18.5.10

de la cuchara a la ciudad

El arquitecto debe poder diseñar de la cucharita a la ciudad. Algunos atribuyen esta frase al arquitecto italiano Ernesto Natan Rogers –primo del británico Sir Richard y director, durante más de una década, entre los cincuentas y los sesentas, de la revista Casabella– mientras otros dan la autoría a Walter Gropius, fundador de la Bauhaus y, por tanto, evidente entusiasta del diseño total –de la cucharita a la ciudad, pues. Esa idea permeaba la Bauhaus a tal grado que en esa escuela no existía, como carrera o disciplina a enseñarse aislada, la arquitectura, suponiendo que todas las otras formas de producir objetos para la vida cotidiana, al derivarse de ésta, la servían finalmente. Con todo, la idea de la arquitectura como una disciplina que debe abarcar entre sus saberes y poderes prácticamente todo lo que pueda ser producido por la mano del hombre –es decir: todo lo que pueda ser diseñado, léase dibujado–, no es en absoluto nueva.


Desde el siglo primero de nuestra era, en el texto que consagra, de menos por antigüedad, el conocimiento arquitectónico occidental, Marco Vitruvio Pollion, más conocido simplemente como Vitruvio, anotaba que el conocimiento del arquitecto –que el calificaba, en latín, como scientia, es decir: un conocimiento estructurado, compartido y de algún modo verificable, en oposición, dentro del espectro epistemológico grecolatino, a la mera opinión subjetiva– era un saber enriquecido y adornado por múltiples erudiciones y distintas artes. Más aun, el arquitecto –prescribía Vitruvio– debía ser educado, hábil con el lápiz, instruido en geometría, saber mucho de historia, haber seguido a los filósofos atentamente, entender de música –cosa de ritmos, de armonías y proporciones tal vez– y tener algún conocimiento de medicina, conocer la opinión de los juristas, nociones de astronomía y de la teoría de los cielos. Vitruvio explica la razón de cada uno de estas exigencias, no se vaya a pensar que sirven sólo de pretencioso ornato al arquitecto. Tras esta introducción, Vitruvio dedicó el resto de sus diez libros de la arquitectura a explicar qué deben hacer los arquitectos para construir las ciudades y sus edificios, para fabricar mecanismos capaces de medir el tiempo –en el noveno libro– y también máquinas de guerra, para destruir las ciudades que con tanto cuidado habían construido –en el décimo. De la ciudad a la catapulta. Lo de Gropius fue ampliar sólo un poco más el panorama: de la catapulta hasta la cucharita.


La arquitectura, por tanto, desde siempre –o casi– ha jugado ese juego de quererlo abarcar todo, para luego irlo soltando –no, no, la cuchara, eso es diseño industrial, y la ciudad: urbanismo; su infraestructura: ingeniería; su mapa, diseño gráfico; el jardín es paisaje y los adornos dentro de los edificios son decoración o, si duran poco, escenografía– para después, ambiciosa o egoísta, reclamar de nuevo su papel de tutora, de matriz, de origen y su derecho, por tanto, al control absoluto de todo lo que termina conformando eso que ahora llamamos el ambiente o el entorno.


Un par de ejemplos de este vaivén, ya mencionados, tienen que ver con dos de los campos de acción que hoy la arquitectura busca recuperar con mayor interés: la infraestructura y el paisaje –que para muchos ya son una sola cosa: hoy, dice el filósofo alemán Peter Sloterdijk, ya no hay naturaleza, sólo infraestructura. La construcción de la ciudad y del territorio –más allá o más acá del diseño de los edificios– dejó definitivamente de ser responsabilidad de los arquitectos cuando, al fundarse a mediados del siglo XVII la Escuela de Puentes y Caminos, en Francia, lo que hoy llamamos infraestructura urbana pasó a ser quehacer de ingenieros, mientras los arquitectos se entretenían buscando el estilo apropiado para un banco o una casa, en lo que pensaban era su dominio y era, más bien, una especie de reserva para especies en extinción: la academia de arquitectura, fundada también en Francia a finales del XVII y transformada en Escuela de Bellas Artes a principios del XIX. Por otro lado, la jardinería, de Le Nôtre en Versalles a Olmstead en Central Park, para hacer una historia larga demasiado corta, fue forjando de manera casi autónoma su propio status como otra arquitectura, mientras la arquitectura parecía no concederle demasiada importancia. Roberto Burle Marx, Isamo Noguchi o Robert Smithson, por nombrar sólo algunos, fueron otros tantos de quienes nos mostraron distintas maneras de ver el suelo y los jardines que hoy la arquitectura, como disciplina, quiere retomar como parte de su historia oficial.


