La cabaña de Heidegger
“Deconstruir el artefacto llamado ‘arquitectura’ es, tal vez, comenzar a pensarlo como artefacto y a pensar la artefactura a partir del mismo y, por tanto, la técnica en el punto donde permanece inhabitable.”
El anterior es el aforismo número 28 de los 52 aforismos para un prefacio (52 aphorismes pour un avant-propos). Los 52 aforismos deconstructivos –incluyendo el 12 (“Éste es un aforismo y nos contentaremos con citarlo”) y el 21 (“Éste no es un aforismo”)– recuerdan en número a los también 52 del segundo libro del Novum Organum de Francis Bacon, que constituyen la parte edificante o constructiva de la obra del filósofo inglés. Los aforismos derridianos prologan una selección de textos coeditados en 1987 por el Centro de Creación Industrial y el Colegio Internacional de Filosofía –institución fundada por el mismo Derrida con el fin de pensar, transdisciplinarmente, desde los márgenes de la filosofía y otras disciplinas. Desde ahi, desde afuera o desde enmedio de todo, pensar la arquitectura –deconstruirla– en tanto artefacto –en tanto algo, dirá el diccionario, hecho con arte: arte factus– y, por lo mismo, en relación a la técnica –techné: ars.
El aforismo de Derrida responde brevemente, comple(men)ta y deconstruye la relación que en su clásico ensayo Construir, habitar, pensar Heidegger establece entre esos términos. Para Heidegger no habitamos lo que, primero, hayamos construido sino que, al revés, construimos porque habitamos. Habitar, dice, es ser; nuestro modo de ser en tanto humanos, nuestra manera de ser y estar en el mundo. Y construimos en tanto que habitamos. “Sólo si somos capaces de habitar podemos construir.” Construir, producir los lugares que habitamos se hace, sigue Heidegger, a partir de la tekhné. Heidegger dice que “la ‘tekhné’ que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo” –desde siempre quizá– “en la tecnología de la arquitectura.”
Pensar la arquitectura implica en los términos de Derrida, pues, desmantelar su condición de artefacto, de objeto técnico, “en el punto donde permanece inhabitable.” “Decir que la arquitectura debe sustraerse a los fines que se le asignan –continúa Derrida en su aforismo número 29– y en principio al valor de habitación, no es prescribir construcciones inhabitables, sino interesarse en la genealogía de un contrato sin edad entre arquitectura y habitación. ¿Es posible producir una obra sin preparar por tanto una manera de habitar? Todo pasa aquí por ‘preguntas a Heidegger’ –sobre lo que piensa poder decir de eso que nosotros traducimos en latín como ‘habitar’.” Preguntas a Heidegger pero tambien, en paralelo, quizás, preguntas a Benjamin.
En Experiencia y pobreza Walter Benjamin lo dijo del habitar burgués, pero la definición funciona, sin el adjetivo, para el habitar en general: es seguir la huella fundada por la costumbre. Habitar es habituarse. Como un estuche de joyas que proteje y fija su contenido en un espacio justo a su medida, “el interior –dice Benjamin– obliga a sus habitantes a imponerse una cantidad altísima de costumbres.” Acostumbrados, habitamos repitiendo una y otra vez los mismos esquemas, las mismas actitudes, las mismas formas. Repitiendonos. También dice en ese mismo texto, recuperando otro breve que había titulado Habitando sin huellas, que los arquitectos de su tiempo –los años 30– estaban, con su acero y su vidrio, creando espacios en los que resultaba dificil dejar huellas. Espacios, quizás, inhabitables, en los que la tecnología oculta, implícita en la arquitectura se da a pensar y se muestra –y no sólo a partir de la transparencia y de la construcción estandarizada siguiendo modos de producción industriales. En sus tuberías y sus cableados, en sus métodos de aislamiento térmico y acústico, en las normativas y reglamentaciones de seguridad y construcción, la arquitectura va haciendo progresivamente más explícito toda una serie de saberes y procesos que, considerados secretos, constituían el andamiaje oculto bajo la cara simbólica de la arquitectura.
Habría que pensar las nuevas formas del habitar, entonces, desde esta visión de la arquitectura en tanto puro artefacto o mera técnica –más allá o más acá de la habitabilidad misma.
