21.9.08

el espacio de lo posible

En BLDGBLG Geoff Manaugh comenta la exposición The Ruel of Regulations, a cargo de Finn Williams y David Knight. Williams y Knight exploran cómo el espacio de lo posible, de aquello que puede ser si no imaginado, de menos, construido, está determinado en altísimo grado por normativas, códigos, zonificaciones y otras muchas minucias legales que, sumadas a las condiciones impuestas a cualquier proyecto por el uso, la costumbre y el presupuesto, hacen parecer difícil cualquier invención –concebida románticamente como un momento de genialidad y novedad absolutas. Uno de los ejercicios que realizan, y que describe Alex Ely en el Architects Journal consiste en "reformar" la Maison Citrohan de Le Corbusier (1922) para "ver cómo sería hoy en el clima de paranoia ambiental, bajo costo, igualdad de oportunidades y accesibilidad." Uno de los cambios –que produce, según Ely, un momento escultórico– fue rotar un escusado para evitar que estuviera alineado con la Meca, que es una de las recomendaciones de la Guía para alojar a la diversidad de la Federación Nacional de Vivienda del Reino Unido.

pase usted

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paseando sin salir de casa

Publicado en TOMO

Mi abuelo solía decir: la vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan condensada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo más cercano, sin temer –y descontando por supuesto la mala suerte– que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.
Franz Kafka, La aldea más cercana, 1917


Viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. Es una diferencia ahora ya clásica que plantea Paul Bowles al inicio de su novela El cielo protector. Port, el protagonista –interpretado por John Malkovich en la versión fílmica de Bertolucci–, no se consideraba turista, sino viajero. La diferencia residía en el tiempo: “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica. Hay en esta distinción una mezcla de romanticismo y de autosuficiencia aristocrática muy cercana a la ética –y la estética– del esfuerzo, la profundidad, el interior y la autenticidad –opuestos a la facilidad, la superficialidad, la exterioridad y la falsedad– que caracterizan la retórica de la individualidad en el pensamiento moderno, de Descartes a Heidegger. El viajero tiene la posibilidad –léase los medios– para detenerse, explorar a fondo y conseguir una experiencia auténtica de los otros y de sí mismo. El turista, en cambio, sólo va de paso, el corto tiempo que sus vacaciones pagadas le permiten, confirmando con prisa que lo visto en el folleto de la agencia de viajes está realmente ahí, afuera. En consecuencia la diferencia real entre uno y otro no sólo es crono-económica sino, aún más, epistemológica: el viajero conoce, el turista reconoce.

Dentro de esa visión la experiencia del turista es una que casi no alcanza a serlo. En su ensayo de 1933 Experiencia y pobreza, Walter Benjamin dice que, antes, “sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes”. El abuelo del breve texto de Kafka que no entendía cómo un joven podía atreverse a intentar ir a la aldea más cercana pensaba seguramente así. Preferible escuchar de los viejos las experiencias que sus propios abuelos les habían contado que arriesgarse a lo desconocido. Pero, decía Benjamin, las cosas han cambiado: “la cotización de la experiencia está a la baja.” Decaída, o quizá mutada, hoy la idea de la experiencia es la opuesta: no es algo que pueda transmitirse de una persona a otra, de una generación a la siguiente, sino que, como los documentos de identidad, es personal e intransferible. Se trata de otra herencia cartesiana: la duda metódica de cualquier conocimiento que no haya sido validado por cada quien tiene como consecuencia que la experiencia de pensar garantice nuestra existencia, donde experiencia no debe leerse como saber acumulado –eso es precisamente lo que se ataca–, sino puesto a prueba. La experiencia en tanto conocimiento se convierte en un viaje: al interior de las cosas y al interior de uno mismo. Por eso el turista, que se desplaza superficialmente y es incapaz de profundizar, no tiene acceso real a la experiencia.

