerse de un instrumento —el sistema político— capaz de convencer a los dominados de su neutralidad.”

Podemos ver cómo opera esa apariencia de neutralidad de estrategias de dominio y exclusión en la banqueta en el discurso mismo que se supone la defiende y enaltece: el del respeto al peatón. El peatón es a fin de cuentas una figura normalizada y controlada del ocupante de la calle. Si desde el siglo XVI y con mucha mayor fuerza con la aparición del automóvil la calle se dividió en dos campos, el mayor para la circulación de vehículos, idealmente ininterrumpida, y el residual para las personas de a pie, ya en el siglo XX el espacio de la banqueta se destinó cada vez más para un tipo de actividad específica, el de quienes usan su propio cuerpo como medio de transporte: los peatones. En su libro Rights of passage, sidewalks and the regulation of public flow, Nicholas Blomley define esa concepción de la banqueta y sus usuarios ideales como pedestrianismo. El pedestrianismo, dice, “deriva del humanismo cívico en tres puntos. Primero, está menos interesado en las dimensiones directamente éticas o políticas del espacio público que en preocupaciones más funcionales, principalmente el flujo, la distribución y la circulación, presentándose en apariencia como apolítico.” En segundo lugar, “el pedestrianismo es no-humanista en tanto no toma a la persona como su foco principal, sino que se interesa en los cuerpos y las cosas y sus interrelaciones.” Tercero, “si la banqueta es pública, es entendiéndola como de propiedad pública, en donde el estado actúa como gestor, buscando el bienestar colectivo y el bien público.” Esto último podría parecer no sólo aceptable sino beneficioso, pero si, como apunta Delgado, la ideología del espacio público presupone un sujeto idéntico y abstracto, lo hace excluyendo cualquier demostración de diferencia y alteridad e imponiendo dicho modelo dominante.. Es por eso que Blomley dice que el pedestrianismo es un medio gracias al cual la banqueta puede ser “purificada” y “despolitizada.”


En nuestros días, cuando se piensa en el buen uso de las banquetas es desde esas lógicas de exclusión y dominio donde sólo un usuario normalizado es aceptable: el peatón. Las excepciones son también normalizadas: sentarse sólo se permite, como lo estipulaba la ordenanza de la ciudad de Seattle, si es en una terraza —esto es, bajo un acuerdo comercial— o en la parada de autobús. El espacio de las banquetas se vuelve así un campo de batalla donde los peatones exigen ser respetados y condenan muchas veces cualquier otra forma de ocupación del espacio distinta al caminar a la desaparición. Rara vez esa lógica del buen uso de las banquetas y el privilegio del peatón busca multiplicar el espacio de la acera, reduciendo y restringiendo el espacio ocupado para la circulación y el estacionamiento de automóviles. En esa banqueta ideal sólo se camina; nadie se sienta a leer un libro o se recuesta a mirar los árboles, nadie juega, nadie repara una silla rota, propia o de algún vecino. Esa banqueta ideal deberá quedar vacía de nuevo cuando el peatón pase de largo.

utzon