El título del nuevo libro de Jeremy Till apunta a la respuesta final que cualquier arquitecto daría a las insistentes preguntas del cliente, el usuario o el habitante. ¿Puede mi casa ser más grande? Depende. ¿Podemos hacer la ventana viendo al sur en vez de al oeste? Depende. ¿Le podemos poner un capitel dórico a esa columna sin chiste que usted dibujó ahí? Depende. La arquitectura depende o, como también lo dice usando una palabra con mayor prestigio filosófico, la arquitectura es contingente. El argumento central del libro –como lo explica Till en una hipotética conversación que constituye la introducción– es que “la arquitectura es conformada [shaped] más por condiciones externas que por los procesos internos del arquitecto. La arquitectura es definida por su propia contingencia, por su incertidumbre de cara a dichas fuerzas externas.” “¿Y?¿No es eso obvio?” –le responde su interlocutor. El problema, plantea Till, es que con toda su obviedad, la contingencia de la arquitectura no sólo ha sido negada, sino que esa misma negación es la base, el fundamento de la misma disciplina. Desde Vitruvio hasta nuestros días, afirma, los arquitectos se han empeñado en construir principios de orden interno –la triada vitruviana firmitas, utilitas, venustas: estabilidad, utilidad y belleza– y, sobre todo, independientes de factores externos a los que la propia disciplina define –dicho de otro modo: la estabilidad, la utilidad y la belleza de la arquitectura como disciplina dependen de que ésta, la disciplina, pueda definir la estabilidad, utilidad y belleza de la arquitectura, es decir: de los edificios, con independencia de factores externos a la disciplina misma.
Podemos suponer, siguiendo de lejos a Foucault, que eso es precisamente lo que constituye a cualquier disciplina como tal: la clausura de cierto saber sobre sí mismo y el postulado de su independencia respecto a factores externos. Pero, siguiendo a Kojin Karatani –a quien cita Till– podemos también decir que esa idea de una disciplina como construcción autónoma, sólida y estable, se deriva de una voluntad de arquitectura. En su libro Architecture as Metaphor: Language, Number, Money, Karatani argumenta que, desde Platón, la arquitectura ha funcionado como una poderosa metáfora para determinar al pensamiento como una construcción estable, firme, sólida, con fundamentos, etc. Es lo que Mark Wigley en su libro The Architecture of Deconstruction: Derrida’s Haunt llama el complejo edilicio [The Edifice Complex]. La metáfora del pensamiento ordenado, sistemático y bien fundado, es fundamental en el modo como la “filosofía, en un sentido estricto, no se piensa a sí misma como institución. La figura de la arquitectura no es simplemente una figura entre otras que escoja emplear. Más que la figura que la filosofía se da de sí misma, es la figura mediante la cual la institución borra su propia condición institucional.” También Denis Hollier en su libro La prise de la Concorde, Essais sur Georges Bataille, habla de la metáfora arquitectural. “No existe un sistema –dice– cuya descripción no implique un recurso al vocabulario de la arquitectura. Si la estructura es la forma más general de legibilidad, nada se vuelve legible mas que sometiéndose a la trama arqutiectural. La arquitectura es, en estas condiciones, archiestructura: el sistema de los sistemas. La piedra clave de la sistematicidad en general, impone la concordia de las lenguas y garantiza la legibilidad universal. Templo del sentido, domina y totaliza las producciones significantes para volver a lo mismo, a confirmar su sistema monológico.” La filosofía –dice Karatani– es otro nombre de esta voluntad de arquitectura(r) [will to architecture].”
Sin embargo, esa imagen de la arquitectura y del arquitecto, son una ficción. Según Karatani, “Platón admira al arquitecto como metáfora pero desprecia al arquitecto como trabajador terrenal, porque el arquitecto real, e incluso la arquitectura misma, están expuestos a la contingencia.” Nada tiene menos importancia para la realidad de la arquitectura –agrega– “que la idea de que es la realización de un diseño en tanto idea. Muchos otros factores críticos están involucrados, como la colaboración con otros miembros del equipo y el diálogo con el cliente. El diseño, como se concibe inicialmente, esta invariablemente destinado a transformarse en el curso de su ejecución.” Ningún arquitecto –dice Karatani– puede predecir el resultado. “Ninguna arquitectura está libre de su contexto. La arquitectura es un acontecimiento por excelencia en el sentido que es un hacer o un devenir que excede el control de quien lo produce.”
