La naturaleza es un artificio. Dicho así resulta una vana provocación, pero no tengo aquí el espacio ni, seguramente, la capacidad de argumentar a fondo. Cito pues, casi como excusa, lo que dice el filósofo Clément Rosset en su libro La anti naturaleza: “el hombre será ‘naturalizado’ el día en que asuma plenamente el artificio renunciando a la idea de naturaleza misma.” No se trata, por supuesto, de negar nuestra relación y dependencia de lo natural, sino de aceptar que nuestra naturaleza –si alguna tenemos– es la de transformar lo natural en artificio, que esa es nuestra estrategia de supervivencia y que –como apuntó el escritor Claudio Magris– el lado oculto de la ecología tiene aún resabios de una voluntad de control y dominio característicamente humana, demasiado humana. Al fin, lo que se busca es que nuestra casa-mundo se mantenga como un entorno propicio para nosotros, entendiendo ahora que eso no es viable si no tomamos en cuenta al resto de los seres vivos. Es desde esa perspectiva que intento entender la relación entre arquitectura y sustentabilidad.
“La arquitectura –dice el arquitecto catalán Josep Lluis Mateo en la introducción al libro Natural Metaphor– siempre ha sido destructiva: se talan árboles, se transforman montañas en llanuras, se excava el suelo.” Mateo, sin embargo, acota o precisa su afirmación: la arquitectura desde siempre se ha querido una actividad constructiva, pero la arquitectura no puede construir sin destruir. El mundo artificial –finalmente el único que puede ser llamado así: mundo– gana, pero la naturaleza pierde, y dicha pérdida, a la larga, se revela como un riesgo gravísimo para el mundo mismo. La sustentabilidad de la arquitectura se mide cada vez más, pues, no sólo en relación a su capacidad portante y autoportante –en referencia a la vieja condición que le exigía Vitruvio, arquitecto romano del primer siglo de nuestra era, la firmitas: la firmeza, a la vez dureza y durabilidad–, sino a la tendencia a lograr el máximo de artificio construido con el mínimo de naturaleza destruida. En consecuencia, los otros dos términos de la triada vitruviana –la venustas, más el placer que una construcción procura que la belleza en sentido abstracto, y la utilitas, la utilidad o el provecho– quedan subordinados a una noción expandida de la resistencia, entendida ahora como sustentabilidad.
“La sostenibilidad –escribió Inaki Ábalos– es el concepto de moda en la arquitectura actual.” Y si bien se trata, en gran parte, de una moda –lo que no le quita importancia: es un error pedante pensar que las modas carecen de razón y sentido de ser–, se puede afirmar que siempre ha sido, aún sin ese nombre, una preocupación para la arquitectura: primero de orden estructural y económico y luego, poco a poco, –cuando el término acuñado por el biólogo alemán Ernst Haeckel a finales del siglo XIX se puso, también, de moda– ecológico –recordemos, de paso, que ambas palabras comparten el prefijo griego oikos: la casa, lo propio, la familia y que, si podemos entender a la economía como el conjunto de normas impuestas a la regulación de la casa, la ecología representa, en cambio, la lógica interna propia de la misma. Ábalos lo interpreta como un desplazamiento de lo mecánico a lo energético o, digamos, de lo estático a lo dinámico, del producto a la producción, del objeto cerrado a los procesos abiertos que lo determinan y en los que juega algún papel. Un cambio, según Sanford Kwinter –lo menciona también Ábalos– a un nuevo modelo orgánico, termodinámico e informativo de la arquitectura. Ese cambio, de lo fijo a lo variable –lejos del equilibrio, como es el termodinámico título del libro de Kwinter– es lo que caracteriza sin duda al viraje ecológico. Ian Mcharg –paisajista y planificador escocés, autor en 1968 de un libro ahora clásico: Design with nature– explicaba que “el ecologista está interesado en la sucesión, en el desarrollo y la adaptación en el tiempo,” y que por tanto tiene la posibilidad de ver “las relaciones entre proceso y forma.” La sustentabilidad, pues, en tanto duración y durabilidad sostenible, es cuestión de tiempo –en los dos sentidos que el español puede dar a esa palabra, el cronológico y el climático.
Reyner Banham –quizá uno de los primeros en articular críticamente la idea de medio ambiente en la historia de la arquitectura– escribió en su libro The architecture of the well-tempered environment (1969) que la palabra “atmósfera” había de ser leída literalmente. Recientemente, en el tercer tomo de su obra Esferas, el filósofo alemán Peter Sloterdijk enumera los tres criterios que caracterizan al siglo XX: la práctica del terrorismo, la concepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente –los tres coinciden, dice, en el momento que marca, con precisión, el inicio de la modernidad tardía: el 22 de abril de 1915, primera vez que se usó masivamente el gas como medio de combate en la primera guerra, desplazando la atención del cuerpo del enemigo a su medio. Sloterdijk también usa el término “atmósfera” y dedica varias páginas a explicar el papel de la arquitectura en la “climatización” del mundo: la arquitectura como invernadero. Todavía más reciente es el libro del arquitecto suizo Philpippe Rahm Architecture météorologique, donde dice que “pensar la arquitectura en términos del clima significa proyectarse en otra espacialidad, en una relación más sensual con el espacio, habitar el espacio interior como una atmósfera” y que eso nos llevará a una arquitectura ligera e invisible, que producirá lugares como paisajes abiertos y libres.
