La relación entre música y arquitectura ha sido un tema recurrente, ya sea comparando la proporción visual con la armonía sonora o citando, una vez más, aquella frase de Schopenhauer que define a la arquitectura como música congelada. También están las reflexiones sobre la condición ambiental de ambas artes, que nos envuelven por completo, ya en filósofos como Eugenio Trías, especialmente en su Lógica del límite, o Elizabeth Grosz –en su libro Chaos, Territory, Art, a partir de algunas ideas de Gilles Deleuze–, en sociólogos como Michel Freitag –Architecture et societé– o en arquitectos-músicos como Iannis Xenakis o Daniel Libeskind. Y, por otro lado, la idea de la música como un fenómeno también espacial, por ejemplo en Cage.
Pero el diseño y la construcción de un espacio destinado específicamente a la música es sin duda un momento –o un lugar– privilegiado de dicha relación. Desde el teatro que Wagner diseña en Bayreuth a partir de un proyecto no realizado de Gottfried Semper, construido como un relicario acústico y visual para sus propias óperas, hasta la nueva FIlarmónica de Hamburgo, a concluirse en el 2012, de los suizos Herzog y de Meuron y cuyo interior ha sido “diseñado” por el sonido mismo, buscando lograr las mejores condiciones acústicas posibles y sin ninguna voluntad de estilo, pasando por la de Berlín, uno de los mayores ejemplos de lo que se califica como expresionismo arquitectónico, diseñada a finales de los años 50 por Hans Scharoun, las salas de conciertos y teatros de ópera despliegan de bulto, buena parte de aquellas reflexiones teóricas mencionadas más arriba.
Pero tras estar sentado a una mesa junto con especialistas que definen medidas, superficies, volúmenes y formas de acuerdo a precisas características de reverberación y energía acústicas, señalando de tiempo en tiempo algún rincón en el plano donde la solución, liberada de requerimientos técnicos, puede ser arquitectónica, los ejemplos anteriores me resultan aún más admirables. También otros como la Casa de la Música de Oporto, terminada en el 2001 y diseñada por Rem Koolhaas, y de la que Nicolai Ouroussoff, crítico de arquitectura del New York Times, asegura es la mejor obra construida por el famoso holandés errante, comparándola con el extravagante y, a mi parecer, excesivo Disney Concert Hall, en Los Ángeles, de Frank Gehry, proyectado desde finales de los años 80 pero inaugurado en el 2003 –aunque dicen que los problemas causados por refracción lumínica de la fachada de titanio se olvidan gracias a la excelente acústica del interior.
A estas salas de concierto habría que sumar dos recientes teatros para ópera nórdicos: el de Oslo, de la firma noruega Snohetta, terminado en el 2007, y el de Copenhague, del francés Jean Nouvel, inaugurado en el 2009. Y para música de cámara, el Alice Tully Hall, en el Lincoln Center de Nueva York, reformado según un proyecto de Elizabeth Diller, Ricardo Scofidio y Charles Renfro e inaugurado a mediados de febrero del año pasado, y que, según de nuevo Nicolai Ouroussoff, no decepcionó. No hay que olvidar al Zenith de Saint-Etienne, del 2008, con una sorprendente capacidad de funcionar tanto como sala de conciertos para poco más de mil espectadores, que como auditorio para más de 7 mil, diseñado por el británico Norman Foster.
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