Otro título del libro de Till podría haber sido el del segundo capítulo: Tiempo, espacio y arquitectura Lo-Fi –opuesta a la arquitectura de alta fidelidad Hi-Fi–, invirtiendo, parcialmente, el título de la clásica obra de Siegfried Giedion, publicada en 1942, Espacio, tiempo y arquitectura. El movimiento clave de Giedion fue –explica Till– “tratar a la arquitectura como ‘índice’ de ciertos aspectos de la modernidad; toma estos elementos transitorios y los pone a disposición de la representación arquitectónica. Así, estetiza y tecnifica el flujo moderno, despojándolo de su contingencia. Su concepto central, espacio-tiempo, que él relaciona con los desarrollos contemporáneos en la ciencia y el arte, efectivamente congela el tiempo y vacía al espacio de cualquier contenido social.” Emprende así Till, en ese capítulo en especial, una reintroducción del tiempo –perdido– en el o, mejor, los procesos de la arquitectura.
En su libro Dédalo, el héroe, Jean-Pierre Le Dantec contrapone a Dédalo –el constructor [tecton] arquetípico, padre de la arquitectura– y a Brunelleschi, padre, éste, de la arquitectura moderna. De la arquitectura dedálica dice Le Dantec que, “aunque sea un producto del saber y de la reflexión, hace uso de otro tipo de inteligencia, propia del tecton, que no es la inteligencia teórico-conceptual: la metis.” Citando el trabajo de los helenistas Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, Le Dantec describe esta otra inteligencia como “esencialmente polimorfa y astuta. Lejos de quererse una imposición del pensamiento teórico sobre lo real, traduciendo la superioridad del logos sobre el mundo sensible, la metis, dirigida a la obtención de resultados prácticos, tiene por método la aproximación (eventualmente iterativa) y, fundamentalmente, la estratagema que le permite voltear a su favor ‘realidades cambiantes que no se prestan ni a medida precisa ni a razonamientos rigurosos’.” Del otro lado está Brunelleschi. No el Brunelleschi inventor de máquinas constructivas –de estratagemas, digamos– para completar el domo de Santa María de las Flores, sino el Brunelleschi que demuestra la precisión y objetividad de los métodos perspectivos, abriendo así el campo a concebir la arquitectura como prefiguración y al arquitecto como productor de imágenes que deberán, después, ser construidas.
Brunelleschi tenía formación de artesano y orfebre. Era capaz de elaborar modelos a escala que [de]mostraban a quien realizaba el encargo cuál sería el resultado final y, por tanto, estaba plenamente preparado para ocupar el nuevo papel que desde el Renacimiento debía representar el arquitecto. Según Tomás Maldonado, “no hay duda de que el empleo de la maqueta tuvo una parte determinante en el nacimiento y en la consolidación de la figura del arquitecto, una figura diferente de la del maestro de obra medieval.” Para Maldonado, la necesidad de este nuevo personaje –el arquitecto como autor[idad] que visualiza y fija la obra aún antes de ser construida– tiene un origen socio-económico. “A partir del Renacimiento, los plazos se abrevian y el que encarga las obras se individualiza y se personaliza cada vez más. En otras palabras, esa persona muestra cada vez más interés en ver anticipadamente el desarrollo del edificio que quiere realizar. Los diferentes mercaderes y príncipes querían tener una maqueta lo más fiel posible al producto final.” Más aún, para Maldonado “es esta exigencia de comunicar el proyecto, de satisfacer el deseo que tenía el contratante de ver anticipadamente, lo que está en el origen de la profesión de arquitecto. En suma, el arquitecto nace con la función de visualizar.”