“Muchas veces me he preguntado lo que la gente quiere decir cuando habla de una experiencia. Soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Veo con claridad todo aquello de lo que hablan: a fin de cuentas no soy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas; tal vez sea distinta a otras ocasiones, pero sigue siendo una masa calculable girando alrededor de nuestro planeta, un ejemplo de la gravedad, interesante, ¿pero en qué sentido se trataría de una experiencia?” Eso lo dice Walter Faber, ingeniero, protagonista de la novela de Max Frisch Homo Faber, y lo cita Hans Magnus Enzensberger en su Teoría del turismo, publicada en 1958. ¿Qué es una experiencia auténtica, ésa a la que el viajero tiene acceso y que le está negada al turista? Enzensberger también cita a Gerhard Nebel, para quien el turismo era “uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de occidente.” Para Enzensberger la crítica de Nebel al turismo, “intelectualmente está basada en una falta de autoconciencia que bordea la idiotez; moralmente está basada en la arrogancia”. Enzensberger apunta que constituye, junto con los argumentos que articulan la diferencia entre el viajero y el turista “una reacción a la amenaza contra las posiciones privilegiadas”. El viajero odia ver su exclusivo coto invadido por las masas. Por eso devalúa y niega la experiencia del otro: podrán estar aquí, pero realmente no ven nada, no saben nada, no conocen nada. Pero, ¿y si en el fondo todos somos turistas?

El turismo es algo de lo que es difícil decir –afirma Enzensberger– si lo hemos creado o nos ha creado a nosotros. Turista es quizá otro nombre de eso en que poco a poco nos hemos convertido: paseantes, flâneurs, hombres de la multitud; y el turismo tal vez sea sinónimo de la nueva barbarie que Benjamin definía, positivamente, como la necesidad de comenzar siempre de nuevo, pasándola con poco, construyendo desde poquísimo. El turista no va a Venecia con Goethe, Ruskin o Mann en la cabeza; ni siquiera con la guía Baedeker en la maleta. Con suerte recuerda alguna escena de la última película de 007. Debe moverse rápido y por tanto viaja ligero. En su reciente libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco da como características de éstos la simplificación, la superficialidad y la velocidad, y “la sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tiene sentido e importancia únicamente si consigue enmarcarse en una secuencia más amplia de experiencias”. Los bárbaros ahora llegan –de todas partes, dice Baricco– armados con cámaras digitales y su guía del viajero se construye post factum en flickr y youtube. El turista combina una situación paradójica: comparte la característica de la condición contemporánea de no sentirse en casa en ninguna parte, pero a diferencia de lo que decía Bowles del viajero –que no pertenece más a un lugar que al siguiente y por tanto se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra–, dicho desarraigo lo empuja a volver a toda prisa a su no-casa. ¿Para qué quedarse en un sitio por más tiempo si todos son iguales?

P.S. Tal vez, en el fondo, la arquitectura sí tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos habituados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

del lujo al confort

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“Lo que frívolamente denominamos prehistoria es, en realidad, un hiperdrama que acontece en forma de exitosa sucesión de evoluciones del lujo.”
Peter Sloterdijk


En un texto publicado en The New Yorker en marzo de 1950, titulado Los predicamentos de los prósperos, el crítico e historiador de la técnica, la ciudad y la arquitectura Lewis Mumford comparaba las nuevas viviendas para los desfavorecidos creadas por la ciudad de Nueva York con las costosas y modernas residencias de Park Avenue y la Quinta Avenida construidas en las primeras décadas del siglo XX. Recordando que “desafortunadamente la arquitectura no es sólo el arte de levantar una fachada”, Mumford se disculpaba por no saber cómo hablar de estos edificios sin provocar “una guerra de clases”. Mientras que en los nuevos rascacielos habitacionales para aquellos de menores ingresos los departamentos estaban bien iluminados y ventilados e incluso a veces gozaban de pequeñas parcelas de prados, las casas de los privilegiados eran oscuras, sin vistas ni espacios abiertos. Algo había cambiado. Con el paso del siglo XIX al XX, las cortinas de seda o terciopelo, las oscuras alfombras tejidas a mano y los pesados muebles de madera fina labrada ya no eran garantían de una vida saludable y, por tanto, feliz; ahora eran el sol, el aire y el simple espacio desnudo lo que se consideraba necesario y, en cierto sentido, un lujo —que supuestamente la nueva arquitectura podría poner al alcance de todos. Era el espíritu de los tiempos.

