16.9.07

koolhaas


Un viejo texto del 2003:

La arquitectura, dijo alguna vez Rem Koolhaas, es una profesión peligrosa.
Según el filósofo italiano Emanuele Severino, periculum, la palabra latina que dio origen a nuestro peligro, está construida sobre la misma raíz que experientia y que la palabra griega peiría, de donde empírico. El peligro, pues, es una experiencia empírica o, lo que quizá venga a ser lo mismo, el empirismo es una experiencia peligrosa. Dicho lo anterior no falta mucho para poder afirmar —siguiendo a Koolhaas, aunque sin ninguna lógica aparente— que la arquitectura es una profesión empírica y que la experiencia puede ser un peligro para la profesión.
El empirismo, dice el diccionario, es el método científico que, a partir de la observación de la realidad, construye teorías que luego son confrontadas con la experiencia. El primer paso es, entonces, observar la realidad y, a partir de lo observado, construir una teoría. Pero una teoría, si la etimología no falla, es también cierto modo de observación: theoros, en griego, es literalmente observar, y el teórico, un observador. Una teoría empírica —es decir, aquella que es resultado de seguir un método empírico— es entonces una observación redoblada, construida a partir de otras observaciones o, por ponerlo así, una metaobservación —en el sentido que a un discurso que habla sobre otros discursos se le llama metadiscurso. El mismo Severino explica que la teoría, en general, es una visión anticipada: una previsión. Es la observación colocada, mediante algún tipo de esfuerzo mental, antes de lo observado, ahí donde todavía no hay nada que observar. La teoría es, por tanto, una observación retroactiva —una observación cuya acción tiene lugar cuando aun no hay que observar. Una teoría empírica es, entonces, o bien una perversión o una ficción o, probablemente, una mezcla de ambas.
El primer libro publicado por Rem Koolhaas, Delirious New York, se anuncia en el subtítulo mismo como un manifiesto retroactivo para Manhattan. La retroactividad del manifiesto es la coartada perfecta para escribir uno en el tiempo en que, según el mismo Koolhaas, resultan ya imposibles. Desde el inicio del libro cierto empirismo es puesto en juego: “la debilidad fatal de todo manifiesto es su falta inherente de evidencia,” mientras que Manhattan es “una montaña de evidencias sin manifiesto.” En ese movimiento se revierte el funcionamiento interno del manifiesto, que pasa de expresar las expectativas de una persona o un grupo —falta de evidencia— a hacer patentes las condiciones específicas de un momento dado poniendo atención a las evidencias —siempre ya dadas, pretéritas, y de ahí la retroactividad. En principio nada nos garantiza que este recurso a la evidencia no sea mera retórica —en el sentido más bajo, habitual en los manifiestos artísticos y arquitectónicos del siglo XX. Después de todo Koolhaas es un escritor —antes de su llegada a la arquitectura, tardía en términos convencionales, fue periodista y guionista de cine. En un texto en la New Left Review, Frederic Jameson afirma que se trata de un escritor interesante, “incomparable en esto con cualquier distinguido arquitecto contemporáneo,” y que sus libros combinan “la innovación formal con afirmaciones incisivas y posiciones provocadoras.” La validez de las evidencias podría ser la primera hipótesis fingida en una serie que pretende mostrarse como consecuencia lógica de aquellas.
La atención a las evidencias —que la arquitectura deba ser una profesión empírica— no basta. Hay que dar el siguiente paso: considerar a la experiencia como un peligro. De nuevo según Severino, para el saber moderno la experiencia es la forma de decidir, en última instancia, el valor de cualquier previsión, es decir, la validez de cualquier teoría. La experiencia —dice— es más una puesta a prueba que una manifestación. En un breve y famoso texto, Experiencia y pobreza, Walter Benjamin habla de la inconmensurabilidad que se da en la modernidad entre la experiencia como saber acumulado y transmisible —como tradición— y las experiencias como irrupción constante e indeterminada de lo nuevo. Koolhaas juega —no sólo en Delirious New York sino como estrategia general— con esos dos registros de la experiencia, poniendo en crisis el saber establecido desde su posición de outsider —más como escritor que como arquitecto, entendiendo que en el mismo gesto la distinción entre esas dos categorías pierde todo sentido. Como escritor, Koolhaas desmantela las estructuras narrativas de los mitos que sustentan a la historia de la arquitectura como algo continuo, para utilizarlas en la construcción de otro relato, paralelo —paranoide—, que privilegia la potencia inventiva —pero también disolutiva— de las experiencias —singulares y extremas—sobre aquella prescriptiva y reafirmante de la experiencia. Así, son innovaciones técnicas —complicadas en todo un entramado económico, político y sociocultural— las que determinan o, mejor, redeterminan en una metamorfosis constante, la situación actual de la arquitectura: el elevador y la escalera eléctrica, la iluminación y climatización artificiales, el espacio chatarra que así se produce, etc. A fin de cuentas —en su más reciente golpe contra la experiencia, el ensayo Junk-space, aparecido en la Harvard Design School Guide to Shopping— Koolhaas declara —hace manifiesto también de manera retroactiva— que la arquitectura moderna nunca existió, que fue una ficción, que siempre estuvo muerta. Hay que entender esta afirmación en dos momentos: primero la arquitectura —como tradición, como experiencia— murió con la modernidad y el modernismo —entendido como una serie de movimientos culturales paralelos más que como un bloque— es un tipo de suicidio eutanásico: es el verdugo interno de una tradición que, hacia fuera de la disciplina, ya no podía existir. El segundo momento es el de la ficción: el modernismo inventa hipótesis para la arquitectura —muerta—: la función, el espacio, lo social, etc. Koolhaas asegura que la arquitectura —desaparecida— está en otra parte: el elevador, la escalera eléctrica y el airea condicionado, los centros comerciales y el crecimiento imparable de las ciudades —¿ciudades aún?— del tercer mundo. El manhattanismo retroactivo—como cúmulo de experiencias que no se deben a ninguna experiencia en particular, a ninguna tradición arquitectónica— y no el Plan Voisin de Le Corbusier.
La arquitectura es una profesión peligrosa: o ya no existe o está —como de la vida dijo Kundera— en otra parte. Hay que salir a buscar las experiencias que nos dicen dónde. Y es peligrosa porque la experiencia ya no nos dice nada sobre las experiencias. Empírico, paranoico y crítico, cínico, ese parece ser el papel de Koolhaas, el último gurú: proclamar la desaparecida gloria y anunciar la imposible resurrección de la arquitectura.

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