La demostración práctica que hace Brunelleschi de la objetividad y precisión de la perspectiva como forma de representar la realidad y, por tanto, de prefigurarla, es el momento fundacional de la concepción del arquitecto como visualizador y de la arquitectura como imagen. Le Dantec da un paso más allá y dice que es también origen del sujeto cartesiano: “la revolución filosófica de Descartes se sostiene en una revolución arquitectural anterior; es, en el orden del discurso, algo así como la culminación de la revolución brunelleschiana en el campo de la arquitectura.” Y Descartes, esto según Jean Wahl, desconfiaba del tiempo; pensaba el cogito como algo instantáneo: pienso-soy. El luego de “pienso luego existo” no implica ninguna sucesión temporal sino la inminencia de una revelación: porque pienso soy. De la arquitectura que se previsualiza e imagina podría decirse algo similar: porque la piensan es –al menos esa es la hipótesis. Por eso Bataille decía que sólo se puede proyectar desde la negación del tiempo: asumiendo que todo aquello que suceda entre la concepción y la ejecución no tiene ninguna importancia en la producción de la obra –que, por tanto, preexiste a su ejecución.
Al reintroducir el tiempo Till no invierte simplemente la relación entre concebir y construir, privilegiando el segundo término –afirmando que sólo lo construido es arquitectura. Al contrario, Till muestra que toda la arquitectura es construida, es decir, resultado de un proceso sometido a una multiplicidad de condiciones variables, contingente por tanto. La arquitectura se construye desde que se dibuja. Y aquí Till plantea una crítica del dibujo como mera representación. La debilidad final de la representación arquitectural –dice– reside en su edición del mundo y al “transferir esa emasculación a la producción de edificios, la arquitectura se revela impotente de cara a fuerzas que, intencional y convencionalmente canceladas, volverán a cazarla.” La solución está en “reintroducir el tiempo en la representación” –o, dicho de otro modo, desmantelar la idea misma de re-presentación. “No están dibujando edificios –dice Till a sus alumnos– están dibujando ideas.” Y dibujar ideas abre “los distintos pasos comunicativos de la producción arquitectónica –comunicativos tanto para los mismos arquitectos como para su público–” a una complejidad que “no puede resumirse en un sistema de representación único.”
El tiempo y la comunicación son así temas centrales del argumento de Till de los que se desprende un tercer tema: la condición ética de la arquitectura. En todo su libro Till desarrolla algunas ideas del filósofo judío-polaco Zygmunt Bauman. Igualmente respecto a la ética. “Mi entendimiento de la ética está informado por Zygmunt Bauman –dice– quien a su vez reconoce ‘al más grande filósofo ético del siglo veinte’, Emmanuel Levinas, para quien la ética se define, simplemente, como ‘ser-para-el-Otro’.” En su libro El tiempo y el otro, Levinas dice que “el tiempo no remite a un sujeto aislado y solitario, sino que se trata de la relación misma del sujeto con los demás.” El tiempo son los otros. El tiempo no es sólo eso que, como dice Deleuze comentando a Kant, me separa a mi de mi mismo [Je suis séparé de moi-même par la forme du tems], sino que también me coloca entre y ante los otros. Podemos volver con esto a Karatami y su idea de la relación entre contingencia y arquitectura: “la contingencia no implica que, en oposición al ideal del diseñador, la arquitectura real resulte secundaria y en constante riesgo de colapsar. Más bien, la contingencia asegura que ningún arquitecto es capaz de determinar un diseño libre de relacionarse con el ‘otro’ –el cliente, su equipo y otros factores importantes en el proceso de diseño. Todos los arquitectos se enfrentan a este otro. La arquitectura es, por tanto, una forma de comunicación condicionada a darse sin reglas comunes –es una comunicación con el otro quien, por definición, no sigue el mismo juego de reglas.” Abierta al tiempo y, por lo mismo, al otro, la arquitectura depende, abriéndose camino –para citar otra vez a Levinas– a “un pluralismo que no se fusiona en una unidad.”
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