En 1926, Hannes Meyer, último director de la Bauhaus, realizó una instalación que probablemente cuestionaba la habitabilidad y, sobre todo, su relación con la arquitectura, tanto como el vidrio y el acero comentados por Benjamin. La Co-op zimmer era una habitación definida por muros de tela, amueblada con una silla y una mesita plegables, unas repisas con frascos de comida en conserva y otras con libros, una cama individual levantada del suelo sobre cuatro patas cónicas y un fonógrafo sobre la mesa plegable. La habitabilidad se ve reducida por un lado al aislamiento mínimo (los muros de tela), la comodidad indispensable (la silla y la cama) y la sobrevivencia (la comida). Por otro lado, los libros y, sobre todo, el fonógrafo, que lleva la reproducción mecánica a un grado de complejidad mayor que el del libro impreso, aseguran un tipo de habitabilidad distinto al de la arquitectura tradicional. Son, quizás, elementos ya disgregados de esa tekhné antes oculta en la tecnología de la arquitectura. La habitación propuesta por Meyer es un habitáculo mínimo y en cierta medida inestable para un nómada contemporáneo que antecede por 60 años al Pao para una chica nómada (1985) de Toyo Ito. Como la Co-op zimmer, es también un refugio textil, casi un capullo, ligero y móvil, cuya efectividad depende de la red de servicios públicos y medios de información a la que puede conectarse. Debemos imaginar al habitante de la Co-op zimmer y a la chica nómada como máquinas solteras altamente individualizadas que sólo requieren, en su espacio privado, la garantía mínima de aislamiento, supervivencia y, sobre todo, interconectabilidad con un exterior que les proporciona todo aquello que pudieran necesitar sin estorbarlos en su espacio. Libros, fonógrafos, televisión o internet: hablando de arquitectura podríamos decir –parafraseando el título de Kundera– que la habitabilidad está en otra parte.
El nuevo tipo de habitante –decía Jean Baudrillard a finales de los años 60 en El sistema de los objetos– “no es ni propietario ni simplemente usuario, sino que es un informador activo del ambiente. Dispone del espacio como de una estructura de distribución; a través del control de este espacio, dispone de todas las posibilidades de relaciones recíprocas y, por lo tanto, de la totalidad de los papeles que pueden desempeñar los objetos.” Esa redistribución de la habitabilidad en diversos objetos técnicos que, a su vez, permite a la arquitectura presentarse como un artefacto más –cuya relación con la habitación no tiene por qué ser privilegiada sobre la de, digamos, un teléfono o una secadora de ropa. Tal reducción a artefacto tiene así un efecto deconstructivo involuntaria sobre la arquitectura. Ese interior compuesto por electrodomésticos y nodos de comunicación acelerada se contrapone de algún modo al interior burgués criticado por Benjamin –aunque sea por otro lado resultado de aquél. Al nuevo ocupante de esos interiores –dice Baudrillard– no le importa ni la posesión ni el disfrute “sino la responsabilidad, en el sentido propio de que es él quien arregla la posibilidad permanente de ‘respuestas’. Su praxis es pura exterioridad.” El interior burgués –con su pesada carga de costumbres que nos definían e identificaban– se transmuta y condensa en intimidad de conexión, literalmente. El WiFi es la manifestación última de la habitabilidad: donde podamos estar en linea estaremos como en casa. Si para el habitante moderno, según Baudrillard de nuevo, los objetos no se consumían –la idea de consumo como opuesta a la contemplación es tema también de Benjamin– sino que se dominaban, se controlaban y ordenaban, si el habitante moderno se “ encuentra a sí mismo en la manipulación y en el equilibrio táctico de un sistema,” para el habitante “posmoderno” la manipulación se vuelve digital y el equilibrio táctico del sistema se reduce a la disponibilidad de “señal” para conectarse.
El duro trabajo de desocultación/deconstrucción de la tecnología implícita en la arquitectura y de su contrato sin edad con la habitación a partir o mediante la artefactura, se dio finalmente como consecuencia de dos tendencias paralelas. Una, la redistribución operativa de los objetos técnicos en redes de comunicación acelerada y otra, el proceso de individualización creciente. Las formas del habitar siempre han sido variantes de la conectividad, de acelerar o alentar flujos de información y distribución de bienes e insumos. La arquitectura casi inexistente planteada por Hannes Meyer a finales de los años 20 en su Co-op zimmer, prefigura las interpretaciones teóricas de Benjamin y de Baudrillard y las reinterpretaciones deToyo Ito, o antes de Archigram y su ciudad de habitáculos interconectables, de los Smithson con su Casa de Electrodomésticos, de los Eames con sus contenedores neutros –neutralizados– para actividades varias. Si en Meyer, como en Ito, los muros se transforman en cortinas es porque la tecnología que antes contenían y que acondicionaba el interior como un habitáculo confortable, ha adquirido cierta independencia, salido a la luz –para Heidegger tekhné es, precisamente, sacar a la luz–, tomando a su cargo la tarea de hacer al mundo habitable y permitiendo que la arquitectura, ahora simple artefacto, se libere del contrato sin edad con la habitación.
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