En el número de abril de 1901 del Internacional Journal of Ethics, el novelista e historiador italiano Guglielmo Ferrero escribía en un texto titulado La evolución del lujo que “según nuestra manera de ver, la posesión de una casa no constituía ya un lujo sino una necesidad elemental de la existencia, de la que sólo los miembros más miserables de nuestra sociedad están obligados a privarse”. Para Ferrero había dos categorías de lujo que eran excluyentes: el barbárico–estético y el civilizado–utilitario. El primero —que puede encontrarse incluso entre pueblos civilizados— es la forma arcaica, y su sentido es producir placer más que evitar el dolor. Por el contrario, la segunda forma sólo se da “entre los pueblos que han alcanzado un alto grado de desarrollo”, cuando el lujo pierde su carácter artístico y sirve más para disminuir las causas del dolor que para producir placer.

Entendido así, el lujo civilizado es uno normalizado y, en cierta forma, democratizado y moralizado: al hacerlo accesible para todos, el lujo no puede ya ser reprobado ni moral ni económicamente. De acuerdo a su etimología, la palabra lujo se deriva de lujuria, y las dos de la latina luxus: excentricidad o desviación (de donde viene luxación). En un principio, el lujo no implicaba simplemente un alto precio sino, sobre todo, exceso y autoindulgencia: la búsqueda de ese placer que Ferrero llama barbárico–estético, cercano al placer sexual y a la trasgresión. El lujo responde a aquella “noción de gasto” que Georges Bataille trató de definir como parte central de su “economía general”: “no tenemos una felicidad verdadera —dijo— más que gastando vanamente, como si una llaga se abriese en nosotros: queremos siempre estar seguros de la inutilidad, a veces del carácter ruinoso de nuestro gasto”. El lujo, afirmó Bataille, determina aun el rango de quien lo ostenta; es “un signo distintivo del amo”, escribió por su parte Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa. Si la lujuria tiene que ver con el placer de la posesión real y absoluta del otro, el lujo arcaico —primordial más que primitivo— implica a su vez la posesión simbólica y absoluta del otro. En el fondo, la diferencia entre el perverso que goza sometiendo a su víctima indefensa y el excéntrico que disfruta exhibiendo sus singulares posesiones es tan sólo de grado y no de naturaleza.

Por eso es sintomática la inversión conceptual que efectúa Ferrero. El lujo, dice, se ha materializado cada vez más, volviéndose un humilde sirviente del cuerpo: “Proteger al cuerpo del frío o del calor, ahorrarle cuanta fatiga muscular sea posible, eliminar cualquier sensación desagradable para nuestros refinados sentidos, producir confort cuando caminamos, nos sentamos, leemos, comemos o dormimos, ése es el ideal supremo del lujo moderno”. En ese sentido, el lujo civilizado sería, curiosamente, menos espiritual que el barbárico. A ese ideal moderno y civilizado corresponde, pues, la crítica de Mumford —misma que podía llevar como patético título alterno Los ricos también sufren. El confort es la versión civilizada, materialista y moralmente irreprochable del lujo. Los adornos y la decoración innecesaria que la modernidad pretendió expulsar para siempre del reino de la arquitectura, los espacios inmensos y desproporcionados, los muebles de estilo que no de época, todo lo anterior no resultan simples muestras de mal gusto y de incultura, sino que, sobre todo, son un obstáculo a la comodidad y al confort —con sus respectivas buenas dosis de higienismo y eficiencia—. Obstáculo a la comodidad y al confort no sólo del exhibicionista propietario —perversión acaso permisible en caso extremo— sino, sobre todo, a los de quienes no sólo padecen la ostentación desvergonzada sino deben cargar con la pena de la propia lujuria insatisfecha. Al intentar reducir el lujo —con todo el ejercicio real y simbólico de poder que implica— a mero confort material, la modernidad artística y arquitectónica —con su señalado alto grado de moralismo— pretendía transformar al lujo en algo inocuo y aceptable para una sociedad supuestamente abierta, plural y democrática. Hoy, sin embargo, vemos que dicha pretensión no triunfó del todo. El lujo ha sido recuperado —de nuevo el uso de materiales raros o suntuosos—, revalorado la vuelta al objeto único—, reinterpretado —gracias a cierto hedonismo lite contemporáneo— y reinventado, incorporando de manera compleja las contradicciones culturales del capitalismo tardío: hoy un vaso de leche —orgánica, sin conservadores, de granja— se considera un lujo —su precio lo demuestra— al mismo tiempo que una necesidad que rebasa la categoría misma de confort : es un producto saludable. “En lo que tú estás en el tráfico —se leía en el anuncio de un desarrollo inmobiliario— yo ya nadé 15 minutos.” Y el lujo no era, por supuesto, contar con alberca en el conjunto residencial, como lo hubiera sido hace apenas unas cuantas décadas.

