Sobre la arquitectura y el poder se ha escrito si no todo acaso suficiente. En principio el tiempo y los recursos necesarios para producirla hacen que sea difícil encontrar arquitecturas desligadas del poder y quienes lo detentan –a excepción de aquellas pocas, críticas y de resistencia, que voluntariamente se colocan al margen. Pero el poder no es el mismo siempre y en todas partes. No es lo mismo la monumentalidad acartonada del tirano –sea Hitler, Franco, Ceausescu o Hussein–, la efectiva aunque efectista del gobernante ilustrado –como Mitterrand– o la casi siempre fallida e inservible a la que estamos acostumbrados localmente. Aunque en sus muchos matices hay algo que parece una constante: el poderoso pocas veces se modera por voluntad propia. Son condiciones externas las que lo acotan y regulan. En el caso de la arquitectura los poderosos no hacen lo que les viene en gana en parte por el peso que ejerce eso que se llama la opinión pública y que incluye desde aquellos informados que se oponen a la destrucción de alguna obra notable o a la construcción de infraestructuras pensadas y resueltas a medias, hasta los vecinos que se oponen a la nueva estación de metro por razones que se reducen a que ellos jamás la utilizarán o a algún proyecto que choca con sus convencionales y poco cultivados criterios estéticos.
Otro freno importante es eso que acá se llama –con el tono ridículo que el hecho de ser constantemente ignorado le da a la frase– el marco institucional. Ese marco debiera determinar los procedimientos mediante los cuales se plantean, precisan, proyectan y construyen las obras públicas –desde la adecuación de las banquetas para su uso por discapacitados hasta las nuevas líneas del metro, los pasos elevados, las bibliotecas o los museos. No se si está bien pero es normal que a un jefe de gobierno –municipal, estatal o federal– se le ocurra proponer –porque supone que hace falta y que se espera que tenga ese tipo de ocurrencias– poner una barda entre dos municipios, construir una quinta parte del periférico elevado, e inventar multitud de proyectos bicentenarios. Lo que no está bien es que no haya comisiones y consejos que revisen, corrijan y aprueben esas posibles buenas ideas. Que no haya comités encargados de la viabilidad de dichos proyectos; de proponer sitios, usos y esquemas alternativos; de estudiar las condiciones para someter no sólo la construcción sino también el diseño de tales obras a concursos -–públicos o por invitación; regionales, nacionales o internacionales, según el caso–; que no haya reglas claras sobre la selección y el proceder de los jurados y –el peor final– que sus decisiones sean puestas en duda con proyectos premiados y jamás construidos, construidos y jamás inaugurados, mal construidos y cerrados o construidos e inaugurados sólo para demostrar que el fallo falló.
Sin ninguna de esas condicionantes, la obra pública en México continuará siendo una mezcla de autoritarismo blandengue –ignoro si este tipo de autoritarismo es mejor que el riguroso–, ocurrencias bienintencionadas pero mal informadas y –para empeorarlo todo– una mezcla de efectismo, clientelismo y corrupción. Para muestra un botón. Como posible respuesta ante las muestras de mal gusto, ignorancia y populismo que caracterizan a la mayoría de las acciones urbanas y seudo culturales del gobierno de Eberard –de la pista de hielo, las playas citadinas y los domingos ciclistas al museo nómada o la plaza del bicentenario, cuyo planteamiento y los resultados de la primera fase del concurso ya auguran si no un desastre al menos un ridículo–, Calderón –a bote pronto ante las críticas hacia la inactividad casi absoluta en el ámbito cultural de su gobierno– propone, orgulloso, la creación de un museo del cine para –bicentenario obliga– el 2010. En muchos países esa curiosa idea –un museo del cine– se conforma con galerías y espacios anexos a las cinematecas –el lugar donde se hace con el cine aquello que parece más pertinente: exhibirlo, además de contar con archivos, centros de documentación e información y galerías. ¿Se habrá pensado ya en la interacción entre la Cineteca Nacional y este museo del cine? O, como en el entuerto de la biblioteca del sexenio pasado, ¿se habrá ignorado por completo lo existente? Esperemos ésta no sea la crónica de otro fracaso anunciado y roguemos por gobernantes con menos ocurrencias y más ideas.
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