¡Lo que puede generar un cambio de horario! No sólo el ahorro energético y la somnolencia matutina que provoca la hora extra en verano. Imaginen lo qué pasaría si el gobierno capitalino se decidiera a imponer un horario restringido al transporte de carga pesada que atraviesa la ciudad de lado a lado en cualquier momento. Si no pudieran circular, digamos, entre las 7 de la mañana y las 7 de la noche, nos ahorraríamos probablemente buena parte del tráfico en algunas calles y, sobre todo, los inconvenientes que un transporte de esa magnitud –en tamaño pero también en peso y en su operación– genera al compartir las vías y horarios de los autos particulares.
Pero ahora un tema que genera, de menos, controversia, es la propuesta de algunos diputados locales de ampliar o liberar totalmente los horarios de operaciones de restoranes, bares y antros. La propuesta ha encontrado la oposición de vecinos quejosos del ruido, las molestias y hasta la inseguridad que provocan dichos establecimientos, de autoridades alarmadas por la seguridad física de “los jóvenes” –pues parece que son los únicos que gustan de la diversión de larga duración– y hasta de curas que, desde un medioevo ideológico, temen por la salud moral de esos mismos jóvenes –”víctimas fáciles de las drogas y otros vicios”– que, de noche, están más expuestos –todos lo sabemos– a los demonios de los excesos, del alcohol y de la carne.
Si como en una sociedad democrática moderna, laica y medianamente ilustrada, los vecinos exigieran que, a cualquier hora del día, restoranes, bares y antros, contaran con los medios necesarios para evitar que la música y el ruido del interior se escuchen al exterior, y que contaran con las condiciones necesarias para evitar otro tipo de molestias; si las autoridades competentes –y en esto han opinado desde la Secretaría de Seguridad Pública, la de Salud y el Instituto de la Juventud– se preocuparan por generar las condiciones de seguridad para poder caminar o manejar a cualquier hora, en cualquier lugar, si trabajaran en las campañas de información para saber cómo y cuándo conducir –no para impedir que los jóvenes o los viejos beban, sino que manejen si han bebido demasiado–, si hubiera transporte público seguro y eficiente para regresar en la madrugada de un antro –por cierto, si cierran a las 6 de la mañana uno puede volver a casa en metro sin tanta complicación–, si hubiera inspectores incorruptibles que certificaran la seguridad en esos lugares; si, por último, los curas se dedicaran a lo suyo, tal vez podríamos entender que el problema no es de horario –ni de ruido ni de alcohol y vicios peores–, sino precisamente de esas condiciones ignoradas, de esos compromisos no asumidos, de esos deberes incumplidos.
Pero no. Como en muchas otras cosas, en esta ciudad y en este país preferimos cerrar los ojos, dar la vuelta. No sólo tapar el pozo tras ahogado el niño, sino taparlos todos, hasta los que sirvan para beber. La libertad –la de elegir desvelarse, tomar una copa, no casarse o casarse con alguien del mismo género– nos asusta. Y nos asusta, en parte, porque la libertad exige responsabilidades –individuales y colectivas– que no queremos tomar. Mejor que el antro cierre temprano. Mejor que nada cambie porque eso implicaría estar listos, ofrecer lo que una ciudad moderna necesita y exige para ser eso: moderna. Mejor evitar la tentación que hacerle frente.
Quiero pensar que los cafés, los restoranes, los bares, los antros, los teatros, los cabarets y los burdeles, entre muchos espacios otros, han sido, además de sitios de perdición, lugares donde hablando, bailando, comiendo, bebiendo y discutiendo entre copas, riendo, tocándose y fornicando, los humanos hemos aprendido, de manera distinta que en las escuelas o las bibliotecas, a ser eso: humanos. Ahí también se construyen mejores individuos y mejores sociedades. Pero si eso nos da miedo, mejor vayámonos a dormir temprano.
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