el culto posmoderno a los monumentos

Acaso no haya necesidad de reiterarlo pero la idea de monumento y la actitud hacia aquello que se califica como tal es una construcción histórica, con una genealogía, un origen y, a veces, un final. En 1903 el historiador de arte vienés Alois Riegl, entonces presidente de la Comisión de Monumentos Históricos, publicó El culto moderno a los monumentos, advirtiendo que a las obras del pasado, además de su valor histórico, simbólico o de antigüedad, las valoramos también de acuerdo a su “calidad artística”, preguntándose si eso era algo objetivamente dado o, por el contrario, si se trata de un valor subjetivo, inventado por el sujeto moderno que lo contempla, que lo crea y lo cambia a su placer. De la respuesta a este dilema depende la actitud hacia lo construido en otras épocas. Durante la mayor parte de la historia se han transformado e incluso destruido, muchas veces sin el menor remordimiento, obras y monumentos no sólo de culturas ajenas –conquistadores derrumbando pirámides– sino de la propia –neoclásicos desmontando altares barrocos, por ejemplo.

Un siglo después, la cuestión aun no ha quedado zanjada. Transformaciones y destrucciones bienintencionadas o maliciosas siguen dando de qué hablar. Sea la transformación del Museo del Louvre y la inserción de la pirámide transparente o la destrucción de los Budas de Bamyan a manos del gobierno Talibán. Pero en nuestra época la arquitectura contemporánea mantiene una difícil y ambigua posición ante dicho dilema, resultado de admitir la subjetividad o, de menos, relatividad del valor artístico. Defendiendo por un lado su derecho a modificar creativamente un “patrimonio” custodiado por anticuarios proclives a la simulación y el quietismo, y defendiéndose por otro de las presiones de un mercado inmobiliario para el que las consideraciones estéticas y culturales no aparecen en la lista de sus preocupaciones e intereses, la arquitectura moderna reclama el derecho a intervenir y la protección ante cualquier intervención.

Dos casos recientes en los Estados Unidos sirven de ilustración. En 1964 se construyó, en el número dos de Columbus Circle, en Manhattan, la Galería de Arte Moderno para la colección de Huntington Hartford, un edificio diseñado por Edward Durell Stone en un curioso estilo veneciano moderno que –según escribe Paul Goldberger en el New Yorker– resultaba tan difícil de amar como difícil de odiar. Desde 1996 hubo intentos por inscribir al edificio en la lista de construcciones protegidas, sin éxito. En el 2002 el Museo de Arte y Diseño compró el edificio y comisionó a Brad Cloepfild para adaptar el edificio. Cloepfild prácticamente desmanteló el edificio original y terminó construyendo, dice Goldberger, uno nuevo de la misma forma, tamaño y color, resolviendo eso sí el nada funcional y estéticamente dudoso interior de Durell Stone. En New Haven, Connecticut, la tienda de muebles y accesorios IKEA demolió parte de un edificio que Marcel Breuer diseñó en 1969 para Pirelli. Las buenas credenciales “modernas” de Breuer no tuvieron peso. En ambos casos fueron instituciones relacionadas con el diseño las responsables de las transformaciones.

¿Qué podemos esperar cuando, digamos, la decisión está en manos de instituciones con dudoso o nulo interés por lo relativo a “la cultura” y “el arte”? El caso de las Torres de Satélite y el proyecto para construir un segundo piso al Periférico en esa zona pertenece a tal categoría. La necesidad de replantear los sistemas de transporte y vialidad que conectan la zona metropolitana dividida entre Distrito Federal y Estado de México, pasa, antes que por un planteamiento a la altura de la complejidad del problema, por una respuesta simple y efectista cuyas consecuencias se sopesan más en la carrera política de un gobernador que para la ciudad –¿les parece conocida la historia? Las Torres de Satélite son sólo un estorbo en el camino cuya importancia y valor, incomprensibles para muchos, algunos se empeñan en afirmar.