Banham, de nuevo, hablaba de la necesidad humana de administrar –y en el inglés manage hay que leer también manejar y manipular– el ambiente con el objetivo de florecer como cultura y no meramente sobrevivir como seres vivos, implica el despliegue de recursos técnicos y organizaciones sociales para controlar el ambiente inmediato. La manera tradicional de la arquitectura para responder a esa necesidad fue mediante estructuras masivas y perdurables –de nuevo la firmitas. Pero dichas estructuras, dice Banham, “están abiertas a varias objeciones: culturalmente pueden ser demasiado enfáticas; económicamente demasiado caras; funcionalmente, incapaces de adaptarse al cambio; ambientalmente, ineficientes en cuanto al desempeño que de ellas se esperaba.” Esto que podríamos calificar como una crisis de la idea de materialidad en arquitectura –que se inicia con la revolución industrial y se intensifica con el viraje ecológico– se hace explícita en lo que decía otro personaje clave en el pensamiento de la construcción de un entorno sustentable: Buckminster Fuller, quien decía que de un edificio habría que preguntar, ante todo, cuánto pesa: con cuanta materia desempeña sus funciones.
Los materiales utilizados en la construcción parecen ser entonces un asunto clave en asuntos de sustentabilidad. Hay quienes suponen que la apariencia de un edificio es signo inequívoco de sustentabilidad: acero y vidrio prohibidos; piedra y madera preferidos. Pero no es tan simple. Pensemos, por ejemplo, en dos casas ejemplares del siglo XX. De vidrio y acero, la casa Farnsworth, diseñada por Mies van der Rohe. De piedra, concreto y madera, la de la cascada, obra de Frank Lloyd Wright. La de Mies, seguramente demasiado calurosa en verano y algo fría en invierno, debido a sus grandes superficies transparentes, podría sin embargo desmantelarse con relativa facilidad, sus materiales reutilizados o reciclados de igual manera y prácticamente en su totalidad; además el rastro que dejara sobre la tierra desaparecería en pocas semanas. La de Wright, arquitecto admirado por Mies, padre para muchos de la arquitectura orgánica –aquella que se quiere cercana a la tierra y a las condiciones locales de cada sitio– fue construida en 1936 para la familia Kaufmann en –literalmente, es decir: sobre– la cascada que les gustaba ver en sus descansos de fin de semana y a cuyo pie habían instalado unas cabañas prefabricadas. Fresca y a veces fría, el concreto, la piedra y la madera con que fue construida no podrían recuperarse en su totalidad; tampoco reutilizarse o reciclarse. Si la demolieran, pasarían quizás varios años antes de que la naturaleza borrara sus huellas –aunque finalmente lo haría: la naturaleza es un agente destructor mucho más poderoso que cualquier arquitectura. Con todo, para muchos la de la cascada es ejemplo de integración al paisaje y respeto por la naturaleza mientras la Farnsworth es muestra de la arquitectura que hay que evitar: abstracta, construida con materiales industriales, sin relación aparente con el sitio. Es una confusión, a la que ya varios han aludido, entre desempeño y apariencia. Lo que una cosa o una casa hagan, no se deriva necesaria e irremediablemente de cómo se vea –el dictum modernista, bajo clara influencia de la biología del siglo XIX, afirma exactamente lo contrario: es la apariencia, la forma, la que sigue al desempeño, la función. Véase, como ejemplo de que la apariencia no condiciona al desempeño, la obra del arquitecto australiano Glenn Murcutt –seguidor de Mies y ganador, en el 2002, del premio Pritzker–, hecha de acero, aluminio, vidrio y madera bajo la consigna de “apenas tocar la tierra”, extraordinaria muestra de ligereza, eficiencia, belleza y –esa idea que no necesariamente debe tenerse siempre como valiosa– respeto por el sitio.
Ante ese dilema material, hoy nos encontramos ante dos opciones aparentemente opuestas de atacar el problema de la sustentabilidad. Por un lado está la visión de alta tecnología, que reduce el impacto energético de una construcción implementando los materiales, procesos y sistemas más sofisticados, incrementando el costo inicial de una obra con la promesa de reducir notablemente los gastos de mantenimiento, además de los beneficios ambientales. Por el otro, la de baja tecnología, que recurriendo a materiales y métodos tradicionales o desarrollados de manera similar a éstos. En el primer caso, por ejemplo, una delgada fachada transparente estaría cubierta por vidrio con tratamientos especiales para controlar y disminuir la radiación ultravioleta y se podría diseñar con ayuda de computadoras la manera en que el aire calentado por la luz del sol circulara, enfriando al edificio de día y calentándolo de noche. En el segundo caso la opción sería hacer un muro sólido, con espesor suficiente para aislar el interior y las ventanas mínimas para iluminarlo –como siempre se ha hecho, dirían algunos. En realidad no hay una respuesta, sino que las posibilidades dependen de las condiciones de cada caso. Se trata, finalmente, de superar esa diferencia entre apariencia y desempeño que, a su vez, divide a la arquitectura entre una que ocupa las portadas de las revistas y otra que parece resistir la influencia de éstas. Para tener aun mayor peso, la idea de sustentabilidad, como parte de una forma de pensar más amplia que, entre sus múltiples consecuencias desmantela la serie de oposiciones rígidas que estructuraban al pensamiento clásico, deberá por tanto rebasar el dilema entre apariencia y desempeño, entre una arquitectura eficiente pero demasiado cara y otra –para caricaturizarlo– demasiado fea. Y más aún: pasar de una noción pasiva de sustentabilidad a otra activa, a entender –como fue planteado incluso al inicio del gobierno de Obama en Estados Unidos– que hoy cualquier edificio que se conecte a una red o sistema energético deberá, además de tomar lo que necesite y devolver lo que le sobre con limpieza, producir lo que pueda. La sustentabilidad será ahora productiva.
publicado en equilibrio
No hay comentarios.:
Publicar un comentario