Publicado en TOMO
“Lo que frívolamente denominamos prehistoria es, en realidad, un hiperdrama que acontece en forma de exitosa sucesión de evoluciones del lujo.”
Peter Sloterdijk
En un texto publicado en The New Yorker en marzo de 1950, titulado Los predicamentos de los prósperos, el crítico e historiador de la técnica, la ciudad y la arquitectura Lewis Mumford comparaba las nuevas viviendas para los desfavorecidos creadas por la ciudad de Nueva York con las costosas y modernas residencias de Park Avenue y la Quinta Avenida construidas en las primeras décadas del siglo XX. Recordando que “desafortunadamente la arquitectura no es sólo el arte de levantar una fachada”, Mumford se disculpaba por no saber cómo hablar de estos edificios sin provocar “una guerra de clases”. Mientras que en los nuevos rascacielos habitacionales para aquellos de menores ingresos los departamentos estaban bien iluminados y ventilados e incluso a veces gozaban de pequeñas parcelas de prados, las casas de los privilegiados eran oscuras, sin vistas ni espacios abiertos. Algo había cambiado. Con el paso del siglo XIX al XX, las cortinas de seda o terciopelo, las oscuras alfombras tejidas a mano y los pesados muebles de madera fina labrada ya no eran garantían de una vida saludable y, por tanto, feliz; ahora eran el sol, el aire y el simple espacio desnudo lo que se consideraba necesario y, en cierto sentido, un lujo —que supuestamente la nueva arquitectura podría poner al alcance de todos. Era el espíritu de los tiempos.
En el número de abril de 1901 del Internacional Journal of Ethics, el novelista e historiador italiano Guglielmo Ferrero escribía en un texto titulado La evolución del lujo que “según nuestra manera de ver, la posesión de una casa no constituía ya un lujo sino una necesidad elemental de la existencia, de la que sólo los miembros más miserables de nuestra sociedad están obligados a privarse”. Para Ferrero había dos categorías de lujo que eran excluyentes: el barbárico–estético y el civilizado–utilitario. El primero —que puede encontrarse incluso entre pueblos civilizados— es la forma arcaica, y su sentido es producir placer más que evitar el dolor. Por el contrario, la segunda forma sólo se da “entre los pueblos que han alcanzado un alto grado de desarrollo”, cuando el lujo pierde su carácter artístico y sirve más para disminuir las causas del dolor que para producir placer.
Entendido así, el lujo civilizado es uno normalizado y, en cierta forma, democratizado y moralizado: al hacerlo accesible para todos, el lujo no puede ya ser reprobado ni moral ni económicamente. De acuerdo a su etimología, la palabra lujo se deriva de lujuria, y las dos de la latina luxus: excentricidad o desviación (de donde viene luxación). En un principio, el lujo no implicaba simplemente un alto precio sino, sobre todo, exceso y autoindulgencia: la búsqueda de ese placer que Ferrero llama barbárico–estético, cercano al placer sexual y a la trasgresión. El lujo responde a aquella “noción de gasto” que Georges Bataille trató de definir como parte central de su “economía general”: “no tenemos una felicidad verdadera —dijo— más que gastando vanamente, como si una llaga se abriese en nosotros: queremos siempre estar seguros de la inutilidad, a veces del carácter ruinoso de nuestro gasto”. El lujo, afirmó Bataille, determina aun el rango de quien lo ostenta; es “un signo distintivo del amo”, escribió por su parte Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa. Si la lujuria tiene que ver con el placer de la posesión real y absoluta del otro, el lujo arcaico —primordial más que primitivo— implica a su vez la posesión simbólica y absoluta del otro. En el fondo, la diferencia entre el perverso que goza sometiendo a su víctima indefensa y el excéntrico que disfruta exhibiendo sus singulares posesiones es tan sólo de grado y no de naturaleza.
Por eso es sintomática la inversión conceptual que efectúa Ferrero. El lujo, dice, se ha materializado cada vez más, volviéndose un humilde sirviente del cuerpo: “Proteger al cuerpo del frío o del calor, ahorrarle cuanta fatiga muscular sea posible, eliminar cualquier sensación desagradable para nuestros refinados sentidos, producir confort cuando caminamos, nos sentamos, leemos, comemos o dormimos, ése es el ideal supremo del lujo moderno”. En ese sentido, el lujo civilizado sería, curiosamente, menos espiritual que el barbárico. A ese ideal moderno y civilizado corresponde, pues, la crítica de Mumford —misma que podía llevar como patético título alterno Los ricos también sufren. El confort es la versión civilizada, materialista y moralmente irreprochable del lujo. Los adornos y la decoración innecesaria que la modernidad pretendió expulsar para siempre del reino de la arquitectura, los espacios inmensos y desproporcionados, los muebles de estilo que no de época, todo lo anterior no resultan simples muestras de mal gusto y de incultura, sino que, sobre todo, son un obstáculo a la comodidad y al confort —con sus respectivas buenas dosis de higienismo y eficiencia—. Obstáculo a la comodidad y al confort no sólo del exhibicionista propietario —perversión acaso permisible en caso extremo— sino, sobre todo, a los de quienes no sólo padecen la ostentación desvergonzada sino deben cargar con la pena de la propia lujuria insatisfecha. Al intentar reducir el lujo —con todo el ejercicio real y simbólico de poder que implica— a mero confort material, la modernidad artística y arquitectónica —con su señalado alto grado de moralismo— pretendía transformar al lujo en algo inocuo y aceptable para una sociedad supuestamente abierta, plural y democrática. Hoy, sin embargo, vemos que dicha pretensión no triunfó del todo. El lujo ha sido recuperado —de nuevo el uso de materiales raros o suntuosos—, revalorado la vuelta al objeto único—, reinterpretado —gracias a cierto hedonismo lite contemporáneo— y reinventado, incorporando de manera compleja las contradicciones culturales del capitalismo tardío: hoy un vaso de leche —orgánica, sin conservadores, de granja— se considera un lujo —su precio lo demuestra— al mismo tiempo que una necesidad que rebasa la categoría misma de confort : es un producto saludable. “En lo que tú estás en el tráfico —se leía en el anuncio de un desarrollo inmobiliario— yo ya nadé 15 minutos.” Y el lujo no era, por supuesto, contar con alberca en el conjunto residencial, como lo hubiera sido hace apenas unas cuantas décadas.
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