¿Pero cuáles serían hoy buenos ejemplos de esta tendencia de la arquitectura a expulsar y luego intentar tomar control de nuevo sobre formas de actuar en o sobre el entorno que, en principio y asumiendo una concepción amplia y quizás vaga de la arquitectura, serían lo primordial de su hacer? No se trata, por supuesto, de otras cosas que hagan arquitectos además o en vez de arquitectura –sea lo que sea: pintar, actuar, tomar fotos fotos o escribir libros. Sino de campos –terrenos, digamos– preparados, desbrozados primero por la arquitectura y que luego llegan a constituirse como dominios más o menos autónomos.


Una sección del sitio de internet archinect.com está dedicada a presentar el trabajo de arquitectos que hacen cosas que normalmente no entendemos como arquitectura. El título de la sección es interesante: working out of the box, trabajando fuera de la caja o, también, de la casilla: arquitectos que no quieren ser encasillados como arquitectos. Al preguntarles a qué se dedican actualmente, la mayoría de quienes ahí se presentan –a excepción de un par de realizadores de documentales y un conductor de un programa de diseño para la televisión– incluye en la descripción de lo que hacen la palabra –o de menos la idea– diseño: diseño estratégico, diseño de innovaciones, diseño multimedia, diseño de presentaciones, diseño de exhibiciones, diseño de información, diseño de objetos, diseño de interiores, diseño de imagen, consultores de diseño de tecnología, diseñadores gráficos, diseñadores de productos, diseño de la organización de empresas e incluso diseño de sandalias para mujer. Más curioso resulta que a la pregunta “en qué momento dejó de ejercer la profesión de arquitecto”, la gran mayoría responde que no la han dejado de ejercer, que lo hacen de otro modo, de otra manera, en otro campo o a otra velocidad. Pocos parecen querer admitir que lo que hacen ya no es arquitectura –aunque los conocimientos adquiridos en su formación les sean útiles para sus nuevos oficios. O quizás tenga razón y eso sigue siendo arquitectura.


También resulta interesante –y completamente explicable– que la mayoría de estas nuevos campos ocupados por arquitectos tengan que ver con el diseño entendido en dos sentidos complementarios. Primero, la prefiguración o, para decirlo mediante un molesto galicismo: la puesta en imagen de algo que aun no existe –y que en muchos casos, en estos nuevos campos, se quedará como mera imagen. La proliferación de programas de computadora usados como auxiliares para el dibujo y, a veces, para el diseño, ha hecho que, en algunas escuelas, los estudiantes de arquitectura sean expertos en la producción de imágenes, fijas y animadas, que prefiguran lo que idealmente debiera ser luego construido, al nivel de animadores de Hollywood. El interés puesto en este tipo de simulaciones y en el alto grado de realismo o, más bien, en el hiperrealismo que exhiben, hace que en algunas escuelas se rebase la capacidad artesanal de producir imágenes verosímiles para interesarse en el desarrollo de los programas mismos y la comprensión de sus maneras de operar. Esto les da a muchos de estos jóvenes arquitectos aptitudes muy valoradas en esta era que ya desde hace mucho, en lo que ya es un lugar común, calificamos como de la imagen.


Esto último conecta con el otro sentido de diseño: el de la organización interna de alguna cosa o de un proceso. Se diseñan las mecánicas, las lógicas mediante las cuales se puede producir algo –y no meramente el producto final. Algo tiene que ver con la idea kantiana de entender la arquitectónica como el arte de producir conocimiento sistemático –o, al revés, de sistematizar el conocimiento. Si el ojo y la mano del arquitecto, al menos desde el renacimiento, están entrenados para producir imágenes realistas, su mente lo está para, al mismo tiempo, trabajar de manera analítica y sintética; para organizar partes aparentemente autónomas en un conjunto donde todas se implican de algún modo; para dividir una acción continua en una serie de pasos o para reconfigurar varias acciones discretas en una secuencia. Esas habilidades organizativas –que, por otro lado, han sido criticadas como las taras que impiden a los arquitectos entender, digamos, la ciudad como un sistema complejo, reduciéndolo siempre a sistemas independientes, esto es, planificándola o aplanándola– parecen preparar al arquitecto para estos otros trabajos.


Si, como la define Vicente Guallart en el Diccionario de Arqutiectura Avanazada, entendemos a la arquitectura como la organización de actividades en el espacio, físico o virtual –aclara–, sólo hace falta entonces definir de qué tipo de espacio se trata y cuáles actividades tendrán lugar en él para que el arquitecto pueda emprender su labor organizativa. Sitios web –y nótese que el cambio de término de página a sitio, apunta de algún modo a la necesidad de una arquitectura–, exhibiciones, interiores, estrategias o mercados, todos parecen implicar espacios y actividades que el saber o, como hubiera escrito Vitruvio, la ciencia del arquitecto, puede dedicarse a organizar. Será tal vez que, como apunta Paul Shepheard en su libro What is architecture? –cuyo subtítulo adelante la respuesta que contiene el libro: an essay on landscapes, buildings and machines–, “la arquitectura no se trata sólo de edificios. Puede que no todo sea arquitectura, pero no sólo son edificios, es algo más que eso.”


publicado en la tempestad

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